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Capítulo XVIII

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Salvador adelantó con paso inseguro, dirigiendo la luz de la linterna a todos los lados de la estancia.

— ¿En dónde se ha metido Vd.? -dijo riendo a carcajadas como quien ha perdido el equilibrio de sus facultades-. ¡Ah! Está Vd. en el rincón… ¡qué postura! De ese modo piden los ciegos en los caminos.

D. Fernando Garrote, ante aquellas burlas, sintió que su sangre se trocaba en hielo.

— Entre esta gente -dijo con mucha aflicción- ¿es costumbre burlarse de los desgraciados que van a morir?

— Perdóneme Vd. -añadió el joven luchando con el extravío de sus sentidos-. No sé lo que digo… esos pícaros hicieron propósito de embriagarme, y si no me levanto pronto…

— Vicio muy feo es el de la embriaguez -afirmó Garrote-. Un joven valiente y noble como tú, ¿será capaz de degradarse, abusando del vino?…

— No, no señor -repuso Salvador, en quien la vergüenza pudo por un momento más que la turbación de su mente-. Nunca he sido borracho, pero de poco tiempo a esta parte me dan tales tristezas y se me acongoja el alma de tal modo a consecuencia de mis desgracias, que algunas veces…

— ¡Pobre muchacho! -dijo el guerrero, acercándose a Monsalud, que, puesta en el suelo la linterna y la botella, se había sentado junto a ellas-. Me parece que como joven inexperto y sin fundamento, no te vendría mal recibir algunos consejos, y voy a dártelos.

— Pues toca la casualidad de que yo no he venido a recibir consejos, sino a acompañar a Vd. un tantico y traerle algo confortativo, porque siempre me da mucha compasión de ver a un hombre condenado a morir por cosas de guerra, y aunque este hombre sea mi enemigo, sí, mi enemigo por varias causas, siempre procuro que sus últimas horas no sean muy tristes. Conque guárdese Vd. los consejos y beba vino, si gusta.

— No beberé -repuso D. Fernando-; pero pues dices que vienes a hacerme compañía, acepto el obsequio de un poco de conversación.

— ¿De qué vamos a hablar?

— De ti.

— ¡De mí! -exclamó Salvador, otra vez atacado de la nerviosa hilaridad que tanto disgustara a Garrote-. ¡Bonito asunto! Tanto vale hablar del infierno.

— Al verte entre franceses, joven, apuesto, y con esa expresión de nobleza que tiene tu persona…

— ¡Oh qué lisonjero está el buen hombre! -dijo Monsalud-. Amiguito, no me adule Vd., pues aunque compasivo no me vendo por alabanzas.

— Al verte así -continuó Garrote-he pensado que sólo seducido y engañado ha podido un joven de tanto mérito entrar al servicio del Rey José y de los enemigos de la patria y de la religión.

— Ni seducido, ni engañado, sino por mi propio gusto y libre voluntad -respondió el mancebo con firmeza.

— ¡Y por tus venas corre sangre española! ¿No aborreces a esos herejes, asesinos y ladrones, de cuyos crímenes horrendos eres cómplice, sin duda, por inocencia?

— No les aborrezco, sino que les estimo.

D. Femando cruzó las manos y elevó los ojos al cielo.

— Les estimo -prosiguió Monsalud-porque ellos me ampararon cuando de todos era abandonado; diéronme de comer cuando me moría de hambre, y me pusieron este uniforme que han llevado los primeros soldados del mundo y los vencedores de toda Europa.

Garrote se estremeció de espanto, y un abatimiento angustioso sucedió a su anterior excitación.

— ¿Pero tan pobre estabas y tan desamparado de todo el mundo, que necesitases venderte a los franceses para vivir?

— Pobre y desamparado, sí, porque mi madre había perdido la poca hacienda heredada, y no teníamos sobre qué caernos muertos. Yo fui a Madrid, y un tío que allí tengo, me metió en un regimiento de la guardia jurada.

— Pero tu deber es pelear por la patria. ¿No ves a toda la nación en masa sublevada contra esos viles? ¿No ves el desprecio y el odio que inspiran? Observa bien que entre los pocos españoles que sirven en las filas francesas, no hay uno solo que sea persona honrada.

— ¡Calumnia! Los hay muy buenos y yo no me tengo por ladrón, Sr. Garrote -dijo Monsalud enojándose un poco-. Y punto en boca sobre esa materia.

— Poco a poco, joven, no he querido ofenderte -repuso Navarro con tanta humildad y timidez como un chico de escuela-. Te diré cuál ha sido mi intento. Al verte, sentí profundas simpatías hacia ti, y tanto me entristeció ver a un joven de mérito en la vil condición de afrancesado y en la torpe esclavitud de esa canalla, que me atreví a esperar que los consejos y la autoridad de este infeliz anciano, próximo a morir, tendrían alguna fuerza para desviarte de ese infame camino, ¿Me equivocaré, Salvador? -añadió con expresión muy afectuosa-. ¿Será posible que tu buen corazón y clara inteligencia no respondan a esta cariñosa súplica mía, a este deseo de que te conviertas y dejes a tus viles amos y vuelvas a la santa fe de la patria en que todos los buenos españoles vivimos y morimos?

Monsalud miró a D. Fernando por breve espacio, de hito en hito, y después rompió a reír con estrépito y descaro. El insigne Garrote no pudo contemplar por mucho tiempo aquella faz burlona, porque tuvo que esconder la suya entre las palmas de la mano, para ocultar el llanto.

— No ha sido malo el sermón, padrito -dijo el mozo-. ¿Y Vd. qué pedazo de pan se lleva a la boca con que yo sea afrancesado o deje de serlo? A fe que me divierto oyéndole. ¡Buen modo de disponerse a una buena muerte! A ver, padrito -añadió llenando un vaso de los dos que había traído-, echemos un trago a la salud del gran Napoleón I, Emperador de los franceses y señor de todo el mundo.

— No -dijo D. Fernando rechazando el vaso-, no puedo creer que digas tales disparates formalmente. Eres joven, has bebido más de lo regular, y no sabes lo que sale de tu boca… Comprendo bien la causa principal de tu falta. Te sentías con ardor guerrero, heredado, sin duda, del que te dio el ser y la vida, y como los franceses tienen buena labia para deslumbrar a los jóvenes hablándoles de las grandezas del Imperio y de sus fabulosas batallas de Italia y Alemania, caíste en la trampa. ¡Qué necedad! La más arrebatada fantasía no puede soñar triunfos tan grandes como los que hemos alcanzado nosotros en esta guerra contra los decantados ejércitos de Napoleón. Nuestras batallas de Bailén, de la Albuera, de Tamames, de Talavera, y las defensas gloriosísimas de Zaragoza, Gerona y Tarragona, no tienen igual ni aun en los fastos de la antigüedad heroica. Y si estos hechos no fuesen aún de suficiente magnitud para lo que ambiciona tu grande espíritu, ahí tienes diseminadas por toda la redondez de España, esas inimitables partidas de guerrilleros, los más bravos, los más atrevidos, los más generosos y leales hombres de la tierra, los verdaderos libertadores de la patria, los que al fin rescatarán a nuestro adorado Fernando, los que devolverán a la sagrada religión su esplendor y a Dios su reino predilecto.

Antes que concluyera, Monsalud había empezado a reír. Tomó las elocuentes amonestaciones del anciano como materia de placenteras burlas, y resuelto a contrariarle en todo por convicción, le dijo:

— No me hable Vd. de los guerrilleros, que si hay en la tierra plebe inmunda digna del presidio, ellos son. Compónense las partidas de los asesinos, ladrones y contrabandistas de cada lugar, con más los holgazanes, que son casi todos. Hacen la guerra, por robar, no por echar de aquí a los franceses, y si algún día se acabaran estas misas, el Rey Fernando tendría que colgarlos a todos para poder reinar en paz.

D. Fernando exhaló hondísimo suspiro; mas no desesperanzado todavía de tocar alguna fibra sensible en el corazón del mancebo, le habló así:

— Aunque los guerrilleros fueran como dices, que no son sino lo contrario, no podrías justificar tu conducta. A todos has hecho traición, Salvador, a lo divino y a lo humano; has hecho traición a la patria, a los españoles que son tus hermanos; has hecho traición a tu madre, que sin duda es española también y enemiga de nuestros enemigos; has hecho traición al Rey, bajo cuyo amparo nacimos y en cuya veneranda persona se representa nuestro hogar y el sol que nos alumbra, y principalmente has hecho traición a Dios, cuya fe, más pura y fuerte en la nación española que en ninguna otra, han venido a destruir los franceses, introduciendo aquí, con la herejía, mil costumbres y prácticas nuevas que no conducen sino al pecado.

— Dios… ¡Buen caso hago yo de Dios! -exclamó el mancebo con un cinismo que llevó a su último extremo los temores de D. Fernando-. ¡Qué atrasada está la gente por aquí!… No hay ninguno que haya leído a Voltaire, como lo he leído yo en todas las paradas del viaje desde que salí de Madrid.

— ¡Desgraciado! -exclamó el anciano poniendo sus manos sobre los hombros del joven-. ¿Qué estás diciendo?

— ¡Dios! Una palabrota y nada más. Si lo hay, que lo dudo mucho, estará allá arriba acariciándose la barba blanca y sin meterse en nuestros asuntos. Dígolo, porque muchas veces lo llamé y… ¿me oyó Vd.? Pues él tampoco.

— ¡Desgraciado! -repitió el anciano-. ¡Mil veces más desgraciado que si cayeras para siempre traspasado por las bayonetas de tus viles amigos! ¿No crees en Dios omnipotente, justo y misericordioso? ¿No crees en la Santísima Trinidad? ¿No crees en la Encarnación del hijo de Dios, ni en su pasión y muerte por redimirnos del pecado?

— ¡Oh cuánta monserga y cuánto embrollo! -repuso Monsalud riendo-. ¡La Trinidad! Tres que son uno y uno que viene a ser tres. Bonito lío han armado… Jesucristo no era más que un buen predicador y tan hombre como yo. Y de la llamada Virgen María ¿qué puedo decir sino que…?

— Calla, calla, blasfemo infame -gritó con encendida cólera D. Fernando, poniendo su mano en la boca del descomedido muchacho-. Tú no eres, no puedes ser lo que yo creí.

— ¿Qué hombre ilustrado cree hoy semejantes paparruchas? Todo eso lo han inventado los frailes para engañar y dominar al pueblo, embobándolo con pantomimas ridículas y prácticas necias. ¡Los frailes! -añadió con cierta petulancia-. ¿Hay casta de cerdos más inmunda en todo el orbe? Yo digo que hasta que no ahorquen al último Papa con las tripas del último fraile, no habrá paz en el mundo. Ellos son los que promueven las guerras, los que hacen estúpidos a los Reyes; ellos son los que han levantado a la nación española, no por religiosidad, sino porque saben que el deseo de Napoleón es quitarles sus inmensas y mal empleadas riquezas para dárselas a los pobres.

— No, no -repetía D. Fernando con vehemencia, contemplando a Salvador con atónita atención-; no eres tú lo que yo creí, no eres tú quien yo creí, no, mil veces no, voto a… Afrancesado, traidor a la patria, desleal con el Rey, irreligioso, blasfemo, no te falta sino ser mal hijo para que eternamente estés separado de mí.

— ¡Mal hijo! Si lo soy no es culpa mía -dijo el mancebo bebiendo el vino que había escanciado para el Sr. Garrote-. Mi madre es una excelente mujer; pero muy sencilla e inocente, y se ha dejado dominar por D.ª Perpetua y por los frailes de la Puebla. Empeñose en que abandonara mis banderas; negueme a ello, echome de su casa, yo salí, se desmayó… Las mujeres no atienden más que a su capricho; son vanas, frívolas, superficiales, mojigatas, y le aburren a uno con sus rezos… No hagamos caso de tales simplezas y bebamos, Sr. D. Fernando. Otro traguito.

— Tu madre -dijo D. Fernando-es, según tengo entendido, una santa y honrada mujer, de sanos principios.

— Pues sus principios no son los míos, ni lo serán nunca. Ella adora las atrocidades de los salvajes guerrilleros, y yo las aborrezco; ella se mira en Fernando VII, y yo lo tengo por un principillo corrompido y voluntarioso; ella detesta a los afrancesados, y yo les tengo por muy buenos patriotas, porque quieren regenerar a España con las ideas de Napoleón; ella no puede ver a los que han hecho la Constitución de Cádiz ni a los que se llaman liberales, y yo les admiro por creerlos inclinados a echarse en nuestros brazos…

— ¡Perdido, perdido para siempre! -exclamó D. Fernando con inmensa angustia-. ¡Sin honor, sin principios, sin patriotismo, sin religión, sin lazo alguno con la sociedad, ni con España, ni con la familia, ni con Dios…! ¡Oh qué aflicción, qué castigo, Dios mío!

— Puesto que Vd. no quiere probarlo -dijo el sargento, echando otro medio cuartillo-, me lo beberé yo. Luego dormiré seis horas y así se olvidan ciertas cosas, cosas terribles Sr. D. Fernando, que atormentan noche y día.

— Dios te tocará en el corazón, infeliz joven -dijo Navarro-y hará penetrar un rayo de su divina luz en tu oscuro entendimiento, y te reconciliarás con España, con Dios, con tu madre y… conmigo.

— ¿Reconciliarme yo? -dijo el joven severamente dejando a un lado el vaso vacío-. Yo no me reconciliaré jamás; eché los dados. Me voy a Francia; consagraré mi vida a trabajar contra esta fementida patria que aborrezco.

— Justamente despreciado por los hombres y maldecido por Dios, tu vida será un infierno y tu muerte horrorosa y desesperada como la mía. Mírame, en mí tienes un ejemplo de cómo castiga Dios en la última hora a los que han olvidado su doctrina. Sin ser blasfemo ni traidor, como tú, yo he sido muy pecador. He vivido largo tiempo con vida placentera y feliz; pero en esta postrera noche de mi vida, me considero el más desgraciado de los hombres, no seguramente por la muerte que me amenaza y que merezco y deseo, pues los españoles debemos morir como caballeros y como cristianos. Uno de los más amargos motivos de pena para mí, es verte insensible a mis ruegos, degradado, envilecido, verte en el camino de tu total mengua y perdición, sin poder remediarlo; verte en ese estado de locura y embriaguez, aferrado a la maldad. Si respondieras, aunque sólo fuese con eco muy débil, a mis sentimientos y a mis ideas, si no me parecieses, como me pareces, un verdadero monstruo, esta pasajera amistad que nos une podría ser un sentimiento más grande, Salvador, mucho más grande y hermoso para ti y para mí.

Monsalud le miró con sorpresa.

— He sentido vivísima inclinación hacia ti -continuó el anciano-. En esta soledad en que me encuentro, ausente de los míos, con un pie dentro del sepulcro y la eternidad llamando a mi alma, tú podrías ser consuelo inefable de este anciano moribundo, recibiendo en cambio de mí lo que jamás has tenido, ni esperas tener.

Monsalud se levantó y con súbita cólera apostrofó al anciano en estos términos.

— Viejo astuto, ¿quieres engañarme con lisonjas y gatuperios para que te deje escapar? Yo no soy como los guerrilleros, que se venden por dinero. Su señoría de la llave dorada no conoce con qué clase de personas está tratando. ¡Pues no es poco sabihondo el viejecito!…

— ¡Miserable! -exclamó D. Fernando, sin poder contener su cólera y levantándose también-. Veo que en ti no puede caber ningún sentimiento generoso. ¡Mereces la abyección en que vives! Márchate, quiero estar solo.

— ¡Si será preciso ponerle algunas arrobas de hierro en los pies al D. Quijote de la Puebla! -dijo Monsalud dando algunos pasos, con escasa seguridad…- Parece que se tambalea el piso… Adiós, hasta después. Tengo que hacer.

D. Fernando fue de aquí para allí con inmensa agitación. Hizo por último el espanto lugar en él una violenta y súbita cólera, que se manifestara en sus gestos y voces de un modo que asombró más a Salvador.

— ¡No eres tú, tú no eres, no! -exclamó con atronadora voz-. ¡Me he equivocado! Dios se está burlando de mí… es un castigo; ¡pero qué castigo, Dios mío!

Sin comprender aquellas palabras, Salvador se detuvo ante el agitado anciano. La generosidad de su noble corazón eclipsada por falsas ideas, y la turbación física en que se hallaba, inspirole algunas palabras consoladoras para el anciano; mas un hecho trivial le desvió de aquel buen camino, separando a uno y otro personaje más de lo que estaban. En la versatilidad de sus juicios, Salvador achacó las incoherentes palabras de Garrote a extenuación y debilidad mental ocasionada por la falta de sustento y el pavor de la próxima muerte. Pensándolo así, echó en el vaso cuanto en la botella restaba, y con intención compasiva, le dijo:

— ¡Vaya, pelillos a la mar! Sr. Garrote… beba Vd. y le caerá bien… Luego llevaré otro gaudeamos al señor cura.

— Quita allá -contestó D. Fernando, apartándose con horror del joven-. Tú no eres quien yo creí… Tú eres de casta de borrachos y traidores.

Recibió Salvador con paciencia el insulto, y empinando el codo, dijo:

— Puesto que Vd. no lo quiere, no se desperdiciará tan buen vino. Se lo quitamos a unos arrieros que venían de la Nava.

La cabeza de Monsalud, que era de muy poca resistencia para la bebida, a causa de su antigua sobriedad, luego que su cuerpo recibió aquel trasiego, se desorganizó completamente; se oscurecieron sus facultades, desmayose su cuerpo, entrole de improviso la innoble estupidez y el repugnante cinismo de que había dado ya algunas pruebas en la conferencia con su padre, y perdió su carácter, su generosidad, su buen juicio, su discreción, perdiolo todo, para no ser más que un vulgar soldado.

— Sr. Garrote… -dijo tambaleándose-, adiós… Parece que se mueve el piso… ¿por qué baila Vd.?…

— Vete, vete, déjame solo -replicó D. Fernando sin mirarle.

— ¡Bonito fin han tenido las campañas del padre Respaldiza y del Sr. Navarro! -exclamó lanzando una carcajada de imbecilidad que retumbó en la estancia como un eco infernal-. ¡Bonito fin!… ¡Échese su merced a guerrillero!… ¡Quién lo había de decir… aquí está el primer caballero del condado, el de la llave dorada, el gran D. Fernando Garrote, que quiso derrotar él solo los ejércitos de Napoleón!… ¿Por qué no trajo consigo a Carlitos para que le sacara del paso?… Me hubiera gustado ver a todo el hato de salteadores de caminos, distribuidos en estas cámaras reales, esperando la orden del coronel… ¡Adiós, señor D. Fernando Quijote, adiós… buen viaje!…

D. Fernando se acercó a Salvador, y asiéndole el brazo y apretándole con tanta fuerza como si su mano fuese una tenaza de hierro, le dijo sombríamente:

— Salvador, cuando me saquen de este calabozo haz fuego sobre mí: mi destino es ese, mi castigo no será el castigo que merezco, si no sucede así. ¡Dios lo quiere!

— ¿Fuego yo? -repuso el joven con sonrisa de demente-. Yo me voy… Salgo de guardia ahora… Entrará otro… No quiero matar… me da mucho temblor y me pongo malo.

Lucharon por breve rato en la acongojada alma del guerrero sentimientos diversos. Luego sintió que las lágrimas brotaban de sus ojos; una aflicción horrible le abrumaba. Apartose del joven, corrió luego hacia él, mas su aspecto, su habla, su embriaguez le llenaron de espanto.

— Mi muerte -exclamó- por las circunstancias espantosas que la rodean, no se parece a ninguna otra muerte. Creo que toda la naturaleza se desquicia en derredor mío y que en medio del cataclismo general, vivo muriendo. Me parece que la muerte del malvado, como la del justo entre los justos, no puede verificarse sino entre tinieblas horrorosas y confusión del cielo con la tierra. ¿Es de noche? ¿Es de día? ¿Eres un ángel o un demonio?… Huye de aquí, monstruo mío… No sé lo que siente mi alma al verte y al oírte… ¿Esto es vida o qué es esto? ¡Dios poderoso, acoge mi alma,… y basta, basta ya de suplicio!

El Sr. Garrote se arrojó al suelo. Monsalud a causa del vino, no vio en todo aquello más que demencia y miedo. Hasta que no se halló fuera y recibió en el rostro el fresco de la noche no se aclararon sus juicios, ni pudo conocer que había estado inconveniente, cruel y… grosero.

Episodios nacionales: Segunda serie

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