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2. Salvador Sula

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La noche anterior a su muerte, Salvador Sula escribió en su diario algunas memorias de juventud, de su vida como escritor, de su matrimonio con Linda Evangine y también de su amor frustrado hacia Marta Quiñónez. Algo había ocurrido los últimos días, ya que empezó a tener memoria casi fotográfica de hechos que ocurrieron muchas décadas atrás. Era extraño porque recordaba claramente lo más lejano, pero no cuántas tazas de café había tomado durante el día.

Sabía que no había marcha atrás en el tiempo y que, lo que no dijo en su momento, ya no podría decirlo. Marta se casó enamorada de Julián Madero, el famoso arquitecto experto en la restauración de inmuebles históricos y artísticos, luego de que muchos quedaran dañados tras el terremoto de 1985 en la Ciudad de México. Su matrimonio duró más de cincuenta años.

Salvador se visualizó inútil. Marta lo vería como un psicópata iluso si le confesara ahora lo que sentía por ella; pero como el masoquismo es algo que se asume como propio sin importar las circunstancias, tampoco pudo dejar de lamentar no haberle entregado una carta donde le declaraba su amor. Él hubiera querido dar su vida en cuerpo y alma a Marta, a pesar de que ella siempre lo trató como su mejor amigo, dentro y fuera del círculo de artistas e intelectuales que frecuentaban. Interna y secretamente, Salvador había construido una idea que nadie le arrebataría: cuando los ojos de Marta y los suyos se encontraban, la mirada de ella era distinta, tenía algo de nerviosismo, lo cual se acentuaba cuando intercambiaban palabras.

Después de todo Salvador no entregó esa carta, pero sí firmó una especie de contrato al casarse con la estrella en ascenso Linda Evangine, con quien estaría hasta el último de sus días. Los años pasaron y aquella carta, aunque por momentos relegada, jamás quedó en el olvido. Se fue haciendo cada vez más presente el deseo de entregarla, pero sabía que no sería lo correcto, y menos para Linda, quien siempre había cumplido como esposa leal y apropiada dentro del mundo de oropel de las relaciones públicas. Así que a Salvador solo le quedó contárselo a su diario.

A las dos de la madrugada con treinta y cuatro minutos, Salvador sufrió un paro cardiorrespiratorio que le arrancó la vida. Estaba solo en su cama. Hacía veinte años él y Linda dormían en recámaras separadas, así que nadie supo de su deceso hasta al amanecer. Extrañamente, Salvador murió con una leve sonrisa dibujada en el rostro, parecía que su espíritu, antes de desprenderse del cuerpo, hubiera visualizado algo que lo hizo morir feliz. Fuera lo que fuera, aquella sonrisa solo podría tenerla alguien que se sentía completa y plenamente tranquilo.

A las cuatro y media de la mañana (hora del centro de México), se hizo público en Alemania el anuncio de que Salvador Sula era el ganador del Premio Universal de Literatura. La noticia no tuvo mucho impacto, porque la mayoría de la gente en el país dormía, aparte de que todo lo relacionado con libros y escritores ya a casi nadie le importa. La gente está más interesada por las celebridades de internet, los reality shows o el más reciente escándalo mediático que en mirar a alguien que escribía historias lejanas de magos, brujas, vampiros, hombres lobo y demás monstruos mitológicos; personajes que ahora solo servían para hacer películas con gran mercadotecnia, las mismas que llenaban de millones los ya suficientemente poderosos bolsillos del emporio del entretenimiento.

El mundo había cambiado: las personas ya no se permitían voltear a mirar el cielo o los ojos de otros porque estaban enfocados en seguir conectados con el mundo virtual en lugar de conectarse consigo mismos y el mundo que los rodea.

La era digital fue trayendo una gran cantidad de avances, pero a la vez fue quitando a las personas libertades y sensaciones que antes podían disfrutar. Los libros dejaron de ser libros en el término convencional, para convertirse (igual que el cine y la televisión) en descargas vía online.

—El consuelo de todo esto es que ya no morirán más arboles —dijo una vez Salvador a sus amigos.

—Pues sí, pero también seguirán tirando petróleo y otras sustancias tóxicas para crear esos nuevos aparatos digitales —contestó Armando Landois. Ambos rieron; no les quedaba otra.

La noticia del premio de Salvador se hizo viral solo cuando se supo que acababa de morir antes de que se diera a conocer, hecho que suscitó la polémica: «¿debería respetarse este reconocimiento postmortem o debería elegirse otro ganador?». El reglamento de la Academia Universal de Literatura señala que no se podrá hacer entrega del galardón a un escritor fallecido, pero Salvador murió momentos antes de que se anunciara su victoria, y, como todo en la vida, nada es totalmente negro o blanco. Salvador tuvo la aparente buena suerte de morir después de que el consejo hubiera firmado el acta de unanimidad que lo acreditaba como ganador del premio, por lo tanto, no había manera de que lo desacreditaran.

La controversia fue desechada al ratificarse el nombramiento de Salvador Sula como el nuevo galardonado por parte del Presidente del Consejo de la Academia. Millones de personas dieron sus puntos de vista en redes sociales, crearon debates y discusiones intrascendentes, porque todas las opiniones eran efímeras y basadas en un artificial derecho de libertad de expresión, donde no importa la capacidad de juicio o el nivel de razonamiento, simplemente todos sentían el derecho de atacar lo que no resultaba de su agrado, siempre escondidos y protegidos detrás de una pantalla.

A pesar de ello, Salvador fue un escritor apreciado por las masas, en gran parte gracias a su matrimonio con Linda Evangine, quien en su época fue una de las mujeres más hermosas y admiradas. El matrimonio lo ayudó a obtener una extraña popularidad: la admiración del público de masas, y al mismo tiempo mantenía el respeto y la empatía con los intelectuales. A la prensa sensacionalista le encantaba captarlos juntos en el piano bar El Benedictino, en la terraza del restaurante Cereza Azul y otros lugares en boga, convirtiéndose así en el escritor más mediático del país.

A lo largo de su vida, Salvador no solo escribió libros, sino que vivió entre ellos: su biblioteca personal llegó a más de 10 000 títulos. Algunos eran primeras ediciones de clásicos de la literatura con valor incalculable, mientras otros, por su rareza, eran dignos de colección. Dada su gran riqueza histórica, Salvador declaró en una entrevista que al morir donaría todo su fondo bibliográfico a la Biblioteca Central. Sabía que los libros ya no eran algo de gran interés para la sociedad, pero sentía la necesidad de que su tesoro fuera resguardado con el fin de que no se desintegrara o perdiese, y también para que trascendería como testigo de la historia; y qué mejor que estar en la Biblioteca Central, un espacio que alberga cultura y conocimiento, aunque la mayoría de las personas la ven más como un museo. Días después de su deceso, Linda Evangine, su ahora viuda, dispuso todo para el traslado de estos libros a la Biblioteca Central.

Wendolyn Sánchez era la directora de la Biblioteca Central. Gustaba de portar grandes arracadas imitación de oro, delinear sus labios por fuera de la línea natural y usar ropa de una talla más chica, usualmente estampada. A pesar de hacer más de treinta años que trabajaba en dependencias culturales, Wendolyn no dejaba de agregar la «s» al final de varios verbos.

Quiso ir personalmente hasta la Riviera Maya para recoger los libros de Salvador, escudándose en que desde hacía tiempo conocía a Linda, a quien llamaba cariñosamente «amigui», aunque en realidad se veían como un par de veces al año, y para Linda, Wendolyn era solo una «naca» arribista más que se vanagloriaba de conocerla.

Mientras el servicio de fletes guardaba y empaquetaba todos los libros, Linda y Wendolyn estuvieron actualizándose sobre lo que sucedía en sus respectivas ciudades. Cuando vio que no había más temas para prolongar la conversación, Wendolyn se retiró para dirigirse al aeropuerto y viajar de regreso a la Ciudad de México.

Después de varias horas, el camión que llevaría los libros de Salvador Sula a la Biblioteca Central estaba completamente cargado. Teniendo en cuenta la baja velocidad con la que tendría que viajar, tardarían un par de días en llegar a la capital desde la casa de Linda y Salvador en Punta Maroma, cerca de Playa del Carmen, Quintana Roo.

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