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4 EL PODER SACERDOTAL

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En este capítulo y en el próximo me propongo considerar las dos formas del poder tradicional que han tenido más importancia en los tiempos pasados, es decir, el poder sacerdotal y la autoridad real. Ambos están ahora algo en eclipse y aunque sería imprudente suponer que nunca revivirán, su decadencia, sea permanente o temporal, hace posible el estudio de ambas instituciones de una manera más completa que la que es posible en lo que se refiere a otras formas del poder todavía vigorosas.

Los sacerdotes y los reyes, aunque en una forma rudimentaria, existen en las sociedades más primitivas conocidas por los antropólogos. A veces una sola persona reúne las funciones de ambos. Esto ocurre no solamente entre los salvajes, sino en Estados altamente civilizados. Augusto, en Roma, era el máximo pontífice y en las provincias era un dios. El califa era la cabeza de la religión mahometana tanto como del Estado. El mikado, en la actualidad, tiene una posición similar en la religión sintoísta. Ha existido una fuerte tendencia entre los reyes a perder sus funciones seculares debidas a su carácter sagrado y a desarrollarlas de ese modo entre los sacerdotes. Sin embargo, en muchos tiempos y lugares, la distinción entre el sacerdote y el rey ha sido obvia y definida.

La forma más primitiva de sacerdote es el hechicero, cuyos poderes son de dos clases, que los antropólogos distinguen como religiosos y mágicos. Los poderes religiosos dependen de la existencia de los seres sobrehumanos, en tanto que los poderes mágicos se supone que son naturales. Sin embargo, esta distinción no tiene importancia para nuestro propósito. Lo que importa es que se supone que el hechicero, ya sea mediante la magia o mediante la religión, es capaz de hacer bien o mal a las otras personas y que sus poderes no son compartidos ni colectiva ni individualmente. Se supone que cierta cantidad de magia puede ser practicada por los laicos, pero la magia del hechicero es más eficaz. Cuando un hombre cae enfermo o sufre un accidente, el hecho se atribuye generalmente a la magia malevolente de un enemigo, pero el hechicero conoce todos los medios para neutralizar el mal. Así, en el ducado de York, en Islandia, el hechicero, después de descubrir mediante la adivinación el origen de la enfermedad del paciente, toma un puñado de cal y recita esta fórmula mágica:

Cal del exorcismo: ahuyento el pulpo; ahuyento la serpiente teo; ahuyento el espíritu del Ingiet (sociedad secreta); ahuyento el cangrejo; ahuyento la culebra de agua; ahuyento el perro balivo; ahuyento la serpiente pitón; ahuyento el perro kaia. Cal del exorcismo: ahuyento el fluido legamoso; ahuyento la planta trepadora kete; ahuyento To Pilana; ahuyento el To Wuwu-Tawur; ahuyento el Tumbal. Alguien los ha arrojado profundamente en el mar. Se levantará vapor para mantenerlos lejos; se levantarán nubes para mantenerlos lejos; reinará la oscuridad para mantenerlos lejos; se realizarán ellos mismos a las profundidades del mar. (RIVERS, Medicine, Magic and Religion, pág. 16.)

No se debe suponer que esta fórmula es generalmente ineficaz. Los salvajes están mucho más sujetos a la sugestión que los hombres civilizados y, en consecuencia, sus enfermedades pueden a menudo ser producidas y curadas por ese medio.

En muchas partes de la Melanesia, según dice Rivers, el hombre que cura las enfermedades es el hechicero o el sacerdote. En esas regiones no hay aparentemente una diferenciación muy clara entre el hechicero y los demás hombres y algunos de los remedios más simples pueden ser utilizados por cualquiera. Pero

los que reúnen la práctica de la medicina con la de los ritos mágicos o religiosos adquieren generalmente su poder mediante un proceso especial, ya sea de iniciación o de instrucción, y en la Melanesia semejante conocimiento debe ser siempre comprado. La instrucción más completa en cualquier rama del arte médicomágico o médico-religioso no es de utilidad para el pupilo hasta que su dinero haya pasado a poder del instructor. (RIVERS, Medicine, Magic and Religion, pág. 44.)

Dados estos orígenes es fácil imaginar el desarrollo de una casta sacerdotal definida, con el monopolio de los poderes mágicos y religiosos más importantes y, en consecuencia, con gran autoridad sobre la comunidad. En Egipto y en Babilonia su poder demostró ser mayor que el del rey cuando ambos se encontraron en conflicto. Ellos derribaron al faraón «ateo» Akenatón y parecen haber ayudado traidoramente a Ciro a conquistar Babilonia porque su rey nativo mostraba una tendencia al anticlericalismo.

Grecia y Roma se distinguieron en la antigüedad por deber su casi completa libertad al poder sacerdotal. En Grecia, el poder religioso se concentraba principalmente en los oráculos, especialmente en Delfos, donde la Pitonisa se suponía que caía en trance y daba respuestas inspiradas por Apolo. Sin embargo, desde los tiempos de Heródoto se sabía bien que el oráculo podía ser sobornado. Heródoto y Aristóteles relatan que los Alcmeónidas, importante familia ateniense deportada por Pisístrato (muerto en 527 a.C.), se procuró por medio de sobornos la ayuda del oráculo de Delfos contra sus hijos. Lo que dice Heródoto es curioso. «Los Alcmeónidas —nos dice—, si hemos de creer a los atenienses, persuadieron a la Pitonisa por medio de un soborno para que dijese a los espartanos, si alguno de ellos viniese a consultar al oráculo, ya fuera sobre sus asuntos privados o sobre los negocios del Estado, que podían libertar a los atenienses de la tiranía de los Pisistrátidas. Así, los lacedemonios, al no recibir nunca otra respuesta que ésa, enviaron finalmente a Anquimolius, hijo de Aster, hombre distinguido entre sus ciudadanos, al frente de un ejército contra Atenas, con órdenes de derribar a los Pisistrátidas, aunque estaban ligados a ellos por los más estrechos lazos de amistad.»

Aunque Anquimolius fue derrotado, una nueva expedición más poderosa tuvo éxito, los Alcmeónidas y los otros desterrados recobraron el poder y Atenas gozó de nuevo lo que había llamado su «libertad».

Hay algunos rasgos notables en esta narración. Heródoto es un hombre piadoso, completamente desprovisto de cinismo, y piensa que hicieron bien los espartanos al escuchar al oráculo. Pero prefiere Atenas a Esparta y en lo que se refiere a los asuntos atenienses está contra los Pisistrátidas. Sin embargo, cita a los atenienses como autoridades en el soborno y no sobrevino castigo alguno por su impiedad al partido de la Pitonisa. Los Alcmeónidas eran todavía poderosos en los días de Heródoto; en realidad, el más famoso de ellos fue su contemporáneo Pericles.

Aristóteles, en su libro sobre la Constitución de Atenas, presenta la transacción bajo una luz todavía más vergonzosa. El templo de Delfos había sido destruido por un incendio en el año 548 a.C. y los Alcmeónidas recaudaban en toda Grecia fondos para su reconstrucción. Según afirma Aristóteles, los Alcmeónidas utilizaron parte de esos fondos para sobornar a la Pitonisa y la utilización del resto la condicionaron al derrocamiento de Hipias, hijo de Pisístrato, y de ese modo Apolo fue puesto de su lado.

A pesar de esos escándalos, el manejo del oráculo de Delfos siguió siendo un asunto de tan grande importancia política que fue causa de una guerra seria, llamada, por su relación con la religión, la «guerra sagrada». Pero a la larga, el libre reconocimiento del hecho de que el oráculo estaba abierto a la influencia política estimuló la difusión del pensamiento libre, lo que finalmente les hizo posible a los romanos, sin incurrir en el odio del sacrilegio, robar de los templos griegos gran parte de sus riquezas y toda su autoridad. Es el destino de muchas instituciones religiosas que, más pronto o más tarde, sean utilizadas por hombres audaces con propósitos seculares y con ello pierdan el respeto de que depende su poder. En el mundo grecorromano sucedía esto con más facilidad y con menos trastorno que en cualquier parte, porque la religión no tuvo nunca allí la misma fuerza que en Asia y en África o en la Europa medieval. El único país que se puede comparar con Grecia y Roma a este respecto es China.

Hasta ahora nos hemos venido refiriendo únicamente a religiones que tienen su punto de partida en una antigüedad inmemorial, sin origen histórico conocido. Pero han sido desalojadas, casi en todas partes, por religiones derivadas de fundadores; las únicas excepciones importantes son las religiones sintoísta y brahmánica. Los orígenes de las religiones primitivas, como las que han encontrado los antropólogos entre los pueblos salvajes de nuestros días, son completamente oscuros. Entre los salvajes más primitivos, como hemos visto, no hay una casta sacerdotal claramente diferenciada; parecería que en principio las funciones sacerdotales son una prerrogativa de los más ancianos y probablemente corresponden de manera especial a quienes producen una impresión de sabiduría y a veces a quienes más se distinguen en la magia maligna. (RIVERS, Social Organization, pág. 167.)

En muchos países, con el avance de la civilización, los sacerdotes se separan cada vez más del resto de la población y se hacen cada vez más poderosos. Pero como guardianes de la tradición antigua son conservadores, y como poseedores de la riqueza y del poder tienden a hacerse hostiles o indiferentes a la religión personal. Más pronto o más tarde todo su sistema es derribado por los seguidores de un profeta revolucionario. Buda, Cristo y Mahoma son los ejemplos más importantes históricamente. El poder de sus discípulos era el principio revolucionario y sólo gradualmente se hizo tradicional. En ese proceso absorbieron generalmente gran parte de la vieja tradición que habían destruido nominalmente.

Tanto los innovadores religiosos como los seglares —de todos modos los que han tenido un éxito más duradero— han acudido todo lo que les ha sido posible a la tradición y han hecho lo que estaba en su poder para quitar importancia a los elementos nuevos de su sistema. El plan usual es inventar un pasado más o menos ficticio y pretender que se restauren sus instituciones. En el Libro de los Reyes se nos dice como los sacerdotes «encontraron» el Libro de la Ley y el rey ordenó que se «volviera» a observar sus conceptos. El Nuevo Testamento apela a la autoridad de los profetas; los anabaptistas apelan al Nuevo Testamento; los puritanos ingleses, en los asuntos seglares, apelan a las supuestas instituciones de Inglaterra antes de la Conquista. Los japoneses, en el año 645, «restauraron» el poder del mikado; en 1868 «restauraron» la Constitución de 645. Toda una serie de rebeliones, a través de la Edad Media y después hasta el 18 Brumario, «restauraron» las instituciones republicanas de Roma. Napoleón «restauró» el Imperio de Carlomagno, pero esto pareció una fruslería demasiado teatral y no pudo impresionar ni siquiera a aquella edad de mentalidad retórica. Éstos no son más que unos pocos ejemplos, seleccionados al azar, del respeto que inclusive los más grandes innovadores han mostrado por el poder de la tradición.

La más poderosa e importante de todas las organizaciones sacerdotales conocida en la historia ha sido la Iglesia católica. Yo trato en este capítulo del poder de los sacerdotes solamente en cuanto es tradicional; por consiguiente no consideraré ahora el período primitivo en que el poder de la Iglesia era revolucionario. Después de la caída del Imperio romano, la Iglesia tuvo la buena suerte de representar dos tradiciones; además de la de la cristiandad, representó a la de Roma. Los bárbaros tenían el poder de la espada, pero la Iglesia tenía un nivel más alto de civilización y de cultura, un propósito impersonal consistente, los medios de apelar a las esperanzas religiosas y a los temores supersticiosos y, sobre todo, la única organización que se extendía a través de la Europa Occidental. La Iglesia griega, que tenía que ver con los Imperios comparativamente estables de Constantinopla y de Moscú, quedó completamente subordinada al Estado; pero en Occidente, la lucha continúa con suerte variable hasta la Reforma y en nuestros días aún no ha terminado en Alemania, México y España.

Durante los seis primeros siglos después de la invasión de los bárbaros, la Iglesia occidental fue incapaz de contender en igualdad de términos con los turbulentos y apasionados reyes y barones germanos que gobernaban en Inglaterra y Francia, en el norte de Italia y en la España cristiana. Había varias razones para esto. Las conquistas de Justiniano en Italia habían hecho del papado durante algún tiempo una institución bizantina y había disminuido mucho su influencia en Occidente. El alto clero fue atraído, con pocas excepciones, por la aristocracia feudal, con la cual se sentía más de acuerdo que con un papa distante y extraño cuyas interferencias ofendían. El clero bajo era ignorante y en gran parte casado, con el resultado de que los sacerdotes estaban más deseosos de transmitir sus beneficios a sus hijos que de reñir batallas por la Iglesia. Los viajes eran tan difíciles que la autoridad de Roma no podía ejercerse en los reinos distantes. El primer gobierno eficaz en una gran área no fue el del papa sino el de Carlomagno, a quien todos sus contemporáneos consideraban como incuestionablemente superior al papa.

Después del año 1000, cuando se vio que no se producía el esperado fin del mundo, hubo un rápido avance en la civilización. El contacto con los moros en España y en Sicilia apresuró el nacimiento de la filosofía escolástica. Los normandos, después de ser durante siglos un azote de piratas, aprendieron en Francia y en Sicilia todo lo que podía enseñar el mundo contemporáneo y se convirtieron en una fuerza del orden y de la religión en vez de una fuerza del desorden; además encontraron que la autoridad papal servía para legitimar sus conquistas. Gracias a ellos la Inglaterra eclesiástica fue colocada por primera vez bajo el dominio de Roma. Mientras tanto, el emperador y el rey de Francia encontraban las mayores dificultades para administrar a sus vasallos. En estas circunstancias, la habilidad de estadista y la severa energía de Gregorio VII inauguraron el crecimiento del poder papal, que continuó en los dos siglos siguientes. Como este período constituye el ejemplo supremo del poder sacerdotal, lo consideraremos en detalle.

Los grandes días del papado, que comenzaron con la ascensión de Gregorio VII, se extienden hasta el establecimiento por Clemente V del papado en Aviñón (1073-1306). Sus victorias durante este período fueron debidas a las que se han llamado armas «espirituales», por ejemplo, la superstición, y no a la fuerza de las armas materiales. A través de todo ese período los papas se hallaban aparentemente a merced de la plebe de Roma, guiada por los nobles turbulentos de la ciudad, pues fuere lo que fuere aquello que podía creer el resto de la cristiandad, Roma no mostró nunca veneración alguna a sus pontífices. El gran Hildebrando murió en el destierro; sin embargo, adquirió y transmitió el poder a los más humildes y a los más grandes monarcas. Canossa, aunque sus consecuencias políticas inmediatas fueron convenientes para el emperador Enrique IV, se convirtió en un símbolo para las edades subsiguientes. Bismarck, durante la Kulturkampf, dijo: «Nosotros no iremos a Canossa», pero se jactó prematuramente. Enrique IV, que había sido excomulgado, necesitaba la absolución para sus propósitos ulteriores, y Gregorio, aunque no podía negar la absolución a un penitente, exigió la humillación como el precio de la reconciliación con la Iglesia. Como políticos, los hombres podían mofarse del papa, pero únicamente los herejes discutían el poder de las llaves de san Pedro y la herejía no era favorecida ni siquiera por el emperador Federico II en lo más intenso de su lucha con el papado.

El pontificado de Gregorio VII fue la culminación de un período importante de reforma eclesiástica. Hasta ese día, el emperador había estado definitivamente por encima del papa y había reclamado, con bastante frecuencia, una voz decisiva en su elección. Enrique III, padre de Enrique IV, había depuesto a Gregorio VI bajo la acusación de simonía, y había nombrado a un papa alemán, Clemente II. Sin embargo, Enrique III no se hallaba en conflicto con la Iglesia; por el contrario, era un santo hombre, aliado con los eclesiásticos más celosos de su tiempo. El movimiento de Reforma que él apoyó y que Gregorio VII llevó al triunfo estaba dirigido esencialmente contra la tendencia de la Iglesia a contagiarse de feudalismo. Los reyes y los nobles nombraban a los arzobispos y obispos, quienes, por lo general, pertenecían a la aristocracia feudal y tenían un concepto muy profano de su posición. En el Imperio, los hombres más poderosos después del emperador habían sido originariamente oficiales, que poseían sus campos en virtud de su posición oficial; pero hacia fines del siglo IX se habían convertido en nobles hereditarios cuyas posesiones se transmitían por herencia. Había peligro de que ocurriera algo semejante en la Iglesia, especialmente en los rangos más bajos del clero secular. El partido reformista de la Iglesia atacó los peligros análogos de la simonía y del «concubinato» (como llamaban al casamiento de los sacerdotes). En su campaña desplegaron celo, valor, devoción y mucha sabiduría mundana; gracias a su santidad se aseguraron el apoyo de los laicos y gracias a su elocuencia dominaron a asambleas en un principio hostiles. En Milán, en 1058, por ejemplo, san Pedro Damián exhortó al clero a obedecer los decretos reformistas de Roma; al principio provocó tanta rabia que su vida estuvo en peligro, pero al final se impuso y se encontró que todos los sacerdotes milaneses, desde el arzobispo para abajo, eran culpables de simonía. Todos ellos confesaron y prometieron obediencia en lo futuro; por lo tanto, no fueron desposeídos, pero quedó bien claro que las ofensas futuras serían castigadas sin misericordia.

El celibato clerical era una de las preocupaciones de Hildebrando; al reforzarlo, se atrajo a los laicos, que eran con frecuencia culpables de graves crueldades con los sacerdotes y sus esposas. La campaña no tuvo, por supuesto, un éxito completo —hasta hoy en día no ha tenido éxito en España—, pero uno de sus objetivos principales se consiguió con el decreto que disponía que los hijos de los sacerdotes no podían ser ordenados, lo que impedía que el sacerdocio local se convirtiese en hereditario.

Uno de los triunfos más importantes del movimiento reformista fue que se fijase el método de la elección papal mediante el decreto de 1059. Antes de ese decreto, el emperador y el populacho romano tenían ciertos derechos más definidos, que hacían frecuentes los cismas y las elecciones disputadas. El nuevo derecho consiguió —aunque no inmediatamente y sin lucha— limitar el derecho de elección a los cardenales.

Este movimiento reformista, que llenó la segunda mitad del siglo XI, consiguió en gran parte separar a los abades, obispos y arzobispos de la nobleza feudal y dio al papa una voz en su nombramiento, pues cuando el papa no intervenía podía encontrar generalmente en el nombramiento un tinte de simonía. El decreto impresionó a los laicos y aumentó mucho el respeto por la Iglesia. Cuando consiguió imponer el celibato, separó más marcadamente a los sacerdotes del resto del mundo y sin duda estimuló sus impulsos hacia el poder, como lo hace en muchos casos el ascetismo. Inspiró a los directores eclesiásticos el entusiasmo moral por una causa en la cual creían todos, excepto los que aprovechaban la corrupción tradicional, y como el medio principal de fomentar esa causa significó un gran aumento del poder papal.

El poder que depende de la propaganda exige generalmente, como en este caso, un valor excepcional y el sacrificio propio en sus comienzos; pero cuando se ha conseguido el respeto gracias a esas cualidades, pueden ser descartadas y el respeto puede ser utilizado como un medio para conseguir ventajas en todo el mundo. Mas con el tiempo el respeto decae y se pierden las ventajas que había conseguido. Unas veces el proceso dura pocos años, otras veces centenares de años, pero en su esencia es siempre el mismo.

Gregorio VII no era pacifista. Su texto favorito era: «Maldito sea el hombre que preserve a su espada de la sangre». Pero lo explicaba como la prohibición de descuidar la predicación a los hombres carnales, lo que muestra la justicia de sus puntos de vista sobre el poder de la propaganda.

Nicolás Breakspear, el único inglés que ha ocupado el trono papal (1154-1159), demostró el poder teológico del papa en relación con un asunto algo diferente. Arnoldo de Brescia, discípulo de Abelardo, predicó la doctrina de que «los clérigos que poseen bienes, los obispos que tienen feudos, los monjes que poseen propiedades, no se pueden salvar». Por supuesto, esta doctrina no era ortodoxa. San Bernardo dijo de él: «es un hombre que no come ni bebe; como el diablo, únicamente tiene hambre y sed de la sangre de las almas». San Bernardo no dejaba de admitir su piedad ejemplar, que le convirtió en un útil aliado de los romanos en su conflicto con el Papa y los cardenales, quienes en el año 1143 consiguieron enviarle al destierro. Ayudó a la nueva República Romana, que buscó una sanción moral en su doctrina. Pero Adrián IV (Breakspear), sacando ventaja de la muerte de un cardenal, colocó a Roma bajo un interdicto durante la Semana Santa. Como se acercaba el Viernes Santo, los terrores teológicos alcanzaron al Senado, que se sometió abyectamente. Con la ayuda del emperador Federico Barbarroja fue capturado Arnoldo; se le ahorcó, su cuerpo fue quemado y sus cenizas fueron arrojadas al Tíber. Esto demostró que los sacerdotes tienen derecho a ser ricos. El Papa, para recompensar al emperador, le coronó en la basílica de San Pedro. Las tropas del emperador habían sido útiles, pero no tan útiles como la fe católica, a la cual, mucho más que al apoyo secular, debía la Iglesia el poder y la riqueza.

Las doctrinas de Arnoldo de Brescia eran como para reconciliar al Papa con el emperador, pues cada uno de ellos reconoció que ambos eran necesarios para el orden establecido. Pero cuando Arnoldo fue ajusticiado, pronto estalló de nuevo la querella inevitable. En la larga guerra que siguió, el Papa tenía un nuevo aliado, la Liga Lombarda. Las ciudades de la Lombardía, especialmente Milán, eran ricas y comerciales; estaban en aquel tiempo a la cabeza del desarrollo económico, hecho que ha sido conmemorado por los ingleses con el nombre de «Lombard Street». El emperador defendía el feudalismo, al cual era ya hostil el capitalismo burgués. Aunque la Iglesia prohibía la «usura», el Papa era un prestamista y encontró que era tan útil el capital de los banqueros de la Italia del Norte que debía ser suavizado el rigor teológico. El conflicto de Federico Barbarroja con el papado, que duró alrededor de veinte años, terminó en un empate, y se debió principalmente a las ciudades lombardas que el emperador no saliera victorioso.

En la larga contienda entre el papado y el emperador Federico II, la victoria final del Papa fue debida, principalmente, a dos causas: la oposición de las ciudades comerciales del norte de Italia, de la Toscana tanto como de la Lombardía, al sistema feudal y el entusiasmo piadoso despertado por los franciscanos. San Francisco predicó la pobreza apostólica y el amor universal, pero pocos años después de su muerte sus seguidores actuaban como soldados reclutados en una guerra feroz para defender las propiedades de la Iglesia. El emperador sufrió una gran derrota porque no fue capaz de revestir su causa con una apariencia de piedad y de moralidad.

En el mismo tiempo, las medidas de guerra adoptadas por los papas durante la lucha hicieron que muchos hombres criticaran al papado en el terreno moral. Con respecto a Inocencio IV, el papa con quien luchaba Federico en el momento de su muerte, la Historia Medieval de Cambridge (vol. VI, pág. 176) dice:

Su concepción del papado era más profana que la de cualquier otro papa anterior. Veía su debilidad como político y sus remedios eran políticos. Utilizaba constantemente sus poderes espirituales para conseguir dinero, comprar amigos, perjudicar a los enemigos y por su inescrupulosidad despertó en todas partes una hostilidad irrespetuosa contra el papado. Sus dispensas eran un escándalo. Despreciando los deberes espirituales y los derechos locales, utilizaba las dotaciones de la Iglesia como beneficios papales y medios de recompensa política: había frecuentemente varias personas esperando el mismo beneficio. Pero los nombramientos eran una consecuencia natural de semejante sistema. Y los legados elegidos para la guerra y la diplomacia tenían generalmente un carácter completamente mundano. Inocencio IV no se daba cuenta de la pérdida de prestigio y de influencia espiritual que ocasionaba. Tenía buenas intenciones, pero no buenos principios. Dotado de coraje, de resolución invencible, de astucia, su fría ecuanimidad era sacudida con frecuencia por el desastre o la buena suerte y él perseguía pacientemente sus fines con una astuta deslealtad que rebajaba el nivel de la Iglesia. Era enorme su influencia en los acontecimientos. Él destruyó el Imperio; él inició la decadencia del papado; él moldeó los destinos de Italia.

La muerte de Inocencio IV no produjo cambios en la política papal. Su sucesor Urbano IV continuó la lucha con éxito completo contra Manfredo, el hijo de Federico, y consiguió el apoyo del todavía naciente capitalismo italiano, dondequiera que lo deseaba, gracias a un interesante uso de su autoridad en asuntos de moral que proporciona un ejemplo clásico de la transformación del deber de la propaganda en poder económico. Muchos banqueros, debido a sus grandes transacciones con motivo de la recolección de los beneficios papales, estaban ya al lado del Papa, pero en algunas ciudades, por ejemplo en Siena, el sentimiento gibelino era tan fuerte que los banqueros, al principio, se pusieron del lado de Manfredo. En donde sucedía eso, el Papa informaba a los deudores del Banco de que era su deber cristiano no pagar sus deudas, declaración que los deudores se apresuraban a aceptar como autorizada. Como resultado, Siena perdió el comercio inglés. En toda Italia, los banqueros que escaparon a la ruina se vieron obligados por esa maniobra papal a hacerse güelfos.

Pero semejantes medios, aunque podían conseguir el apoyo político de los banqueros, difícilmente podían aumentar su respeto por la autoridad divina declamada por el Papa.

Todo el período desde la caída del Imperio de Occidente hasta fines del siglo XVI puede ser considerado como una lucha entre dos tradiciones: la de la Roma imperial y la de la aristocracia teutónica, la primera representada por la Iglesia y la segunda por el Estado. El Sacro Romano Imperio intentó anexionarse la tradición de la Roma imperial, pero fracasó. Los emperadores, con excepción de Federico II, eran demasiado ignorantes para comprender la tradición romana, en tanto que la institución política del feudalismo, con la cual estaban familiarizados, era germana. El idioma de los hombres cultos —incluyendo los que servían a los emperadores— se derivaba pedantescamente de la antigüedad; la ley era romana, la filosofía era griega, pero las costumbres, cuyo origen era germano, eran tales que no se pueden mencionar en una conversación cortés. Implicaba la misma dificultad que un erudito en lenguas clásicas encontraría para describir en latín el proceso de la industria moderna. Hasta la Reforma y la adopción de los idiomas modernos en lugar del latín, el elemento teutónico en la civilización de la Europa occidental no pudo encontrar una expresión literaria e intelectual adecuada.

Después de la caída de los Hohenstaufen, la Iglesia pareció, durante unas pocas décadas, haber restablecido el gobierno del mundo occidental por Italia. A juzgar por el patrón monetario, ese gobierno era por lo menos tan firme como en los días de los Antoninos. Los beneficios que afluían desde Inglaterra y Alemania a Roma excedían en mucho a los que habían podido obtener las legiones romanas. Pero eran arrancados por medio del sentimiento de respeto al papado y no por la fuerza de las armas.

Tan pronto como los papas se trasladaron a Aviñón comenzó, sin embargo, a perderse ese respeto que había alcanzado durante los tres siglos precedentes. Esto era debido, no solamente a su completa subordinación al rey de Francia, sino también a su participación en grandes atrocidades, como la supresión de los templarios. El rey Felipe IV, hallándose en dificultades financieras codiciaba las tierras de esa orden. Se decidió acusarles, sin fundamento alguno, de herejía. Con la ayuda del papa, los templarios que residían en Francia fueron detenidos y torturados hasta que confesaron que habían rendido homenaje a Satán, habían escupido a los crucifijos, etcétera. En consecuencia fueron quemados en gran número, mientras el rey disponía de sus propiedades, no sin que el papa se quedase con una parte de ellas. Con estos hechos comenzó la degradación moral del papado.

El gran cisma hizo todavía más difícil venerar al papa desde que nadie sabía quién de los reclamantes era el legítimo y cada uno de ellos anatematizaba al otro. Durante todo el gran cisma cada uno de los dos rivales mostró un deseo de poder nada edificante y llegaron a repudiar los juramentos más solemnes. En varios países, el Estado y la Iglesia local se pusieron de acuerdo para negar la obediencia a ambos papas. A la larga resultó evidente que solamente un concilio general podía poner término a la querella. El concilio de Pisa, erradamente, sólo consiguió crear un tercer papa sin lograr que los otros se retirasen, aunque decretó su deposición como herejes. El concilio de Constanza consiguió por fin deponer a los tres y restaurar la unidad. Pero la lucha había destruido la veneración tradicional por el papado. Al final de este período de confusión era posible para Wyclif decir con respecto al papado:

Desembarazarse de semejante demonio no hubiera perjudicado a la Iglesia, sino que hubiese sido beneficioso para ella; al trabajar por su destrucción, la Iglesia hubiera trabajado solícitamente por la causa de Dios.

El papado del siglo XV, mientras se adaptó a Italia, era demasiado mundano y seglar, demasiado abiertamente inmoral para satisfacer la piedad de los países del norte. Al final, en los países teutones, la rebelión moral se hizo demasiado fuerte para permitirle obrar libremente por motivos económicos. Hubo una negativa general a pagar los tributos a Roma y los príncipes y nobles se apoderaron de las tierras de la Iglesia. Pero esto no hubiera sido posible sin la revuelta doctrinal del protestantismo, que nunca se hubiera producido sin el gran cisma y los escándalos del papado del Renacimiento. Si la fuerza moral de la Iglesia no se hubiera debilitado interiormente, sus asaltantes no hubieran tenido fuerza moral de su lado y hubieran sido vencidos como fue vencido Federico II.

Es interesante observar en relación con esto lo que dice Maquiavelo con respecto a los principados eclesiásticos en el capítulo XL de El Príncipe:

Réstame hablar ahora de los principados eclesiásticos, en cuya adquisición y posesión no existe dificultad alguna, pues no se requiere al efecto ni valor ni buena fortuna. Tampoco su conservación y mantenimiento necesita de una de ambas cosas, o de las dos reunidas, por cuanto el príncipe se sostiene en ellos por un ministerio de instituciones que, fundadas de inmemorial, son tan poderosas y poseen tales propiedades que le aferran a su Estado, de cualquier modo que proceda y se conduzca. Únicamente estos príncipes tienen Estados sin verse obligados a defenderlos, y súbditos sin experimentar la molestia de gobernarlos. Los Estados, aunque indefensos, no les son arrebatados, y los súbditos, aun careciendo de gobierno, no se preocupan de ello lo más mínimo, ni piensan en mudar de soberano en modo alguno, y ni siquiera podrían hacerlo, por lo cual semejantes principados son los únicos en que reinan la prosperidad y la seguridad. Pero, como son gobernados por causas superiores, a que la razón no alcanza, los pasaré en silencio. ¿No habría temeridad presuntuosa en discurrir sobre unas soberanías establecidas y conservadas por Dios mismo?

Estas palabras fueron escritas durante el pontificado de León X, que es en el que comenzó la Reforma. Para los piadosos alemanes se hizo gradualmente imposible creer que el despiadado nepotismo de Alejandro VI o la rapacidad financiera de León pudieran ser «exaltadas y mantenidas por Dios». Lutero, «un hombre presuntuoso e imprudente», deseaba completamente entrar a discutir el poder papal que no se atrevió a tratar Maquiavelo. Y como existían motivos morales y teológicos para oponerse a la Iglesia, los motivos de interés personal contribuyeron a extender rápidamente esa oposición. Desde el momento en que el poder de la Iglesia se había basado en el poder de las llaves de san Pedro, era natural que la oposición se asociase con una nueva doctrina de la justificación. La teología de Lutero permitió a los príncipes laicos despojar a la Iglesia sin miedo a la condenación y sin incurrir en la condenación moral de sus súbditos.

Aunque los motivos económicos contribuyeron mucho a la difusión de la Reforma, es evidente que no son suficientes para explicarla, puesto que han estado actuando durante siglos. Muchos emperadores trataron de resistir al papa; así lo hicieron los soberanos en todas partes, por ejemplo Enrique II y el rey Juan en Inglaterra. Pero sus intentos eran considerados perversos y, por consiguiente, fracasaron. Solamente después que el papado abusó de tal modo de sus poderes tradicionales durante largo tiempo, hasta provocar una revuelta moral, fue posible la resistencia con éxito.

La ascensión y la decadencia del poder papal son dignos de estudio para el que quiera comprender el logro del poder mediante la propaganda. No es bastante decir que los hombres eran supersticiosos y creían en el poder de las llaves. A lo largo de toda la Edad Media hubo herejías que se hubieran difundido, como se difundió el protestantismo, si los papas no hubieran merecido veneración en su conjunto. Y sin herejía, los gobernantes seglares realizaron vigorosos intentos para subordinar la Iglesia al Estado, intentos que fracasaron en Occidente aunque lograron éxito en Oriente. Para esto había varias razones.

Primera: el papado no era hereditario y, en consecuencia, no fue perturbado por largas minorías de edad como sucedía a los reinos seculares. Un hombre no puede elevarse fácilmente a la cumbre de la Iglesia, si no es por su piedad, su cultura y sus dotes de estadista. En consecuencia, muchos papas fueron hombres que estaban en muchos respectos considerablemente por encima de los hombres comunes. Podía suceder que los soberanos laicos fuesen también capaces, pero generalmente ocurría lo contrario; además, no tenían la práctica para dominar sus pasiones que tenían los eclesiásticos. Repetidamente, los reyes se encontraron en aprietos por su deseo de divorciarse, lo cual, como era un asunto de la Iglesia, les colocaba a merced del papa. A veces utilizaron los procedimientos de Enrique VIII para vencer esas dificultades, pero eso impresionaba mal a sus súbditos, sus vasallos quedaban libres de su juramento de lealtad y, al final, el rey tenía que someterse o caer.

Otra gran fuerza del papado era su continuidad impersonal. En la disputa con Federico II es sorprendente observar lo poco que variaba la situación la muerte de un papa. Había un cuerpo de doctrina y una tradición del arte de gobernar a los cuales los reyes no podían oponer nada igualmente sólido. Solamente con el nacimiento del nacionalismo los gobiernos seculares adquirieron una continuidad y una tenacidad de propósitos comparables.

En los siglos XI, XII y XIII los reyes, por lo general, eran ignorantes, mientras que la mayoría de los papas eran cultos y estaban bien informados. Además, los reyes estaban engolfados en el sistema feudal, el cual era engorroso, en constante peligro de anarquía y hostil a las fuerzas económicas más nuevas. En conjunto, durante esos siglos, la Iglesia representó una civilización más alta que la que representaba el Estado.

Pero la fuerza más grande de la Iglesia era con mucho el respeto moral que inspiraba. Heredó, como una especie de capital moral, la gloria de las persecuciones en los antiguos tiempos. Sus victorias, como hemos visto, estaban asociadas con la observancia del celibato, y la mente medieval encontró al celibato muy impresionante. Muchos eclesiásticos, inclusive no pocos papas, sufrieron innumerables penalidades antes que ceder en un punto de principio. Era evidente para la generalidad de los hombres que en un mundo de una rapacidad sin freno, de licenciosidad y egoísmo, los eminentes dignatarios de la Iglesia vivían con bastante frecuencia para fines impersonales, a los cuales subordinaban voluntariamente su fortuna privada. En los siglos subsiguientes, hombres de una santidad impresionante —Hildebrando, san Bernardo, san Francisco— deslumbraron a la opinión pública e impidieron el descrédito moral que hubieran producido de otro modo las fechorías de otros hombres religiosos.

Pero para una organización que tiene objetivos ideales y por consiguiente una excusa para amar el poder, una reputación de virtud superior es peligrosa y es seguro que a la larga produce una superioridad que es solamente una tenacidad inescrupulosa. La Iglesia predicaba el desprecio de las cosas de este mundo y con ello adquiriría el dominio sobre los monarcas. Los frailes hacían voto de pobreza, lo cual impresionaba tanto al mundo que aumentaba la ya enorme riqueza de la Iglesia. San Francisco, al predicar el amor fraterno, producía el entusiasmo necesario para la prosecución victoriosa de una guerra larga y atroz. Al final, la Iglesia del Renacimiento perdió todos los propósitos morales a los que debía su riqueza y su poder y fue necesario el sacudimiento de la Reforma para producir la regeneración.

Todo esto es inevitable donde la virtud superior es utilizada como un medio de conseguir el poder tiránico para una organización.

Excepto cuando se debe a la conquista exterior, el colapso del poder tradicional es siempre el resultado de su abuso por hombres que creen, como creía Maquiavelo, que su dominio de las voluntades humanas es demasiado firme para que pueda ser sacudido por los mayores crímenes.

Actualmente, en los Estados Unidos, la veneración que los griegos dispensaban a los oráculos y la Edad Media al papa se otorga a la Corte Suprema. Los que han estudiado la Constitución norteamericana saben que la Corte Suprema es parte de las fuerzas destinadas a la protección de la plutocracia. Pero de los hombres que saben esto, unos están del lado de la plutocracia y en consecuencia nada hacen para debilitar la veneración tradicional por la Corte Suprema, mientras otros están desacreditados a los ojos de los ciudadanos ordinariamente tranquilos, pues se les llama subversivos y bolcheviques. Sería necesaria la adhesión ciega a un partido en un grado mucho mayor antes de que un Lutero fuese capaz de atacar con éxito la autoridad de los intérpretes oficiales de la Constitución.

El poder teológico es mucho menos afectado por la derrota en la guerra que el poder secular. Es verdad que Rusia y Turquía después de la Gran Guerra sufrieron una revolución tanto teológica como política, pero en ambos países la religión tradicional estaba íntimamente relacionada con el Estado. El ejemplo más importante de la supervivencia teológica a pesar de la derrota en la guerra es la victoria de la Iglesia sobre los bárbaros en el siglo V. San Agustín, en La ciudad de Dios, que fue inspirada por el saqueo de Roma, explica que el poder temporal no era lo que se había prometido al verdadero creyente y, por consiguiente, no podía ser esperado como resultado de la ortodoxia. Los paganos sobrevivientes en el Imperio argüían que Roma fue vencida como un castigo por haber abandonado a los dioses, pero no obstante lo plausible de este argumento no consiguió un apoyo general; entre los invasores prevaleció la civilización superior de los vencidos y los vencedores adoptaron la fe cristiana. Así, por mediación de la Iglesia, la influencia de Roma sobrevivió entre los bárbaros, ninguno de los cuales antes de Hitler consiguió hacer vacilar la tradición de la antigua cultura.

El poder

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