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2 CAUDILLOS Y SECUACES

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El impulso hacia el poder tiene dos formas: explícita en los caudillos; implícita en los secuaces. Cuando los hombres siguen voluntariamente a un caudillo, lo hacen con el propósito de adquirir el poder para el grupo que él manda, y sienten que los triunfos del caudillo son suyos. Muchos hombres no sienten en sí mismos la competencia necesaria para dirigir el grupo hacia la victoria y en consecuencia buscan un capitán que parezca poseer el coraje y la capacidad necesarios para alcanzar la supremacía. Este impulso aparece inclusive en la religión. Nietzsche acusaba al cristianismo de inculcar una moral de esclavos, pero su objetivo fue siempre el triunfo final. «Bienaventurados los humildes, pues heredarán la tierra.» O como dice explícitamente un himno bien conocido:

The Son of God goes forth to war,

A kingly crown to gain.

His blood-red banner streams afar.

Who follows in His train?

Who best can drink his cup of woe,

Triumphant over pain,

Who patient bears his cross below,

He follows in His train.2

Si ésta es una moral de esclavos, entonces todo soldado de fortuna que soporta los rigores de una campaña y todo político que trabaja activamente en las elecciones debe ser considerado como un esclavo. Pero de hecho, en cualquier empresa auténticamente cooperativa, el secuaz no es psicológicamente más esclavo que el caudillo.

Esto es lo que hace soportables las desigualdades en el poder cuya organización se torna inevitable, y que tienden a aumentar más que a disminuir según la sociedad se va haciendo más orgánica.

La desigualdad en la distribución del poder ha existido siempre en las comunidades humanas desde los tiempos más remotos que nos son conocidos. Esto es debido en parte a la necesidad externa, y en parte a causas que deben ser encontradas en la naturaleza humana. Muchas empresas colectivas son posibles únicamente si son dirigidas por algún órgano de gobierno. Para que se construya una casa es necesario que alguien trace los planos; para que los trenes corran por las vías férreas es necesario que ello no dependa del capricho de los maquinistas; para construir una carretera alguien debe decidir su trazado. Inclusive un gobierno elegido democráticamente es, sin embargo, un gobierno, y en consecuencia, por motivos que nada tienen que ver con la psicología, es necesario, si han de tener éxito las empresas colectivas, que haya algunos hombres que den órdenes y otros que las obedezcan. Pero el hecho de que esto sea posible y más todavía el hecho de que las actuales desigualdades en el poder excedan a lo que exigen las causas técnicas, solamente puede ser explicado de acuerdo con la psicología y la fisiología individuales. El carácter de algunos hombres les lleva siempre a mandar, así como el carácter de otros les lleva a obedecer; entre esos dos extremos se encuentra la masa de los hombres corrientes, a quienes les gusta mandar en ciertas situaciones, pero en otras prefieren estar sujetos a las órdenes de un caudillo.

Adler, en su libro Understanding Human Nature,3 distingue un tipo de hombre sumiso y un tipo de hombre imperioso. «El individuo servil —dice— vive gracias al gobierno y a las leyes impuestas por otros, y este tipo de hombre busca una posición servil casi compulsivamente.» Del otro lado está el tipo imperioso, el cual pregunta: «¿Cómo puedo ser superior a cualquier otro?». Este tipo es buscado cuando se necesita un director y se eleva al primer puesto en las revoluciones. Adler considera ambos tipos como indeseables, por lo menos en sus formas extremas, y estima que son productos de la educación. «La mayor desventaja de una educación autoritaria —dice— reside en el hecho de que otorga al niño un ideal de poder y le muestra los placeres que son inherentes a la posesión del poder.» La educación autoritaria, podemos añadir, produce el tipo de esclavo tanto como el tipo despótico, desde el momento en que inculca el sentimiento de que la única relación posible entre dos seres humanos que cooperan es aquella en la cual uno de ellos da órdenes y el otro las obedece.

El amor al poder, en varias formas limitadas, es casi universal, pero es raro en su forma absoluta. Una mujer que goza del poder en el manejo de su casa es probable que se estremezca al pensar en el poder político de que goza un primer ministro; Abraham Lincoln, por el contrario, no tenía miedo para gobernar a los Estados Unidos, pero le asustaba la guerra civil en su propia casa. Quizá Napoleón, si el Bellerophon hubiera estado a punto de naufragar, hubiera obedecido sumisamente las órdenes de los oficiales británicos para salvarse en los botes. Los hombres aman el poder en tanto que creen en su competencia para manejar un asunto, pero cuando se reconocen incompetentes prefieren a un caudillo.

El impulso a la sumisión, que es tan real y tan común como el impulso a mandar, tiene sus raíces en el miedo. La pandilla de niños más ingobernable que pueda imaginarse puede hacerse completamente sumisa a las órdenes de un adulto competente en una situación alarmante, por ejemplo, en un caso de incendio. Cuando se produjo la guerra, la sufragista mistress Pankhurst hizo la paz con míster Lloyd George. Cuando sobreviene un grave peligro, el impulso de la mayor parte de los hombres les lleva a buscar una autoridad para someterse a ella; en momentos semejantes nadie sueña con la revolución. Cuando se produce una guerra, el pueblo tiene sentimientos similares con respecto al gobierno.

Las organizaciones pueden o no tener como propósito evitar los peligros. Las organizaciones económicas en algunos casos, como en las minas de carbón, implican peligros, pero éstos son incidentales, y si fueran eliminados saldrían beneficiadas de esas organizaciones. En general, el evitar los peligros no es una parte del propósito esencial de las organizaciones económicas ni de las organizaciones gubernamentales relacionadas con los asuntos internos. Pero los botes de salvamento y las brigadas de bomberos, así como los ejércitos y los buques de guerra, son organizados y construidos con el propósito de evitar los peligros. En cierto sentido menos inmediato, esto es también verdad de las corporaciones religiosas, que existen en parte para aquietar los temores metafísicos que están hondamente arraigados en nuestra naturaleza. Si alguien se siente inclinado a discutir esto, que recuerde himnos como el siguiente:

Rock of Ages, cleft for me,

Let me hide myself in thee; Jesu, lover of my soul,

Let me to thy bosom fly,

While the gathering waters roll,

While the tempest still is high.4

En la sumisión a la voluntad divina hay un sentido de la salvación final que ha llevado al sometimiento religioso a muchos monarcas que nunca se hubieran sometido a un ser puramente terrenal. Todas las sumisiones tienen sus raíces en el miedo, sea humano o divino el caudillo a que nos sometamos.

Se ha convertido en un lugar común que la agresividad tiene también con frecuencia sus raíces en el miedo. Yo me inclino a pensar que esa teoría ha sido llevada demasiado lejos. Es verdad de cierta clase de agresividades, por ejemplo, la de D. H. Lawrence. Pero dudo mucho de que los hombres que se hacen piratas sean los que están llenos de un terror retrospectivo de sus padres, o de que Napoleón, en Austerlitz, sintiese realmente que se las tenía que haber con madame Leticia. Nada sé de las madres de Atila o de GengisKhan, pero más bien sospecho que echaron a perder con mimos a sus pequeños, quienes más tarde encontraron el mundo irritante porque a veces se resistía a sus caprichos. El tipo de agresividad que es consecuencia de la timidez no es, según pienso, el que inspira a los grandes caudillos. Los grandes caudillos, podría decir, tienen una confianza excepcional en sí mismos, la cual no es solamente superficial sino que penetra profundamente en lo subconsciente.

La confianza en sí mismo, necesaria para un caudillo, puede ser producida de varios modos. Históricamente, uno de los más comunes ha sido la situación de mando hereditaria. Léanse, por ejemplo, los discursos de la reina Isabel en los momentos de crisis: se verá al monarca imponiéndose a la mujer, convenciéndola, y a través de ella a toda la nación, de que sabe lo que se debe hacer como no puede saberlo una persona común. En su caso, el interés de la nación y el de la soberana están en armonía; por eso era «Good Queen Bess». Podía inclusive elogiar a su padre sin despertar indignación. No hay duda de que el hábito del mando hace más fácil conllevar las responsabilidades y adoptar decisiones rápidas. Un clan que sigue a su jefe hereditario actúa probablemente mejor que si elige su jefe echado a suertes. Por otro lado, un organismo como la iglesia medieval, que elige su jefe teniendo en cuenta sus méritos y por lo general después de una considerable experiencia en los puestos administrativos de importancia, alcanzaba generalmente mucho mejores resultados que los que lograban en el mismo período las monarquías hereditarias.

Algunos de los más hábiles caudillos conocidos en la historia han surgido en situaciones revolucionarias. Consideremos por un momento las cualidades que dieron el éxito a Cromwell, a Napoleón y a Lenin. Los tres dominaron a sus respectivos países en tiempos difíciles y se aseguraron el servicio voluntario de hombres capaces que no eran sumisos por naturaleza. Los tres tuvieron un valor y una confianza en sí mismos ilimitados, combinados con lo que sus colegas consideraban como un juicio seguro en los momentos difíciles. Sin embargo, de los tres, Cromwell y Lenin pertenecían a un tipo y Napoleón a otro. Cromwell y Lenin eran hombres de profunda fe religiosa que se creían los ministros designados para una empresa extrahumana. Por lo tanto, su deseo de poder les parecía indudablemente justo y se preocupaban muy poco de las recompensas que el poder trae consigo —como el lujo y la comodidad— que no pueden armonizarse con su identificación con el objetivo cósmico. Esto es verdad especialmente de Lenin, pues Cromwell, en sus últimos años, tenía conciencia de haber caído en pecado. Sin embargo, en los dos casos es la combinación de la fe con una gran capacidad lo que les dio valor y les permitió inspirar a sus seguidores la confianza en su dirección.

Napoleón, en oposición a Cromwell y a Lenin, es el ejemplo supremo del soldado de fortuna. La revolución le ayudó, puesto que le dio la oportunidad de ascender, pero por otra parte le era indiferente. Aunque satisfizo el patriotismo francés y dependió de él, Francia, como la Revolución, fue para él solamente una oportunidad; inclusive en su juventud había jugado con la idea de luchar por Córcega contra Francia. Su éxito se debió no tanto a cualidades excepcionales de carácter como a su habilidad técnica en la guerra: cuando otros hombres hubieran sido derrotados él salía victorioso. En los momentos críticos, como en el 18 Brumario y en Marengo, dependió de otros para el éxito; pero tenía dones espectaculares que le capacitaban para apropiarse de lo que realizaban sus ayudantes. El ejército francés estaba lleno de jóvenes ambiciosos; fue su talento y no su psicología lo que dio a Napoleón el éxito cuando otros fracasaban. Su fe en su buena estrella, que finalmente le llevó a la caída, era efecto de sus victorias, no su causa.

Viniendo a nuestros días, Hitler puede ser clasificado, psicológicamente, con Cromwell y Lenin, así como Mussolini con Napoleón.

El soldado de fortuna, o el jefe pirata, es un tipo que tiene en la historia más importancia que la que se imaginan los historiadores «científicos». Algunas veces, como Napoleón, consigue hacerse a sí mismo el caudillo de grupos de hombres que tienen propósitos en parte impersonales: los ejércitos revolucionarios de Francia se concebían a sí mismos como los libertadores de Europa y así eran considerados tanto en Italia como en gran parte de la Alemania occidental. Pero el mismo Napoleón nunca buscó otra liberación que la que le pareció útil para su carrera. Con frecuencia no se pretende objetivos impersonales. Alejandro pudo haber pretendido helenizar el Oriente, pero es dudoso que sus macedonios estuviesen interesados en este aspecto de sus campañas. Los generales romanos, durante los últimos cien años de la República, no estaban interesados principalmente en el dinero y se aseguraban la lealtad de los soldados distribuyéndoles tierras y tesoros. Cecil Rhodes profesaba una fe mística en el Imperio británico, pero esa fe proporcionaba buenos dividendos, y a los soldados de caballería que contrató para la conquista de Matabeleland se les ofreció claramente ventajas pecunarias. La codicia organizada con pequeño o ningún disfraz ha desempeñado un gran papel en las guerras del mundo.

El ciudadano ordinariamente tranquilo, según hemos dicho, es conducido por el miedo a someterse a un caudillo. Pero esto difícilmente puede ser verdad de una cuadrilla de piratas, a no ser que no les sea accesible una profesión más pacífica. Una vez establecida la autoridad del caudillo, puede inspirar miedo a los individuos turbulentos; pero hasta que llega a ser caudillo y es reconocido como tal por la mayoría no está en situación de inspirar miedo. Para adquirir la situación de caudillo debe sobresalir por las cualidades que confieren la autoridad: la confianza en sí mismo, la decisión rápida, la habilidad para decidir las medidas justas. La autoridad es relativa: César puede hacer que Antonio le obedezca, pero nadie más puede hacerlo. Muchos creen que la política es difícil y que hacen mejor en seguir a un caudillo. Sienten esto instintiva e inconscientemente, como sucede a los perros con sus dueños. Si no fuese así, la acción política colectiva sería apenas posible.

Ese amor al poder, como motivo, está limitado por la timidez, que también limita el deseo de autodirección. Desde el momento en que el poder nos capacita para realizar mayor número de nuestros deseos que los que podríamos realizar de otro modo, y desde que nos asegura la deferencia de los otros, es natural desear el poder en tanto que no lo impida la timidez. Esa clase de timidez disminuye con el hábito de la responsabilidad e inversamente las responsabilidades tienden a aumentar el deseo de poder. La experiencia de la crueldad y de la hostilidad puede operar en varias direcciones: en los que se asustan fácilmente produce el deseo de escapar a la observación, mientras que los espíritus más audaces se sienten estimulados a buscar posiciones en las cuales puedan infligir crueldades más bien que sufrirlas.

Después de la anarquía, el primer paso natural es el despotismo, porque es facilitado por el mecanismo instintivo de la dominación y de la sumisión; esto ha sido comprobado en la familia, en el Estado y en los negocios. La cooperación igualitaria es mucho más difícil que el despotismo y está mucho menos de acuerdo con el instinto. Cuando los hombres intentan una cooperación igualitaria es natural que cada uno de ellos se esfuerce por alcanzar el dominio completo, puesto que no entran en juego los impulsos hacia la sumisión. Es casi necesario que todas las partes afectadas reconozcan una lealtad común a alguien ajeno a todas ellas. En China tienen éxito con frecuencia los negocios familiares a consecuencia de la lealtad confuciana a la familia; pero las compañías de negocios impersonales parecen irrealizables, pues nadie se siente obligado a demostrar honestidad con respecto a los socios. Donde existe un gobierno elegido por deliberación, debe existir, para que tenga éxito, un respeto general por la ley, o por la nación, o por algunos principios que respeten todas las partes. La Sociedad de Amigos, cuando ha de decidir sobre algún asunto dudoso, no vota y decide por mayoría, sino que discute hasta que llega a adquirir «el sentimiento de la reunión», que se considera que es inspirado por el Espíritu Santo. En este caso se trata de una comunidad desusadamente homogénea, pero sin algún grado de homogeneidad no es posible gobernar mediante la discusión.

Un sentimiento de solidaridad suficiente para hacer posible un gobierno mediante la discusión puede ser engendrado sin mucha dificultad en una familia como la de los Fugger o la de los Rothschild, en un pequeño cuerpo religioso como el de los cuáqueros, en una tribu bárbara o en una nación en guerra o en peligro de guerra. Pero en lo exterior la presión es indispensable: los miembros de un grupo se unen por miedo de estar separados. Un peligro común es con mucho el medio más fácil de conseguir la homogeneidad. Ésta, sin embargo, no resuelve el problema del poder en el mundo como un todo. Queremos prevenir los peligros —por ejemplo, la guerra—, lo que es causa de cohesión, pero no queremos destruir la cooperación social. El problema es difícil psicológicamente tanto como políticamente, y si podemos juzgar por analogía es probable que sea resuelto, si se resuelve de algún modo, por el despotismo inicial de alguna nación. La cooperación libre entre las naciones, acostumbradas como están al liberum veto, es tan difícil como entre la aristocracia polaca antes de la partición. La extinción, en este como en aquel caso, parece haber sido preferida igualmente al sentido común. La humanidad necesita un gobierno, pero en las regiones donde ha prevalecido la anarquía debe someterse en primer término únicamente al despotismo. En consecuencia, debemos asegurar ante todo el gobierno, aunque sea despótico, y solamente cuando el gobierno se ha hecho habitual podemos esperar con éxito hacerlo democrático. «El poder absoluto es útil para construir una organización. Más lento, pero igualmente seguro, es el desarrollo de la presión social que reclama que el poder sea utilizado en beneficio de todos los que están afectados por él. Esa presión, constante en la historia eclesiástica y política, aparece ahora en el campo económico.»5

He hablado hasta ahora de los que mandan y de los que obedecen, pero hay un tercer tipo, a saber: los que se apartan. Hay hombres que tienen el valor de negarse a someterse sin sentir la arrogancia que produce el deseo de mando. Semejantes hombres no están fácilmente de acuerdo con la estructura social y de una manera o de otra buscan un refugio en el que puedan gozar de una libertad más o menos solitaria. A veces hombres de ese temperamento han alcanzado gran importancia histórica. Los primeros cristianos y los primeros inmigrantes norteamericanos representan dos especies de ese género. A veces el refugio es mental y a veces es físico; a veces exige la completa soledad del ermitaño, a veces la soledad social de un monasterio. Entre los refugiados mentales hay los que pertenecen a sectas oscuras, aquellos cuyos intereses son absorbidos por manías inocentes y aquellos que se ocupan en recónditas y poco importantes formas de erudición. Entre los refugiados físicos hay hombres que exploran las fronteras de la civilización y exploradores como Bates, el «naturalista del Amazonas», que vivieron felices durante quince años sin otra sociedad que la de los indios. Algo del temperamento del ermitaño es un elemento necesario en muchas formas de excelencia, desde que capacita a los hombres para resistir la tentación de la popularidad, para realizar trabajos importantes a pesar de la indiferencia o de la hostilidad generales y para exponer opiniones que se oponen a los errores prevalecientes.

De estos que se apartan, algunos no son genuinamente indiferentes al poder, sino únicamente a obtenerlo por los medios usuales. Semejantes hombres pueden convertirse en santos o en heresiarcas, en fundadores de órdenes monásticas o de nuevas escuelas de arte y literatura. Se consideran a sí mismos como gentes disciplinadas que combinan el amor a la sumisión con el impulso a la revuelta; el último evita la ortodoxia, en tanto que el primero lleva a la adopción sin examen de los nuevos dogmas. Tolstoi y sus seguidores ilustran este modelo. El solitario auténtico es muy diferente. Un ejemplo perfecto de su tipo es el melancólico Jacques, que comparte el destierro con el buen Duque porque éste se halla en el destierro y luego permanece en el bosque con el mal Duque antes que volver a la Corte. Muchos inmigrantes norteamericanos, después de haber sufrido numerosas penalidades y privaciones, vendieron sus granjas y se dirigieron hacia el Oeste tan pronto como la civilización les alcanzó. Para hombres de ese temperamento el mundo ofrece cada vez menos oportunidades. Algunos caen en el crimen, otros en una filosofía malhumorada y antisocial. El contacto excesivo con los secuaces produce misantropía, la cual, cuando no se puede alcanzar la soledad, conduce naturalmente a la violencia.

Entre los tímidos, la organización es promovida no solamente por la sumisión a un caudillo sino por la confianza que se siente al formar parte de una multitud en la que todos sienten de igual modo. En una reunión pública entusiasta cuyo propósito es simpático para uno hay un sentimiento de la exaltación, combinado con entusiasmo y seguridad. La emoción que se comparte se hace cada vez más intensa, hasta que desplaza a todos los demás sentimientos, excepto un exultante sentimiento de poder producido por la multiplicación de los ego. La excitación colectiva es una intoxicación deliciosa en la cual el sentido común, la humanidad y hasta la propia preservación son olvidadas fácilmente y en la que son igualmente posibles las matanzas atroces y los martirios heroicos. Esta clase de intoxicación, como las otras, es difícil de resistir una vez que han sido experimentados sus deleites, pero al final lleva a la apatía, al cansancio y a la necesidad de un estímulo cada vez más fuerte si se quiere reproducir el fervor primitivo.

Aunque para producir esa emoción no es necesario un caudillo, pues se puede producir mediante la música o gracias a ciertos acontecimientos excitantes que presencia la muchedumbre, las palabras de un orador son el método más fácil y usual para suscitarla. El placer de la excitación colectiva es, en consecuencia, un elemento importante del poder de los caudillos. Es preciso que el caudillo no comparta los sentimientos que suscita; puede decirse a sí mismo como el Antonio de Shakespeare:

Now let it work: mischief, thou art afoot,

Take thou what course thou wilt! 6

Pero es muy poco probable que el caudillo pueda tener buen éxito, a menos que goce de poder sobre sus secuaces. Puede ser llevado, en consecuencia, a preferir una situación y una muchedumbre que hagan más fácil su triunfo. La mejor situación es aquella en la que existe un peligro lo suficientemente serio para hacer que los hombres se sientan bravos para combatirlo, pero no tan terrible que haga que predomine el miedo; una situación, por ejemplo, como el estallido de una guerra contra un enemigo que es considerado formidable pero no invencible. Un orador hábil, cuando quiere estimular el sentimiento guerrero, produce en su auditorio dos capas de creencias: una superficial, en la cual el poder del enemigo es magnificado hasta hacer que parezca necesario un gran valor, y otra más honda, en la cual hay una firme convicción de la victoria. Ambas pueden simbolizarse en un lema como «el derecho debe prevalecer sobre la fuerza».

La multitud que prefiere el orador es aquella más propensa a la emoción que a la reflexión, que está llena de temores y en consecuencia de odios, que se impacienta ante los métodos lentos y graduales y que está al mismo tiempo exasperada y llena de esperanza. El orador, si no es un cínico completo, desea adquirir una serie de creencias que justifiquen sus actividades. Pensará que el sentimiento es una guía mejor que la razón, que nuestras opiniones deben formarse en la sangre mejor que en el cerebro, que los mejores elementos de la vida humana son los colectivos más bien que los individuales. Si dirige la educación, la hará consistir en una alteración de ejercicios y de intoxicación colectiva, mientras los conocimientos y el juicio serán abandonados a los devotos de la ciencia inhumana.

Los individuos que aman el poder, sin embargo, no son todos del tipo del orador. Hay hombres de una clase muy diferente, cuyo amor al poder ha sido alimentado por su dominio del mecanismo. Tomemos, por ejemplo, el relato de Bruno Mussolini sobre sus proezas en el aire durante la guerra de Abisinia:

Teníamos que bombardear las colinas boscosas, los campos y las aldeas... Todo ello era muy divertido. Apenas tocaban la tierra, las bombas estallaban en humo blanco y en una llama enorme y la hierba seca comenzaba a arder. Yo pensaba en los animales: Dios mío, cómo corrían... Cuando quedaron vacíos los lanzabombas, comencé a arrojar bombas de mano... Era muy divertido: no era fácil alcanzar a un gran Zariba rodeado de grandes árboles. Tuve que apuntar cuidadosamente al techo de paja y sólo conseguí hacer blanco al tercer tiro. Los infelices que se hallaban dentro, viendo que ardía el techo, salieron fuera corriendo como locos. Rodeados por un círculo de fuego, alrededor de quinientos etíopes hallaron una muerte horrible. Parecía un infierno.

Mientras el orador necesita mucha psicología intuitiva para alcanzar el éxito, el aviador del tipo de Bruno Mussolini puede encontrar su placer sin más psicología que la que implica el saber que no es agradable morir abrasado. El orador es un tipo antiguo; el hombre cuyo poder se basa en el mecanismo es moderno. Aunque no del todo: léase, por ejemplo, cómo utilizaron los cartagineses a los elefantes al final de la primera guerra púnica, para pisotear, hasta matarlos, a los mercenarios amotinados.7 Su psicología, si no su ciencia, era la misma que la de Bruno Mussolini. Pero hablando comparativamente, el poder mecánico es más característico de nuestra edad que de cualquier tiempo anterior.

La psicología del oligarca que depende del poder mecánico no se ha desarrollado todavía por completo. Sin embargo, es una posibilidad inminente y cuantitativa, aunque no cualitativamente, completamente nueva. Ahora sería posible para una oligarquía preparada técnicamente, mediante el manejo de aviones, de navíos, de grandes centros de energía eléctrica, de transportes motorizados, etcétera, establecer una dictadura que no exija la aquiescencia de los súbditos. El imperio de Laputa se mantuvo gracias a su poder de interponerse entre el sol y una provincia rebelada. Algo casi igualmente severo sería posible para una unión de técnicos científicos. Podrían destruir una región recalcitrante y privada de luz, de calor, de energía eléctrica, después de fomentar la dependencia de esas fuentes de comodidad, podrían inundarla de gases ponzoñosos y de bacterias. La resistencia sería completamente imposible. Los dirigentes, estando habituados al mecanismo, contemplarían el material humano como se han acostumbrado a contemplar sus máquinas, como algo insensible gobernado por leyes que el manipulador puede operar en su propio provecho. Un régimen semejante se caracterizaría por una fría inhumanidad que superaría a todo lo conocido en las tiranías anteriores.

El poder sobre los hombres, y no el poder sobre la materia, es el tema de este libro; pero es posible establecer un poder técnico sobre los hombres que esté basado en el poder sobre la materia. Los que tienen el hábito de manejar mecanismos poderosos, y que por medio de ese manejo han adquirido el poder sobre los seres humanos, puede esperarse que contemplen imaginativamente a sus súbditos de un modo completamente diferente que los hombres que dependen de la persuasión, aunque sea deshonesta. Muchos de nosotros hemos perturbado licenciosamente en algún tiempo un nido de hormigas y hemos contemplado con suave contento la precipitada confusión que se producía. Observando desde lo alto de un rascacielos el tránsito de Nueva York los seres humanos dejan de parecer humanos y adquieren un aspecto absurdo. Si uno estuviese armado del rayo, como Júpiter, sentiría la tentación de arrojarlo entre la muchedumbre, por el mismo motivo que nos lleva a revolver el nido de hormigas. Éste era evidentemente el sentimiento de Bruno Mussolini cuando contemplaba a los etíopes desde su aeroplano. Imaginemos un gobierno científico que, por miedo al asesinato, viva siempre en avión, excepto los descensos ocasionales en campos de aterrizaje construidos en la terraza de altas torres o en medio del mar. ¿No es probable que semejante gobierno no tendría un interés muy profundo por la felicidad de sus súbditos? ¿No es más probable, por el contrario, que, dada la manera impersonal como contemplaría sus máquinas, cuando algo pretendiera sugerirle que después de todo no son máquinas, sentiría la rabia fría de los hombres cuyos axiomas son discutidos por su subordinados y exterminaría hasta la más pequeña resistencia?

El lector puede pensar que todo esto no es sino una simple pesadilla innecesaria. Quisiera poder compartir esa opinión. El poder mecánico, estoy convencido de ello, tiende a engendrar una nueva mentalidad que lo hace más importante que en ninguna época anterior para encontrar los medios de manejar a los gobiernos. La democracia puede haberse hecho más fácil gracias a los progresos de la técnica, pero se ha hecho también más importante. El hombre que tiene a su disposición un vasto poder mecánico es probable que, si no se le fiscaliza, llegue a sentirse un dios, no un Dios cristiano de amor, sino un Thor o un Vulcano paganos.

Leopardi describe la acción del Vesubio:

Estos campos desiertos

Bajo el peso borrados

De infecundas cenizas, y cubiertos

De lava endurecida

Que bajo el pie del peregrino cruje

Y donde al sol se anida

Y retuerce la sierpe ponzoñosa

Y el conejo que vuelve a su sabida

Oculta madriguera cavernosa,

Fueron alegres villas y labranzas,

De copiosas espigas se doraron,

Y por sus lontananzas

Los rebaños mugientes resonaron;

Fueron ricos palacios y jardines,

Moradas deleitosas,

Donde los prepotentes

Consumaron sus ocios en festines,

Y ciudades famosas

Que el monte altivo al fin en sus torrentes

Anegó, con sus techos y sus gentes.

Hoy, en torno, la ruina

Envuelve todo aquí.8

Ahora esos resultados pueden ser conseguidos por los hombres. Los han logrado en Guernica; quizá dentro de poco los consigan en donde ahora se extiende la gran ciudad de Londres. ¿Qué puede esperarse de bueno de una oligarquía que habrá llegado al dominio por medio de semejantes destrucciones? Y si fuesen Berlín y Roma, y no Londres y París, las ciudades destruidas por el rayo de los nuevos dioses, ¿podría sobrevivir la humanidad en los destructores después de semejante hazaña? ¿No comenzarían a encolerizarse los que tienen sentimientos humanos, y ahogando sus sentimientos de piedad, no se harían aún peores que los que no tienen necesidad de suprimir su compasión?

En otros tiempos, los hombres se vendían al diablo para adquirir los poderes mágicos. En nuestros días adquieren ese poder por medio de la ciencia y se ven en la necesidad de convertirse ellos mismos en diablos. No hay esperanza para el mundo mientras el poder no sea domeñado y puesto al servicio, no de este o de aquel grupo de tiranos fanáticos, sino de toda la raza humana, blanca, amarilla y negra, fascista, comunista y demócrata, pues la ciencia ha hecho inevitable que todos vivan o que todos mueran.

El poder

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