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Primera parte
Capítulo IV
El célebre Miquis
—II—

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Augusto Miquis, por quien sabemos los pormenores de aquellas escenas, es hoy un médico joven de gran porvenir. Entonces era un estudiante aprovechadísimo, aunque revoltoso, igualmente fanático por la Cirugía y por la Música, ¡qué antítesis!, dos extremos que parecen no tocarse nunca, y sin embargo se tocan en la región inmensa, inmensamente heterogénea del humano cerebro. Recordaba las melodías patéticas, los graciosos ritornelos y las cadencias sublimes allá en la cavidad taciturna del anfiteatro, entre los restos dispersos del cuerpo de nuestros semejantes. Él, en presencia de Raoul y Valentina, o ante la sublime conjuración de Guillermo Tell, o en la sala de conciertos, pensaba en la aponeurosis del gran supinador. Él, posado sobre los libros, como un ave sobre su empolladura, soñaba con un monumento colosal que expresase los esfuerzos del genio del hombre en la conquista de lo ideal. Aquel monumento debía rematarse con un grupo sintético: ¡Beethoven abrazado con Ambrosio Paré!

Nació en una aldea tan célebre en el mundo como Babilonia o Atenas, aunque en ella no ha pasado nunca nada: el Toboso. Diole el Cielo inteligencia superior, que en aquella edad era todavía un desordenado instinto genial. Su aplicación no era constante como la de las medianías, sino intermitente y caprichosa. Tan pronto devoraba libros, emprendía penosos estudios y practicaba con ardor la cirugía, como lo abandonaba todo para leer partituras al piano, tocándolo con pocos dedos y menos nociones de Música. Pero en estas alternativas de trabajo y holganza, se ha apoderado poco a poco de la ciencia, y cada idea que llegaba a ser suya, daba al punto en su mente magníficos frutos.

Todas las teorías novísimas le cautivaban, mayormente cuando eran enemigas de la tradición. El transformismo en ciencias naturales y el federalismo en política le ganaron por entero. Tenía gran facilidad de dicción. Se asimilaba prodigiosamente las ideas de los libros y las ideas de los maestros orales, sus frases, su estilo y hasta su metal de voz. Burla burlando, imitaba a todos los profesores de la Facultad, y como poseía extraordinaria retentiva, lo mismo era para él repetir un allegro lleno de dificultades, que pronunciar dos o tres discursos sobre Medicina o Filosofía naturalista.

Su carácter siempre alegre, erizado de malicias, se manifestaba en punzadas mil, en bromas a veces nada ligeras, en apropósitos y en charlar voluble, compuesto ya de hipérboles, ya de pedanterías burlescas, que ciertamente no indicaban que él fuese pedante, sino que, por bromear, bromeaba hasta con la ciencia. Tomando un tono hueco, hacía pasar por sus labios todas las palabras retumbantes, todas las frases obscuras de la fraseología científica, y las intercalaba de paradojas de su propia cosecha, graciosas y originales.

Aún hoy, que es un hombre de saber sólido, no ha perdido Miquis aquellas mañas, y nos divierte con sus chuscas habladurías. A veces parece querer zaherir aquello que adora; pero en realidad no hace más que mofarse de lo que es realmente pedantesco. Entonces no; sus burlas no perdonaban ni la verdad misma, ni la ciencia adorada. En la leonera que tenía por vivienda y que era una caverna de disputas, se oía su voz declamatoria, diciendo estas o parecidas cosas: «… porque, señores, a todas horas estamos viendo que, unidas en fatal coyunda las enfermedades diatésicas, determinan la depauperación general, la propagación de los vicios herpético y tuberculoso, que son, señores, permitidme decirlo así, la carcoma de la raza humana, la polilla por donde parece marchar a su ruina…». O bien, elevándose a lo teórico, gritaba: «Reconociendo, señores, la revolución que las ciencias naturales, y especialmente la Química, han hecho en la materia médica moderna, no conviene afirmar que la Química, señores, forma un sistema médico por sí sola, porque antes que las leyes químico—orgánicas están las leyes vitales. Volved la vista, señores, a Paracelso, Helmoncio y Agrícola, y ¿qué hallaréis, señores?…».

Isidora vio un araña que se descolgaba de un hilo, un pájaro que llevaba pajas en el pico, una pareja de mariposas blancas que paseaban por la atmósfera con esa elegante desenvoltura que tanto ha dado que hablar en poesía, y sobre estos accidentes y otros dijo cosas que hicieron reír a Miquis. Hablando y hablando, Augusto llegó a decir:

«Señores, evolución tras evolución, enlazados el nacer y el morir, cada muerte es una vida, de donde resulta la armonía y el admirable plan del Cosmos».

¡El Cosmos! ¡Qué bonito eco tuvo esta palabra en la mente de Isidora! ¡Cuánto daría por saber qué era aquello del Cosmos!…, porque verdaderamente ella deseaba y necesitaba instruirse.

«¿Quieres saber lo que es eso, tonta?—le preguntó Miquis—. Vamos, veo que eres un pozo de ignorancia.

–No sé más que leer y escribir; deseo aprender algo más, porque sería muy triste para mí encontrarme dentro de algún tiempo tan ignorante como ahora. Enséñame tú. Yo me pongo a pensar que será esto de morirse. Pues el nacer también…

–También tiene bemoles—añadió Augusto en tono sumamente enfático—, porque, señores, debemos principiar declarando que todo el mundo se compone de las mismas sustancias no creadas, no destructibles, y se sostiene por las mismas fuerzas imperecederas que actúan según las mismas leyes, desde el átomo invisible hasta la inmensa multitud de cuerpos celestes, conservándose invariables en el conjunto de su efecto total… ¿Te has enterado?

–El demonio que te entienda… ¡Qué jerga!

–¡Qué bonitos ojos tienes!

–Tonto… Vamos a ver las fieras.

–No me da la gana. ¿Qué más fiera que tú?

–El león.

–¡Leoncitos a mí!… Esos dos hoyuelos que te abrió Natura entre el músculo maseter y el orbicular me tienen fuera de mí… No te pongas seria, porque desaparecen los hoyuelos.

–Vámonos de aquí—dijo Isidora con fastidio.

–Estamos en el lugar más recogido del laboratorio de la Naturaleza. Señores, hemos sido admitidos a presenciar sus trabajos misteriosos. Entremos en la selva profunda y sorprenderemos el palpitar primero de las nuevas vidas. Ved, señores, cómo de los infinitos huevecillos acariciados por el sol salen infinitos seres que ensayan entre las ramas su primer paso y su primer zumbido. ¿No oís cómo estrenan sus trompetillas esos niños alados, que vivirán un día y en un día alborotarán la vecindad de este olmo? En el reino vegetal, señores, la nueva generación se os anuncia con una fuerte emisión de aromas mareantes, alguno de los cuales os afecta como si la esencia misma de vivir fuera apreciable al olfato. Las oleadas de fecundidad corren de una parte a otra, porque la atmósfera es mediadora, tercera o Celestina de invisibles amores. Sentís afectado por estas emanaciones lo más íntimo de vuestro ser. Mirad los tiernos pimpollos, mirad cómo al influjo de esa fuerza misteriosa desarrollan las menudas florecillas sus primeras galas, cómo se atavían las margaritas mirándose en el espejo de aquel arroyo, cómo se acicalan…

–Cállate… Pues no tendrías precio para catedrático…

–Para catedrático—poeta, que es la calamidad de las aulas. Mira: el día en que yo sea médico, voy a poner una cátedra para explicar…

–¿Qué?

–Para dar una lección de armonía de la Naturaleza—dijo Miquis, mirándola a los ojos—, y explicar esos radios de oro que nacen en tu pupila y se extienden por tu iris… Déjame que lo observe de cerca…

–¡Qué pesado! Quita… enséñame las fieras.

–Vamos, mujer, esposa mía, a ver esas alimañas—dijo Augusto en tono de paciencia—. Desde que me casé contigo me traes sobre un pie. Eras tan amable de polla, ahora de casada tan regañona y exigente… Vamos, vamos, y me pondré un tigre en cada dedo… ¿Qué más? Se te antoja una jirafa. ¡Isidora, Isidorilla!».

Ambos se detuvieron mirándose entre risas.

«Si no me das un abrazo me meto en la jaula del león… Quiero que me almuerce. O tu amor o el suicidio.

–Si pareces un loco.

–El suicidio es la plena posesión de sí mismo, porque al echarse el hombre en los amorosos brazos de la nada… Pero vamos a ver a esos señores mamíferos.

–¿Qué son mamíferos?—preguntó Isidora, firme en su propósito de instruirse.

–Mamíferos son coles. Vidita, no te me hagas sabia. El mayor encanto de la mujer es la ignorancia. Dime que el sol es una tinaja llena de lumbre; dime que el mundo es una plaza grande y te querré más. Cada disparate te hará subir un grado en el escalafón de la belleza. Sostén que tres y dos son ocho, y superarás a Venus.

–Yo no quiero ser sabia, vamos, sino saber lo preciso, lo que saben todas las personas de la buena sociedad, un poquito, una idea de todo…, ¿me entiendes?

–¿Sabes coser?

–Sí.

–¿Sabes planchar?

–Regularmente.

–¿Sabes zurcir?

–Tal cual.

–Y de guisar, ¿cómo andamos?

–Así, así.

–Me convienes, chica. Nada, nada, te digo que me convienes, y no hay más que hablar.

–Pues a mí no me convienes tú.

¡Boa constrictor!

–¿Qué es eso?

–Tú.

–Pero que, ¿es cosa de Medicina?

–Es una culebra.

–¿La veremos aquí?… Entremos. ¿Es esto la Casa de Fieras?

–¿Quieres ver al oso? Aquí me tienes.

–Sí que lo eres»—dijo Isidora riendo con toda su alma.

Y entraron. Un tanto aburrido Miquis de su papel de indicador, iba mostrando a Isidora, jaula por jaula, los lobos entumecidos, las inquietas y feroces hienas, el águila meditabunda, los pintorreados leopardos, los monos acróbatas y el león monomaníaco, aburridísimo, flaco, comido de parásitos, que parece un soberano destronado y cesante. Vieron también las gacelas, competidoras del viento en la carrera, las descorteses llamas, que escupen a quien las visita, y los zancudos canguros, que se guardan a sus hijos en el bolsillo. Satisfecha la curiosidad de Isidora, poca impresión hizo en su espíritu la menguada colección zoológica. Más que admiración, produjéronle lástima y repugnancia los infelices bichos privados de libertad.

«Esto es espectáculo para el pueblo—dijo con desdén—. Vámonos de aquí.

–Aunque enamorado—indicó Miquis al salir—, estoy muerto de hambre. Lo divino no quita lo humano. Amémonos y almorcemos».

La desheredada

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