Читать книгу Стервятники «Флориды» / Los Caranchos de la Florida. Книга для чтения на испанском языке - Бенито Линч - Страница 4
IV
ОглавлениеAcaba de anochecer y en la vieja cocina, con piso de tierra endurecida, los peones de la estancia vanse agrupando en torno del fogón ahumado, en torno de aquel fogón que se abre en la pared y en el cual una olla enorme y ventruda, una olla de tres patas, canta sobre la lumbre su eterna canción nostálgica.
Como siempre, el espectáculo del atardecer ha derramado en el espíritu de aquellos hombres, fatigados por la ruda labor de muchas horas, una sombra tenue de tristeza, una sombra de infinita melancolía, que los mantiene serios y meditativos, rumiando allá, en las profundidades del cerebro inculto, quién sabe qué extravagantes absurdos filosóficos.
Muy pocos son los que hablan, y los que lo hacen tienen palabras lentas, palabras que vuelan a flor de tierra, como pájaros nocturnos que tuvieran las alas húmedas.
Los que están en cabeza miran el fuego con obsesión bovina, y los que tienen sombrero puesto, que son los más, se cubren los ojos con él y contemplan el suelo, pensativos.
La vieja Laura, que ha estado removiendo cacerolas allá, en un rincón obscuro, se acerca al grupo compacto y dice con voz malhumorada:
– A ver, cabayeros, háganse a un lao, que tengo que poner la carne.
Algunos refunfuñan algo, pero todos apartan sus bancos de madera; y la vieja, después de retirar la olla con un gemido de esfuerzo, echa sobre las brasas un gran montón de ramas de duraznillo seco, de ramas que arden al momento, con hermosísima llama.
– Ta linda la leña – murmura uno.
– ¡Ah, ah! Enciende lo mesmo que si juera yesca – aprueba Cosme, el capataz de la estancia, echándose el sombrero a la nuca al recibir de manos del mensual de campo el mate que le alcanza.
Cosme es un gaucho alto y huesudo, un gaucho de aspecto taimado, a quien un homicidio alevoso llevó a la cárcel seis años atrás, y a quien don Pancho consiguió el indulto para traerlo consigo y convertirlo en su hombre de confianza.
Cosme mató de una puñalada a un pobre vasco en la pulpería de San Luis, y ese hecho, que no fué una hazaña, le ha valido, sin embargo, el prestigio de hombre bravo, de que goza en el partido.
– Traiga, doña Laura, yo se lo ensarto.
– Güeno, hágame el favor. Estoy tan vieja que no voy pudiendo ya con mis güesos.
Y Laura, con un pañuelo amarillento amarrado a la cabeza y su eterna lágrima en el ojo ausente, presenta a Cosme el asador engrasado y lustroso, y la media res de capón, gorda y carnuda, que la vence con el peso.
– ¡Pucha! que ha charquiao lindo el cuarto, doña Laura. Parece que lo hubieran agarrao los chimangos.
– ¿Y qué quiere, don Cosme? El cuchillo no corta ni agua…
– ¿Por qué no lo afila, pué?
– ¿Sí? Ustedes me han tirao la piedra, quién sabe ande. Hace una punta de días que no l' hayo.
– ¿Por qué no le pide otra al patrón?
– ¡Ah, ah, eso es! – exclama la vieja con sorna, y todos se ríen pensando en el escándalo que armaría don Pancho al saber que la piedra se había perdido. Porque el patrón de La Florida tiene entre los gauchos fama de avaro, de agarrado, y porque, por más que Cosme ande siempre haciendo protestas de su afecto para con él, y enumerando los sacrificios de que sería capaz para mostrarle su reconocimiento, no pierde oportunidad de hacer chascarrillos a costa de lo que él considera una de las tantas debilidades de su protector.
El capataz dispone cuidadosamente la carne y clava el asador ante la llama, que alza crepitantes sus largas lenguas amarillas.
– Hoy nos vamos a ensebar el pico, señores – dice al sentarse de nuevo, y limpiándose los dedos engrasados en la capellada de sus botas fuertes – . Hoy ha carniao gordo Domingo.
El aludido, un muchacho flaco y paliducho, a quien la barba renegrida y ensortijada hace parecer más macilento todavía, explica lentamente:
– ¡E verdá! El patrón me encargó que carniara gordo. Agarré un capón como un toro. Debe ser pa brindarlo al hijo…
– ¡Ah, ah! Sería mejor que carniáramos ansina siempre – murmura Cosme pensativo – . El patrón pa hacer l' economía nos hace comer usamentas, y mientras tanto, toditos los vecinos carnean gordo de lo nuestro. Ayer no más, a boca e noche, hayé en la rinconada e los Alamos la panza de uno que habían carniao recientito. Ni se lo dije al patrón ¿pa qué? ¡Hombre caprichoso! Si él permitiera que carniáramos ajeno, sería otra cosa. Hoy por mí, y mañana por vos, como dice el refrán. Pero ¡qué diantre! él no quiere…
En ese momento entra en la cocina Bibiano, que trae unos bozales, y el capataz se vuelve hacia él para preguntarle:
– Che, chiquilín; ¿dentraste el recao del patrón?
– Sí, seor, sí – se apresura a contestar Bibiano, diligente.
– ¿Y el otro, el del patrón chico?
– También lo guardó don Panchito mesmo.
– Güeno, no te olvides de los almohadones del breque.
– No, seor, no.
Transcurren algunos segundos de silencio, durante los cuales no se oye otro rumor que el que produce la llama al retorcerse tratando de alcanzar al asador, sobre cuyos bordes la grasa comienza a achicharrarse y a destilar ardientes gotitas cristalinas.
– ¿Dónde está Mosca? – pregunta de repente el capataz.
– ¿Mosca… Mosca? ¿No está ahí ajuera?
– No sé… Dicen que hoy el patrón lo retó fiero. ¿No, doña Laura?…
La vieja se acerca al grupo presurosa; y limpiándose las manos en el delantal dice con voz misteriosa y muchos aspavientos:
– El patrón le pegó un lazazo… ¡pobrecita alma e Dios! Y entoavía, en vez de enojarse, se ráiba el disgraciao.
– ¡Ah, ah!
Y todos los circunstantes alargan el pescuezo, con la curiosidad más ansiosa.
– Sí – prosigue la vieja, dándose un golpe en las polleras y cayendo en cuclillas tan instantáneamente como si hubiese golpeado un resorte – . Sí; el chico, mijo, lo vido y me lo contó todo. Parece quel loco le faltó en algo a don Panchito, y entonces el patrón lo castigó con el rebenque, y lo pisotió con el caballo.
Todos se quedan por un momento pensativos, hasta que al cabo Bibiano dice con su vocecita aflautada de muchacho:
– Lo atropelló con el tostao, don Pancho. Yo le vide; jué en la costa e la laguna.
– ¿Vos lo vistes?
Y el capataz vuelve hacia el chico sus ojos atravesados, aquellos ojos obscuros que nunca miran de frente.
– Sí, seor, yo lo vide.
– ¡Chá, qué hombre! ¡Siempre el mesmo! ¡El patrón va acabar mal, amigo!
Y el gaucho se pasa la mano por la frente, como si quisiera apartar de su cerebro algún pensamiento ingrato.
El, como todos aquellos hombres, tiene guardado en el corazón el recuerdo amargo de alguna gran injusticia, de algún ultraje sangriento, cuya memoria acude a la mente cada vez que el patrón ejerce una nueva violencia con alguno.
¡Oh, las que aquel hombre les ha hecho! Don Pancho olvida al momento sus excesos, pero ellos no, no pueden olvidarlos nunca, los tienen enquistados en el corazón y en el cerebro, como gusanos malditos!
– ¿Y qué tal el hijo? Yo no lo he hablao entoavía. Debe de ser orgulloso ¿no?
Y el capataz mira a la vieja, deseoso de saber algo sobre aquel nuevo patrón que les ha caído del cielo y que es todavía para todos como un misterio preñado de amenazas.
Laura, enjugando su ojo sano, su ojo al que el humo del duraznillo llena de lágrimas a cada instante, responde con calor:
– ¿Orgulloso el patroncito? ¡De ande, hombre! Don Panchito no se parece en nada al padre. Don Panchito es un güen mozo, blanco, con ojos azules. Don Panchito es…
– El patrón tamién es güen mozo, pero…
– Pero ¿qué?
– ¡Pero el diablo que lo entienda!
Todos ríen de la salida del gaucho, y la vieja Laura prosigue con cierta melancolía:
– Es lo más parecido a la finadita, que Dios tenga en su santa gloria. Los mesmos ojos, el mesmo pelo. Acuerdensén que yo lo vide nacer y que lo he tenido en mis brazos.
Hay una breve pausa, que interrumpe el mensual de campo para decir insinuante:
– A mí me gusta más don Eduardito, el del Cardón. Ahí tienen un hombre gaucho, un hombre güeno con los pobres, y que no li hace asco a ningún animal, por bellaco que sea.
La vieja torna a hurgarse el ojo con el pañuelo, y pregunta con sorna:
– Sí, y chupador, y corsario pa las mujeres ¿no?
– ¿Y diay? ¿pa qué es hombre, pué?
Y todos se ríen de la vieja, que se finge escandalizada por aquella opinión libertina, tan difundida, sin embargo, entre los hombres del campo.
– Don Panchito – rezonga Laura – , don Panchito debe de ser mucho más formal y más hombre que don Eduardo. A don Eduardo naides lo rispeta.
– ¿Quién liá dicho eso?
– ¡Bah! ¡tantas veces les oído ráirse a ustedes mesmos d’ él!
El capataz se pone serio y replica:
– Nosotros nos ráimos a veces, es cierto, pero no por faltarle en nada. Nos ráimos porque don Eduardito tiene cada ocurrencia…
En ese momento entra Mosca en la cocina, y arrastrando los pies mugrientos va a colgar su machete en un rincón.
– ¡Güeñas!
– Güeñas noches, don Mosca; ¿qué dice?
El loco no responde y viene a sentarse entre el grupo, que se abre para hacerle lugar.
– ¿Qué tal? – insiste el capataz con voz lenta, y Mosca, sonriendo en silencio, menea la cabeza greñuda y muestra el labio tumefacto a consecuencia del golpe.
– ¿Qué tiene ahí? – le pregunta uno con fingida inocencia – . ¿Se ha cortáo con la paja?
Mosca, siempre sonriente, hace un gesto negativo.
–¿Y entonce?
– El patrón… ¡chas, chas, chas! – y el infeliz levanta y baja repetidas veces la mano negra, su mano callosa y llena de ataduras.
– ¿Lo castigó?
– Sí, pué – y Mosca, mirando al suelo pensativo, se ríe otra vez, con su risa nerviosa, que hace daño.
Todos le miran en silencio; y en el ambiente ahumado de la cocina flota por un momento una nube de trágica tristeza, de tristeza que acentúa el cuzcuz nostálgico y lejano del pájaro nocturno y el eterno chirriar de los insectos.
– ¡Qué le vamos hacer, hombre! ¡Qué le vamos hacer!
– ¿Y el hijo? – pregunta el vasco alambrador – . ¿y el hijo sabrá ya ande el padre tiene la nidada?
– ¿La nidada? ¡Ah, sí! No, entoavía no debe de saber – responde Cosme, sonriendo con malicia – ; pero que ni se le ocurra rumbiar pá yá… ¡Güeña se armaría! ¡Güeño es don Pancho pá esas cosas!
La vieja interviene entonces con viveza:
– ¿Y diay?… ¿y diay? ¿acaso no sería mejor que un mozo como don Panchito… y no un viejo como el patrón…
– …se coma la carne ¿no? – pregunta, riendo, el mensual de campo.
– Callesé, zafao – responde la vieja riendo – ; Callesé; yo no digo eso, pero me parece que la señorita es más al propósito pal hijo que pá don Pancho.
– Sí, a la verdad; pero, doña Laura, a mí me parece que, si el patrón chico es como el patrón viejo, las cosas van a andar muy mal.
– Mal ¿por qué? – replica entonces Laura – . Don Panchito es güeno y sabrá lidiar con el padre ¡caramba! Yo no creo, tampoco, quel patrón quiera tratarlo a rigor como a todos; yo creo…
Al llegar aquí, una carcajada burlona de Mosca interrumpe las consideraciones de la vieja.
– ¿De qué se rái, hombre? – y todos vuelven la vista hacia el loco, que, entretenido en sobarse los muslos y con la cara llena de risa, responde:
– Me río… me río… ¡don Panchito güeno!
¡Es mucho más pior quel patrón! Al patrón lo apodan el Carancho en el pueblo, y el hijo es otro carancho; tenemos aura dos caranchos en La Florida. ¡Se van a sacar los ojos!…
Y el loco torna a reir, mirando con sus ojos vagos a los circunstantes, que se han quedado en silencio.
En ese momento entra Bibiano en la cocina, Bibiano que trae del comedor una gran fuente de hierro enlozado y que al depositarla sobre la mesa exclama con un suspiro:
– ¡La pucha! ¡como están alegando los patrones!
– ¡Ah! ¿sí?
Y el aire de la noche trae, amortiguado por la distancia, hasta el oído de los peones, el rumor de dos voces que discuten.