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Polvo y sangre

Venimos huyendo. Al norte, siempre al norte. Hasta que lleguemos a Vermont, donde vive la familia de Mamá. Papá era veterinario. Lo fue durante muchos años en Silao, antes de que yo naciera. Conoció a Mamá mientras estudiaba en los Estados Unidos. Ella nació en Vermont. Dicen que sus ojos eran del color del cielo cuando acaba de llover y su cabello del mismo tono que los campos de trigo. Yo no la conocí, murió el mismo día en que nací. Yo asistí el parto. Silao estaba tomada, no había más médico que yo mismo. Eran tiempos de la Revolución. La Güera, así le decía a mi esposa, la mamá de Ary, ya tenía nueve meses de embarazo. No había manera de salir del pueblo. Hubiera deseado llevarla hasta Guanajuato pero los caminos eran peligrosos. Mi abuelo era el juez del pueblo. Mandó a todos sus hijos a estudiar a los Estados Unidos. Mi tío Alfonso era médico, el tío Chicho, ingeniero civil, el tío Javier, abogado, y así. Papá quiso ser veterinario. Lo mandaron a una escuela en San Antonio, Texas. Ahí trabajaba Mamá. La Güera Smith. Dicen que quedó prendado apenas la vio, que ella sintió lo mismo por este señorito moreno de manos finas y ademanes de caballero, que hablaba con fuerte acento mexicano, lo cual desentonaba con su aspecto de dandy. “Ái lobyu”, le decía a Mamá. “Yóu ti amou”, contestaba ella. Los Hinojosa venían de España, llegaron de algún lugar en Asturias hace tanto tiempo que ya nadie recordaba de dónde. Papá tuvo veintidós hermanos; sólo doce llegaron a adultos. La Güera era laboratorista en la escuela donde estudié. Una señorita decente. Su familia era de agricultores en el norte, al otro lado del mundo, casi en la frontera con Canadá. La habían mandado con una tía solterona, hermana del papá, que era maestra de la University of the Incarnate Word, un internado para señoritas. Por intermediación de la tía fue aceptada ahí. Como no eran ricas, ella siguió estudiando becada hasta hacerse enfermera. Poco tiempo después consiguió trabajo en la escuela de veterinaria como responsable del laboratorio. Decía que le gustaban los animales. Lo primero que recuerdo era el color verde de las montañas que rodeaban la hacienda de los Hinojosa. “Antes, todo lo que ves era nuestro, Ary”, me decía el abuelo con la mirada llena de nostalgia “¿Hasta dónde abarcaban nuestras tierras?”, le preguntaba, y él me contestaba que hasta más allá de donde alcanzara mi mirada. Lo segundo que recuerdo es el cadáver de un soldado federal colgado de la plaza mayor del pueblo. Miles de moscas zumbaban alrededor de su cabeza, sus pies oscilaban lentamente de un lado hacia el otro. Las hermanas solteras de Papá, las tías Rosario y Pepa, dicen que yo me dormía con el arrullo del zumbido de los obuses y los disparos de las carabinas. Desde que murió Mamá, Papá dejó de dedicarse a la veterinaria. Dicen que le dio por la bebida. Que se quedaba tirado en la única cantina de Silao. Mis abuelos me cuidaron durante ese tiempo hasta una vez en que harto de sus borracheras, el abuelo se plantó en la cantina y le dijo: “Mire, mijo, si usted sigue bebiendo como vicioso, pronto va a seguir los pasos de la Güera hacia el sepulcro y entonces sí a su bebé se lo va a llevar la tristeza porque su amá y yo somos viejos y pronto nos vamos a enfriar. Nomás que usté se va a morir por pendejo y no por la voluntad del Señor”. Desde ese día, Papá dejó de beber. Yo era el único estudiante extranjero del colegio. No era común que llegaran ahí mexicanos. Creo que fui el primero. Todos los gringuitos gozaban molestándome, saboteando mis prácticas. Especialmente un tal Thompson, que también estaba enamorado de la Güera. Él era campeón de atletismo y equitación, hijo de unos ricos ganaderos de aquellos que llegaron desde el norte a ocupar las tierras que años antes habían sido mexicanas. Thompson no vacilaba en humillarme enfrente de todos, en lanzarme agujas de disección y bisturíes afilados, en derramar su café sobre mis tareas y llenar mi pupitre de brea. Solía galantear con la Güera, quien rechazaba amablemente sus lances, mientras yo apenas me atrevía a sostenerle aquella mirada color cielo. Una vez, frente a ella, Thompson me dio un puñetazo en el estómago para hacer reír a su grupo de amigos. Todos celebraron su humorada menos ella, que le dio una bofetada. Se acercó hasta donde yo estaba tendido y acuclillándose me dijo, en español: “nou si dejei, mister Hinoujousa”. Desde que nací me pusieron a jugar con todos mis primos, sin ninguna distinción. Bien pronto me sonaba a los guamazos con los más grandes, al tiempo que ayudábamos al abuelo a cuidar a los animales del rancho. A los demás niños les encantaba ordeñar a las vacas o lavar a los marranos. Yo prefería asistir a mi Papá en sus labores de veterinario. Dicen que él tenía buena mano desde que andaba por mi edad. Recuerdo una vez que la ciudad estaba tomada por tropas villistas. Para calmar su furia, el abuelo les ofreció que torearan unas vaquillas que después asarían a las brasas. Cuando terminó la faena, tras que uno de los animales arrastrara por el suelo a uno de los capitanes de Villa, yo seguí a Papá a donde habían de destazar a las vaquillas. Vi con fascinación cómo parecía que él desarmaba un complicado rompecabezas como los que le gustaban a mi primo Roque. Sólo que éste era un rompecabezas de tripas y carne. Al lunes siguiente llegué a la escuela. Ahí estaba Thompson con sus amigos. Me acerqué tembloroso y le dije: “Mire, Thompson, yo no quiero que haya dificultades entre usted y yo, pero si insiste en molestarme voy a verme en la necesidad de ponerlo en su lugar”, a lo que él contesto riéndose: “What do we have here? Suddenly the beaner’s got brave!” y comenzó a darme de cachetadas. Todos estaban riéndose: Dodgson, Hubert, Connelly y Evans. Hubiera soportado esta nueva humillación de no haber visto llegar a lo lejos a la Güera Smith. Recordé su rostro cuando se inclinó para decirme “nou si dejei”. En ese momento una furia ciega se apoderó de mí. Nunca supe bien qué pasó, lo único que recuerdo es que segundos después, ensangrentado en el piso, Thompson suplicaba llorando que dejara de golpearlo mientras sus amigos me miraban con terror sorprendido. Cuando todo terminó, la Güera Smith corrió hacia mí, me abrazó y me plantó un beso en la mejilla. Un beso que en las noches frías, cuando más me cala su ausencia, sigue reconfortándome. Papá recorría los demás ranchos, dando consulta a vacas y cabras, cerdos y gallinas. Era el único veterinario de la región. Yo siempre lo acompañaba. Lo mismo atendía a la gente muy pobre que a los ricos. En las casas humildes nunca cobraba, aceptaba lo que le dieran. A veces era un taquito de huevo hecho con lo puesto por las mismas gallinas que curaba, otras era queso fresco o mazorcas de maíz tostado. Lo que nunca aceptaba eran botellas de aguardiente, que jamás les faltaban a los campesinos. “El sotol les envenena el alma, cabrones, les derrite el cerebro, de por sí que tienen poco”, les decía. Luego se disculpaba conmigo por decir palabrotas. “Es la única manera de que me entiendan”, decía. En las haciendas de los ricos era otra historia. Cobraba caro y en pesos de oro. Yo, desde que tenía tres o cuatro años, descubrí que podía comunicarme con los animales. Que podía entender cuando algo les dolía. Sabía si era el estómago o los riñones. Papá veía mi don y lo aceptaba aunque no le hiciera mucha gracia, pensaba que algo tenía de brujería. Muchas veces le ayudé a dar un diagnóstico rápido. Siempre que nos íbamos, los animales me agradecían en sus lenguas que les hubiéramos arrancado el dolor. “De nada”, les decía en mi idioma. La tía de la Güera se opuso rabiosamente a que nos casáramos. Fui a su casa en la esquina de Dolorosa Street y la Avenida Dwyer, cerca del cauce del río, para ser recibido por una vieja puritana que no me sonrió ni un momento. Poco la impresionó mi flamante título de veterinario o las tierras de mi familia, al sur de ése que los gringos nombran río Grande pero que todos sabemos que se llama Bravo. Ni siquiera la intervención de un pastor, amigo de la familia, sirvió para ablandar su corazón. “I’m sorry, Mr. Hinojosa”, me dijo la vieja sin el menor asomo de emoción en sus palabras, “but Mexicans had been our enemies since the war. Do you remember the Alamo? Well, I do”, y dio por zanjada la conversación. Desconsolado, mandé un telegrama a México. “MANO NOVIA NEGADA, ¿QUÉ HAGO?”, decía. La familia estaba al tanto por las cartas que enviaba a Silao. Cartas que a veces tardaban hasta tres meses en llegar. A los dos días llegó una respuesta de mi padre. Casi me voy de espaldas al leer las cinco palabras: “RÓBESELA. ¿QUÉ NO ES HOMBRECITO?” Esa misma noche llegué a caballo a la casa de los Smith, muerto de miedo, sólo para descubrir a la Güera esperándome en el porche, con un rifle en el regazo y sus pocas pertenencias en un bulto atado. “What took you so long?”, dijo mientras se subía detrás de mí. Tres días después cruzábamos la frontera en Laredo. Si la tía intentó buscarla nunca lo supimos, porque al poco tiempo estalló la Revolución y las líneas de comunicación con el extranjero se rompieron. No creo que a la Güera le haya importado mucho. La Revolución dejó devastada la hacienda de los Hinojosa, el casco fue reducido a cenizas. Perdieron más de la mitad de sus tierras pero al menos lograron que respetaran a sus mujeres y niños. Sin embargo, estaban arruinados. No fueron las tierras y el dinero lo único que la Revolución le arrancó al abuelo. Dos de mis tíos mayores, Alfonso y Guillermo, fueron reclutados a la fuerza durante aquellos años, y si a Papá se le permitió quedarse en Silao fue porque curó la herida de un capitán villista al que una bala le atravesó la mandíbula. Años después, cuando yo era un poco más grande y el abuelo se iba haciendo viejito, lo acompañaba todas las tardes a la estación de Silao para ver llegar los trenes. Tenía la esperanza de que alguno de sus dos hijos volviera a su tierra una vez que la guerra había terminado. Nunca volvimos a saber nada de Guillermo, que fue levantado por las tropas de Carranza para salir marchando del pueblo rumbo al olvido. La guerra fue el infierno, sólo la suerte extraordinaria de mi padre, que él llamaba Divina Providencia, nos permitió ir pasándola. Ello no impidió que dos de mis hermanos fueran llevados a combatir, uno en cada bando. Yo evité ser reclutado, y de paso que las mujeres de la casa fueran ultrajadas gracias a una coincidencia que el abuelo de Ary insistió en llamar un milagro hasta el fin de sus días. La ciudad estaba tomada. Los villistas lograron repeler un ataque de las tropas federales, no sin muchas bajas. Nosotros, encerrados a cal y canto en el casco de la hacienda, escuchamos mermar a lo lejos los ruidos del combate. Pensábamos que todo había acabado, que por esa noche la habíamos librado cuando oímos acercarse el inconfundible estruendo de la bola. El pánico se adueño de los habitantes de la casa. Intranquilos, los hombres contamos el parque sólo para comprobar que era insuficiente para defender el más modesto avance militar. Nos quedamos paralizados, viéndonos unos a otros mientras el sonido de los caballos se aproximaba. La sorpresa fue enorme cuando alguien tocó a la puerta educadamente preguntando por el doctorcito. Recelosos, abrimos para descubrir que traían un herido de gravedad. “Sálvelo, doctor. Se lo suplicamos”, pidió un rudo general villista. El herido era un hombre blanco, muy alto. Por un momento temí que se tratara de Villa mismo, hasta que la Güera comenzó a hablar con él en inglés. “This man is an American”, me dijo. “His jaw’s badly hurt, we got to hurry.” Era cierto, una bala le había rozado la mandíbula. Era una herida muy aparatosa. Si no actuábamos rápido, se le infectaría. Moriría en medio de horribles dolores. “Let’s make it”, dije en mi inglés espantoso e improvisamos en la cocina un precario consultorio ante la mirada implorante de los villistas. Hervimos agua para curar con fomentos, rasgamos sábanas para hacer gasas. A falta de anestesia pedí que le dieran un buche de aguardiente, mismo con el que desinfecté antes de suturar. Hacia el amanecer el hombre estaba fuera de peligro, dormía tranquilo en la mesa de la cocina. Sólo entonces supe que se trataba de Sam Dreben, polaco judío metido a villista, al que todos llamaban el Judío Bélico. Era un hombre clave en ese momento, su muerte hubiera desmoralizado a la bola. Cuando horas después despertó, adolorido pero vivo, nos agradeció a la Güera y a mí, en una mezcla de inglés y español, el haberlo salvado, e inmediatamente ordenó que se respetara a las mujeres y propiedades de la familia del doctorcito y su bella esposa. Por la manera en que sonrió mi mujer yo creí en ese momento que se trataba, como decía mi padre, de un auténtico milagro del Señor. Pero ¿qué dios cruel es capaz de conceder esa gracia tan sólo para arrancarme al amor de mi vida apenas unos meses después, dejándome viudo y hundiendo a Ary en la orfandad? Una tarde de otoño, cuando yo tenía siete años, la cara del abuelo se iluminó en la estación de trenes de Silao cuando un convoy militar se detuvo para aprovisionarse de agua y permitir que los soldados estiraran las piernas. Entre los hombres que descendieron del vagón, cubiertos de polvo y hastío, el abuelo reconoció el rostro inconfundible de su hijo mayor, Alfonso Hinojosa, quien ladraba órdenes a los soldados. El viejo corrió, como nunca lo había visto, hasta llegar con su hijo y lo agarró de la oreja como si tuviera mi edad. “Pérese, apá, ¿no ve que aquí yo soy el capitán Hinojosa?”, preguntó el tío ante la mirada divertida de sus hombres. “Usté será capitán, jijo del máis, pero yo sigo siendo su padre, desgraciado” y en ese momento lo llevó a darse de baja. Ante el sorprendido oficial, el abuelo dijo entre lágrimas: “Cuando la Patria necesitó de mis hijos me desprendí de ellos; ahora que terminó la guerra es tiempo de que al menos me devuelvan a uno”. Y el tío Alfonso se quedó en la estación de Silao, de donde había salido años antes, viendo alejarse el tren con sus hombres mientras la mirada se le nublaba por el llanto. Quisimos encargar familia desde el principio, pero tardamos varios años en que la Güera se embarazara. La gente veía con recelo a esta gringa que había escapado de su casa para venirse a casar con el doctorcito Hinojosa, que era como me conocían en el pueblo. No podían entender que la tratara como a mi igual, que juntos nos ocupáramos de las labores del consultorio y la casa y que no le gritara ni la golpeara como hacía la mayoría de los hombres con sus mujeres. Es que no comprendían que al verme reflejado en sus pupilas era como verme en un espejo. ¿Quién es capaz de golpearse a sí mismo si no es un demente? Después de curar a Sam Dreben nos mudamos a la casa de los Hinojosa, en la plaza de Silao. Ahí puse mi consulta. Una noche, después de ayudar a una vaca de doña Adelaida Fernández a parir un becerrito, volví a casa exhausto. Tras recibirme, la Güera cerró la puerta y me miró con cara de niña traviesa. Sonriendo me dijo que hacía dos meses que no tenía su menstruación. Lo hablábamos abiertamente, después de todo éramos gente de ciencia y conocimiento. Ningún pudor moralista empañaba la claridad de nuestras pláticas. “¿Dos meses?”, pregunté. Ella asintió sonriendo y yo me quebré en un llanto conmovido. Un llanto comparable sólo con lo que lloré cuando siete meses después una hemorragia durante el parto de Ary me arrancó a mi mujer, mientas ella apenas alcanzaba a murmurar que pasara lo que pasara, no dejara de llevar a Ary a conocer a sus abuelos a Vermont, allá al norte del norte, a miles de kilómetros de Silao, de la frontera mexicana y del país bárbaro que, asfixiado en sus guerras internas, impidió que Lydia Ann Smith llegara a tiempo a un hospital para recibir a Ary, un bultito de carne palpitante que lloraba en mis brazos, ensangrentado, como si a los pocos minutos de nacer supiera que su madre había muerto. Las cosas no mejoraron cuando terminó la Revolución. La salud del abuelo empeoró al tiempo que la familia se desmembraba. La abuela había muerto unos meses antes. Cuando él cerró sus ojos, mis tíos habían huido con sus familias. Para ese momento no quedaba nada que nos uniera a Silao. Papá enterró prácticamente solo al abuelo. Sólo él y yo lloramos su muerte. Un día me desperté de un sueño convulso. Ary dormía a mi lado, aún no cumplía los once años y le dije: “Vámonos”. “¿Adónde, Papá?”, le pregunté. No teníamos nada ni a nadie. Vámonos al norte. A Vermont. ¿A qué? Tengo una promesa que cumplir allá. Y tú, otros abuelos que conocer. Desde entonces huimos. De la guerra. De la muerte. Del olvido. Desde entonces recorremos los caminos, vendiendo tónicos milagrosos. Desde entonces recorremos las ciudades más prósperas, buscando incautos que quieran comprar el Bálsamo Celestial del Doctor Hinojosa-Smith. Bálsamo que siempre cura a un niño tullido que se llama Ary. Bálsamo que sin embargo no cura las heridas de la guerra. Ni el olvido de una madre a la que nunca conocí.

Ojos de lagarto

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