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Primera parte
Capítulo I
Final de otra novela
—II—

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No consta si fue aquel día o el siguiente cuando trasladaron al infeliz Rufete desde el departamento de pensionistas al de pobres. En el primero había tenido ciertas ventajas de alimento, comodidad, luz, recreo; en el segundo disfrutaba de un patio insano y estrecho, de un camastrón, de un rancho. ¡Ay! Cualquiera que despertara súbitamente a la razón y se encontrase en el departamento de pobres, entre turba lastimosa de seres que sólo tienen de humano la figura, y se viera en un corral más propio para gallinas que para enfermos, volvería seguramente a caer en demencia, con la monomanía de ser bestia dañina. ¡En aquellos locales primitivos, apenas tocados aún por la administración reformista, en el largo pasillo, formado por larga fila de jaulas, en el patio de tierra, donde se revuelcan los imbéciles y hacen piruetas los exaltados, allí, allí es donde se ve todo el horror de esa sección espantosa de la Beneficencia, en que se reúnen la caridad cristiana y la defensa social, estableciendo una lúgubre fortaleza llamada manicomio, que juntamente es hospital y presidio! ¡Allí es donde el sano siente que su sangre se hiela y que su espíritu se anonada, viendo aquella parte de la humanidad aprisionada por enferma, observando cómo los locos refinan su locura con el mutuo ejemplo, cómo perfeccionan sus manías, cómo se adiestran en aquel arte horroroso de hacer lo contrario de lo que el buen sentido nos ordena!

Si en unos la afasia excluye toda clase de dolor, en otros la superficie alborotada de su ser manifiesta indecibles tormentos… ¡Y considerar que aquella triste colonia no representa otra cosa que la exageración o el extremo irritativo de nuestras múltiples particularidades morales o intelectuales… que todos, cuál más, cuál menos, tenemos la inspiración, el estro de los disparates, y a poco que nos descuidemos entramos de lleno en los sombríos dominios de la ciencia alienista! Porque no, no son tan grandes las diferencias. Las ideas de estos desgraciados son nuestras ideas, pero desengarzadas, sueltas, sacadas de la misteriosa hebra que gallardamente las enfila. Estos pobres orates somos nosotros mismos que dormimos anoche nuestro pensamiento en la variedad esplendente de todas las ideas posibles, y hoy por la mañana lo despertamos en la aridez de una sola. ¡Oh! Leganés, si quisieran representarte en una ciudad teórica, a semejanza de las que antaño trazaban filósofos, santos y estampistas, para expresar un plan moral o religioso, no, no habría arquitectos ni fisiólogos que se atrevieran a marcar con segura mano tus hospitalarias paredes. «Hay muchos cuerdos que son locos razonables». Esta sentencia es de Rufete.

El cual no se dio cuenta de aquella caída brusca desde las grandezas de pensionista a la humildad del asilado. El patio es estrecho. Se codean demasiado los enfermos, simulando a veces la existencia de un bendito sentimiento que rarísima vez habita en los manicomios: la amistad. Aquello parece a veces una Bolsa de contratación de manías. Hay demanda y oferta de desatinos. Se miran sin verse. Cada cual está bastante ocupado consigo mismo para cuidarse de los demás. El egoísmo ha llegado aquí a su grado máximo. Los imbéciles yacen por el suelo. Parece que están pastando. Algunos exaltados cantan en un rincón. Hay grupos que se forman y se deshacen, porque si no amistad, hay allí misteriosas simpatías o antipatías que en un momento nacen o mueren.

Dos loqueros graves, membrudos, aburridos de su oficio, se pasean atentos como polizontes que espían el crimen. Son los inquisidores del disparate. No hay compasión en sus rostros, ni blandura en sus manos, ni caridad en sus almas. De cuantos funcionarios ha podido inventar la tutela del Estado, ninguno es tan antipático como el domador de locos. Carcelero—enfermero es una máquina muscular que ha de constreñir en sus brazos de hierro al rebelde y al furioso; tutea a los enfermos, los da de comer sin cariño, los acogota si es menester, vive siempre prevenido contra los ataques, carga como costales a los imbéciles, viste a los impedidos; sería un santo si no fuera un bruto. El día en que la ley haga desaparecer al verdugo, será un día grande si al mismo tiempo la caridad hace desaparecer al loquero.

Rufete huía maquinalmente de los loqueros, como si los odiara. Los funcionarios eran para él la oposición, la minoría, la prensa; eran también el país que le vigilaba, le pedía cuentas, le preguntaba por el comercio abatido, por la industria en mantillas, por la agricultura rutinaria y pobre, por el crédito muerto. Pero ya le pondría él las peras a cuarto al señor país, representado en aquellos dos señores tiesos, que en todo querían meterse, que todo lo querían saber, como si él, el eminentísimo Rufete, estuviera en tan alta posición para dar gusto a tales espantajos. Le miraban atentos, y con sus ojos investigadores le decían: «Somos la envidia que te mancha para bruñirte y te arrastra para encumbrarte».

Todos los habitantes del corral tienen su sitio de preferencia. Esta atracción de un trozo de pared, de un ángulo, de una mancha de sombra, es un resto de la simpatía local que aquellos infelices llevan a la región de tinieblas en que vive su espíritu. Constantemente se agitaba Rufete en un ángulo del patio, tribuna de sus discursos, trono de su poder. La pared remedaba las murallas egipcias, porque el yeso, cayéndose, y la lluvia, manchando, habían bosquejado allí mil figuras faraónicas.

Cuando Rufete se cansaba de andar, sentábase. Tenía mucho que hacer, despachar mil asuntos, oír a una turba de secretarios, generales, arzobispos, archipámpanos, y después…, ¡ah!, después tenía que echar miles de firmas, millones, billones, cuatrillones de firmas. Se sentaba en el suelo, cruzaba los brazos sobre las rodillas, hundía la cara entre las manos, y así pasaba algunas horas oyendo el sordo incesante resbalar del mercurio dentro de su cabeza. En aquella situación, el infeliz contaba los ciento sesenta y siete millones de pesetas. Esto era fácil, sí, muy fácil; lo terrible era el pico de aquella suma. ¿Por qué se escapaban las cifras, huyendo y desapareciendo en menudas partículas del metal líquido por los intersticios del tul del pensamiento? Era preciso pensar fuerte y espesar la tela, para coger aquellas 233.412 pesetas, con sus graciosas crías los 75 céntimos.

Los vestidos de este sujeto sin ventura eran puramente teóricos. Había sobre sus miserables y secas carnes algunas formas de tela que respondían en principio a la idea de camisa, de levita, de pantalón; pero más era por los pedazos que faltaban que por los pedazos que subsistían. ¡Hacía tanto tiempo que su familia no le llevaba ropa!… Últimamente le pusieron una blusa azul. Pero una mañana se comió la mitad. Era el más indócil y peor educado de todos los habitantes de la casa. No obstante, sobre aquellos harapos se ponía todos los días una corbata no mala, liándosela con arte y esmero delante de la pared, hecha espejo de un golpe de imaginación. Aquel negro dogal sobre la carne desnuda del estirado cuello, impedíale a veces los movimientos; pero llevaba con paciencia la molestia en gracia del bien parecer.

Cuando anochecía o cuando el tiempo era malo, Rufete era el último que dejaba el patio. Comúnmente los loqueros se veían en el caso de llevarle a la fuerza. Dormía en una sala baja, húmeda, con rejas a un largo pasillo, el cual las tenía a la huerta. Desde los duros camastros veíase la espesura del arbolado; pero, al través de las rejas dobles, la alegría del intenso verdor llegaba a los ojos de los orates mermada o casi perdida, con un efecto de país bordado en cañamazo. En el dormitorio no cesaban, ni aun a horas avanzadas, los cantos y gritos. Las tinieblas eran para la mayor parte de ellos lo mismo que el claro día. Algunos dormían con los ojos abiertos. Oíase desde la sala la murmuración del chorro de una fuente, la cual con tal constancia estimulaba el oído, que Rufete se pasaba horas enteras en conversación tirada con el agua charlatana en estos o parecidos términos: «En todo lo que Su Señoría me dice, señor chorro, hay mucha parte de razón y mucho que no puede admitirse. Subí al poder empujado por el país que me llamaba, que me necesitaba. El primer escalón fue mi mérito, el segundo mi resolución, el tercero la lisonja, el cuarto la envidia… ¿Pero qué habla usted de convenios reservados, de pactos deshonrosos? Cállese usted, tenga usted la bondad de callarse; le ruego, le mando a usted que se calle».

Y colérico se abalanzaba a la reja, ponía el oído, hacía señales de conformidad o denegación, oprimía los barrotes. La fluida elocuencia del chorro no tenía fin jamás. Era como uno de esos oradores incansables que siempre están hablando de sí mismos. La aurora le encontraba engolfado en la misma tesis, y a Rufete diciendo con espantosa jovialidad: «No me convence, no me convence Su Señoría».

¡La aurora!, aun en una casa de locos es alegre; aun allí son hermosos el risueño abrir de ojos del día y la primera mirada que cielo y tierra, árboles y casas, montes y valles se dirigen. Allí los pájaros madrugadores gorjean lo mismo que en las alamedas del Retiro sobre las parejas de novios; el sol, padre de toda belleza, esparce por allí los mismos prodigios de forma y color que en las aldeas y ciudades, y el propio airecillo picante que menea los árboles, que orea el campo, que estimula a los hombres al trabajo y lleva a todas partes la alegría, el buen apetito, la sazón y la salud, derrama también por todas las zonas del establecimiento su soplo vivificante. Las flores se abren, las moscas emprenden sus infinitos giros, las palomas se lanzan a sus remotos viajes atmosféricos; arriba y abajo cada cual cede al impulso excitante según su naturaleza. Los locos salen de los cuartos o dormitorios con sus fieros instintos poderosamente estimulados. Redoblan, en aquella hora del despertamiento general, sus acostumbrados dislates, hablan más alto, ríen más fuerte, se arrastran y se embrutecen más; algunos rezan, otros se admiran de que el sol haya salido de noche, aquel responde al lejano canto del gallo, este saluda al loquero con urbanidad refinada; quién pide papel y tinta para escribir la carta, ¡la indispensable carta del día!; quién se lanza a la carrera, huyendo de un perseguidor que aparece montado en el caballo del día, y todo aquel carnavalesco mundo comienza con brío su ordinaria existencia.

La numerosa servidumbre de la casa emprende la faena de limpieza, y estrépito de escobazos corre por salas y pasillos, confundiéndose con el sacudir de ropas, el arrastrar de muebles. A misa llama la campana de la capilla, el Director administrativo sale de su despacho a inspeccionar los servicios, y las hermanas de la Caridad, alma y sostén del asilo por estar encargadas de su régimen doméstico, van y vienen con actividad de madres de familia. Sus faldas azules, azotadas por enorme rosario, sus blancas tocas aladas, respetables y respetadas como enseña de paz, se ven por todas partes, entre el verdor de la huerta, entre los estantes de la botica, en la enorme cocina, cuyos hogares de hierro vomitan lumbre; en la despensa llena de víveres; en el lavadero, donde ya saltan los chorros de agua; en el alto secadero que domina la huerta, y en el patio de mujeres, en la región de las locas, que es el departamento de trabajo más penoso y de las dificultades más terribles.

¡Las locas! Estamos en el lugar espeluznante de aquel Limbo enmascarado de mundo. Los hombres inspiran lástima y terror; las hijas de Eva inspiran sentimientos de difícil determinación. Su locura es, por lo general, más pacífica que en nosotros, excepto en ciertos casos patológicos exclusivamente propios de su sexo. Su patio, defendido en la parte del sol por esteras, es un gallinero donde cacarean hasta veinte o treinta hembras con murmullo de coquetería, de celos, de cháchara frívola y desacorde que no tiene fin, ni principio, ni términos claros, ni pausa, ni variedad. Óyese desde lejos, cual disputa de cotorras en la soledad de un bosque… Las hay también juiciosas. Algunas pensionistas, tratadas con esmero, están tranquilas y calladas en habitación clara y limpia, ocupándose en coser, bajo la vigilancia y dirección de dos hermanas de la Caridad. Otras se decoran con guirnaldas de trapo, flores secas o con plumas de gallina. Sonríen con estupidez o clavan en el visitante extraviados ojazos.

También la hermosa mitad tiene sus jaulas de dobles rejas. No serían mujeres si no necesitaran alguna vez estar bajo llave. Es frecuente ver dos manos flacas y nerviosas asidas a una reja, y oír la voz ronca de una desgraciada que pide le devuelvan los hijos que nunca ha tenido. Hay una que corre por pasillos y salas buscan do su propia persona.

Volvamos al patio de varones pobres. Aquel día faltaba en él Rufete. Creeríase que había crisis. Poco después de amanecer se dirigió al loquero y le dijo: «Hoy no estoy para nadie, absolutamente para nadie». Después cayó en un marasmo profundo. Enmudeció. El chorro de la fuente preguntaba por él y ninguno de los asilados allí presentes sabía darle razón.

Lleváronle a la enfermería. El médico mandó que le dieran una ducha, y fue llevado en brazos a la inquisición de agua. Es un pequeño balneario, sabiamente construido, donde hay diversos aparatos de tormento. Allí dan lanzazos en los costados, azotes en la espalda, barrenos en la cabeza, todo con mangas y tubos de agua. Esta tiene presión formidable, y sus golpes y embestidas son verdaderamente feroces. Los chorros afilados, o en láminas, o divididos en hilos penetrantes como agujas de hielo, atacan encarnizados con el áspero chirrido del acero. Rufete, que ya conocía el lugar y la maquinaria, se defendió con fiero instinto. Le embrazaron, oprimiéndole en fuerte anilla horizontal de hierro sujeta a la pared, y allí, sin defensa posible, desnudo, recibió la acometida. Poco después yacía aletargado en una cama con visibles apariencias de bienestar. Al fin, durmió profundamente.

La desheredada

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