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Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: GERONA
IV

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Por la noche, después de hacer la guardia en la Torre Gironella, volví a mi alojamiento y me encontré con una novedad. Pichota había parido, sí, señores, y la familia de que orgullosamente me consideraba jefe, estaba aumentada con tres criaturas, a las cuales era preciso mantener. No sé si he hablado a ustedes de Pichota, hermosa gata parda con manchas, a quien los tres muchachos profesaban un amor sin límites. Perdóneseme el descuido por no haberla mencionado antes, y ahora sólo falta decir que al ver los tres retoños que nos había regalado, dije a Siseta:

– Es preciso que dos de estos caballeritos sean arrojados al Oñá, porque no estamos para mantener a tanta gente. Luego que acaben de mamar, será preciso una ración diaria para alimentarlos, y dicen que vamos a andar escasos.

– Déjalos, hombre – me respondió. – Dios dará para todos, y si no que se lo busquen ellos mismos. No faltará qué comer en Gerona. Los cerdos no se meterán con ustedes, y hasta me parece que no se atreverán a asomar las narices por acá.

– ¿Quia, qué se han de atrever? – exclamé yo con festiva ironía. – Nos tienen mucho miedo. Sube conmigo a la Torre Gironella, y verás los mosquitos que andan allá por Levante y Mediodía. Franceses en San-Medir, Montagut y Costa-Roja, franceses en San Miguel y en los Ángeles, y por variar, franceses en Montelibi, Pau y el llano de Salt. Ya verás, prenda mía. Aquí somos seis mil quinientos hombres que no bastan para empezar y tenemos unas murallitas… ¡qué obras, válgame Dios! Da miedo verlas. Figúrate que cuando los lagartos corren por entre las piedras, estas se mueven y dan unas contra otras. No se puede hablar recio junto a ellas, porque con el estremecimiento del sonido, se caen de su sitio. En fin, yo no sé lo que va a pasar cuando abran batería los franceses y empiecen a bombardearnos.

La señora Sumta, ama de gobierno de don Pablo Nomdedeu, que solía bajar a darnos conversación en sus ratos de ocio, metió su hocico en nuestro diálogo, diciendo:

– Tiene razón Andrés. Las murallas de los fuertes parecen una almendrada hecha con azúcar sin punto. Mi difunto esposo, que de Dios goce, y que hizo la campaña del Rosellón contra la República de los cerdos, me decía varias veces: «Si no fuera porque está allí San Fernando de Figueras con sus murallas de diamante, y aquí los gerundenses con sus corazones de acero, todas las plazas del Ampurdán caerían en poder de cualquier atrevido que pasase la frontera». En fin, lo de menos será la piedra, con tal que haya hombres de pecho y un buen español que sepa mandarlos. ¿Y qué me dice usted, Sr. Andresillo, de ese encanijado gobernador que nos han puesto?

– D. Mariano Álvarez de Castro. Este fue el que no quiso entregar a los franceses el Monjuich de Barcelona. Dicen que es hombre de mucho temple.

– Pues no lo parece – repuso la señora Sumta. – Cuando nos mandaron acá este sujeto en febrero y le vi, al punto lo diputé por poca cosa. ¡Qué se puede esperar de quien no levanta tanto así del suelo! El otro día pasó junto a mí, y… créalo usted, no me llega al hombro. El tal D. Mariano Álvarez de Castro me serviría de bastón. ¿Le ha visto usted la cara? Es amarillo como un pergamino viejo, y parece que no tiene sangre en las venas. ¡Qué hombres los del día! Quien conoció a aquel general Ricardos, que no cabía por esa puerta, con un pecho y una espalda… Daba gusto ver su cara redondita y sus carrillos como clavellinas…

– Señora Sumta – dije riendo-, cuando los generales tengan un oficio semejante al de las amas de cría, entonces se podrá renegar de los que sean flacos y encanijados.

– No, Andresillo, no digo eso – repuso la matrona. – Lo que digo es que sin presencia no se puede mandar. Considera tú: cuando una ve a doña Lucía Fitz-Gerard, coronela del batallón de Santa Bárbara; cuando una ve aquellas carnes, aquel andar imponente, dan ganas de correr tras ella a matar franceses. Pero dime, Siseta: ¿no estás tú afiliada en el batallón de Santa Bárbara?

– Yo, señora Sumta, no sirvo para eso – repuso mi futura esposa. – Tengo miedo a los tiros.

– Es que nosotras no hacemos fuego, hija mía, al menos mientras estén vivos los hombres. Llevar municiones, socorrer a los heridos, dar agua a los artilleros, y si se ofrece, ir aquí o allí con una orden del general; esta será nuestra ocupación. Ya les he dicho que cuenten conmigo para todo, para todo, aunque sea para llevar la bandera del batallón. De veras te digo, Andresillo, que es gran lástima no tener mejores murallas y un general menos amarillo y con algunos dedos más de talla.

Yo me reía de las cosas de la señora Sumta, mujer tan amable como entrometida, y lejos de enojarme sus barrabasadas, nos causaban sumo gusto a Siseta y a mí, mayormente al ver que en sus visitas, el ama de gobierno de D. Pablo Nomdedeu no bajaba nunca sin traer algún condumio para los huérfanos. A eso de las nueve se despidió para regresar a su alojamiento, y entonces nos dijo:

– Ya la señorita ha de estar acostada. El señor acaba de entrar, y ahora estará escribiendo su Diario de todos los días, uno al modo de libro de coro, donde va apuntando lo que le pasa. ¡Ay!, el amo confía que la niña se curará, y yo, sin ser médico, digo y aseguro que si alarga hasta que caigan las hojas, será mucho alargar… Ahora estamos empeñados en hacerle creer que la semana que viene iremos a Castellà. Sí, ¡buena temporada de campo nos espera! Bombas y más bombas. La niña no se ha de enterar de nada, y el amo dice que aunque arda la ciudad toda y caigan a pedazos todas las casas, Josefina no lo ha de conocer. Pues digo, si los cerdos aprietan el cerco como se dice, y escasean los víveres… Pero el amo tampoco quiere que la niña comprenda que escasean las vituallas. Si tenemos hambre, capaz es mi señor D. Pablo de cortarse un brazo y aderezar un guisote con él, haciendo creer a la enferma que tenemos aquel día pierna de carnero. Bueno va, bueno va. Adiós, Siseta, adiós, Andrés.

Cuando nos quedamos solos dije a mi futura, mirando a los gatillos:

– Sálvense los tres infantes de España. Si hay hambre en Gerona la carne de gato dicen que no es mala. ¡Ay, Siseta de mi corazón! ¡Cuándo nos veremos fuera de estas murallas! ¡Cuándo se acabará esta maldita guerra! ¡Cuándo estaremos tú y yo con los muchachos, Pichota y sus niños, camino de la Almunia de Doña Godina! ¿Estará de Dios que no nos sentaremos a la sombra de mis olivos mirando a las ramas para ver cómo va cuajando la aceituna?

Hablando de este modo me engolfaba en tristes presagios; pero Siseta, con sus observaciones impregnadas de sentimiento cristiano, daba cierta serenidad celeste a mi espíritu.

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