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Primera parte
Capítulo III
Pecado
Оглавление«Ese tunante de Pecadillo—dijo la Sanguijuelera metiéndose por un portal obscuro—no sospecha que viene a verle su hermana. No te conocerá. Era un cachorro cuando te fuiste. Pero qué…, ¿no ves? Agárrate a mí, que yo veo en lo negro como las lechuzas».
Atravesaron un antro. Encarnación empujó una puerta. Halláronse en extraño local de techo tan bajo que sin dificultad cualquier persona de mediana estatura lo tocaba con la mano. Por la izquierda recibía la luz de un patio estrecho, elevadísimo, formado de corredores sobrepuestos, de los cuales descendía un rumor de colmena, indicando la existencia de pequeñas viviendas numeradas, o sea de casa celular para pobres. La escasa claridad que de aquella abertura, más que patio, venía, llegaba tan debilitada al local bajo, que era necesario acostumbrar la vista para distinguir los objetos; y aun después de ver bien, no se podía abarcar todo el recinto, sino la zona más cercana a la puerta, porque lo demás se perdía en ignoradas capacidades de sombra. Era como un gran túnel, del cual no se distinguía sino la parte escasamente iluminada por la boca. El fondo se perdía en la indeterminada cavidad fría de un callejón tenebroso. En la parte clara de tan extraño local había grandes fardos de cáñamo en rama, rollos de sogas blancas y flamantes, trabajo por hacer y trabajo rematado, residuos, fragmentos, recortes mal torcidos, y en el suelo y en todos los bultos una pelusa áspera, filamentos mil que después de flotar por el aire, como espectros de insectos o almas de mariposas muertas, iban a posarse aquí y allá, sobre la ropa, el cabello y la nariz de las personas.
En el eje de aquel túnel que empezaba en luz y se perdía en tinieblas, había una soga tirante, blanca, limpia. Era el trabajo del día y del momento. El cáñamo se retorcía con áspero gemir, enroscándose lentamente sobre sí mismo. Los hilos montaban unos sobre otros, quejándose de la torsión violenta, y en toda su magnitud rectilínea había un estremecimiento de cosa dolorida y martirizada que irritaba los nervios del espectador, cual si también, al través de las carnes, los conductores de la sensibilidad estuviesen sometidos a una torsión semejante. Isidora lo sentía de esta manera, porque era muy nerviosa, y solía ver en las formas y movimientos objetivos acciones y estremecimientos de su propia persona.
Miraba sin comprender de dónde recibía su horrible retorcedura la soga trabajada. Allá en el fondo de aquella cisterna horizontal debía de estar la fuerza impulsora, alma del taller. Isidora puso atención, y en efecto, del fondo invisible venía un rumor hondo y persistente como el zumbar de las alas de colosal moscardón, zumbido semejante al de nuestros propios oídos, si tuviéramos por cerebro una gran bóveda metálica.
«Es la rueda—dijo la Sanguijuelera, adivinando la curiosidad de su sobrina y queriendo iniciarla en los misterios de aquella considerable industria.
–¡La rueda! ¿Y Mariano, dónde está?».
Miraba a todos lados y no veía ser vivo. Pero de pronto apareció un hombre, que salía de la oscuridad andando hacia atrás muy lentamente y con paso tan igual y uniforme como el de una máquina. En su cintura se enrollaba una gran madeja de cáñamo, de la cual, pasando por su mano derecha y manipulada por la izquierda, salía una hebra que se convertía instantáneamente en tomiza, retorcida por el invisible mecanismo. Aquel hombre del paso atrás, ovillo animado y huso con pies, era el principal obrero de la fábrica, y estaba armando los hilos para hacer otra soga.
«¿No está D. Juan?»—le preguntó la Sanguijuelera extrañando no ver allí al dueño del establecimiento.
El huso vivo movió bruscamente la cabeza para decir que no, sin dignarse expresarlo de otro modo.
«¿Pero dónde está mi hermano?»—preguntó Isidora con angustia.
La anciana señaló a lo obscuro, diciendo con aterrador laconismo: «En la rueda».
Isidora echó a andar hacia adentro, dando la mano a su tía. A causa de los accidentes del piso y de la oscuridad, necesitaban apoyarse mutuamente. Anduvieron largo trecho tropezando. ¡Oh! La soga era larga, la caverna parecía interminable. En lo obscuro, aun se veía la cuerda blanca gimiendo, sola, tiesa, vibrante. Cuando las dos mujeres anduvieron un poco más, dejaron de ver la soga; pero oyeron más fuerte el zumbar de la rueda acompañado de ligeros chirridos. Se adivinaba el roce del eje sobre los cojinetes mal engrasados y el estremecimiento de las transmisiones, de donde obtenían su girar las roldanas, en las cuales estaban atadas las sogas. Pero nada se podía ver.
«¡Mariano, hermanito!—exclamó Isidora, que creía sentir su garganta apretada por uno de aquellos horribles dogales—. ¿En dónde estás? ¿Eres tú el que mueve esa rueda? ¿No estás cansado?».
No se oyó contestación. Pero el artefacto amenguaba la rapidez de su marcha. Las roldanas, las transmisiones, la rueda, se emperezaban como quien escucha.
«Pecado, ¿qué tal te va?»—gritó con bufonesco estilo la Sanguijuelera.
Y añadió, volviéndose a su sobrina:
«Es un holgazán. Así criará callos en las manos, y sabrá lo que es trabajar y lo que cuesta el pedazo de pan que se lleva a la boca… ¿Qué crees tú? Es buen oficio… No podía hacer carrera de este gandul. Todo el día jugando en el arroyo y en la praderilla. Al menos, que me gane para zapatos. Tiene más malicias que un Iscariote».
Desde el comienzo de este panegírico, redoblose bruscamente la marcha del mecanismo, y acreció el ruido hasta ser tal que parecían multiplicarse las transmisiones, las roldanas y los ejes.
«¡Mariano!—gritó Isidora extendiendo los brazos en la obscuridad—. ¡Para, para un momento y ven acá! Quiero abrazarte. Soy tu hermana, soy Isidora. ¿No me conoces ya?».
El ruido volvió a ceder, y la maquinaria tomaba una lentitud amorosa.
«No puede pararse el trabajo»—dijo Encarnación.
Pero como realmente se detenía, oyose un grito del huso viviente que dijo: «¡Aire! ¡Aire a la rueda!».
Y en efecto, la rueda volvió a tomar su aire primero, su paso natural. Las dos mujeres callaron, consternada y atónita la joven, aburrida la vieja. Como había pasado algún tiempo desde su llegada al término de la caverna, los ojos de entrambas comenzaron a distinguir confusamente la silueta del gran disco de madera, que trazaba figura semejante a las extrañas aberraciones ópticas de la retina cuando cerramos los ojos deslumbrados por una luz muy viva.
«¿Ves aquellas dos centellitas que brillan junto a la rueda?… Son los ojos de Pecado…».
Isidora vio, en efecto, dos pequeñas ascuas. Su hermano la miraba.
«Pronto serán las doce—indicó la anciana—. Esperemos a que levanten el trabajo, y nos iremos los tres a comer».
La hora del descanso no se hizo esperar. Soltó el obrero el cáñamo, parose la rueda, y el que la movía salió lentamente del fondo negro, plegando los ojos a medida que avanzaba hacia la luz. Era un muchacho hermoso y robusto, como de trece años. Isidora le abrazó y le besó tiernamente, admirándose del desarrollo y esbeltez de su cuerpo, de la fuerza de sus brazos, y afligiéndose mucho al notar su cansancio, el sudor de su rostro encendido, la aspereza de sus manos, la fatiga de su respiración.
«Es un gañán—dijo Encarnación examinándole la ropa con tanta severidad coma un juez que interroga al criminal ante el cuerpo del delito…—.Ya me ha roto los calzones… Ya verás, Holofernes, ya verás».
Turbado por la presencia y los cariños de su hermana, a quien no conocía, Mariano no despegaba sus labios. La miraba con atención semejante a la estupidez. Por último, dijo así con aspereza, remedando el hablar francote y brutal de la gente del bronce:
«Chicáaaa…, no me beses más, que no soy santo.
–A casa»—dijo la Sanguijuelera, saltando sobre el cáñamo.
Aquel día añadió Encarnación a su olla algo extraordinario. Comieron en la trastienda, que más bien era pasillo por donde la tienda se comunicaba con un patio. Durante el festín, que tuvo su añadidura de pimientos y su contera de pasas, no habría sido fácil explicar cómo con una sola boca podía la Sanguijuela engullir medianamente y hablar más que catorce diputados. Isidora, triste, cejijunta, ni hablaba ni hacía más que probar la comida. Observaba a ratos con gozo la voracidad de su hermano.
«Ya ves qué lindo buitre me ha puesto Dios en casa—decía Encarnación—. Es capaz de comerme el modo de andar, si le dejo. Él come y yo soy quien se harta; sí, me harto de trabajar para su señoría. Pero oye, león, ¿dirás algún día: «Ya no quiero más»?».
Pecado devoraba con el apetito insaciable de una bestia atada al pesebre, después de un día de atroz trabajo.
«Y tú, linda mocosa, ¿no comes?—añadió la vieja—. ¿O es que te has vuelto tan pava y tan persona decente que no te gustan estos guisos ordinarios? Vamos, que para otro día te pondré alas de ángel… Se conoce que allá en el Tomelloso se estila mucha finura».
Isidora no contestó. Parecía que estaba atormentada de una idea. Cuando se acabó la comida y se marchó Pecado para jugar un poco antes de volver al trabajo, Isidora, sin dejar su asiento y mirando a su tía, que a toda prisa levantaba manteles, le dijo:
«Tía Encarnación, tengo que hablar con usted una cosa.
–Aunque sean cuatro».
Como quien se quita una máscara, Isidora dejó su aspecto de sumisa mansedumbre, y en tono resuelto pronunció estas palabras:
«No quiero que mi hermano trabaje más en ese taller de maromas; no quiero y no quiero.
–Le señalarás una renta—replicó la anciana con ironía—¡Le pondrás coche! Y para mis pobres huesos, ¿no habrá un par de almohadones?
–No estoy de humor de bromas. Mi hermano y yo somos personas decentes…
–Ya lo creo…
–Pues claro.
–Pues turbio.
–Somos personas decentes.
–Y príncipes de Asturias.
–Aquel trabajo es para mulos, no para criaturas. Yo quiero que mi hermano vaya a la escuela.
–Y al colegio.
–Eso es, al colegio—replicó Isidora marcando sus afirmaciones con el puño sobre la endeble mesa—Yo lo quiero así…, y nada más».
¡Qué fierecilla! ¡Cómo hinchaba las ventanillas de su nariz, y qué fuertemente respiraba, y qué enérgica expresión de voluntad tomó su fisonomía! Todo esto lo pudo observar la Sanguijuelera sin dejar su ocupación. Amoscándose un poco, le dijo:
«¿Sabes que estás cargante, sobrina, con tus colegios y tus charoles? A ver, echa aquí lo que tengas en el bolsillo. ¿Crees que la gente se mantiene con cañamones? ¿Crees que hay colegios de a ochavo como los buñuelos? ¡Qué puño!… Dame guita y verás.
–Tengo para no pordiosear.
–¿Te ha dado el Canónigo?
–Lo bastante para poner a Mariano en una escuela y para vestirme con decencia.
–¡Ah!, canóniga…, tú pitarás… Hablemos claro».
Y se sentó, haciendo silla de una tinaja rota. Puesto el codo en la mesilla y el hueso de la barba en la palma de la mano flaca, aguardó las explicaciones de su sobrina.
«Tía…—murmuró esta sintiendo mucha dificultad para iniciar la cosa grave que iba a decir—. Usted sabe que yo y Mariano… ¿Pero usted no lo sabe?
–No sé sino que sois un par de perchas que ya, ya. Nada habría perdido el mundo con que os hubierais quedado por allá…, en el Limbo. Venís de Tomás Rufete, y ya sé que de mala cepa no puede venir buen sarmiento.
–A eso voy, tía, a eso voy. Precisamente… Usted lo debe saber, como yo… Precisamente, ni yo ni mi hermano venimos de Tomás Rufete.
–Justo, justo; mi Francisca, mi ángel os parió por obra del Espíritu Santo, o del demonio.
–¿Para qué andar con farsas? No somos hijos de D. Tomás Rufete ni de D.ª Francisca Guillén. Esos dos señores, a quienes yo quiero mucho, muchísimo, no fueron nuestros padres verdaderos. Nos criaron fingiendo ser nuestros papás y llamándonos hijos, porque el mundo…, ¡qué mundo este!».
La Sanguijuelera cambió bruscamente de disposición y de tono. No palideció, por ser esto cosa impropia de la inanimada sustancia de los pergaminos; pero abrió los ojos, y empuñando el brazo de su sobrina, le golpeó el codo contra la mesa, y le dijo con ira:
«¿De dónde has sacado esas andróminas? ¿Quién te ha metido esa estopa en la cabeza?
–Mi tío el Canónigo.
–Me parece a mí que tu tío el Canónigo…
–Él me ha contado todo—afirmó Isidora con acento de profundísima convicción—. Usted se hace de nuevas, tía; usted me oculta lo que sabe… No se haga usted la tonta. ¿Es la primera vez que una señora principal tiene un hijo, dos, tres, y viéndose en la precisión de ocultarlos por motivos de familia, les da a criar a cualquier pobre, y ellos se crían y crecen y viven inocentes de su buen nacimiento, hasta que de repente un día, el día que menos se piensa, se acaban las farsas, se presentan los verdaderos padres?… Eso, ¿no se está viendo todos los días?
–En sesenta y ocho años no lo he visto nunca… Me parece que tú te has hartado de leer esos librotes que llaman novelas. ¡Cuánto mejor es no saber leer! Mírate en mi espejo. No conozco una letra… ni falta. Para mentiras, bastantes entran por las orejas… Pero acábame el cuento. Salimos con que sois hijos del Nuncio, con que una señorita principal os dio a criar, y desapareció…
–¡Usted lo sabe, usted lo sabe!—exclamó la joven rebosando alegría.
–No sé más sino que te caes de boba. Eres más sosa que la capilla protestante.
–Mi madre—declaró Isidora poniéndose la mano en el corazón, para comprimir, sin duda, un movimiento afectuoso demasiado vivo—, mi madre… fue hija de una marquesa».
Como un petardo que estalla, así reventó en estrepitosa risa la Sanguijuelera, apretándose la cintura y mostrando sus dos filas de dientes semisanos. Se desbarataba riendo, y después le acometió una tos de hilaridad que le hizo suspender el diálogo por más de un cuarto de hora. Algo confusa, Isidora esperó a que su tía volviese en sí de aquel síncope burlesco para seguir hablando. Por último, dijo con malísimo humor:
«¡Qué bien finge usted!
–Perdone vuecencia—replicó Encarnación en el tono más cómico del mundo—. Perdone vuecencia que no la hubiera conocido… Pero vuecencia tendrá que hacer diligencias y buscar papeles.
–Tengo papeles…, ¡y qué papeles!
–¿Quiere vuecencia que le preste dos reales?…, porque tendrá que untar escribanos.
–No creo que sea preciso, porque esta bien claro mi derecho.
–Vuestra serenísima majestad cogerá una herencia, porque sin herencia todo sería pulgas, ¿verdad, hermosa?
–Mi madre no vive. Mi abuela sí.
–¡Ah!, ¿la abuelita de tu vuecencia vive? ¿Y quién es la señora pindonga?
–No se burle usted, tía. Esto es muy serio—declaró Isidora tocada en lo más vivo de su orgullo—. Es usted lo más atroz… Yo que venía a que me diese pormenores y su parecer…
–Voy a darte mi parecer, hijita de mi alma—repuso la Sanguijuelera levantándose—. Pues tú has querido que yo te dé pormenores…, pobre almita mía…».
En el rincón del pasillo había una larga caña que servía para descolgar los cacharros. Encarnación revolvió sus ojos buscándola.
«Vaya que ha sido una picardía haberle ocultado a estos angelitos que salieron del vientre de una marquesa».
Y tomó la caña.
«¡Quién será el dragón que ha querido birlarlos la herencia!… ¡A ese tunante le sacaría yo las entrañas!… Cuidado que engañar así a mis niños, haciéndolos pasar por hijos de un Rufete… Quitad allá, pillos, que mi niña es duquesa y mi niño es vizconde… ¡Re-puñales!».
Honradez y crueldad, un gran sentido para apreciar la realidad de las cosas, y un rigor extremado y brutal para castigar las faltas de los pequeños, sin dejar por eso de quererles, componían, con la verbosidad infinita, el carácter de Encarnación la Sanguijuelera. Su flaca pero fuerte mano empuñó la caña, y descargándola sin previo anuncio sobre la cabeza de su sobrina, la rompió al primer golpe. Puso el grito en el cielo la víctima, exclamando: «¡Pero, tía!…». La vieja recogió y unió los dos pedazos de la caña, de lo que resultaba que podía pegar más a gusto, y ¡zas!, emprendió una serie de cañazos tan fuertes, tan bien dirigidos, tan admirablemente repartidos por todo el cuerpo de Isidora, que esta, sin poder defenderse, gesticulaba, manoteaba, gemía, se dejaba caer en el suelo, se arrastraba, escondía la cabeza, se revolvía. Y en tanto la feroz vieja, incitada al castigo por el castigo mismo, encendíase más en furia a cada golpe, y los acompañaba de estas palabras:
«¡Toma, toma, toma duquesa, marquesa, puños, cachas!… Cabeza llena de viento… Vivirás en las mentiras como el pez en el agua, y serás siempre una pisahormigas… Malditos Rufetes, maldita ralea de chiflados… ¡Ah, puño!, si yo te cogiera por mi cuenta, con un pie de solfeos cada día te quitaría el polvo. Toma vanidad, toma lustre».
Y cada palabra era un golpe y cada golpe un cardenal leve (es decir, subdiácono), un rasguño o moledura. Incapaz Isidora de desarmar a su verdugo, aunque lo intentó devolviendo cólera por cólera, hubo de rendirse al fin, y sucumbió diciendo con gemido: «Por Dios, tía, no me pegue usted más».
En sus veinte años, Isidora tenía menos fuerza que la sexagenaria Encarnación. Sin aliento yacía en tierra la víctima, recogiendo sus faldas y sacudiéndoles la tierra, tentándose en partes diversas para ver si tenía sangre, fractura o contusión grave, mientras la Sanguijuelera, respirando como un fuelle en plena actividad, arrojaba los vencedores pedazos de caña y alargaba su mano generosa a la víctima para ayudarla a levantarse.
«¡Cómo se conoce—dijo al fin la sobrina con vivísimo tono de desprecio—que no es usted persona decente!
–¡Más que tú, marquesa del pan pringao!—gritó la vieja, esgrimiendo de tal modo las manos, que Isidora vio los diez dedos de ella a punto de metérselos por los ojos.
–Usted no es mi tía. Usted no tiene mi sangre.
–Ni falta… A mucha honra… De gloria y descanso te sirva tu ducado, harta de miseria. Mira, como vuelvas aquí, ¿sabes lo que hago?
–¿Qué?—preguntó Isidora, sintiéndose con más fuerzas para rechazar un nuevo ataque.
–Pues si vuelves aquí, cojo la escoba… y te barro ¡qué puño!, te echo a la calle como se echa el polvo y cáscaras de fruta».
Isidora no dijo nada, y recobrándose marchó hacia la puerta. Abierta con trémula mano la trampilla, salió andando aprisa, cuesta arriba, en busca de la ronda de Embajadores, que debía conducirla a país civilizado. Temía que la vieja iría detrás injuriándola, y no se equivocó. La Sanguijuelera, echando la cabeza fuera de la puerta, la despedía con una carcajada que produjo siniestros ecos de hilaridad en toda la calle. Asomaban caras curiosas, frentes guarnecidas de rizos, bocas de amarillos dientes descubiertos hasta la raíz por estúpido asombro, bustos envueltos en pañuelos de distintos colores; y más de cuatro andrajosos chiquillos saltaron detrás de Isidora para festejarla con gritos y cabriolas.
Sin detenerse, la joven lanzó desde lo profundo de su alma, llena de pena y asco, estas palabras:
«¡Qué odioso, qué soez, qué repugnante es el pueblo!».