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La palabra “espiritualidad” tiene una historia más bien compleja, esto explica que el término denote una gran variedad de vivencias humanas y que las definiciones más conocidas no coincidan entre sí.

El término proviene del francés spiritualité, el cual, deriva a su vez del latín spiritualitas-is. Detrás de esta terminología encontramos el verbo latino spirare (soplar, aspirar, respirar) y el sustantivo spiritus, el cual traduce al griego pneuma y al hebreo ruah. En sentido amplio y general, la espiritualidad designa la relación interior del hombre con Dios, relación posibilitada por el Espíritu.

No faltan hoy día cristianos secularizados que intentan quitarle a la fe (teologal) todo lo sobrenatural y teológico, reemplazando estas dimensiones con una hermenéutica crítica y científica de la fe bíblica. Se llega así a concebir la espiritualidad como una experiencia subjetiva, en la que la fe verdadera es una construcción humana y la experiencia, una realidad psicológica, natural y útil. ¡Nos encontramos muy lejos de nuestra concepción de la espiritualidad cristiana!

La espiritualidad cristiana consiste en vivir en el Espíritu de Cristo o, desde otra perspectiva, vivir de fe obrando por el amor. Y esto significa vivir como hijos y hermanos, como hijos del Padre y hermanos unos de otros. Para esto es necesario creer y obrar en consecuencia. En otras palabras:

La espiritualidad cristiana es

una vida filial y fraterna en el Espíritu,

por Cristo y hacia el Padre.

Vida acogida con fe,

obrada en el amor

y anticipada por la esperanza.

Por su misma naturaleza, esta vida, casi sobra decirlo, es eclesial; no hay duda sobre esto. La Iglesia es una comunidad de fe, esperanza y caridad, reunida en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. (7) La Palabra de Dios y los Sacramentos, especialmente el Bautismo y la Eucaristía o Cena del Señor, son los medios que alimentan y hacen posible esta vida.

La divina Revelación nos enseña también que la Virgen María es Madre del Verbo encarnado, Jesucristo; y por eso mismo es también Madre de su místico cuerpo, que somos nosotros, su Iglesia. Ella, la Mujer Nueva, llena del Espíritu que la hace fecunda, es Madre nuestra en el orden de la gracia, Madre de nuestra vida en Dios. Claro está que María, en cuanto redimida, aunque en forma inmaculada, es también miembro de la Iglesia. En ella, la Iglesia encuentra toda su perfección evangélica; ella es modelo pleno y acabado de vida en el Espíritu de Cristo. Por esto, ella es creyente, seguidora y discípula de su Hijo, Jesús.

Todo esto es común, aunque con variados matices, a las diferentes Iglesias cristianas, tanto reformadas como evangélicas, ortodoxas y católica. Además, en el seno de una misma Iglesia, la espiritualidad se diversifica. Consideremos, por ejemplo, la forma de vivir la fe común, que es diferente para los laicos, para el clero y para los religiosos dentro de nuestra Iglesia católica. Para complicarlo todavía más, estas espiritualidades pueden recibir por otros factores (personas inspiradas, cosmovisión, cultura, situación eclesial y, sobre todo, la Divina Providencia) diferentes énfasis que dan lugar a distintas modalidades de vivir la fe y, en consecuencia, distintos tipos de espiritualidad. Finalmente, las distintas culturas no son ajenas tampoco a las causas de la diversidad de espiritualidades.

Vida teologal

En su sentido más amplio, la gracia divina es todo don de Dios ordenado a la nueva vida conferida en Jesucristo. Considerada en su causa, la gracia es la benevolencia divina fundada en la insondable Vida Trinitaria, que quiere comunicarse y hacernos partícipes de su Misterio. Si se considera la miseria e indigencia del hombre a quien se dirige dicha comunicación, la gracia se puede denominar misericordia.

Desde el punto de vista de sus efectos, la gracia es el don derivado de la benevolencia de Dios; este puede ser:

 Externo: constituyendo una realidad objetiva y presente en la historia, a saber: la Sagrada Escritura, la Iglesia y los sacramentos. Se trata de dones que acompañan la Alianza y la Encarnación; mediante ellos somos conducidos al conocimiento y amor de Dios.

 Interno: es recibido en el acto de la justificación y puede ser:

 Gracia gratis data o carismas.

 Gracia actual: siempre transitoria, ilumina la mente y robustece la voluntad.

 Gracia gratum faciens, santificante o habitual, llamada también de las virtudes y dones. De por sí es permanente y transforma el alma y las facultades. Es el principio de la vida espiritual.

Pero Dios no solo nos llena y eleva con sus dones sino que Él se dona a sí mismo. Y esto se cumple por la venida y morada de las tres Personas divinas en nuestras almas: Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él (Jn 14, 23). Y esta presencia de Dios en nosotros, llamada presencia de inhabitación, se atribuye al Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rm 5, 5).

La gracia habitual o santificante es el principio interno permanente de la vida espiritual. Ella nos transforma interiormente, nos hace partícipes de la naturaleza divina (2 Pe 1. 4) y nos permite entablar una relación interpersonal con Dios, quien nos acepta en su amistad. El don de la gracia trae aparejada una exigencia, una invitación a un nuevo modo de vida, que es concretamente:

Vivir de una manera digna del Señor, agradándole en todo, fructificando en toda obra buena y creciendo en el conocimiento de Dios (Col 1, 10-14).

Con la gracia santificante recibimos unos principios permanentes de actividad espiritual. Las virtudes teologales, fundadas en la gracia, son los principios dinámicos del encuentro personal con Dios. Reconociendo los límites de todo gráfico, podemos presentarlas así:

Revelación divina y respuesta teologal
Dios se revelaNosotros respondemos
Con Palabra de Verdad, testimoniada por los hechos salvíficos.Escuchando y viendo con el oído y los ojos de la fe, la cual nos permite asentir al Verdadero.
Motivado por el Amor.Adhiriéndonos, por la fuerza de la caridad, al que es Bueno.
Prometiendo su Plenitud.Deseando y confiando, por medio de la esperanza, alcanzar nuestra Felicidad suprema.

Si la gracia es el inicio de la vida eterna, las virtudes teologales son el movimiento hacia Dios. Y pueden distinguirse entre sí según diferentes aspectos de dicho movimiento:

 Con la fe emprendemos el camino. En la vida eterna, la fe será sustituida por la visión, meta de la peregrinación.

 Con la esperanza, nuestra intención y nuestro deseo se dirigen hacia la posesión de Dios. Ella será sustituida luego por la comprehensión.

 Mediante la caridad ya se posee a Dios, y se efectúa la unión con Él. En el cielo se convertirá en fruición.

Las virtudes teologales existen compenetradas entre sí. Esta inclusión se funda en la unidad del movimiento hacia Dios y en la función integradora de la caridad, la cual es: vínculo de perfección (Col 3, 14) y forma de las virtudes, pues las orienta hacia el Fin sobrenatural. (8) Como la caridad es, además, principio de la relación interpersonal con Dios, la fe y la esperanza se personalizan en la medida de la intensidad del amor.

El Doctor de la fe, san Juan de la Cruz, nos dice que la fe teologal está hecha de amor en su mayor parte, así como el amor teologal está hecho de fe. A medida que aumenta la oscuridad de la fe y se van perdiendo las claridades que procura la inteligencia, la persona va echando cimientos en el amor: sin otra luz y guía, sino la que en el corazón ardía. Aquesta me guiaba, más cierto que luz del medio día... Este amor, crecerá, poco a poco en la intuición del Misterio y permitirá un conocimiento sabroso de este: ha nacido entonces la sabiduría. A esta fe fundida con el amor, nuestro Doctor la llama “contemplación”. (9)

Finalmente, todos sabemos que la vida teologal (gracia y virtudes) supone la naturaleza humana, la sana y la eleva. Este principio básico se puede extender también a la cultura en la que vivimos los bautizados. Se comprende así la afirmación del papa san Juan Pablo II en su Carta encíclica Fides et ratio: la forma en que los cristianos viven la fe está también impregnada por la cultura del ambiente circundante y contribuye, a su vez, a modelar progresivamente sus características (71).

El principio recién enunciado tiene consecuencias muy concretas en relación con las espiritualidades. Cada una de ellas es hija de una época, un lugar y una cultura determinada. Respecto a la fe, podemos decir que, sin dejar de ser fe cristiana, posee un elemento cultural que lleva a vivirla y expresarla en formas diferentes según distintas culturas. La vivencia de la fe cristiana en Japón no es igual a la vivencia francesa; ni esta última será idéntica a la de Madagascar.

La fe

Ya que la fe es el inicio y la compañera que posibilita la búsqueda y el encuentro con Dios en Cristo, parece importante tener claro lo que es. El papa Francisco, con la ayuda de su predecesor (o a la inversa), nos ofrece varias aproximaciones a la realidad de la fe en su primera Carta Encíclica, Lumen fidei:

 La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida (4).

 La fe nos abre el camino y acompaña nuestros pasos a lo largo de la historia. Por eso, si queremos entender lo que es la fe, tenemos que narrar su recorrido, el camino de los hombres creyentes (8; cf. 46).

 La fe “ve” en la medida en que camina, en que se adentra en el espacio abierto por la Palabra de Dios (9).

 La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar (57).

 En su vida, María ha realizado la peregrinación de la fe, siguiendo a su Hijo (LG 58). Así, en María, el camino de la fe del Antiguo Testamento es asumido en el seguimiento de Jesús y se deja transformar por él, entrando a formar parte de la mirada única del Hijo de Dios encarnado (58).

 La fe es la respuesta a una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre (8).

 Creer significa confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge y perdona, que sostiene y orienta la existencia, que se manifiesta poderoso en su capacidad de enderezar lo torcido de nuestra historia (13).

 Sin un amor fiable, nada podría mantener verdaderamente unidos a los hombres (51).

 Para la fe, Cristo no es solo aquel en quien creemos, la manifestación máxima del amor de Dios, sino también aquel con quien nos unimos para poder creer. La fe no solo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver (18).

 “Tocar con el corazón, esto es creer” (31).

 La fe, puesto que es escucha y visión, se transmite también como palabra y luz (37).

 Es posible responder en primera persona “creo” solo porque se forma parte de una gran comunión (39).

Todo esto lo conjuga el Catecismo de la Iglesia Católica diciéndonos: la fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios, y es, al mismo tiempo e inseparablemente, el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado (150). Es decir: es adhesión a la Persona y asentimiento a su Palabra.

Todo cristiano, desde el papa hasta el más simple de los bautizados, desde el teólogo más ilustrado hasta el fiel más pobre y simple, está llamado a crecer en la fe; caso contrario, esta no se convertirá en visión. ¡Hasta la Virgen María, concebida inmaculada y no necesitada de ulterior purificación, tuvo que peregrinar en la fe a lo largo de su vida! Este crecimiento implicará para nosotros una dolorosa purificación. La teología espiritual nos enseña que nuestra fe crece:

 Según el objeto, aquello “en qué creemos” (Credere Deum = creer a Dios):

≈ Presupuesto: “Dios existe, crea y salva”, “Trinidad y Redención”, “Dios Uno y Trino, crea y salva por Cristo, en la Iglesia”.

≈ Crecimiento:

 Aprendiendo, por medio de la catequesis y la teología, el contenido de la Revelación.

 Descubriendo nuevos aspectos ocultos en la Palabra de Dios.

 Penetrando más hondamente en la revelación del Misterio.

 Según el motivo: “por qué creemos” (Credere Deo = creer por Dios):

≈ Crece purificando más y más el motivo (la autoridad divina: el Dios que existe y se revela no puede engañarse ni engañarnos) y despojándose de otros motivos (necesidad de seguridad, utilidad y sublimidad de la revelación cristiana, confianza en el magisterio de la Iglesia, aprecio por los creyentes...) que puedan suplantar o empañar la autoridad de Dios. Así nos adherimos más y más a Dios por Dios mismo, sabiendo que esta adhesión es un don divino totalmente gratuito. La fe crece y se fortalece creyendo. (10) Esto no significa que la fe sea un movimiento ciego del espíritu: es razonable creer y existen motivos para ello.

≈ La “adhesión” a Dios implica entrega y confianza (Credere in Deum = creer en-hacia Dios), y, en la medida en que ellas crezcan, se hará más firme la adhesión.

 Según “cómo creemos”:

≈ La adhesión a Dios y el conocimiento creyente del Misterio pueden crecer bajo el influjo del Espíritu Santo: por ciencia (luz de la fe), por caridad (adhesión de amor) y por una y otra conjuntamente.

En el mundo de hoy, los principales enemigos culturales-sociales de nuestra fe, son: la ideología secularista (ateísmo práctico y antropocéntrico), las sectas, los movimientos pseudo-espirituales y otras formas para-religiosas. La primera ataca los motivos de nuestra fe y, finalmente, niega a Dios. Los otros embisten contra aquello que creemos, el objeto de nuestra fe, confundiendo, recortando, agregando, tergiversando, suplantando...

El ejercicio de la fe, la esperanza y la caridad constituye el instrumento fundamental de la vida espiritual por el que tocamos a Dios y participamos de su Vida. (11) Y para esta vida tenemos a María: tipo-modelo de la Iglesia en el orden de la fe, la esperanza y la caridad. (12)

Fe y Encuentro

Hace unos cincuenta años, un joven teólogo alemán que llegó a ser Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia Universal con el nombre de Benedicto XVI nos decía en unas conferencias sobre el sentido del Cristianismo:

Todavía no hemos hablado del rasgo más importante de la fe cristiana: su carácter personal. [...] Su enunciado clave no es ‘creo en algo’, sino ‘creo en ti’. Es encuentro con el hombre Jesús, y en ese encuentro se experimenta el sentido del mundo como persona. [...] La fe es, pues, encontrar un tú que me sostiene [...] La fe cristiana vive de esto: de que no existe la inteligencia en estado puro, sino la inteligencia que me conoce y me ama; de que puedo confiarme a Él con la misma seguridad con que un niño ve resueltos todos sus problemas en el tú de la madre. (13)

Esa experiencia personal selló su persona y lo acompañó durante toda su vida. En la Encíclica Lumen fidei, escrita a “cuatro manos”, las suyas y las de su sucesor, afirmó:

La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida (4).

Hay dos palabras que necesitan una aclaración previa y breve: experiencia y encuentro.

La experiencia personal es:

un conocimiento inmediato o directo de un objeto o de otro “tú”, que sobresale en la realidad del entorno e impacta la interioridad del sujeto.

Y por experiencia espiritual entendemos:

el conocimiento directo (sin la mediación de objetos o personas) y teologal (en la fe, esperanza y amor) de Jesucristo presente y de la relación con Él, que repercute en la interioridad (consciencia, corazón) en forma integral o global (afectividad, voluntad, inteligencia y, a veces, corporal).

El tema del encuentro (en + con + entrar) es un poco más complejo. Se refiere a un tipo experiencial de relación interpersonal y comunión de presencias (mutuo estar delante, existiendo frente a otro existente), caracterizada por:

 La hondura: de existencia a existencia, abiertas ambas a la trascendencia.

 La mutua descentralización: de sí mismo para centrarse en el otro.

 El mutuo aprecio: las dos partes reconocen mutuamente su valor.

 La recíproca transformación: cada parte incorpora a la otra.

Con ocasión del Tercer Milenio del Cristianismo, el papa Juan Pablo II centró su magisterio en la persona de Jesucristo. Y, más concretamente, en el “encuentro” con su persona viva y operante en la Iglesia. Tres documentos que llevan su firma e impronta muestran esto con claridad: Tertio Millenio Adveniente (1994), Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in America (1999) (14) y Tertio Millenio Ineunte (2001).

En el Documento de Aparecida las palabras “experiencia” y “encuentro” aparecen alrededor de cincuenta veces (experiencia aparece cuarenta y seis veces). En la sección sobre el Itinerario formativo (cap. VI), la palabra experiencia se encuentra diecisiete veces.Veamos cuatro de los textos más significativos:

 Un primer texto nos deja una pregunta en la boca: ¿qué significan la experiencia bautismal (quién y cuándo la hace) y de la Trinidad? Dice el texto:

Una auténtica propuesta de encuentro con Jesucristo debe establecerse sobre el sólido fundamento de la Trinidad-Amor. La experiencia de un Dios uno y trino, que es unidad y comunión inseparable, nos permite superar el egoísmo para encontrarnos plenamente en el servicio al otro. La experiencia bautismal es el punto de inicio de toda espiritualidad cristiana que se funda en la Trinidad (241).

 Un segundo texto que nos presenta la experiencia de encuentro de los discípulos es modélico y fundante. Notemos el rol del deseo (hambre y sed) como mediación e instrumento de la experiencia; el deseo mueve a la búsqueda que llevará al encuentro:

La naturaleza misma del cristianismo consiste, por lo tanto, en reconocer la presencia de Jesucristo y seguirlo. Esa fue la hermosa experiencia de aquellos primeros discípulos que, encontrando a Jesús, quedaron fascinados y llenos de estupor ante la excepcionalidad de quien les hablaba, ante el modo cómo los trataba, correspondiendo al hambre y sed de vida que había en sus corazones. El evangelista Juan nos ha dejado plasmado el impacto que produjo la persona de Jesús en los dos primeros discípulos que lo encontraron, Juan y Andrés. Todo comienza con una pregunta: “¿qué buscan?” (Jn 1, 38). A esa pregunta siguió la invitación a vivir una experiencia: “vengan y lo verán” (Jn 1, 39). Esta narración permanecerá en la historia como síntesis única del método cristiano (244).

 Un tercer texto nos dice que la finalidad de la formación cristiana, gracias a su dimensión espiritual, es fundamentar la vida en la experiencia del Dios en Cristo. Se refiere a esas experiencias o sucesión de encuentros que paulatina e insensiblemente van transformando la existencia humana en una existencia cristiana y nos va descubriendo diferentes rostros de Cristo:

[La dimensión espiritual, entre las diversas dimensiones de la formación cristiana] es la dimensión formativa que funda el ser cristiano en la experiencia de Dios manifestado en Jesús y que lo conduce por el Espíritu a través de los senderos de una maduración profunda. Por medio de los diversos carismas se arraiga la persona en el camino de vida y de servicio propuesto por Cristo, con un estilo personal. Permite adherirse de corazón por la fe, como la Virgen María, a los caminos gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos de su Maestro y Señor (280 b).

 Un cuarto y último texto se refiere a la “mistagogía” y subraya la importancia determinante de la experiencia-encuentro y de la vida sacramental para transformar la propia existencia y el mundo circundante:

Recordamos que el itinerario formativo del cristiano en la tradición más antigua de la Iglesia tuvo siempre un carácter de experiencia, en la cual era determinante el encuentro vivo y persuasivo con Cristo, anunciado por auténticos testigos. Se trata de una experiencia que introduce en una profunda y feliz celebración de los sacramentos, con toda la riqueza de sus signos. De este modo, la vida se va transformando progresivamente por los santos misterios que se celebran, capacitando al creyente para transformar el mundo. Esto es lo que se llama “catequesis mistagógica” (290).

Para echar un poco más de luz sobre estos textos recién citados, y a fin de que no queden en mera retórica, vale la pena indicar un par de presupuestos e indicar los “lugares” del encuentro, y preguntarnos, además, por la identidad del Jesucristo que encontramos.

Los presupuestos son de dos tipos. Podemos decir que “desde Él” es posible encontrarlo gracias a: su presencia gloriosa y resucitada, viva y operante en la Iglesia y el mundo, su deseo de salirnos al encuentro, la donación de su Espíritu y Palabra, su Cuerpo-Sangre, su Madre e Iglesia... como mediaciones operantes de dicho encuentro. Para encontrarlo “desde nosotros” es requisito buscarlo asidua, pura y humildemente.

Los “lugares” en dónde buscarlo y encontrarlo son muchos porque el Espíritu sopla donde quiere; algunos son lugares que podemos considerar “ordinarios y normales”, a saber: la Iglesia, la Biblia, la Liturgia, la piedad devocional, el corazón del prójimo, los pobres, los santos, María santísima, las obligaciones del propio estado, etc.

El papa Francisco, con su habitual capacidad de síntesis, nos ofrece este testimonio personal:

La fe, para mí, nace del encuentro con Jesús. Un encuentro personal que ha tocado mi corazón y ha dado un rumbo y un sentido nuevo a mi existencia. Y así mismo, un encuentro que ha sido posible gracias a la comunidad de fe en la que he vivido y que a su vez me ha permitido acceder a la inteligencia de la Sagrada Escritura, a la vida nueva que como agua fluyente brota de Jesús a través de los Sacramentos, a la fraternidad con todos y al servicio de los pobres, verdadera imagen del Señor. Sin la Iglesia no habría podido encontrar a Jesús, sabiendo bien que ese inmenso don de la fe reposa en la frágil vasija de arcilla de nuestra humanidad. (15)

Fe y “Ojos de Jesús”

La Escritura nos enseña que la fe abre los ojos del corazón (Ef 1, 18). La fe, en efecto, mira a Jesús, pero no solo lo mira sino que también ve desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos. Usando una analogía, el papa Francisco explica en la Lumen fidei, que, así como en la vida diaria confiamos en la gente que sabe las cosas mejor que nosotros –el arquitecto, el farmacéutico, el abogado– también en la fe necesitamos a alguien que sea fiable y experto en las cosas de Dios, y Jesús es aquel que nos explica a Dios. Por esta razón, creemos a Jesús cuando aceptamos su Palabra, y creemos en Jesús cuando lo acogemos en nuestras vidas y nos confiamos a Él.

Mediante la oración del Padrenuestro el cristiano aprende a compartir la misma experiencia espiritual de Cristo y comienza a ver con los ojos de Cristo (46).

En la oración final de la Encíclica, Francisco-Benito piden la intercesión de la Virgen María, diciéndole: enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para que él sea luz en nuestro camino.

Todo parece indicar que la fuente última de esta enseñanza se encuentra en una carta de san Agustín, en la que dice: la fe tiene sus propios ojos. (16) Dos jesuitas del siglo XX hablaron de los “ojos de la fe” (el padre Rousselot) y del “ojo de amor religioso” (Bernard Lonergan). Y alguien, unos treinta años antes del texto papal, escribió:

La contemplación es una manera de ver. Una forma particular de conocer. Con el regalo de la fe, Dios nos da nuevos ojos: ¡sus propios ojos! Con el don del amor nos da un corazón nuevo: ¡el suyo! Si aceptamos su regalo y lo sabemos aprovechar, podremos ver con sus ojos y vivir con su corazón. Ahora bien, la fe sin amor está muerta: el amor vivifica la fe. De igual manera, los ojos sin corazón están muertos, no pueden ver: el corazón da vida a los ojos permitiéndoles ver. ¿Qué es la contemplación? Ver con los ojos del corazón: ¡con los ojos del corazón de Dios! La contemplación es un regalo que debemos conquistar. Con la fe y el amor ya hemos recibido su anticipo. Si ellas crecen, se convertirán en fe enamorada que reconoce a Dios en todas partes y nos une a Él [...] La contemplación cristiana es visión con los ojos del corazón de Jesús resucitado. Y Jesús quiere que a Él y todo lo suyo lo recibamos en el Espíritu Santo y en María la Llena de gracia. Por este motivo queremos ser contemplativos en María. Queremos contemplar a Dios con la fe y el amor de María, con los ojos de su corazón. (17)

Ahora bien, como ya hemos anticipado, en la Encíclica Lumen fidei encontramos algunos textos importantes sobre el tema que nos ocupa:

La plenitud a la que Jesús lleva a la fe tiene otro aspecto decisivo. Para la fe, Cristo no es solo aquel en quien creemos, la manifestación máxima del amor de Dios, sino también aquel con quien nos unimos para poder creer. La fe no solo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver (18).

En la fe, el “yo” del creyente se ensancha para ser habitado por Otro, para vivir en Otro, y así su vida se hace más grande en el Amor. En esto consiste la acción propia del Espíritu Santo. El cristiano puede tener los ojos de Jesús, sus sentimientos, su condición filial, porque se le hace partícipe de su Amor, que es el Espíritu. Y en este Amor se recibe, en cierto modo, la visión propia de Jesús (21).

La fe se hace entonces operante en el cristiano a partir del don recibido, del Amor que atrae hacia Cristo (Cf. Gl 5, 6), y le hace partícipe del camino de la iglesia, peregrina en la historia hasta su cumplimiento. Quien ha sido transformado de este modo adquiere una nueva forma de ver, la fe se convierte en luz para sus ojos (22).

La fe no solo mira a Jesús, sino que también ve desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos. La participación en el modo de ver de Jesús es un aspecto decisivo de nuestra fe en Él, y una plenitud a la que Jesús lleva nuestra fe. La palabra “participación” merece una explicación.

En la filosofía escolástica, la participación es un aspecto clave de la analogía del ser: lo análogo es lo que es en parte similar y en parte diferente. Solo Dios es el ser por esencia; las criaturas tenemos el ser por participación, Las criaturas en cuanto son, son semejantes a Dios, que es el primer principio universal de todo ser, pero Dios no es semejante a ellas: esta relación es analógica.

El concepto teológico y técnico de participación implica:

 Toda perfección que hay en el ser que participa procede del ser que es fuente de aquello que se participa;

 La perfección del ser participado junto con el ser que es fuente no es superior a la de este último considerado en sí mismo. (18)

Cuando decimos que la fe es ver desde el punto de vista de Jesús, con los ojos de Jesús, es decir (analógicamente) que Jesús tiene fe (además de visión) y nos hace parte de ella a fin de poder creer (sin ver).

Carnet de identidad

Si le pidiéramos a la fe cristiana que nos mostrara su documento de identidad, lo cual sin lugar a dudas podría resultar de utilidad para identificarla, nos presentaría algo bastante similar a lo que sigue:

 Dimensión objetiva (fides quae)

≈ El Espíritu Santo mora, santifica-agracia e infunde virtudes y dones.

≈ Dios como objeto “material” o Misterio (Credere Deum; creer a Dios; en qué creemos): el acto de fe como conocimiento de la verdad revelada o del contenido objetivo de la fe. Básicamente:

 Núcleo: Trinidad y Redención (kerigma: 1 Cor 15, 3-6)

 Credos (Símbolo Apostólico, Niceno Constanti-nopolitano, Atanasiano, Credo del Pueblo de Dios de Pablo VI, etc.)

 Formulaciones dogmáticas (Infalibilidad, Inma-culada, Asunción, etc.)

≈ Dios como Testigo o Razón suprema (Credere Deo; creer por Dios; por qué creemos): objeto “formal” del acto de fe, la autoridad divina como fundamento y motivo del acto de fe, lo cual implica adhesión y obediencia.

≈ Dios como fin o Verdad suma y Bien atractivo (Credere in Deum; creer en-hacia Dios): el acto de fe en cuanto entrega confiada, la cual se consuma en la plena comunión con Dios en el cielo.

 Dimensión subjetiva (fides qua)

≈ Encuentro personal: la persona humana, acogiendo el don de la fe, se adhiere y asiente a la Persona y Palabra divina.

≈ Proceso: la fe es una puerta que nos permite entrar en un camino por el cual vamos peregrinando y creciendo.

≈ Oscuridad del encuentro: la Persona escapa a la función discursiva de la inteligencia; es algo extraño y exterior a nuestras categorías habituales y a la carnalidad de nuestra inteligencia y voluntad. La luz de la fe no disipa todas las tinieblas, pero basta para caminar en la noche. (19)

≈ Certeza por adhesión a la Persona: la certeza no proviene de la evidencia de lo que veo sino de la adhesión a la Persona que ve.

≈ Credibilidad razonable: conviene, podemos, debemos creer.

 Realidad eclesial

≈ Nadie cree solo, aunque el acto creyente sea personal: ¡Creo lo que juntos Creemos!

≈ Creyendo me adhiero a lo que nosotros creemos según las profesiones de fe o credos (Símbolo Apostólico, Símbolo de Necea-Constantinopla, Credo del Pueblo de Dios de Pablo VI...).

 Realidad pedagógica

≈ La pedagogía de la transmisión de la fe se ha desarrollado en los cuatro grandes títulos del Catecismo Romano: el Credo, los sacramentos, los mandamientos y la oración del Padrenuestro.

≈ Por una parte se tratan los misterios de la fe en Dios Uno y Trino, tal cual son confesados (símbolo) y celebrados (sacramentos) y por otra parte, la vida humana conforme a esa fe (a una fe que se hace operante a través del amor), que se hace concreta en el modo de vivir cristiano (Decálogo) y en la oración filial (el Padrenuestro).

≈ Estos mismos títulos forman hoy el esquema general del Catecismo de la Iglesia Católica.

 Realidad cultural

≈ Siendo el objeto de la fe siempre el mismo, la forma de vivirla y expresarla varía según la cultura del creyente.

 Síntesis: la fe es adhesión a la Persona y asentimiento a su Palabra en el seno de la Iglesia, la cual nos transmite la fe a fin de que la confesemos, celebremos, la oremos y la convirtamos en vida según nuestra propia circunstancia cultural.

Celebración litúrgica

La Liturgia nos impulsa a conservar en la vida lo que hemos recibido en la fe. Los sacramentos que se celebran litúrgicamente son sacramentos de la fe, es decir: la presuponen y la alimentan.

Ahora bien, la Historia de salvación, contenida y narrada en la Biblia tiene su momento cumbre en Cristo nuestro Redentor. Y, más propiamente, en su Misterio Pascual, es decir, en el misterio de su pasión, muerte, resurrección y ascensión por el cual se realiza la salvación humana y la perfecta glorificación de Dios.

Este Misterio de Cristo o Misterio Pascual se continúa en el tiempo en el Misterio de la Iglesia, a través de la cual Cristo, presente en ella por su Espíritu, comunica su vida a los hombres a lo largo de toda la historia. Y la presencia de Cristo en la Iglesia es particularmente intensa en la Liturgia.

El Concilio Vaticano II nos enseña que: La Liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza. Ella es la acción sagrada, por la cual, mediante signos sensibles y eficaces, el Padre por Cristo en el Espíritu santifica a la Iglesia y, por ella, al mundo; a su vez, mundo e Iglesia por Cristo en el Espíritu dan gloria al Padre. (20)

Es decir que la Liturgia es la constante actualización del Misterio Pascual de Cristo Redentor, que glorifica al Padre y salva a los hombres. En más palabras, y no propias sino del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica:

La Liturgia es la celebración del misterio de Cristo y en particular de su misterio pascual. Mediante el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo, se manifiesta y realiza en ella, a través de signos, la santificación de los hombres; y el Cuerpo místico de Cristo, esto es, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público que se debe a Dios. La Liturgia, acción sagrada por excelencia, es la cumbre hacia la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de la que mana su fuerza vital (218-219).

De todo lo anterior se desprende una conclusión importante: la Liturgia está en el corazón mismo de la espiritualidad cristiana, y debe estar en la base de todas las espiritualidades; ella es la fuente en la que se encuentran las diferentes espiritualidades de la Iglesia.

Por otro lado, no exageramos si decimos que: si la Espiritualidad es vida según el Espíritu y la Liturgia es celebración del Misterio Pascual de Cristo, entonces la espiritualidad es liturgia y la liturgia es espiritualidad.

La catequesis litúrgica pretende introducir en el Misterio de Cristo, es “mistagogía”, procediendo de lo visible a lo invisible, del signo a los significados, de los “sacramentos” a los “misterios”. (21) Es decir, la catequesis, por medio del catequista y de los signos sacramentales nos lleva consigo y nos hace entrar en el Misterio de Jesucristo.

7. Concilio Vaticano II, Lumen gentium 8 y 4.

8. Santo Tomás de Aquino, Suma teológica II-II, 23, 2 y 7.

9. San Juan de la Cruz, Noche II, 5, 1.

10. Benedicto XVI, Porta fidei 7.

11. Ver, Catecismo de la Iglesia Católica 144-184, 1810-1829.

12. Concilio Vaticano II, Lumen gentium 63.

13. Ratzinger, J. Introducción al Cristianismo, Salamanca: Sígueme, 1969, p. 57.

14. Véase, como simple botón de muestra, el párrafo 7.

15. Francisco, “Carta a Eugenio Scalfari”, fundador del diario la Repubblica, Vida Nueva 1:18 (sept-oct 2013), p. 24.

16. San Agustín, Carta 120; Cf. 147.

17. Olivera, Bernardo. “Carta sobre Contemplación (19-III-1980)” en: Siguiendo a Jesús en María I, pp.13-15.

18. Ver Concilio Vaticano II, Lumen gentium 62: participación en el sacerdocio de Cristo y participación de María en la mediación del único Mediador.

19. Francisco, Lumen fidei 57.

20. Concilio Vaticano II, Sacrosanctum concilium 10.

21. Catecismo de la Iglesia Católica 1075; Cf. Documento de Aparecida 290.

Espiritualidad y Mística Popular

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