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Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: LOS DUENDES DE LA CAMARILLA
VIII
ОглавлениеPor segunda o tercera vez escanció rosolí en las dos copas, y pasando por el gaznate un buche de agua para aclarar la voz, prosiguió de este modo: «De entonces, y digo entonces por no poder marcarte la fecha, datan mis mayores trastornos. Las paredes y el techo de Jesús se me caían encima. Las locuras de otros días se repitieron con mayor gravedad; yo no me contentaba con dar gritos, sino que se me salían de la boca, sin pensarlo, palabras feísimas, las más feas que hay, y que yo no había dicho nunca. Pasados días me divertía mucho asustando a las monjas; mejor será decir que me vengaba. Algunas no me podían ver. El susto de más efecto era figurar que me ahorcaba, y apretándome el cordel y sacando la lengua, yo les metía un miedo horroroso… A tanto llegué con aquel desatino, que ya no me dejaban sola en mi celda, y dormía siempre con dos guardianas. Andando los meses me sosegué, no influyendo poco en ello la divina Madre, que muy cariñosa me amonestó y consoló, permitiéndome coger plantas y hacer con ellas apartadijos como los de los herbolarios… Pero un día, ¡ay!… Voy a contarte lo más atroz que hice, y el más estrafalario, el más ridículo y cruel de mis disparates. No sé qué día fue, ni la fiesta solemne que celebrábamos, porque en esto de fechas y festividades siempre he sido muy corta de memoria. Lo que sí recuerdo como si lo estuviera viendo es que aquel día tuvimos procesión por el claustro, a la que asistió el Rey bajo palio, con cirio, acompañado del Infante D. Francisco, su señor padre y del Padre Fulgencio, su confesor… Después de esto hubo refresco; se sentaron todos en el jardinillo que hay en el centro del claustro. Recordando el calor que hacía, calculo que ello era al apuntar del verano, quizás en la fiesta de la Pentecostés o de la Santísima Trinidad… Yo me acuerdo de que llevé sillas para que se sentaran los convidados. Frente al Rey estaba Patrocinio; a su derecha el Infante D. Francisco, y a su izquierda un fraile que no sé si era el Padre Carrascosa, confesor de la Madre, o Fray Toribio Martínez Cuadrado. Es muy raro esto de que se me confundan en la memoria dos frailazos de época muy distante el uno del otro. La confusión será porque se parecían; ambos eran grandullones, fornidos, de anchos hombros y pecho, caderas muy señaladas; unos hombrachos como castillos, con gordura de mujeres apopléticas. Yo llevaba bandejas con refrescos, y me las traía con los vasos vacíos… En una de estas idas y venidas me entró de repente la mala idea, una idea rencorosa y asesina, que con ninguna reflexión pude dominar. Ello eran unas ganas muy vivas, muy ardientes, de ofender al buen fraile, que a mí no me había hecho daño alguno ¡pobre señor!, pero que en aquel momento me inspiró un odio mortal y una repugnancia inaudita, por el bulto que hacían sus carnazas amazacotadas. Ciega de aquel furor que me acometió como una instigación del demonio, dejé en el suelo la bandeja vacía, metí la mano bajo el escapulario, saqué un alfiler muy gordo y largo, de cabeza negra, que llevar conmigo solía, y cogiéndolo con disimulo, y llegándome bonitamente al fraile, se lo clavé en la nalga con presteza y saña, metiéndoselo hasta la cabeza… Hija, el grito que soltó Su Paternidad, y el respingo que dio, saltando del banco y echándose mano a la parte dolorida fueron tales, que al primer momento todas las monjas soltaron la risa… Bufaba el fraile; yo salí huyendo avergonzada, y aquello fue un escándalo, una tragedia… Luego me contaron que el Rey se había reído, y consolaba al Padre diciéndole que el alfilerazo no había sido más que una broma, y que sin duda mi intención no fue irme tan a fondo…
Ya comprenderás que esta barrabasada mía, hecha tan sin pensar, agravó mi situación… En el convento se hablaba de mandarme al Nuncio de Toledo, donde hay un departamento para monjas que están mal de la jícara. Las que me querían mal me lo dijeron, y al saberlo yo, tuve el arrebato de ahorcarme de verdad, que sólo me duró un ratito… En esto me llamó Patrocinio a su celda y hablamos lo que voy a contarte: ‘Yo me someto a todo lo que Su Caridad determine – le dije, – menos a que me lleven a una casa de Orates, pues aunque parezca loca no lo soy. El clavarle el alfiler al Padre confesor fue una travesura… Él nos había dicho que el dolor es muy bueno y que debe regocijarnos. Tuve la mala idea de causarle dolor para que se regocijara… Pero no volveré a jugar con alfileres; yo se lo prometo a Su Caridad’. Y ella a mí: ‘Hermana, está usted enfermita del caletre, y es menester curarla. Su mal proviene, según entiendo, de una fuerte inclinación a las cosas temporales, que perdura después de tantos años de vida religiosa. ¿Qué quiere decir eso de rebuscar y exprimir las plantas para comerciar con su jugo? Pues es codicia, es preferir lo humano a lo divino, y lo menudo a lo grande…’. Yo repliqué: ‘Así es. Su Caridad está en lo cierto. Me llama lo menudo y andar a cuatro pies por la tierra. ¡Dichosas las almas que se apacientan en los campos del cielo comiendo estrellas! Yo no tengo esa perfección. Al lado de Su Caridad soy como una burra que pasta en los prados y no ve más que lo que come… Tengo la pasión de las cosas necesarias, o si se quiere, menudas, y de entretener mis manos en labores vulgares que den de comer a alguien, a mí la primera. Me gusta trabajar, hacer cosas; me gusta vender, me gusta cobrar… Si eso es pecado, soy gran pecadora; pero no demente’. Y ella: ‘No diré que sea pecado en el siglo; aquí podría serlo. Hermana mía, yo no le deseo ningún mal; quiero para usted todos los bienes, y puesto que se ha llamado burra, le diré que este pesebre no le cuadra…’. A la semana siguiente volvió a llamarme y me notificó que yo no podía seguir en el convento, y que por no dar la campanada de mandarme al Nuncio había escrito a mi madrina, Doña Victoria Sarmiento, para que supiera lo que ocurría, y a mi padre para que fuese por mí y se encargara de mi curación. Estas palabras de la divina Madre me causaron tanto gozo, que sólo con oírlas se me quitaron como por milagro todos mis males de corazón y de nervios. Ve aquí por qué quiero a la Madre. Llorando de gratitud le di las gracias, y al despedirme me dijo con gracia: ‘Celebraré mucho que el trajín de hacer cosas y de venderlas la cure de esos arrechuchos, hermana querida. Ayude usted en la cerería al buen D. Gabino, que ya debe de estar gastadito y achacoso; trabaje con él, cobre salud, y no nos olvide. Haga vida de recogimiento para que su salida no cause escándalo, y viva en concepto y opinión de enferma que busca su reparación en la casa paterna… Antes de abandonarnos, déjenos, con sus recetas, todo lo que tenga hecho de la pasta para blanquear y afinar el cutis de las manos’.
Los días que transcurrieron desde esta conversación hasta que mi padre, la Madre, Doña Victorina y el Vicario se pusieron de acuerdo para mi salida, los pasé en gran ansiedad. Me atormentaba la idea de que el fraile, cuyas carnes orondas traspasé con el alfiler, influyera para que, en vez de mandarme a mi casa, me encerraran en el Nuncio. O me perdonó mi víctima, o no quiso ocuparse de mí… En aquellos días entraste tú y te pusieron a mi servicio. Simpatizamos; me inspirabas lástima; pensé que te catequizaban para sepultarte allí toda la vida. Mi padre llegó al fin, y solté los hábitos para venirme a casa. De la fuerza del alegrón yo estaba como idiota cuando salí, y en los primeros días que aquí pasé, el ruido de la calle me ensordecía, y mi padre, mi hermano y Tomás eran como fantasmas que alrededor de mí se paseaban… Poco a poco fui entrando en la nueva vida y regocijándome más con ella. La tarde en que te me presentaste, diciéndome que te habías escapado y que en mi compañía querías estar hasta saber el paradero de tu padre, me alegré de veras: tu libertad me afirmaba en el contento de la mía… Me referiste lo del Relámpago, y nos reímos del gran mico que se llevaron las monjas y el Padre Fulgencio… He concluido. Nada más tengo que contarte».
Emancipada la atención de Lucila del interés del cuento, volvió a caer en el asunto que embargaba su espíritu: el amor de Tomín, su salud, su libertad. Observábala Domiciana alargando los morros. Por fin, la moza, sacando un suspiro de lo más profundo, se levantó y dijo: «Es tarde ya. Tengo que irme.»