Читать книгу Стервятники «Флориды» / Los Caranchos de la Florida. Книга для чтения на испанском языке - Бенито Линч - Страница 2
II
ОглавлениеEn el comedor y ante aquella larga mesa cubierta con un hule blanco a guisa de mantel, en aquel modesto comedor, decimos, al cual la luz amarillenta de una lámpara que pende del cielo raso ilumina escasamente, el padre y el hijo se contemplan en silencio.
Hay ternura en los ojos del viejo, y un ligero temblor de emoción en sus labios finos. Parécele cosa de sueño que aquel gallardo muchacho que ahora se sienta frente a él, con el cigarro entre los labios y las manos en los bolsillos de sus breeches a grandes cuadros, sea su hijo, aquel hijo que envió a Europa chico de escuela todavía, y desgarbado y feo como los potrillos mestizos de La Quinua. Tiene el pecho ancho, combado, y la cintura fina ceñida por el tirador, cuya hebilla niquelada se insinúa apenas debajo del chaleco un poco desprendido: se diría el vértice de la pirámide invertida de su tórax.
Los ojos azules, la herencia de la madre muerta, han tomado las tonalidades grises del acero, y bajo la contracción perenne de las cejas casi unidas, y algo más obscuras que el cabello, pierden la impavidez de su expresión para tornarse vivos y curiosos.
El conjunto es bello y varonil. Aquella nariz enérgica, la nariz legendaria de los Suárez, llena de orgullo al padre, que sonríe.
– ¿Por qué te has afeitado el bigote? – dice.
– ¿El bigote? … ¡Caramba! … ni sabría explicártelo. Me lo he afeitado porque todo el mundo se lo afeita. En Europa está de moda. Es mucho más cómodo.
– Pareces un fraile.
Don Panchito aumenta en un milímetro la eterna contracción de su ceño, pero luego, encogiéndose de hombros, dice a su padre muy sonriente:
– Es cuestión de costumbre.
Transcurre un minuto de silencio, durante el cual el padre y el hijo tornan a observarse con una mezcla de afección y desconfianza en el semblante.
La vieja Laura, la eterna cocinera de La Florida, entra en el comedor arrastrando sus desvencijadas alpargatas, y mientras recoge las tazas y cucharillas del café sonríe, con su ojo único, a aquel patroncito tan blanco y tan güen mozo, a aquel don Panchito a quien tuvo la gloria de tener en sus brazos cuando chico.
Don Panchito la mira también y se sonríe, con una sonrisa que quiere ser amable pero que resulta perversa en esos labios siempre contraídos por un amargo gesto.
La vieja sale del comedor, cerrando la contrapuerta de alambre con suavidad cuidadosa, y don Panchito la sigue con la vista.
– ¡Qué Laura esta! Pero dime una cosa, papá. ¿Y Sandalio? ¿y Rosa? ¿qué ha sido de ellos? Nada me has dicho…
La altiva cabeza de don Pancho experimenta, al oir la pregunta, algo así como una imponderable sacudida. Mira sus manos, mira la lámpara pendiente del cielo raso, donde antiguas goteras han pintado enormes manchas amarillas, y luego, con las pupilas clavadas en los ojos de su hijo, y a tiempo de disparar una miguita de galleta contra la puerta, responde indiferente:
– ¿Sandalio? Ahí está Sandalio; está siempre con Rosa… Están en la laguna de Los Toros. ¿Por qué?
– Por nada… por saber, no más. Tendría ganas de verlos… Pero tienen hijos ¿verdad?
– Sí; tienen varios chicos.
Don Pancho no debe sentirse cómodo, porque la uña de su pulgar derecho agranda ahora, inconscientemente, una descascaradura del hule del mantel, y porque sus pies, apoyados en el suelo, han iniciado un bailecillo nervioso que dice muchas cosas.
– Deben tener hijos mozos, ya.
– Sí… no; tienen varios chiquilines…
Don Pancho ha fruncido el entrecejo poblado y se mira las uñas; su hijo, a su vez, lo observa con ojos escrutadores y curiosos. Un reloj de metal, uno de esos comunes despertadores ordinarios, puesto sobre el mármol de la mesa de trinchar, cuenta centímetros de vida, y afuera, en el patio, el viento que acaba de levantarse agita las ramas de los árboles produciendo un rumor de correntada.
– Sandalio – murmura al cabo don Pancho —, es un gaucho trompeta, es un gaucho sinvergüenza.
– ¡Ah! ¿sí? ¿No te sirve?
Y el rostro de don Panchito manifiesta solicitud e interés. Don Pancho continúa con cierta vehemencia:
– ¿Servirme? ¡Qué me va a servir! Nunca ha servido para nada ese estúpido. Ya le he dicho que no me pise más aquí.
– ¿Sí?
– Sí; y tengo hecho el propósito de despedirlo hace una punta de tiempo…
Don Panchito cambia de postura, y mirándose la hebilla del tirador filosofa gravemente:
– ¡Qué gauchos éstos! Siempre los mismos; no comprenden ni sus propios intereses.
– Así es.
– Un hombre casado, un hombre con familia, tener que marcharse a la vejez. Pero ¿qué es lo que ha hecho?
– ¿Qué me ha hecho? Nada. Es un gaucho haragán, un gaucho sinvergüenza, un gaucho…
Se ve claramente que don Pancho habla con esfuerzo, que no tiene argumentos sólidos para apoyar su aseveración. Se calla y mira hoscamente la bandeja de galleta que está sobre la mesa.
Don Panchito piensa que su padre, algo maniático, habrá tomado entre ojos al pobre gaucho; pero, como la cosa no le preocupa mayormente, se abstiene de formular nuevas preguntas.
Al cabo de algunos instantes, sin embargo, don Pancho insiste sobre el tema:
– Pienso despedirlo, como te digo, dentro de poco; pero, mientras tanto, no quiero que nadie de la estancia ¿me entiendes?… nadie, vaya para nada a la laguna de Los Toros.
Don Panchito palidece ligeramente, y encogiéndose de hombros exclama en tono despectivo:
– Por mí…
Don Pancho se da cuenta de su error y entonces trata de corregirlo, agregando risueño e insinuante:
– ¿Sabes? Lo hago para que el gaucho se embrome y se vea aislado. ¿Me comprendes?
– Sí, sí – dice don Panchito poniéndose en pie —. ¡Cómo no!
Pero se nota, en su tono, que la suspicacia ha sido herida, y que el resentimiento perdura; mas su padre, que no sabe comprenderlo, no obstante la gran similitud que hay entre ambos carácteres, exclama alegremente:
– Bueno, hijo, vamos a acostarnos; ya son las diez.
Y sin más despide a don Panchito besándole en la frente, a don Panchito que se va a su cuarto cabizbajo y haciendo crujir, con ese crujido característico de la suela nueva, sus correctas polainas amarillas.
La alcoba es modesta, tan modesta y descuidada como corresponde al resto del edificio y a la casa de un hombre solo, donde no hay más representante del bello sexo que aquella vieja cocinera gaucha, cuya mocedad transcurrió en un rancho de chorizo, en un rancho que tenía por toda puerta el cuero de una yegua colorada.
Si hubiera vivido la madre de don Panchito, si hubiera tenido hermanas, es indudable que aquel cuarto lo hubiera acogido coqueto y cariñoso como una mujer enamorada; pero su padre no entiende de esas cosas ni puede prever tales detalles.
– Vea, Laura – ha dicho aquella misma noche a su cocinera tuerta – ; vea, Laura, arregle una cama para mi hijo donde le parezca mejor.
Y a Laura le ha parecido lo mejor, aquella piececita con piso de ladrillo, a la que llama pomposamente “cuarto de los güespes”. Una cama de hierro, un lavatorio de latón, una antigua percha de madera, una mesilla circular, sosteniendo el candelero con la vela de sebo que chorrea, y nada más. En un rincón se ve la máquina de matar hormigas, y pendiente de un clavo, junto a la puerta, un viejo lazo chileno, sin argolla y sin presilla.
Don Panchito deja con desgano su gorra sobre la mesa, cuelga el saco en la vieja percha, se quita el tirador de cuya pistolera asoma la culata negra y el cañón reluciente del revólver, y lo coloca cuidadosamente debajo de la almohada.
Como su padre, como sus tíos, como su primo, como todos los Suárez de la familia, don Panchito tiene una gran pasión por las armas, una pasión que manifiesta sin reparo y que allá, en la vida claustral de los colegios, le había valido el apodo de Pistolita entre sus compañeros chacotones.
Decía él que experimentaba voluptuosidades, enfermizas si se quiere pero exquisitas, en presencia de la hoja desnuda de una daga, y que era capaz de pasarse horas enteras ante un escaparate, contemplando amorosamente una de esas armas complicadas con que los artífices del daño vienen persiguiendo desde hace siglos quién sabe qué inconcebibles perfecciones.
Don Panchito tomaba una navaja, un bisturí, una cuchilla, una espada, un hacha, una hoz, una guadaña, cualquier instrumento, en fin, capaz de cortar, de hendir alguna cosa, y ya se le tenía abstraído para rato, y por más ocupado que estuviese, probando y reprobando aquel filo en el cutis de sus dedos, con un interés y una complacencia que resultaban curiosísimos.
Su revólver, un revólver que le regaló su padre cuando lo envió a Europa, diciéndole gravemente: “Tome, amigo, para que se haga respetar por los gringos” constituía para él la prenda de todos los afectos.
Jamás instrumento alguno, jamás ningún aparato complicado de astronomía recibió trato más cuidadoso ni exámenes más frecuentes que aquel modesto revólver Smith Wesson.
Allá, en Alemania, y durante los largos años de estudios facultativos, durante los largos años que la índole especial de su carácter hizo horriblemente monótonos para él, don Panchito limpiaba su revólver todos los días, y cuando alguno de los escasos condiscípulos que conservaba amigos, pese a sus insoportables asperezas, insinuaba alguna broma sobre aquellos cuidados paternales, él le respondía sonriendo:
– Hay que cuidar a los amigos verdaderos, a los que no traicionan nunca.
Don Panchito, pues, como decimos, coloca cuidadosamente su fiel amigo debajo de la almohada, y luego se sienta meditativo en la vieja cama de hierro, que cruje y se doblega bajo su peso de veinte años.
Afuera, el viento, agitando los sauces, las araucarias y los álamos, le recuerda el rumor de la lluvia monótona, de esa lluvia que, escuchada en la soledad, de un cuarto silencioso, engendra en el espíritu melancolías infinitas, melancolías se llenan el cerebro de nostalgias y arrastran al pensamiento hacia los tiempos pasados y hacia las cosas muertas. Con el cuerpo inclinado y los antebrazos apoyados en los muslos, don Panchito mira, con mirada turbia, la llama amarilla de la vela, la llama que alarga, en el ambiente sereno de la alcoba, un negro filamento de humo. Y don Panchito piensa en su existencia campera de otros tiempos, en esa existencia que acaba de reanudar y que ya no le parece tan atrayente como la soñó otrora, como la deseó allá, en el mundo viejo, aburrido y triste, en su aislamiento de misántropo.
Su padre, sin duda, cometió un error al mandarlo a Europa bajo la férula de aquel personaje amigo suyo, que tantos disgustos le había dado y que tan a lo serio asumió su papel de mentor, su papel de representante, con poderes plenos, de la lejana autoridad paterna.
“Yo no he tenido libertad alguna – piensa don Panchito – , yo no he podido divertirme como lo hacen todos los muchachos en Europa, por culpa de mi padre. El debió darme mayor independencia…”
Pero, muy luego, cambia de opinión y se pregunta:
“Sí; pero ¿qué hubiera hecho de mejor yo, con libertad? ¡Nada! Todos mis compañeros, excepto Ernst, Arturo y algún otro, han sido unos imbéciles, unos miserables intrigantes, a quienes todavía he de arreglar las cuentas en el mundo…
Lo que hay es que, para divertirse y estar contento en esta vida, es necesario ser o un superficial o un bruto; y como yo nunca seré ni una ni otra cosa, estoy de antemano condenado a una existencia triste y aburrida…
Las mujeres ¡oh, las mujeres! Las mujeres son como un vaso de cerveza: uno se bebe el contenido, y el vaso queda vacío. Un vaso vacío ¿para qué sirve? Para nada, sin duda; para nada que no sea llenarlo de nuevo y volver a beber.
Yo he conocido pocas mujeres, es cierto; pero para muestra me basta un botón. Todas son iguales, y el amor es una gran pamplina o yo soy un fenómeno. He tratado de enamorarme por imitar a los otros, por snobismo, pero aquello me ha resultado una pantomima ridícula y absurda.
Las mujeres no hablan más que pavadas, y, como dice muy bien el viejo, es mejor tener que tratar con pillos que con zonzos. ¡El viejo, mi padre! ¡Caramba que era malo mi padre antes! Era malo… pero era guapo. Yo no he encontrado otro hombre tan valiente como el viejo. ¿Seguirá siendo injusto? ¡Porque era guapo, pero era injusto! ¡Ah, las que me ha hecho! Yo no puedo olvidar las injusticias… pero es mi padre, y los padres…”
Y acuden a la mente de don Panchito mil recuerdos de la niñez, recuerdos que le traen la imagen de su padre siempre adusto, siempre enojado, siempre amenazante como un Dios vengador… ¡Oh! ¡cuánto miedo le inspiraba cuando chico, y cuántas injusticias había tenido que soportarle!
Don Panchito conserva memoria de todas, y las tiene, puede decirse, catalogadas en la mente.
Aquella vez, aquel día que su padre lo sacó, delante de todos, a puntapiés de la cocina, de aquella malhadada cocina adonde no quería que entrara estando reunidos los peones, para que no aprendiese pillerías. El tenía siete años… era un inocente… y había entrado en la cocina para pedir a un gaucho que le compusiera sus boleadoras para bolear gallinas, aquellas mismas boleadoras que su padre le había mandado hacer para que se divirtiese correteando.
¡Aprender pillerías! ¡Curiosa la precaución de su padre! Si cuando aquello aconteció él tenía ya tantas inmundicias amontonadas en el cerebro que éste apenas alcanzaba a analizarlas y a comprenderlas. Y ¿por qué?… por nada, señor; porque su padre, llevado de la violencia sin freno de su carácter, cada vez que se enfurecía contra alguien, ya fuera una persona, un animal o una cosa, vomitaba sin reparo, y en presencia del chico las palabrotas más groseras y los insultos más soeces que se le venían a la mente, y porque Sandalio López, aquel gaucho reblandecido, aquel caso clavado de exhibicionismo patológico, y porque la cocinera Laura, aquella yegua galopada por toda la provincia, se habían encargado de revelarle, con una complacencia enfermiza y perversa, cuantas realidades torpes deben ser y son misterio para los chicos de tal condición y tal edad.
¡Oh, si el viejo hubiera podido escuchar aquellas conferencias!
– ¡No macanee!
Su padre teníale prohibido el uso de semejante vocablo, pero él aprovechaba sus ausencias para emplearlo a troche y moche.
– No macanee, hombre; papá dice que a mi me trajeron de Buenos Aires en una canasta.
– Sí, te trajeron como el ternerito de la rosilla.
– ¡Mentira!
– ¿Mentira?
Y cualquiera de aquellos dos miserables se esforzaba en hacerle comprender el misterio con un tesón repugnante.
Don Panchito, en la adolescencia apenas, alcanzó a resolver del todo algunos de esos problemas; y así como fué solucionándolos fué también comprendiendo toda la miseria y toda la bajeza de aquellos dos desgraciados.
Sí, su padre había sido muy injusto… ¿No decía en su presencia los mayores desatinos cuando se enojaba? Y sin embargo, una vez, estando a la mesa, le dio una bofetada por haber insultado a Rosa con un calificativo que acababa de enseñarle él mismo, aquella tarde.
¡Oh, sí! ¡El tiene las injusticias clavadas en el alma! Su padre… ¿seguirá lo mismo? ¡Quién sabe, está ya viejo! ¡Cómo lo encuentra destruido! ¡Pobre papá! El nunca se imaginó que podía encontrarlo así, casi calvo y con el pelo tordillo. ¡Cómo pasan los años de la vida, oh Dios!… “No quiero que nadie de la estancia ¿me entiendes?…” ¿No ve usted? ¿Qué necesidad de amenazar, de hacerse el malo?
Si su padre cree que va a seguir tratándolo como antes, está muy equivocado… Se irá, se irá a vivir solo por ahí; que para eso es más hombre que cualquiera. ¡Bueno es él para malos modos, él que no se las aguanta ni a Dios mismo!
En este instante un gallo aletea ruidosamente del lado de la cocina, y rompe el silencio de la noche campera con su voz metálica; aquel canto, inesperado y alegre como una diana gloriosa, arranca a don Panchito de sus meditaciones y derrama en su cerebro como una oleada de luz.
– ¡Oh, los gallos! – murmura recordando a sus viejos amigos de la infancia – . ¡Cantan los gallos!…
La luz de la vela, consumida por completo, aletea su agonía en el cáliz del candelero de cobre. El viento ha cesado afuera por completo, y desde el campo, y amortiguado por la distancia, llega hasta el joven el rumor de mil balidos lejanos. Don Panchito escucha un instante, y al cabo murmura en tono melancólico:
– ¡Las ovejas!… ¡Cuántas ganas tengo de ver todo eso! Ni me acostaría ¡caramba!
Pero cuando la luz del alba empieza a mostrarse indecisa por el lado del oriente, don Panchito, rendido, duerme como un niño sobre aquella cama modesta pero muelle, sobre aquel colchón que exhala todavía el tufillo característico del vellón de los carneros.