Читать книгу Episodios Nacionales: Gerona - Benito Pérez Galdós - Страница 5
Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: GERONA
V
ОглавлениеEl 13 de Junio, si no estoy trascordado, rompieron los franceses el fuego contra la plaza, después de intimar la rendición por medio de un parlamentario. Yo estaba en la Torre de San Narciso, junto al barranco de Galligans, y oí la contestación de D. Mariano, el cual dijo que recibiría a metrallazos a todo francés que en adelante volviese con embajadas.
Estuvieron arrojando bombas hasta el día 25, y quisieron asaltar las torres de San Luis y San Narciso, que destrozaron completamente, obligándonos a abandonarlas el 19. También se apoderaron del barrio de Pedret, que está sobre la carretera de Francia, y entonces dispuso el gobernador una salida para impedir que levantasen allí baterías. Pero exceptuando la salida y la defensa de aquellas dos torres no hubo hechos de armas de gran importancia hasta principios de Julio, cuando los dos ejércitos principiaron a disputarse rabiosamente la posesión de Monjuich. Los franceses confiaban en que con este castillo tendrían todo. ¿Creerán ustedes que sólo había dentro del recinto 900 hombres, que mandaba D. Guillermo Nash? Los imperiales habían levantado varias baterías, entre ellas una con veinte piezas de gran calibre, y sin cesar arrojaban bombas a los del castillo, que rechazaron los asaltos con obuses cargados con balas de fusil. Por cuatro veces se echaron los cerdos encima, hasta que en la última dijeron «ya no más» y retiraron, dejando sobre aquellas peñas la bicoca de dos mil hombres entre muertos y heridos. No puedo apropiarme ni una parte mínima de la gloria de esta defensa porque la estuve presenciando tranquilamente desde la torre Gironella…
En todo el mes de Julio siguieron los franceses haciendo obras para aproximarse a la plaza, y viendo que no la podían tomar a viva fuerza, ponían su empeño en impedir que nos entraran víveres, de cuyo plan comenzaron a resentirse los ya alarmados estómagos.
En casa de Siseta, sin reinar la abundancia, no se pasaba mal, y con lo que yo les llevaba, unido a los frecuentes regalos del señor D. Pablo Nomdedeu, iban tirando los habitantes todos de la cerrajería. Verdad que yo me quedaba los más de los días mirando al cielo para darles a ellos lo mío; pero el militar con un bocado aquí y otro allí se mantiene, sostenido también por el espíritu, que toma su sustancia no sé de dónde. Yo tenía un placer inmenso, al retirarme a descansar unas cuantas horas o simplemente unos cuantos minutos nada más, en ver cómo trabajaba Siseta en su casa, arreglando por puro instinto y nativo genio doméstico, aquello que no tenía arreglo posible. Los platos rotos eran objeto de una escrupulosa y diaria revisión, y la vajilla más perfecta no habría sido puesta con mejor orden ni con tan brillante aparato. En las alacenas donde no había nada que comer, mil chirimbolos de loza y lata, que fueron en sus buenos tiempos bandejas, escudillas, soperas y jarros, aguardaban los manjares a que los destinó el artífice, y los muebles desvencijados que apenas servían para arder en una hoguera de invierno, adquirieron inusitado lustre con el tormento de los diarios lavatorios y friegas a que la diligente muchacha los sujetaba.
– Mira, prenda mía – le decía yo – se me figura que no vendrá ninguna visita. ¿A qué te rompes las manos contra esa caoba carcomida y ese pino apolillado que no sirve ya para nada? Tampoco viene al caso la deslumbradora blancura de esas cortinas desgarradas, y de esos manteles, sobre los cuales, por desgracia, no chorreará la grasa de ningún pavo asado.
Yo me reía, y hasta aparentaba burlarme de ella; pero entretanto una secreta satisfacción ensanchaba mi pecho al considerar las eminentes cualidades de la que había elegido para compañera de mi existencia. Un día, después de hablar de estas cosas, subí a visitar al Sr. Nomdedeu y encontrele sumamente inquieto al lado de su hija, que seguía leyendo el Quijote.
– Andrés – me dijo dulcificando su fisonomía para disimular con los ojos lo que expresaban las palabras – principian a faltar víveres de un modo alarmante, y los franceses no dejan entrar en la plaza ni una libra de habichuelas. Yo estoy decidido a comprar todo lo que haya, a cualquier precio, para que mi hija no carezca de nada; pero si llegan a faltar los alimentos en absoluto ¿qué haré?, he reunido bastantes aves; pero dentro de un par de semanas se me concluirán. Las pobres están tan flacas que da lástima verlas. Amigo, ya sabes que desde hoy empezamos a comer carne de caballo. ¡Bonito porvenir! Álvarez dice que no se rendirá, y ha puesto un bando amenazando con la muerte al que hable de capitulación. Yo tampoco quiero que nos rindamos… de ninguna manera; pero ¿y mi hija? ¿Cómo es posible que su naturaleza resista los apuros de un bloqueo riguroso? ¿Cómo puede vivir sin alimento sano y nutritivo?
La enferma arrojó el libro sobre la mesa, y al ruido del golpe volviose el padre, en cuya fisonomía vi mudarse con la mayor presteza la expresión dolorosa en afectada alegría.
En aquel momento trajo la señora Sumta la comida de la señorita, y esta, como viese un pan negro y duro, lo apartó de sí con ademán desagradable.
El padre hizo esfuerzos por reírse, y al punto escribió lo siguiente:
– ¡Qué tonta eres! Este pan no es peor que el de los demás días, sino mucho mejor. Es negro porque he mandado al panadero que lo amasase con una medicina que le envié y que te hará muchísimo provecho.
Mientras ella leía, él trinchaba un medio pollo, mejor dicho un medio esqueleto de pollo, sobre cuya descarnada osamenta se estiraba un pellejo amarillo.
– No sé cómo la convenceré de que tiene delante un bocado apetitoso – me dijo con dolor profundo, pero cuidando de conservar la sonrisa en los labios. – ¡Dios mío, no me desampares!
La señora Sumta que estaba detrás del sillón de la enferma, dijo a su amo:
– Señor, yo no quería decirlo; pero ello es preciso: de las cinco gallinas que quedaban se han muerto tres, y dos están enfermas.
– ¿Es posible? ¡La Santa Virgen nos ayude! – exclamó el doctor, chupando los huesos del pollo para animar a su hija a que imitara tan meritoria abnegación. – ¡Con que se han muerto! Ya lo esperaba. Dicen que todas las aves del pueblo se están muriendo. ¿Ha ido usted a la plaza de las Coles a ver si hay alguna gallina fresca y gorda?
– No hay más que alambres, y algunos lechuzos que dan asco.
– ¡Dios me tenga de su mano! ¿Qué vamos a hacer?
Y diciendo esto chupaba y rechupaba un hueso, saboreándolo luego con visajes de satisfacción, para ponderar de este modo a los ojos de la enferma la excelencia de aquella vianda. Pero Josefina, después de probar el seco animal, apartó el plato de sí con repugnancia. D. Pablo, sin detenerse a escribir, porque en su azoramiento y ansiedad faltábale la paciencia para recurrir a tan tardo medio, exclamó a gritos:
– ¿Qué, no lo quieres? Pues está exquisito, delicioso. Algo flaco; pero ahora se usan los pollos flacos. Así lo prescribe la higiene, y los buenos cocineros jamás te ponen en el puchero un ave medianamente entrada en carnes.
Pero Josefina no oía, como era de esperar, y cerrando los ojos con desaliento, pareció más dispuesta a dormir que a comer. En tanto D. Pablo levantábase, y paseando por el cuarto, cruzadas las manos y con expresión de terror en los ojos, no se cuidaba de disimular su desesperación.
– Andrés – me dijo – es preciso que me ayudes a buscar algo que dar a mi hija. Gallinas, patos, palomas; ¿se han concluido ya las aves de corral en Gerona?
– Todo se ha concluido – afirmó la señora Sumta con oficiosidad. – Esta mañana, cuando fui a la formación (pues yo pertenezco a la segunda compañía del batallón de Santa Bárbara) todos los militares se quejaban de la escasez de carnes, y la coronela doña Luisa dijo que pronto sería preciso comer ratones.
– ¡Vaya usted al demonio con sus batallones y sus coronelas! ¡Comer animales inmundos! No, mi pobre enferma no carecerá de alimento sano. A ver: busquen por ahí… pagaré una gallina a peso de oro.
Luego volviéndose a mí, me dijo:
– Cuentan que se espera un convoy de víveres en Gerona, traído por el general Blake. ¿Has oído tú algo de esto? A mí me lo dijo el mismo intendente D. Carlos Beramendi, aunque también se manifestó que dudaba pudiera llegar felizmente aquí. Parece que están en Olot con dos mil acémilas, y todo se ha combinado para que salga de aquí D. Blas de Fournás con alguna fuerza, con objeto de distraer a los franceses. ¡Oh!, si esto ocurriera pronto y nos llegara harina fresca y alguna carne… Si no, dudo que nos escapemos de una horrorosa epidemia, porque los malos alimentos traen consigo mil dolencias que se agravan y se comunican con la insalubridad de un recinto estrecho y lleno de inmundicias. ¡Dios mío! Yo no quiero nada para mí; me contentaré con tomar en la calle un hueso crudo de los que se arrojan a los perros, y roerlo; pero que no falte a mi inocente y desgraciada enfermita un pedazo de pan de trigo y una hila de carne… Andrés ¡si vieras qué malos ratos paso en el hospital! El gobernador ha mandado que los mejores víveres que quedan se destinen a los soldados y oficiales heridos, lo cual me parece muy bien dispuesto, porque ellos lo merecen todo. Esta mañana estaba repartiéndoles la comida. ¡Si vieras qué perniles, qué alones, qué pechugas había allí! Tuve intenciones de escurrir bonitamente una mano por entre los platos y pescar un muslo de gallina, para metérmelo con disimulo en el bolsillo de la chupa y traérselo a mi hija. Estuve luchando un largo rato entre el afán que me dominaba y mi conciencia, y al fin, elevando el pensamiento y diciendo: «Señor, perdóname lo que voy hacer», me decidí a cometer el hurto. Alargué los dedos temblorosos, toqué el plato, y al sentir el contacto de la carne, la conciencia me dio un fuerte grito y aparté la mano; pero se me representó el estado lastimoso de mi niña y volví a las andadas. Ya tenía entre las garras el muslo, cuando un oficial herido me vio. Al punto sentí que la sangre se me subía a la cara, y solté la presa diciendo: «Señor oficial, no queda duda que esa carne es excelente y que la pueden ustedes comer sin escrúpulo…». Me vine a casa con la conciencia tranquila pero con las manos vacías. Y hablando de otra cosa, amigo Andrés, dicen que al fin se tendrá que rendir Monjuich.
– Así parece, Sr. D. Pablo. El gobernador ha ofrecido premios y grados a los seiscientos hombres de D. Guillermo Nash; pero con todo, parece que no pueden resistir más tiempo. Los que hay dentro del castillo ya no son hombres, pues ninguno ha quedado entero, y si se sostienen una semana, es preciso creer que San Narciso hace hoy un milagro más prodigioso que el de las moscas, ocurrido seiscientos años ha.
– Esta mañana me dijeron que los del castillo no están ya para fiestas; pero que el gobernador Sr. Álvarez les manda resistir y más resistir, como si fueran de hierro los pobres hombres. Diez y nueve baterías han levantado los franceses contra aquella fortaleza… con que figúrate el sin número de confites que habrán llovido sobre la gente de D. Guillermo Nash.
– No necesito figurármelo, Sr. D. Pablo – repuso – que todo eso lo tengo más que visto, pues la torre Gironella donde yo estoy, no tiene ninguna varita de virtudes para impedir que las bombas caigan sobre ella.
La enferma, levantándose de su asiento sin ser sentida, se acercó a nosotros.
– Hija mía – le dijo Nomdedeu con sorpresa y cariño a pesar de la certeza de no ser oído – tu disposición a andar me prueba que estás mucho mejor. Unos cuantos paseos por las afueras de la ciudad te pondrían como nueva. ¡Ay, Andrés! – añadió dirigiéndose a mí-, daría diez años de mi vida por poder dar diez paseos con mi hija por el camino de Salt. Por espacio de muchos meses ha permanecido en una postración lastimosa, y ahora su naturaleza, sintiéndose renacer, busca el movimiento y quiere sacudir la mortal somnolencia.
Josefina recorría la habitación con paso ligero, y sus mejillas se tiñeron de levísimo carmín.
– ¡Oh, qué alegría! – exclamó D. Pablo. – En todo un año no has andado tanto como en estos tres minutos. Mira, Andrés, cómo se le colorea el semblante. La sangre circula, los miembros adquieren soltura y brío, la apagada pupila brilla con nuevo ardor, y una respiración cadenciosa y enérgica sale del oprimido pecho.
Diciendo esto mi amigo abrazó y besó a su hija con entusiasmo.
– Aquí tienes, insigne Marijuán – prosiguió con júbilo – el resultado de mi sistema. Todos decían: «El Sr. D. Pablo Nomdedeu, que es tan buen médico, no curará a su hija». Y yo digo: «Sí, majaderos, el Sr. D. Pablo Nomdedeu, que es un mal médico, curará a su hija». Mi hija está mejor, mi hija está buena y con unos cuantos meses de temporada en Castellà…
La enferma, en efecto, manifestaba alguna animación. Al ver las demostraciones de su padre hizo y repitió enérgicos signos que no entendí. La falta de oído habíale quitado el hábito de expresarse por la palabra, adquiriendo con esto insensiblemente la rápida movilidad facial y manual de los sordo-mudos. Sólo en casos de apuro y cuando no era comprendida, recurría instintivamente a poner en acción la lengua, exprimiendo las ideas con cierta oscuridad y siempre con rapidez y escasa armonía.
– Quiero vestirme – dijo agitando el guardapiés.
– ¿Para qué, hija mía?
– ¿No vamos esta tarde a Castellà? En el patio dos caballos… los he visto.
Nomdedeu hizo con la cabeza dolorosos signos negativos.
– Esos caballos – me dijo – son el mío y el del vecino D. Marcos, que van al matadero.
Josefina corrió a la ventana que daba al patio, volviendo luego a nuestro lado.
– Quiero salir… calle – exclamó con vehemencia.
– Hija mía – dijo D. Pablo, asociando los signos a las palabras – ya sabes que ha llovido. Están los pisos llenos de fango. No te sentará bien. Toma mi brazo y demos unos cuantos paseos, de la sala a la cocina y de la cocina a la sala.
Josefina mostró inmenso fastidio, y miró a la calle con desconsuelo.
– Aquí tienes un gran compromiso – me dijo el doctor, tirándose de un mechón de cabellos.
Josefina mirando afuera al través de los vidrios, exclamó:
– ¡Qué precioso… el cielo!
– Es verdad – repuso el padre. – Pero… más vale que te sientes en tu silloncito. ¿Por qué no tomas alguna cosa? Mira… uno de estos bollitos.
Josefina corrió a su asiento y dejose caer en él, apartando con repugnancia las golosinas que le ofrecía su padre. Luego movió la cabeza a un lado y otro cerrando los ojos, y pronunciando estas palabras que caían sobre el corazón del padre como bombas en plaza sitiada.
– ¡Guerra en Gerona!… ¡Otra vez guerra en Gerona!
Nomdedeu, sin atreverse a contradecirla habíase sentado junto a ella, y con la cabeza entre las manos lloraba como un chiquillo.