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Capítulo II

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Salvadorcillo Monsalud era un joven de veintiún años, de estatura mediana y cuerpo airoso y flexible. Su rostro moreno asemejábase un poco al semblante convencional con que los pintores representan la interesante persona de San Juan Evangelista, barbilampiño y un poco calenturiento, con singular expresión de ansiedad inmensa o de aspiración insaciable en los grandes ojos negros. Grave seriedad sentimental se desprendía de su persona, de su voz y de su porte; cautivaba a todos por su bondad, y a las muchachas por sus modales corteses y su agraciada delicadeza no adquirida con la educación, pues había nacido en cuna muy humilde. Era como el Evangelista, algo tímido y muy circunspecto, lo cual no resultaba útil en este siglo, ni aun cuando principiaba. Con su traje de guardia española, Monsalud estaba muy gallardo; pero sin aquel espantable continente marcial que caracteriza a los militares de afición: era su figura la de un soldado en yema o campeón verde que aún no se había endurecido al sol de los combates, ni acorazado con la provocativa soberbia y fanfarronería de una larga vida de cuarteles.

Este joven tenía por tío a Andrés Monsalud, que vivía en la Cava Baja, y por amigo íntimo y confidente a un compatriota llamado Juan Bragas, que con él viniera poco antes de la Puebla de Arganzón a buscar fortuna. Había emigrado Salvador por razones que se conocerán en el transcurso de esta historia, y que no eran ciertamente alegres. Indeciso primero sobre la carrera a que debía dedicarse, y no sintiéndose con vocación para el comercio ni para la curia ni para la Iglesia, entrose de rondón por la puerta del militarismo, ancha y abierta siempre, y que tiene la ventaja sobre las demás puertas, incluso la Otomana, de llevar rápidamente a todas partes. Diérale su buena madre al partir una cantidad que podía parecer considerable en el condado de Treviño, pero que en Madrid era de esas que se disuelven pronto en la inmensidad de la vida, como grano de sal en tinaja de agua. Viéndose pues, el joven sin nada blanco ni amarillo en sus arcas, y no teniendo más tesoro que los sabios consejos de su insigne tío D. Andrés Monsalud, resolvió aprovecharse de este caudal, que a todas horas se le vertía en los oídos, ya en forma de reprimenda, ya con color de amonestación. No por entusiasmo, no por falta de patriotismo, no por bélico ardor, sino por necesidad, entró Salvador en uno de los regimientos españoles que servían malamente a José, y a los cuales llamábamos entonces jurados. Bien pronto le dieron las charreteras de sargento.

Eran los individuos de estos cuerpos muy aborrecidos y escarnecidos en Madrid, por servir al enemigo intruso, tirano y ladrón de la patria; pero Monsalud no se preocupaba de esta falta de estimación, que al recaer sobre la infame bandera, alcanzaba también a su humilde persona. Aunque el joven tenía ideas y no pocas, si bien revueltas y confusas y desordenadas, aún no poseía las que comúnmente se llaman ideas políticas, es decir, no había llegado, a pesar del vehemente ardor de la generación de entonces, al convencimiento profundo de que la solución nacional fuese mejor o peor que la extranjera. No faltaba ciertamente en su corazón el sentimiento de la patria; pero estaba ahogado por el precoz desarrollo de otro sentimiento más concreto, más individual, más propio de su edad y de su temple, el amor. Está escrito, que en ciertos casos, tal vez siempre, el rostro de una mujer tenga mayores dimensiones y ocupe dentro del universo más grande espacio que las inmensidades materiales y morales de la patria. Por esta causa, por este aparente absurdo, Fernando el Deseado y José Bonaparte eran a los ojos de Monsalud dos figuras lejanas y pequeñitas, que apenas se parecían en las nieblas del cerrado horizonte.

Quién era la persona que así llenaba la fantasía y ocupaba las potencias todas del alma de este joven, sabralo el lector más adelante, cuando con sus propios ojos la vea y oiga su vocecita y conozca su historia. Monsalud estaba solo en Madrid, porque realmente, para él los cien mil habitantes de la capital, no eran nadie, ni su amigo y su tío eran tampoco gran cosa. La soledad y la distancia habían ahondado el hoyo de su pensamiento, dentro del cual tristemente se revolvía, escarbando con ardor por todos lados sin hallar salida, ni respiro, ni luz.

Hemos dicho que tenía un amigo, sí, Juan Bragas, joven nacido como Monsalud en el lugar de Pipaón, y que poseedor de mayores recursos y valimiento había resistido a las primeras escaseces de la vida cortesana, pescando al fin por lo muy pedigüeño y sumiso, una pluma de ganso en las covachuelas. Juan Bragas era, pues, covachuelista, es decir, palote árido y enteco en el cual debía injertarse después la vigorosa rama del funcionario público. Su carácter difería mucho del de Monsalud, y, sin embargo se juntaban ambos jóvenes con sumo gusto para charlar y referirse sus respectivas desventuradas aventuras.

Juan Bragas carecía por completo de imaginación y de sensibilidad fina: pero sabía poner las cosas en su sitio, y tenía el mejor ojo del mundo para ver todos los objetos en su tamaño real: poseía, en suma, aquel poderoso instinto aritmético que a ciertas organizaciones, quizás las más influyentes hoy, les sirve para reducir a cantidad o a tamaño, mejor dicho, a una forma visible y fácilmente apreciable todos los hechos de la vida en lo moral y en lo físico. Bragas no se equivocaba nunca: tenía en sus juicios la infalibilidad de las matemáticas. Monsalud era una equivocación perpetua: llevaba infiltrado en su naturaleza el error constante y todas las deslumbradoras mentiras de la poesía.

A pesar de esto, no reñían nunca y se querían de veras. Quizás ha dispuesto Dios que el mundo se componga de un Monsalud y de un Bragas. ¡Oh admirable armonía y concordia sublime! Las cuerdas del arpa no exhalarían, no, su armoniosa voz, si no existiera una caja vacía y seca, una especie de ataúd oscuro que retumbase bajo ellas, y vibrase agrandando los sones en su desnuda concavidad que podría servir de despensa.

Cuando Monsalud estaba libre del servicio iba a buscar a Bragas, el cual limpiaba una tras otra las amarillentas plumas, guardándolas en el cajón con tanto cuidado como guarda un cirujano sus instrumentos, se quitaba después los manguitos negros, se desperezaba, y tomando con la diestra mano el sombrero, y despidiéndose con la zurda de D. Gil Carrascosa, jefe de la oficina, salía a la calle. Ambos jóvenes dirigían sus pasos por lugares no muy concurridos, bajando frecuentemente al campo del Moro, a la Virgen del Puerto, o bien se lanzaban intrépidos a las ondas de polvo del cerrillo de San Blas o de la vuelta exterior del Retiro.

Un día, que debió de ser allá por los últimos de Mayo de 1813, Bragas y Monsalud hablaron de esta manera.

— Amigo Juan Bragas, estoy de enhorabuena porque al fin voy a dejar este maldito pueblo que aborrezco. Los franceses se retiran mañana y yo con ellos.

— ¿A Francia?

— O por el camino de Francia, al menos -añadió Monsalud-, con lo cual dicho se está que pasaré por la Puebla de Arganzón, nuestra querida villa. Anímate, Juan… Ya me parece que estoy entrando por la calle real; que me acerco a mi casa sin que mi madre lo sospeche; ya me parece que llego, empujo la puerta, y me presento dando gritos y porrazos. A mi madre se le cae la calceta de la mano, corre a echarse en mis brazos, y la aguja de media que lleva sobre la oreja, se me clava en la frente… El corazón me baila en el pecho, amigo Bragas, cuando tales cosas pienso.

— De veras te digo que pareces cómico -dijo Bragas riendo-. ¡Qué bien sabes fingir y representar una cosa que no es verdad!

— Y luego -añadió Monsalud-saldré de mi casa, y paso a paso iré junto a Nuestra Señora de la Asunción, a cuya plazoleta caen las ventanas de Generosa, y arrojaré una chinita a los vidrios…

— Para que se asome Genara con su pañuelo encarnado sobre los hombros… ¡La pícara qué guapa es! -afirmó Bragas-. Me parece que la estoy mirando, cuando bailaba contigo en casa del maestro Rondaña. Salvador, ¿te acuerdas de aquel lunarcito que tiene sobre el rincón derecho de la boca? ¡Santa Virgen, que rinconcito!

— Para retirarse a él y decir: «ya no quiero más mundo».

— ¿Pues y aquel modo de mirar, y aquel reconcomio de ángeles divinos, cuando se menea, o alza los hombros, o le da a uno las buenas tardes? Paréceme que la oigo: «Buenas tardes, Braguitas, ¿has visto en las eras a Salvador Monsalud?».

— ¡Ay, amigo! -exclamó el joven soldado dando un suspiro-. ¡Cuando uno piensa que ha tenido todo eso y todo eso ha perdido!…

— ¡Miren el Juan Lanas! Valiente hombre tenemos aquí -dijo el de la covachuela mofándose de la sensibilidad un tanto exagerada de su amigo-. Échate a llorar y ponte flaco y amarillo y echa suspiritos al aire, por una mujer, por un lunar bien puesto encima de una boquirrita. Mira, Monsalud, si tú eres necio, yo no lo soy. Ya te lo he dicho varias veces: las mujeres para un rato y nada más. Mucho de que te quiero y te adoro; pero después… puntapié. Eso de llorar y entristecerse y decir palabrotas y quererse morir por una de tantas es propio de bobos.

— Tú no sabes lo que es el amor, Juan Bragas -dijo el soldado-; o mejor dicho, crees que viene a ser algo semejante a un plato de estofado.

— Ni más ni menos. Un plato de estofado repugna después de haber comido… Por consiguiente, no te acuerdes más de la Generosa, que a buen seguro ella se acuerda de ti como de las nubes de antaño. Los paisanos que llegaron el otro día me dijeron que se iba a casar con el hijo de D. Fernando Garrote, el cual tiene más dinero que pesáis tú y Generosa juntos.

— ¡Con el hijo de D. Fernando Garrote, con Carlitos Garrote! -murmuró Monsalud palideciendo-. Juan Bragas, si vuelves a decir eso delante de mí, te cojo y… vamos, te cojo y te ahorco de un árbol.

— ¡Piedad, señor mío! -dijo Bragas deteniéndose ante su amigo y haciendo grotescos gestos-. Está Vd. enamorado o lo que es lo mismo, imbécil, y los imbéciles suelen ser graciosos.

— Bragas, eres una bestia -dijo el soldado-. Para ti no hay más vida que el forraje que te echan todos los días en casa de tu patrón D. Mauro Requejo. Siento tener por amigo una bestia; pero en fin eres un buen muchacho: tu solo defecto es que coceas de vez en cuando.

— Pero jamás he llevado sobre mí la albarda del enamoramiento. Ven acá, hombre sin seso, ¿de quién estás enamorado? De Generosa. ¿La ves acaso? ¿No está a cien leguas de donde tú estás? ¿No te dijo su abuelo que jamás casarías con ella por ser tú un triste pelón y tener tus arcas rasas, lisas y mondas como fondo de mortero de piedra? De modo que estás queriendo a una sombra, a un imposible, a una ilusión, a una telaraña; justo, esa es la palabra, a una telaraña.

— Juan -repuso Monsalud-, al oírte me confirmo en que eres un saco de carne, con dos agujeros que llaman ojos, para ver lo que se le pone delante, y boca y barriga para comer y llenarse de bazofia todos los días. Cada hombre tiene su destino en el mundo: el tuyo ya sabemos cuál es.

— Y el tuyo lo veo yo clarito también: holgazanear, mirar a las estrellas cuando las hay, taconear por las calles para llamar la atención de las costureras que pasan, no tener qué comer y ser toda la vida un señoritico cañihueco y hambrón.

— Pues mira, a veces se me ha ocurrido, amigo Bragas, que yo sería mucho más feliz si fuese como tú, es decir, un saco con sentidos. Pienso muchas veces en mi porvenir y digo: «Quién sabe, ¡vive Dios! si esto que pienso será una mentira, una cosa vana y disparatada». Todos los jóvenes hacemos nuestros cálculos para lo porvenir, Juan, y los míos son un poco extraños y fuera de lo común. A mí se me ha puesto en la cabeza que para levantarse todos los días, comer, dormir la siesta, pasear, cenar y meterse en la cama, no valía la pena de que hubiésemos nacido. Más vale ser un puñado de polvo que los vientos se llevan y desparraman por todas partes. O yo no he de valer nada o he de vivir de otra manera. Soy un ignorante; sé poco de las cosas del mundo; mas por lo poco que sé, comprendo que hay muchos trabajos admirables en que el hombre se puede emplear. Digan lo que quieran, el mundo no marcha bien.

— Pues yo creo que marcha admirablemente -dijo Bragas riendo-. ¿También quieres enmendar la obra de Dios?

— No digo tal: quiero decir que esto no va bien; no sé si me explico. Si tú tuvieras siquiera un pedazo de alma, tendrías las inquietudes y los deseos que yo tengo, y estarías enamorado como yo lo estoy. Es un padecimiento; pero no puedes formarte idea de que se te quita este padecimiento, sino haciéndote cargo de que estás muerto. Vivir curado del mal de amores es cosa que la mente no puede concebir, Braguitas.

— Dime, Salvador -indicó el covachuelo con ademán festivo-, ¿piensas seguir así?… Te juro que vas a hacer bonitísima carrera. Por ese camino de los amorosos sufrimientos y del suspirar y escupir sangre se va a general en poco tiempo.

— ¿Y quién te ha dicho que yo quiero ser general en dos palotadas?… Lo que digo es que yo seré alguna cosa que meta ruido.

— Siendo militar y tambor, en efecto puedes meter mucho ruido.

— Allá lo veremos… ¿Y tú qué piensas ser?

— ¿Yo? Dificilillo es anunciarlo desde ahora, Sr. Monsalud; pero no me quedaré de monago. Sepa usía que en el fondo de mi baúl tengo siete duros.

— ¿Y qué haces que no pones un buen comercio o un segundo Banco de San Carlos?

— Por poco se empieza. Yo sacaré el pie del lodo, Sr. Monsalud. Y no me pidas prestados los siete duros, porque más fácil será que saques un alma del Infierno que sacar mis soles del fondo del arca donde los guardo. Como no me he de enamorar, ni siento comezón de echarme vinagrillo de los Siete Ladrones en el pañuelo, allí se estarán hasta que vayan otros tantos a hacerles compañía. Conque perdone por Dios, hermano, que no tenemos suelto.

— Bien sabes que nunca te he pedido nada.

— Pero pudiera ocurrírsete cualquier día, Salvador. Tú vas sacando malas mañas… Ahora que te vas al Norte, asistirás a alguna batalla… Como no faltará algún pueblo que entrar a saco, mucho ojo, amiguito, y mete mano.

— Descuida, soy buen amigo: si después de una batalla, se reparte botín y me toca algo, te lo mandaré.

— Hombre, no es mala idea… Pero si te tocase alguna herida o descalabradura, puedes quedarte con ella.

— Oye, Juanillo -replicó vivamente Monsalud-, ¿no dices que tu mayor gusto consistiría en ser ministro del Rey para tener mucho dinero y hacer mucho bien y llenarte de gloria y morir honrado y bendecido?

— Sí.

— Pues te guardas el dinero, ¿eh?… y la gloria, la honra y las bendiciones me las mandas.

Episodios nacionales: Segunda serie

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