Читать книгу Стервятники «Флориды» / Los Caranchos de la Florida. Книга для чтения на испанском языке - Бенито Линч - Страница 5

V

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La tarde declina sofocante y pesada como una atmósfera de horno. Ni el más leve soplo agita las ramas erguidas de los duraznillos o riza la superficie de los bañados dormidos, donde el fango se grieta bajo el sol implacable. Nubes de sabandija bordean en el ambiente caldeado, y la maciega corrompida por la humedad y el calor exhala hedores de ciénaga.

Una gran tormenta, una tormenta enorme, llena todo el oeste y avanza sobre la línea difusa del horizonte sus crestas azules de cordillera lejana. Se diría que el peso de aquella sombra, en vez de aplacarlo, irrita al calor hasta el punto de hacer el ambiente irrespirable.

Eduardito vuelve borracho de la pulpería de San Luis, y su caballo tubiano, cubierto de sudor, resopla anheloso galopando por el ancho camino reseco, cuyo polvo, al mezclarse con la humedad de la bestia, forma en las patas largas chorreaduras mugrientas.

Eduardito vuelve borracho pero contento, y la prueba de ello es que juega con su caballo sin observar que el animal se sofoca bajo aquel ambiente de fuego. Las espuelas nazarenas han picoteado la cincha y teñido de rosa la blancura del vientre, mientras que el bocado, al lastimar los asientos, en los tirones brutales de la mano de hierro, torna roja la espuma que llena la boca. Eduardito, con el chambergo echado a la nuca y fuera los pies de los estribos de plata, cierra las piernas al tubiano, que gime en una atropellada salvaje para ir a rayar en seguida, sofrenado por la mano del taozo que ríe a carcajadas. Una nube de jejenes hambrientos aureola la cabeza del jinete, y otra nube menos densa, pero más temible, de tábanos y de moscas bravas, ataca al caballo, que escarcea con rabia y se castiga la grupa con la cola nerviosa. A poco andar, Eduardito observa que el recado está flojo y que la cincha se corre a las verijas; entonces detiene al animal y desmonta a la orilla del camino. La tormenta continúa su avance sobre la inmensidad del poniente, y sus grandes crestas obscuras, festoneadas por una franja de bronce, van encontrándose ya con el sol que desciende.

Eduardito, que ha desatado el cinchón, aflojado la cincha y corrido un poco el apero hacia la cruz del lomo, siente que sus piernas flaquean, que una pereza enorme invade todo su ser, y entonces, sin ajustar de nuevo el recado, apoya ambos brazos sobre el caballo y se queda mirando el horizonte.

El tubiano, con la cabeza gacha, respira pesadamente como una oveja cansada. Bajo la cincha, bajo las cabezadas del freno, bajo la cogotera del bozal, en cualquier parte, en fin, donde hay un roce, por pequeño que sea, el sudor del caballo ha trazado un surco blanco de espuma. La combustión de la sangre del hombre y de la bestia exhalan un hálito bravío, que atrae como imán irresistible al enjambre zumbador de los tábanos, de las moscas y de los jejenes.

Eduardito contempla la tormenta deseándola, y espanta la sabandija con el movimiento inconsciente de su mano de ebrio, mientras el caballo, enloquecido por el aguijón implacable de los tábanos, cuyas alas de mica van formando constelaciones sobre la tabla del pescuezo y sobre los encuentros sudados, hace retemblar el suelo bajo los golpes nerviosos de sus patas, corta el aire con el azote silbante de su cola, o bien, bajando la fina cabeza cargada de argollas y de trenzas, la restriega desesperado contra sus manos de gama.

– ¡Ingo! – y Eduardito, agregando una guarangada, dobla los cojinillos sobre los bastos y tomando el correón ajusta nuevamente la cincha con un par de tirones tan bárbaros, que hacen gemir al caballo, al que por poco no se echa encima.

– Bueno, entonces vamos a pegarle – dice; pero, al inclinarse para recoger el cinchón que se ha caído, oye el rumor de un galope apresurado y cercano, que le obliga a volverse y a mirar al camino – . ¿Quién es? – murmura observando con los párpados entornados un jinete que se aproxima al galope largo de un caballo gateado – . ¿Será mi primo? ¡La pucha! ¡parece un inglés! ¡parece un inglés por la cara!

Don Panchito sofrena a veinte pasos y se acerca despacio. Eduardito, con el disimulo cauto del gaucho, lo mira de reojo ajustando el cinchón.

– Buenas tardes.

– Buenas, amigo.

Y con la mano izquierda en la cadera, apoya a derecha en la cabezada del recado y trata de borrar de sus labios una sonrisa que vaga retozona.

– ¿Voy bien así para San Luis? ¿quiere decirme?

– ¡Ah, ah!… derechito no más…

– ¡Bueno, gracias, adiós!

Y don Panchito se dispone a continuar su сamino, pero el otro exclama:

– Che, che… pero… pero ¿no me conoces?

– Yo no… ¿quién es usted?

Y don Panchito enarca las cejas curioso y desconfiado.

– ¡Soy Eduardo Suárez!

– ¡Eduardito! – grita entonces el joven, dejándose caer del caballo que pega una espantada y casi le arranca el cabestro de la mano – . ¡Ingo!… pero ¿sos vos, hermano?

Y don Panchito, con su cara agridulce toda descompuesta por la emoción, se lanza sobre su robusto primo y lo palmea y lo abraza con transporte.

Eduardito ríe a carcajadas y se tambalea ante aquel vendaval de caricias, repitiendo todo baboso:

– ¡El mesmo! ¡Sí, pué! ¡el mesmo!

– ¿Para dónde vas? ¡Pucha que estás grandote!

– ¡Vos estás hecho un hombre! Lástima que te afeités… Vengo de San Luis… voy pá la estancia… se viene el agua…

– ¡Es verdad! Yo iba a San Luis a busca unos tornillos para el molino que se há descompuesto…

– ¡Te va a agarrar el agua!

Y Eduardito se ríe satisfecho, mirando a su primo tan elegante y tan correcto bajo su traje de montar, y aquel caballo tan bien ensillado; tan gauchito que no parece el de un cajetilla.

– ¡Ta lindo el gatiao, hermano! ¿Y el viejo?

– Está bien, gracias; está bien.

– ¿No se han peliao entodavía?

– ¡No, hombre! ¿por qué?

Y don Panchito hace un gesto escandalizado.

En ese momento retumba un trueno, lejano y breve como un cañonazo.

– ¡A la pucha! – exclaman los dos a un tiempo, y se apresuran a montar a caballo.

Eduardito pisa lentamente en el estribo y luego bolea la pierna con la agilidad de la costumbre. Don Panchito mancorna su caballo, que es ligero para subir, y lo monta sin usar de los estribos.

– ¡Ah, criollazo, nariz de pato!

– ¡Qué querés, así somos los puebleros!

– Me imagino que no irás aura pa San Luis. Se viene l' agua.

– No – responde don Panchito – ; es muy tarde ya, iré mañana…

Y ambos jinetes parten al galope, vuelta la espalda a la tormenta, que avanza hacia el cénit con prodigiosa rapidez.

– ¡Vamos a tener agua!

– Sí, así parece…

– Estaba haciendo falta la lluvia.

– Sí…

El caballo de Eduardito está más liviano que el de su primo y tiene el galope más largo, de manera que el mozo lo lleva levantado para no adelantarse, por más que, por su vieja costumbre gaucha, lo vaya tocando con su lujoso rebenque.

El camino reseco y sonoro, encerrado por ancha calle de alambre, está interrumpido de trecho en trecho por carcavuezales y esas hondas encajaduras que atestiguan la odisea de las tropas de hacienda y de los carros de carga en los días lluviosos del invierno.

Don Panchito sujeta su caballo cada vez que se encuentra con un obstáculo de esa naturaleza, y Eduardito lo imita, en un principio; pero, a medida que la noche y la tormenta avanzan, la marcha se va haciendo más apresurada, hasta que por último ambos hacen galopar sus caballos sin reparo sobre los pantanos secos, en cuyo centro un resto de fango putrefacto se señala como un ojo negro, y sobre el tejido inextricable de pozos y de zanjas que han marcado en ellos las ruedas de los carros.

Como su jinete ya no lo levanta, el tubiano ha tendido su galope y marcha como una veintena de metros adelante.

Eduardito se tambalea de cuando en cuando sobre el recado, pero es un bamboleo de busto; las piernas se mantienen tan inmóviles, gracias a la flexibilidad de la cintura, como si formaran parte integrante del apero.

– ¿Te venís pá El Cardón?

– No, hermano, mañana; otro día será…

– ¡Sos un chancho!

– No, hermano – y don Panchito se ríe – ; no, el viejo me está esperando.

– Te va agarrar el agua…

– No me parece.

Eduardito abre la tranquera de rienda, empujándola con el encuentro de su caballo, y entran en La Florida.

La tormenta está ya sobre sus cabezas y comienza a oirse un rumor imponente y sordo, un rumor semejante al que produce una disparada de yeguas en el campo.

Las crestas blanquecinas, plomizas, han aprisionado al sol, y allá, en la base de la tormenta, de un azul obscuro amenazante, relámpagos lívidos, perpendiculares se precipitan en sucesión vertiginosa.

– ¿Entonces, vas a ir a verme?

– Sí, hermano, mañana mismo. Tengo muchas ganas de conversar con vos.

– Yo también; pero, decime, decime ¿es cierto que te vas a establecer aquí?

– ¡Sí; vas a ver como voy a poner la estancia! Vamos a sembrar alfalfa, vamos…

En ese momento estalla un trueno formidable que hace amusgar las orejas a los caballos y que interrumpe a don Panchito en medio de su charla.

– Bueno, bueno, me alegro. Ándate, que se viene el agua. No te vayas a perder… Mira; mejor es que cortés aquí derecho – y Eduardito señala hacia el pampero – . Aquí derecho, ande se ven esas vacas, vas a encontrar el abra del fachinal.

– Sí, sí; hasta mañana, entonces.

– ¡Hasta mañana, Panchito! ¡Tené cuidao con el barro blanco!

– ¡Oh, sí!

Y ambos jóvenes, tomando rumbos opuestos, se alejan a gran galope, mientras la tormenta hace rodar sobre sus cabezas un trueno continuo, interminable, y mientras el espacio se va obscureciendo, preñado de amenazas.

Don Panchito corta campo, galopando por terrenos bajos, fangosos, y mira fijamente la extensa barrera del fachinal amarillento, que cierra ahora el horizonte y cuya abra no alcanza a distinguir de ningún modo.

Hay agua sobre el pasto corto y marchito, y en algunas partes el caballo hace salpicar una verdadera lluvia sobre el jinete, que se alza en los estribos, tratando de orientarse.

El duraznillo, mezclado con los juncos y con la paja, forma como un bosque impenetrable, y es tan alto que, aunque don Panchito se alza sobre el caballo, no alcanza a mirar al otro lado.

Después de vacilar un momento, el joven se pone a costear el fachinal.

– ¡En alguna parte debe estar la salida!

Y don Panchito hace galopar nuevamente su caballo en aquel terreno, fangoso en unos sitios, en otros seco.

– Debe ser por aquí. Es una abra, el barro está seco, hay pisadas de vacas…

El caballo se niega, pero don Panchito lo decide a avanzar con un par de sonoros lonjazos, cuyo ruido le devuelve el eco a la distancia.

De pronto el gateado se hunde de manos hasta las rodillas; quiere saltar, pero, como las patas no encuentran apoyo, tras un instante de lucha se queda inmóvil, jadeante, hundido hasta los encuentros en el lodo blanquizco. Don Panchito no pierde el tino; con los ojos brillantes y ligeramente pálido, recoge las piernas, se pone de pie sobre el recado, y dando un salto va a caer fuera del radio peligroso, con el cabestro en la mano.

El gateado resopla ruidosamente y se queja de cuando en cuando con un gemido de angustia. La superficie de aquel pantano aparece a la vista tan seca, tan lisa, tan consistente, como la de un viejo camino suburbano. Sin embargo, el caballo está hundido allí, como en un agujero, hasta el borde inferior de la carona, y tiene la cola extendida al nivel del anca, como si aquella superficie fuera consistente.

– ¡Ingo!

El gateado hace un esfuerzo inútil y vuelve a gemir con desaliento. Don Panchito dirige una mirada en torno suyo, una mirada de rabia y de impotencia, y luego, tomando con ambas manos el cabestro, tira con todas sus fuerzas.

– ¡Ingo! ¡Vamos! ¡Ingo!

El caballo alarga el pescuezo, sacude la cabeza furiosamente, y por último, tras algunos esfuerzos desesperados, logra zafarse, gracias al apoyo del cabestro, y emerge del pantano casi arrastrándose, blanco de barro y todo tembloroso.

– ¡Mancarrón trompeta!

Don Panchito se alegra de haber estado solo en aquel trance ridículo, y volviendo a montar se interna en el duraznillo compacto, que oculta al hombre y a la bestia por completo.

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