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Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: GERONA
VIII

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Yo estaba en Santa Lucía, donde había mucha tropa y paisanos. Allí me encontré a D. Pablo Nomdedeu, que me dijo:

– Andrés, mis funciones de médico y mi deber de patriota me obligan a apartarme hoy de mi hija. Mucho he sermoneado a la señora Sumta para que se quedara en casa: pero ese marimacho me amenazó con denunciarme al gobernador como patriota tibio si persistía en apartarla de la senda de gloria por la cual la llevan los acontecimientos. Mírala; ahí está entre aquellos artilleros, y será capaz de servir sola el cañón de a 12 si la dejan. La buena Siseta se ha quedado acompañando a mi querida enfermita. Ya le he dicho que le haré un buen regalo si consigue entretener a la niña, de modo que esta no comprenda nada de lo que pasa. Es cosa difícil; pero como no oye ni los cañonazos… He clavado todas las ventanas para que no se asome, y dejando cerrada a la luz solar la habitación, he encendido el candil, haciéndole creer que hay una fuerte tempestad de truenos y rayos. Como no caiga una bomba allí mismo o en las inmediaciones, es probable que nada comprenda, engañada por el profundo y saludable silencio en que yace su cerebro. ¡Dios mío, aparta de mí las tribulaciones y libra mi hogar del fuego enemigo! ¡Si me has de quitar el único consuelo que tengo en la tierra, dale una muerte tranquila y no conturbes su último instante con la cruel agonía del espanto! ¡Si ha de ir al cielo, que vaya sin conocer el infierno, y que este ángel no vea demonios junto a sí en el momento de su muerte!

La señora Sumta, empujando a un lado y otro con sus membrudos brazos, llegó a nosotros, hablando así a su amo:

– ¿Qué hace ahí, señor mío, como un dominguillo? ¿Pero no tiene fusil, ni escopeta, ni pistolas, ni sable? Ya… no lleva más que la herramienta para cortar brazos y piernas al que lo haya menester.

– Médico soy, y no soldado – repuso don Pablo-: mis arreos son las vendas y el ungüento, mis armas el bisturí, y mi única gloria la de dejar cojos a los que debían ser cadáveres. Pero si preciso fuere, venga un fusil, que curaré españoles con una mano y mataré franceses con la otra.

Teníamos por jefe en Santa Lucía a uno de los hombres más bravos de esta guerra, un irlandés llamado D. Rodulfo Marshall, que había venido a España sin que nadie lo trajese y sólo por gusto de defender nuestra santa causa. Aventurero o no, Marshall por lo valiente debía haber sido español. Era rozagante, corpulento, de semblante festivo y mirar encendido, algo semejante al de D. Juan Coupigny que vimos en Bailén. Hablaba mal nuestra lengua; pero aunque alguna de sus palabrotas nos causaban risa, decíalas con la suficiente claridad para ser entendidas, y nada importaba que destrozara el castellano con tal que destrozase también a los franceses, como lo hizo en varias ocasiones.

Había que ver el empuje de aquellas columnas de cerdos, señores. No parecían sino lobos hambrientos, cuyo objeto no era vencernos, sino comernos. Se arrojaban ciegos sobre la brecha, y allí de nosotros para taparla. Dos veces entraron por ella dispuestos a echarnos de la cortina; pero Dios quiso que nosotros les echásemos a ellos. ¿Por qué? ¿De qué modo? Esto es lo que no sabré contestar a ustedes si me lo preguntan. Sólo sé que a nosotros no se nos importaba nada morir, y con esto tal vez está dicho todo. D. Mariano se presentó allí, y no crean ustedes que nos arengó hablándonos de la gloria y de la causa nacional, del rey y de la religión. Nada de eso. Púsose en primera línea, descargando sablazos contra los que intentaban subir, y al mismo tiempo nos decía: «Las tropas que están detrás tienen orden de hacer fuego contra las que están delante, si estas retroceden un solo paso». Su semblante ceñudo nos causaba más terror que todo el ejército enemigo. Como algún jefe le dijera que no se acercase tanto al peligro, respondió: «Ocúpese usted de cumplir su deber, y no se cuide tanto de mí. Yo estaré donde convenga».

Marchose después a otro punto, donde creía hacer falta, y sin él nos aturdimos de nuevo. Aquel hombre traía consigo una luz milagrosa, que nos permitía ver mejor el sitio y medir nuestros movimientos y los de los franceses, para que estos no pudieran echársenos encima. Los soldados enemigos morían como moscas al pie de la brecha; pero de los nuestros caían también por docenas. Recuerdo que un compañero mío muy amado fue herido en el pecho y cayó junto a mí en uno de los momentos de mayor apuro, de más vivo fuego, de verdadera angustia y cuando un ligero esfuerzo de más o de menos por una parte u otra habría decidido si la muralla quedaba por Francia o por España. El desgraciado muchacho quiso levantarse, pero inútilmente. Dos monjas se acercaron, despreciando el fuego, y lo apartaron de allí.

Pero la pérdida más sensible fue la del jefe don Rodulfo Marshall. Tengo la gloria de haberle recogido en mis brazos en el mismo boquete de la brecha, y no se me olvidará lo que dijo poco después, tendido en la calle en el momento de expirar: «Muero contento por causa tan justa y por nación tan brava».

Cuando esto pasó, ya los franceses indicaban haber desistido de entrar en la ciudad por aquella parte. Y hacían bien, porque estábamos cada vez más decididos a no dejarles entrar. Si a tiros no lográbamos contenerlos, los acuchillábamos sin compasión; y como esto no bastara, aún teníamos a la mano las mismas piedras de la muralla para arrojarlas sobre sus cabezas. Esta era un arma que manejaban las mujeres con mucho denuedo, y desde los contornos llovían guijarros de medio quintal sobre los sitiadores. Cuando la función en la muralla de Santa Lucía terminaba, no nos veíamos unos a otros, porque el polvo y el humo formaban densa atmósfera en toda la ciudad y sus alrededores, y el ruido que producían las doscientas piezas de los franceses vomitando fuego por diversos puntos, a ningún ruido de máquinas de la tierra ni de tempestades del cielo era comparable. La muralla estaba llena de muertos que pisábamos inhumanamente al ir de un lado para otro, y entre ellos algunas mujeres heroicas expiraban confundidas con los soldados y patriotas. La señora Sumta estaba ronca de tanto gritar, y D. Pablo Nomdedeu, que había arrojado muchas piedras, tenía los dedos magullados; pero no por esto dejaba de cuidar a los heridos, ayudándole muchas señoras, algunas monjas y dos o tres frailes, que no valían para cargar un arma.

De pronto veo venir un chico que se me acerca haciendo cabriolas, saludándome desde lejos a gritos y esgrimiendo un palo en cuya punta flotaba el último jirón de su barretina. Era Manalet.

– ¿Dónde has estado? – le pregunté. – Corre a tu casa, entérate de si tu hermana ha tenido novedad, y dile que yo estoy sano y bueno.

– Yo no voy ahora a casa. Me vuelvo a San Cristóbal.

– ¿Y qué tienes tú que hacer allí, en medio del fuego?

– La barretina tiene tres balazos – me dijo con el mayor orgullo, mostrándome el gorro hecho trizas. – Cuando se quedó así la tenía puesta en la cabeza. No creas que estaba en el palo, Andrés. Después la he puesto aquí para que la gente la viera toda llena de agujeros.

– ¿Y tus hermanos?

– Badoret ha estado en Alemanes, y ahora me dijo que él solo había matado no sé cuántos miles de franceses, tirándoles piedras. Yo estaba en San Cristóbal: un soldado me dijo que se le habían acabado las balas, y que le llevara huesos de guinda, y le llevé más de veinte, Andrés.

– ¿Y Gasparó?

– Gasparó anda siempre con mi hermano Badoret. También estuvo en Alemanes, y aunque Siseta le quiso dejar encerrado en casa, él se escapó por la puerta de atrás. Ahora hemos estado juntos, buscando algo que comer en aquel montón de desperdicios que hay en la calle del Lobo; pero no encontramos nada. ¿Tienes algo, Andrés?

– Algo, ¿qué es eso? ¿Pues acaso queda algo que comer en Gerona? Aquí no se come más que humo de pólvora. ¿Has visto al gobernador?

– Ahora iba por ahí arriba. Parece como que va al Calvario. Nosotros bajábamos con otros chicos, y cuando le vimos, pusímonos en fila, gritando: «Viva Su Majestad el gobernador D. Mariano». ¡Pues querrás creer que no nos dijo tanto así! Ni siquiera nos miró.

– ¡Hombre, qué falta de cortesía! ¡No saludar a gente tan respetable!

– Después Badoret se metió en las Capuchinas, porque estaba abierta la puerta. Andrés, ¿sabes que allí hay un soldado muerto que tiene un tronco de col en la mano? Si me das licencia se lo quitaré.

– No se toca a los muertos, Manalet. Veremos si ahora que hemos destrozado a los franceses, nos dan alguna cosa.

Infinidad de mujeres ocupábanse allí en retirar a los heridos, y también repartían a los sanos algunas raciones de pan negro y muy poco vino. Nosotros veíamos a los franceses, retirándose por el llano adelante, y no podíamos reprimir un sentimiento de ardiente orgullo al ver el resultado tan colosal con tan pequeños medios. Parecía realmente un milagro que tan pocos hombres contra tantos y tan aguerridos nos defendiéramos detrás de murallas cuyas piedras se arrancaban con las manos. Nosotros nos caíamos de hambre, ellos no carecían de nada; nosotros apenas podíamos manejar la artillería, ellos disparaban contra la plaza doscientas bocas de fuego. Pero ¡ay!, no tenían ellos un D. Mariano Álvarez que les ordenara morir con mandato ineludible, y cuya sola vista infundiera en el ánimo de la tropa un sentimiento singular que no sé cómo exprese, pues en él había además del valor y la abnegación, lo que puede llamarse miedo a la cobardía, recelo de aparecer cobarde a los ojos de aquel extraordinario carácter. Nosotros decíamos que el yunque y el martillo con que Dios forjó el corazón de D. Mariano no había servido después para hacer pieza alguna.

Manalet se separó de mí, y al poco rato le vi aparecer con otros muchos chicos, todos descalzos, sucios, harapientos y tiznados, entre los cuales venía su hermano Badoret, trayendo a cuestas a Gasparó, cuyos brazos y piernas colgaban sobre los hombros y por la cintura de aquel. Todos venían muy contentos, y especialmente Badoret que repartía algunas guindas a sus compañeros.

– Toma, Andrés – me dijo el chico dándome una guinda. – Ya tienes para todo el día. Toma esta otra y repártela entre tus compañeros, que tendrán un hambre… ¿Sabes cómo las he ganado? Pues te contaré. Iba yo con Gasparó a cuestas por la calle del Lobo, y vi abierta la puerta del convento de Capuchinas, que siempre está cerrada. Gasparó me pedía pan con chillidos y más chillidos, y yo le pegaba de coscorrones para que callara, diciéndole que si no callaba, se lo contaría al señor gobernador. Pero cuando vi abierta la puerta del convento, dije: «aquí ha de haber algo», y me colé dentro. Metime en el patio, entré después en la iglesia, pasé al coro; luego a un corredor largo donde había muchos cuartos chicos, y no vi a nadie. Registré todo, por si caía cualquier cosa; pero no encontré sino algunos cabos de vela y dos o tres madejas de seda, que estuve chupando a ver si daban algún jugo. Ya me volvía a la calle, cuando sentí detrás de mí, pist, pist… pues… como llamándome. Miré y no vi nada. ¡Qué miedo, Andrés, qué miedo! Allá a lo último del corredor había una lámina grande, muy grande, donde estaba pintado el diablo con un gran rabo verde. Pensé que era el diablo quien me llamaba, y eché a correr. Pero ¡ay de mí!, que no podía encontrar la salida, y todo era dar vueltas y más vueltas en aquel maldito corredor; y a todas estas pist, pist… Después oí que dijeron: – Muchacho, ven acá – y tanto miré por el techo y las paredes que alcancé a ver detrás de una reja una mano blanca, y una cara arrugada y petiseca. Ya no tuve miedo, y fui allá. La monjita me dijo: – Ven, no temas, tengo que hablarte. – Yo me acerqué a la reja y le dije: – Señora, perdóneme usía; yo creí que era usted el demonio.

– Sería una pobre monja enferma que no pudo salir con las demás.

– Eso mismo. La señora me dijo: – Muchacho, ¿cómo has entrado aquí? Dios te manda para que me hagas un gran servicio. La comunidad se ha marchado. Estoy enferma y baldada. Quisieron llevarme; pero se hizo tarde y aquí me dejaron. Tengo mucho miedo. ¿Se ha quemado ya toda la ciudad? ¿Han entrado los franceses? Ahora quedándome medio dormida soñé que todas las hermanas habían sido degolladas en el matadero, y que los franceses se las estaban comiendo. Muchacho, ¿te atreverás tú a ir ahora mismo al fuerte de Alemanes y dar esta esquela a mi sobrino don Alonso Carrillo, capitán del regimiento de Ultonia? Si lo haces, te daré este plato de guindas que ves aquí, y este medio pan.... – Aunque no me lo diera, lo habría hecho, encantimás… Cogí la esquela, ella me dijo por dónde había de salir, y corrí a los Alemanes. Gasparó chillaba más; pero yo le dije: – Si no callas te metemos dentro de un cañón como si fueras bala, disparamos, y vas a parar rodando a donde están los franceses, que te pondrán a cocer en una cacerola para comerte. – Llegué a Alemanes. ¡Qué fuego! Lo de aquí no es nada. Las balas de cañón andaban por allí como cuando pasa una bandada de pájaros. ¿Crees que yo les tenía miedo? ¡Quia! Gasparó seguía llorando y chillando; pero yo le enseñaba las luces que despedían las bombas, le enseñaba las chispas de los fogonazos, y le decía: – ¡Mira qué bonito! Ahora vamos nosotros a disparar también los cañones. – Un soldado me dio una manotada, echándome para afuera, y caí sobre un montón de muertos; pero me levanté y seguí palante. Entró el gobernador, y cogiendo una gran bandera negra que parece un paño de ánimas, la estuvo moviendo en el aire, y luego les dijo que al que no fuera valiente le mandaría ahorcar. ¿Qué tal? Yo me puse delante y grité: – Está muy bien hecho. – Unos soldados me mandaron salir, y las mujeres que curaban a los heridos se pusieron a insultarme, diciendo que por qué llevaba allí esta criatura… ¡Qué fuego! Caían como moscas; uno ahora, otro en seguida… Los franceses querían entrar, pero no los dejamos.

– ¿Tú también?

– Sí; las mujeres y los paisanos echaban piedras por la muralla abajo sobre los marranos que querían subir; yo solté a Gasparó, poniéndolo encima de una caja donde estaba la pólvora y las balas de los cañones, y también empecé a echar piedras. ¡Qué piedras! Una eché que pesaba lo menos siete quintales, y cogió a un francés, partiéndolo por mitad. Aquello tenía que ver. Los franceses eran muchos, y nada más sino que querían subir. Vieras allí al gobernador, Andresillo. D. Mariano y yo nos echamos pa delante… y nos pusimos a donde estaba más apurada la gente. Yo no sé lo que hice, pero yo hice algo, Andrés. El humo no me dejaba ver, ni el ruido me dejaba oír. ¡Qué tiros! En las mismas orejas, Andrés… Está uno sordo. ¡Yo me puse a gritar llamándoles marranos, ladrones y diciendo que Napoleón era un acá y un allá! Puede que no me oyeran con el ruido; pero yo les puse de vuelta y media. Nada, Andrés, para no cansarte, allí estuve mientras no se retiraron. El gobernador me dijo que estaba satisfecho, no, a mí no me habló nada, se lo dijo a los demás.

– ¿Y la carta?

– Busqué al Sr. Carrillo. Yo le conocía; lo encontré al fin cuando todo se acabó. Dile el papel, y me dio un recado para la señora monja. Luego acordándome de Gasparó, fui a recogerle donde le había dejado, pero no lo encontré. Todo se me volvía gritar: «¡Gasparó, Gasparó!» pero el niño no parecía. Por fin me lo veo debajo de una cureña, hecho un ovillo, con los puños dentro de la boca, mirando afuera por entre los palos de la rueda y con cada lagrimón… Echémele a cuestas y corrí a las Capuchinas. Pero aquí viene lo bueno, y fue que como yo venía pensando en batallas, y con la cabeza llena de todo aquello que había visto, se me olvidó el recado que me dio el señor Carrillo para la monjita. Ella me reprendió, diciéndome que yo había roto la carta y que la quería engañar, por lo cual no pensaba darme el plato de guindas ni el pan ofrecidos. Se puso a gruñir y me llamó mal criado y bestia. Gasparó echaba sangre del dedo de un pie y la monjita le lió un trapo; pero las guindas… nones. Por fin, amigo Andrés, todo se arregló porque vino el mismo Sr. Carrillo, con lo cual la señora me dio las guindas y el pan y eché a correr fuera del convento.

– Lleva este chico a tu casa para que le cuide tu hermana – dije reparando que el pobre Gasparó sangraba aún del pie.

– Después – me contestó. – He guardado algunas guindas para Siseta.

– Muchachos – gritó Manalet que se había alejado con sus compañeros y volvía a la carrera – por la calle de Ciudadanos va el gobernador con mucha gente, muchas banderas; delante van las señoras cantando, y los frailes bailando, y el obispo riendo, y las monjas llorando. Vamos allá.

Como se levanta y huye una bandada de pájaros, así corrieron y volaron aquellos muchachos, dejando libre de su infantil algazara la muralla de Santa Lucía. Yo no me moví de allí en todo el día, y las señoras nos repartieron raciones de pan y carne, ambos manjares de detestable sabor y olor; pero como no había otra cosa, fuerza era apechugar con ello, sin mostrar asco, ni repugnancia, ni desgana, para no enojar a D. Mariano.

Al anochecer, y cuando marchaba de Santa Lucía al Condestable, encontré a D. Pablo Nomdedeu en la calle de la Zapatería, donde había varios heridos arrojados por el suelo.

– Andrés – me dijo – todavía no he vuelto a mi casa. ¿Pasará algo? Creo que en la calle de Cort-Real no ha caído ninguna bomba. ¡Cuánto herido, Dios mío! La jornada ha sido gloriosa; pero nos ha costado cara. Ahora mismo estuvo aquí el gobernador visitando a esta pobre gente, y les dijo que la guarnición y los paisanos habían dejado atrás en el día de hoy a los más grandes héroes de la antigüedad.

– ¿Ha curado usted muchos heridos?

– Muchísimos, y aún quedan bastantes. Mis compañeros y yo nos multiplicamos; pero no es posible hacer más. Yo quisiera tener cien manos para atender a todos. También yo estoy herido. Una bala me tocó el brazo izquierdo; pero no es cosa de cuidado. Me he liado un trapo y no he tenido tiempo para más… ¿Qué habrá sido de mi pobre hija?

Episodios Nacionales: Gerona

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