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De animales y hombres:

páginas inéditas del diario de Carl Hagenbeck

Alejandría, Egipto, 1870

Aún no terminábamos de descender del barco cuando la pestilencia del puerto llenó mis fosas nasales. Un aroma nauseabundo, mezcla de podredumbre, almizcle y lubricidad envolvía Suez como una bruma pegajosa.

Habíamos acudido al llamado urgente de Lorenzo Cassanova, uno de nuestros agentes recolectores de animales. Nuestro hombre de confianza en el África.

Apenas dos semanas atrás, un escueto telegrama entregado en nuestro jardín zoológico en Stellingen solicitaba ayuda urgente. Nuestro cazador se hallaba postrado en cama, víctima de una enfermedad tropical, en algún lugar del puerto de Suez. Con los animales recolectados en su expedición al corazón de Nubia dejados a la buena de Dios. Nuestros animales.

Acudimos de inmediato. Dejamos a Papá al frente del negocio y, con la sola compañía de Dietrich, el menor de nuestros hermanos, carta de crédito en mano, iniciamos el camino hacia la costa septentrional egipcia.

Con la guerra francoprusiana en su apogeo, las rutas directas al norte de África se habían interrumpido. Era necesario hacer un rodeo por todo el mediterráneo para llegar a la costa norte de Egipto y avanzar a través del canal para recalar en las aguas del Mar Rojo.

Y por si lo anterior no fuera suficientemente complicado, la tensión religiosa crecía en la región, con líderes carismáticos al frente de las facciones mahometanas, que parecían esperar una orden para rebanar el cuello de todo aquel cristiano que encontraran en territorio africano.

Ese fue el escenario que nos recibió aquel mediodía. Apenas pusimos pie en suelo firme, Dietrich y yo nos registramos en el Hotel de Suez. Sin perder más tiempo que el necesario para acicalarnos minuciosamente, salimos a las callejuelas laberínticas en busca de aquello que nos pertenecía.

No fue difícil dar con los animales. Es imposible mantener oculto un rebaño de cabras, antílopes, leones, avestruces, aves, monos y elefantes en un puerto bullicioso. Muy pronto ubicamos la bodega donde Cassanova había guarecido a los animales.

Guarecer es un verbo inexacto para llamar el hacinamiento al que el sucio italiano había confinado a nuestros animales. El humor concentrado de sus heces y orines flotaba a varias calles del lugar. El escándalo de sus bramidos y cacareos podría escucharse hasta Trípoli.

El júbilo de encontrar nuestra mercancía se vio opacado por el caos salvaje que reinaba en el local. Avestruces y okapíes rondaban sueltos. Los simios, libres de las jaulas, se lanzaban cáscaras de fruta podrida en medio de un coro de chillidos enloquecedores. Las jaulas de los leones no habían sido limpiadas en semanas. Dos de los elefantes yacían enfermos en medio de sus excrecencias.

—¿Dónde está el italiano? —preguntamos al primer hombre que apareció en medio de ese caos, un egipcio gordo de color aceitunado.

El salvaje era incapaz de hablar ninguna lengua civilizada. Manoteaba al parlotear en árabe, sin que nuestros rostros de azoro lo conmovieran.

Al ver que no podíamos entender sus balbuceos guturales, pidió que lo siguiéramos a la trastienda del lugar.

Ahí, postrado en un lecho miserable, consumido por la malaria, Cassanova se retorcía, sudoroso, sin que los cuidados de otro moro que limpiaba sus pústulas sangrantes parecieran aliviarlo.

Herr Hagenbeck, bendito el Señor —saludó con un hilo de voz.

—¿Qué ha pasado aquí, signore Cassanova? ¿Qué es todo este caos?

—No sabe lo que ha sucedido, patrón. No puede imaginar la pesadilla por la que he atravesado para llegar desde el corazón de Nubia hasta acá. Es un auténtico milagro que haya sobrevivido.

Su mirada era la de un demente, las pupilas vidriosas, desencajadas. Babeaba al hablar, escupiendo espumarajos.

—Lo que sabemos es que está usted metido en un buen lío, Cassanova. Nuestros animales están enfermos. Tendremos suerte si llegamos a Hamburgo con un puñado de gallinas de Guinea vivas.

—Eso no es lo que importa, porca miseria —por primera vez nos miró de frente, desafiante. Aun en mitad de su delirio, su tono decidido nos causó inquietud—. ¿Leyó el telegrama?

—S-sí.

—Entonces sabe que hay algo para usted. Algo muy especial.

Así decía su mensaje: “Hallazgo espectacular. Urge presencia en Suez. Peligro de muerte”.

—¿Qué es ese… hallazgo?

Cassanova se sentó en su lecho, como animado de pronto. Aunque tembloroso, sus ojos se clavaron en nosotros.

—Un auténtico leviatán. La bestia más magnífica sobre la que el hombre blanco ha puesto su mirada.

Cassanova recayó. Estaba cubierto de sudor. Dudábamos que llegara vivo al siguiente amanecer.

Con los ojos cerrados, su respiración podía ser la de un sueño intranquilo o estertor de agonía. Con lo que pareció ser su último suspiro, dijo algo en árabe a sus hombres. Uno de los moros, al que llamó Seppel, el mismo que nos había llevado hasta él, se acercó a nosotros, pidiendo a señas que lo siguiéramos.

Sin saber muy bien qué hacer, Dietrich y yo seguimos al sudanés por los pasillos del local. Las bestias, ajenas a nosotros, continuaban con su bacanal.

El hombre se detuvo frente a una puerta de madera. Rebuscó entre su túnica para sacar una llave. Dio vuelta a la chapa, abrió y se apartó para que pudiéramos entrar al cubil que nos ofrecía.

Adentro, si eso fuera posible, la pestilencia se volvía aún más insoportable.

Derrumbado entre paja e inmundicia, un monstruo mitad lagarto y mitad paquidermo respiraba trabajosamente. Su piel llagada estaba reseca. No había brillo alguno en las pupilas con las que nos observó indiferente. Emitía un soplido reseco. Agonizaba, igual que nuestro cazador. Aun así, era una bestia imponente. Nunca habíamos visto nada igual.

Volvimos con el italiano. Su estado parecía haber empeorado en sólo unos minutos.

—¿Y bien? —preguntó con los párpados cerrados.

—¿Y bien… qué?

—¿Cuánto me va a pagar por el ejemplar?

Sólo la estricta educación que nos dio Papá nos impidió reírnos frente a un moribundo delirante.

—Nos parece que no está usted en condiciones de negociar, signore Cassanova. Ni siquiera puede sostenerse en pie.

—No sea estúpido, Hagenbeck. El dinero no es para mí. Quiero que lo entregue a mi viuda, en Viena. Sé que no pasaré de esta noche.

No respondí.

—Hay… más, muchos más animales iguales donde encontramos a éste. Es una cría. Un cachorro.

Escuchamos, atentos.

—Una manada. Por lo menos debe haber una docena. Gigantescos. Un hombre podría bañarse dentro de una de las huellas dejadas por la madre de este animal.

—¿Dónde? —preguntamos sin deslizar ninguna emoción en nuestra voz.

—¿Cree que este italiano es tan estúpido, Hagenbeck? Eso es lo que le voy a vender. Al lado de esos… dragones, todos los demás animales conocidos palidecerán. Diez elefantes apenas pueden igualar una de estas bestias.

Asentimos, silenciosos.

—Piense en los circos. En los jardines zoológicos. ¿Sabe las multitudes que se arremolinarán a las puertas de su negocio en Stellingen para ver a las imponentes fieras antediluvianas, a los seres que el tiempo y Dios olvidaron?

—¿En dónde? —insistimos, murmurando. Cassanova malgastaba sus últimos suspiros exaltándose.

—Cien mil marcos, entregados a mi viuda, y el mapa es suyo. Con las coordenadas exactas.

Hubiéramos reído. No obstante, la situación no era cómica. Podríamos vender aquella cría al circo de Forepaugh en miles de dólares. La madre al de P. T. Barnum, en un millón. Pero Cassanova se moría.

—¡¿Dónde?! —el estoicismo nos había abandonado. Por primera vez rompimos la regla de oro de Papá: “Con el sombrero en las manos se va a todas partes”. No había tiempo para galanterías.

—El mapa está aquí —dijo señalándose la cabeza. Su voz era apenas un murmullo. —Déme lápiz y papel, que le escribo las coordenadas exactas.

Dietrich le alcanzó la libreta que siempre llevaba en la chaqueta. Ya su pulso era laxo. El italiano era incapaz de sostenerla.

—Puedo imaginar los carteles… Herr Hagenbeck… brillantes, hermosos, en letras enormes: “Vea… a los monstruos… que Noé no pudo… subir al arca…”

Después, silencio.

El sudanés tentó el cuello de Cassanova, sin hallar ninguna palpitación. Elevó su mirada hacia nosotros, negando con la cabeza. El italiano se había llevado el secreto a la tumba.

Sin perder tiempo, corrimos hacia la cámara donde resguardaban al animal prodigioso. Era tarde. Había seguido los pasos de su captor.

—¿Qué hacer? —preguntó mi hermano, en medio de los rugidos de nuestras bestias. Una gran fortuna se nos había escapado de las manos, como agua entre los dedos.

Había que actuar rápido. Ahora teníamos un cargamento de animales que llevar hasta Hamburgo. Mejor aún, un cargamento de animales gratuito. En su prisa camino de la tumba, Cassanova olvidó cobrar sus servicios.

Consideramos cargar con los formidables restos del sauriopaquidermo. Era imposible. Se degradaría rápidamente. Resultaría muy complicado dar con un buen taxidermista en Suez.

Ordenamos incinerar la gigantesca carroña. Que la rociaran con brea y le encendieran fuego ahí, en medio del patio. Que ardiera hasta que sus cenizas fueran irreconocibles. No queríamos que nadie más supiera de su existencia.

Por más que buscamos entre las pertenencias de Cassanova, no dimos con nada que nos indicara el lugar donde había capturado al leviatán.

El tiempo apremiaba. Teníamos que embarcar tres docenas de animales salvajes. Debíamos llevarlos hasta su destino, sanos y salvos.

Ya encontraríamos la manera de dar con los dragones del Congo. Estaban destinados a convertirse en nuestra obsesión durante las décadas por venir.

Dragones cuyo nombre científico conocimos muchos años después, mientras visitábamos a P. T. Barnum en los Estados Unidos en búsqueda de financiamiento para nuestro espectáculo de leones amaestrados.

Ojos de lagarto

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