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3 LAS FORMAS DEL PODER

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El poder puede ser definido como la producción de los efectos deseados. En estos términos es un concepto cuantitativo: dados dos hombres con deseos similares, si uno de ellos alcanza todos los deseos que alcanza el otro y además otros, no tiene más poder que el otro. Pero no hay medios exactos de comparar el poder de dos hombres, uno de los cuales puede alcanzar un grupo de deseos y el otro un grupo distinto de deseos. Por ejemplo, si tenemos dos artistas, cada uno de los cuales desea pintar buenos cuadros y hacerse rico, pero el uno solamente consigue pintar buenos cuadros y el otro solamente hacerse rico, no hay modo de estimar cuál de ellos tiene mayor poder. Sin embargo, es fácil decir, de un modo general, que A tiene más poder que B, si A consigue muchos de los efectos que persigue y B solamente unos pocos.

Hay varias maneras de clasificar las formas del poder, cada una de las cuales tiene su utilidad. En primer lugar está el poder sobre los seres humanos y el poder sobre la materia muerta o las formas no humanas de la vida. Me referiré principalmente al poder sobre los seres humanos, pero será necesario recordar que la principal causa de cambio en el mundo moderno es el creciente poder sobre la materia que debemos a la ciencia.

El poder sobre los seres humanos puede ser clasificado por la manera de influir en los individuos o por el tipo de organización que implica.

Un individuo puede ser influido: a) por el poder físico directo sobre su cuerpo, por ejemplo, cuando es encarcelado o muerto; b) por las recompensas y los castigos utilizados como alicientes, por ejemplo, dando o retirando empleos; c) por la influencia en la opinión, por ejemplo, la propaganda en su sentido más amplio. En este último punto podría incluir la oportunidad para crear en otros los hábitos deseados, por ejemplo, mediante los ejercicios militares. La única diferencia es que en semejantes casos la acción se produce sin un intermediario mental que pueda llamarse opinión.

Esas formas de poder se manifiestan más desnuda y simplemente en nuestras relaciones con los animales, en las que no se consideran necesarios los disfraces y los pretextos. Cuando un cerdo con una cuerda alrededor del lomo es alzado a la bodega de un barco a pesar de sus gruñidos, está sujeto a un poder físico directo sobre su cuerpo. Por otro lado, cuando el proverbial asno sigue a la proverbial zanahoria, le inducimos a actuar como queremos persuadiéndole de que está en su interés hacerlo. Intermediario entre estos dos casos es el de los animales amaestrados, cuyos hábitos han sido formados mediante castigos y recompensas. También, aunque algo diferente, es el caso del rebaño inducido a embarcarse en un buque cuando la oveja que va a la cabeza es obligada a entrar por la fuerza y todas las demás la siguen voluntariamente.

Todas estas formas de poder tienen ejemplos entre los seres humanos.

El caso del cerdo ilustra el poder militar y policial.

El asno con la zanahoria tipifica el poder de la propaganda.

Los animales amaestrados muestran el poder de la «educación».

El rebaño que sigue a su forzado conductor representa a los partidos políticos siempre que, como es usual, el caudillo reverenciado es esclavo de una camarilla de cabecillas del partido.

Apliquemos estas analogías esópicas a la ascensión de Hitler. La zanahoria era el programa nacionalsocialista (que implicaba, por ejemplo, la abolición de los intereses); el asno era la clase media inferior. El rebaño y su caudillo eran los socialdemócratas e Hindenburg. Los cerdos (solamente en lo que se refiere a sus desdichas) son las víctimas reunidas en los campos de concentración, y los animales amaestrados son los millones de hombres que hacen el saludo nacionalsocialista.

Las organizaciones más importantes se pueden distinguir aproximadamente por la clase de poder que ejercen. El ejército y la policía ejercen el poder coercitivo sobre el cuerpo; las organizaciones económicas utilizan las recompensas y los castigos como incentivos y amenazas; las escuelas, las iglesias y los partidos políticos persiguen una opinión influyente. Pero estas distinciones no son muy claras puesto que cada organización utiliza otras formas de poder además de aquella que le es más característica.

El poder de la ley puede ilustrar estas complejidades. El poder último de la ley es el poder coercitivo del Estado. La característica de las comunidades civilizadas es que la coerción física directa (con algunas limitaciones) sea prerrogativa del Estado, y la ley es una serie de disposiciones de acuerdo con las cuales el Estado ejerce su prerrogativa con respecto a sus ciudadanos. Pero la ley utiliza el castigo, no solamente con el propósito de hacer físicamente imposibles las acciones indeseables, sino también como un aliciente; una multa, por ejemplo, no hace imposible una acción, sino que la hace menos atractiva. Además —y éste es un asunto mucho más importante— la ley es casi impotente cuando no está sostenida por el sentimiento público, como se pudo ver en los Estados Unidos durante el prohibicionismo, o en Irlanda en 1880, cuando los rebeldes tenían la simpatía de la mayoría de la población. En consecuencia, la ley, como fuerza efectiva, depende de la opinión y del sentimiento más que de los poderes de la policía. El grado de sentimiento en favor de una ley es una de las características más importantes de una comunidad.

Esto nos lleva a una distinción muy necesaria entre el poder tradicional y el poder adquirido recientemente. El poder tradicional cuenta con la fuerza de la costumbre; no tiene necesidad de justificarse a cada momento ni de demostrar continuamente que la oposición no tiene fuerza bastante para derribarlo. Además está casi invariablemente asociado a creencias religiosas o casi religiosas que condenan la resistencia. Puede, por consiguiente, descansar en la opinión pública en un grado mucho mayor que el que es posible en el poder revolucionario o usurpado. Esto tiene dos consecuencias más o menos opuestas: por un lado, el poder tradicional, desde que se siente seguro, no teme a los traidores y es probable que prescinda de la tiranía política activa; por otro lado, donde persisten las antiguas instituciones, las injusticias a que son siempre propensos los poseedores del poder tienen la sanción de la costumbre inmemorial y en consecuencia pueden ser más evidentes que lo que sería posible bajo una nueva forma de gobierno que esperase conseguir el apoyo popular. El reinado del terror en Francia es un ejemplo de la tiranía revolucionaria y la corvée de la tiranía tradicional.

Al poder basado en la tradición y en el asentimiento yo le llamo poder «desnudo». Sus características difieren grandemente de las del poder tradicional. Y donde persiste el poder tradicional, el carácter del régimen depende, en una extensión casi ilimitada, de su sentimiento de seguridad o de inseguridad.

El poder desnudo es generalmente militar y puede tomar la forma de tiranía interna o de conquista exterior. Su importancia, especialmente en la última forma, es muy grande ciertamente, mayor, en mi opinión, que lo que están dispuestos a admitir muchos modernos historiadores científicos. Alejandro Magno y Julio César alteraron todo el curso de la historia con sus batallas. Pero sin el primero, los evangelios no hubieran sido escritos en Grecia y el Cristianismo no hubiera sido predicado a través del Imperio romano. Sin el segundo, los franceses no hubieran hablado un idioma derivado del latín y la Iglesia católica apenas hubiera podido existir. La superioridad militar de los hombres blancos con respecto a los indios americanos es un ejemplo aún más innegable del poder de la espada. La conquista por la fuerza de las armas ha tenido que ver con el desarrollo de la civilización más que cualquier otro agente aislado. Sin embargo, el poder militar, en muchos casos, está basado en otras formas del poder, como la riqueza, los conocimientos técnicos o el fanatismo. Yo no sugiero que éste sea siempre el caso; por ejemplo, en la guerra de sucesión española el genio de Marlborough fue esencial para los resultados. Pero esto debe ser considerado como una excepción en la regla general.

Cuando una forma tradicional de poder llega a su fin puede ser sustituida, no por un poder desnudo, sino por una autoridad revolucionaria que dirija el sentimiento voluntario de la mayoría por medio de una amplia minoría de la población. Así sucedió, por ejemplo, en los Estados Unidos durante la guerra de la Independencia. La autoridad de Washington no tenía ninguna de las características del poder desnudo. Igualmente, en la Reforma se establecieron nuevas iglesias para sustituir a la Iglesia católica, y su éxito fue debido mucho más al asentimiento que a la fuerza. Una autoridad revolucionaria, para conseguir establecerse sin hacer mucho uso del poder desnudo, requiere un apoyo popular mucho más vigoroso y activo que el que necesita una autoridad tradicional. Cuando la república china fue proclamada en 1911, los hombres de educación extranjera decretaron una Constitución parlamentaria, pero el público se mostró apático y el régimen se convirtió en régimen de poder desnudo bajo los Tuchuns guerreros (gobernadores militares). La unidad que consiguió más tarde el Kuo-Ming-Tang dependía del nacionalismo, no del parlamentarismo. Lo mismo ha sucedido con frecuencia en la América española. En todos estos casos la autoridad del Parlamento, si hubiera tenido apoyo popular suficiente para mantenerse, hubiera sido revolucionaria; pero el poder puramente militar que era el que realmente gobernaba, era un poder desnudo.

La distinción entre el poder tradicional, el revolucionario y el desnudo es psicología. No le llamo poder tradicional simplemente porque tiene formas antiguas: puede merecer también respeto, debido en parte a la costumbre. Según decae ese respeto el poder tradicional se convierte gradualmente en poder desnudo. Este proceso se manifestó en Rusia en el gradual crecimiento del movimiento revolucionario hasta su victoria en 1917.

Llamo revolucionario al poder cuando depende de un grupo numeroso unido por una nueva doctrina, un programa o un sentimiento, como el protestantismo, el comunismo o el deseo de independencia nacional. Llamo desnudo al poder cuando resulta simplemente del amor al poder de los individuos o los grupos y consigue de sus súbditos solamente la sumisión mediante el miedo y no mediante la cooperación activa. Se verá que la desnudez del poder es una cuestión de grado. En un país democrático el poder del gobierno no es desnudo en relación con los partidos políticos opuestos, pero es desnudo en relación con un anarquista convencido. Igualmente, donde existe la persecución, el poder de la Iglesia es desnudo en relación con los herejes, pero no en relación con los pecadores ortodoxos.

Otra división de nuestro tema es entre el poder de las organizaciones y el poder de los individuos. El modo por el cual una organización adquiere el poder es una cosa y el modo por el cual un individuo adquiere el poder dentro de una organización es otra cosa. Ambas están relacionadas, por supuesto. Si usted quiere ser primer ministro, debe adquirir poder en su partido y su partido debe adquirir poder en la nación. Pero si usted hubiese vivido antes de la decadencia del principio hereditario, habría tenido que ser el heredero de un rey para adquirir el dominio político de una nación; esto, sin embargo, no le hubiera capacitado para conquistar otras naciones, pues para ello hubiese necesitado cualidades de que a menudo carecen los hijos de un rey. En la edad presente existe todavía una situación similar en la esfera económica, en la que la plutocracia es en gran manera hereditaria. Consideremos las doscientas familias plutócratas de Francia contra las que se agitan los socialistas de aquel país. Pero las dinastías entre la plutocracia no tienen el mismo grado de permanencia que tenían en otro tiempo las dinastías reales, porque no han conseguido que se acepte a su respecto la doctrina del Derecho Divino. Nadie considera impío en un magnate financiero que asciende el hecho de que empobrezca a un hijo de su padre, con tal de que lo haga de acuerdo con las leyes y sin introducir innovaciones subversivas.

Los diferentes tipos de organización llevan a la cumbre a tipos diferentes de individuos y así lo hacen los diferentes estados de la sociedad. Una edad se manifiesta en la historia por medio de sus individuos prominentes y deriva su carácter aparente del carácter de esos hombres. Y así como cambian las cualidades necesarias para alcanzar la preeminencia, así también cambian los hombres prominentes. Es de presumir que había hombres como Lenin en el siglo XII y que hay hombres como Corazón de León en el tiempo presente; pero la historia no los conoce. Consideremos por un momento las clases de individuos producidas por los diferentes tipos de poder.

El poder hereditario ha dado lugar a nuestra noción del «caballero». Ésta es una forma algo degenerada de una concepción que tiene larga historia, desde las propiedades mágicas de los jefes, a través de la divinidad de los reyes, hasta la caballería y la aristocracia de sangre azul. Las cualidades que se admiran cuando el poder es hereditario son resultado del ocio y de la superioridad indiscutida. Donde el poder es más aristocrático que monárquico las mejores maneras incluyen una conducta cortés con los iguales y una adición de suave autoritarismo al tratar con los inferiores. Pero cualquiera que pueda ser la concepción que prevalezca con respecto a las maneras, únicamente donde es (o era últimamente) hereditario pueden ser juzgados los hombres por sus maneras. El bourgeois gentilhomme es risible únicamente cuando se introduce en una sociedad de hombres o de mujeres que nunca han tenido que hacer nada mejor que estudiar las sutilezas sociales. Lo que subsiste de la admiración por el «caballero» depende de la riqueza heredada y puede desaparecer rápidamente si el poder económico y el político dejan de pasar del padre al hijo.

Un tipo muy diferente de carácter aparece en la escena cuando el poder se consigue mediante la cultura y la sapiencia reales o supuestas. Los dos ejemplos más importantes de esta forma del poder son tradicionales: China y la Iglesia católica. Existe en menor grado en el mundo moderno que en muchas épocas del pasado. Aparte de la Iglesia, en Inglaterra queda muy poco de ese tipo de poder. De una manera bastante extraña, el poder de lo que pasa por saber es mayor en las comunidades más salvajes y decrece rápidamente según avanza la civilización. Cuando hablo de «saber» incluyo, por supuesto, el saber reputado, como el de los magos y el de los médicos. Veinte años de estudio se requieren para obtener el grado de doctor en la Universidad de Lhassa y ese título es necesario para todos los altos puestos, excepto el de Dalai Lama. Esta situación tiene mucho de la que existía en Europa en el año 1000, cuando el papa Silvestre II era considerado como un mago porque leía libros y, en consecuencia, era capaz de aumentar el poder de la Iglesia inspirando terrores metafísicos.

El intelectual, tal como lo conocemos, es un descendiente espiritual del sacerdote, pero la difusión de la cultura le ha arrebatado el poder. El poder del intelectual depende de la superstición, de la veneración por un encantamiento tradicional o por un libro sagrado. Algo de esto sobrevive en los países de habla inglesa, como puede verse en la actitud de los ingleses con respecto a las ceremonias de la Coronación y en el respeto de los norteamericanos por la Constitución. En efecto, el arzobispo de Canterbury y los jueces de la Corte Suprema conservan todavía algo del poder tradicional de los hombres cultos. Pero es sólo un pálido espectro del poder de los sacerdotes egipcios o de los hombres de letras de la China de Confucio.

Mientras la virtud típica del «caballero» es el honor, la del hombre que adquiere el poder mediante la cultura es el saber. Para ganar una reputación de sabiduría un hombre debe aparentar que tiene acopio de conocimientos recónditos, dominio de sus pasiones y una larga experiencia de los hombres. Se piensa que solamente la edad puede dar algo de esas cualidades. De aquí que «presbítero», «seigneur», «alderman» y «elder» sean términos respetuosos. Un mendigo chino se dirige a los transeúntes llamándoles «gran señor». Pero donde está organizado el poder de los hombres sabios hay una corporación de sacerdotes o de literatos en la cual se concentra la sabiduría de todos ellos. El sabio es un tipo de carácter diferente del caballero guerrero, y produce, cuando gobierna, una sociedad muy diferente. China y el Japón son ejemplos de ese contraste.

Hemos advertido ya el hecho curioso de que aunque el conocimiento desempeña ahora un papel mucho más grande en la civilización que en cualquier tiempo anterior, no ha habido un aumento de poder correspondiente entre los que poseen ese conocimiento. Aunque el electricista y el telefonista hacen cosas extrañas que contribuyen a nuestra comodidad (o a nuestra incomodidad) no los consideramos como a los médicos ni nos imaginamos que puedan lanzar rayos si les molestamos. La razón de esto es que el conocimiento científico, aunque difícil, no es misterioso, sino que está abierto a todos los que se tomen el trabajo de adquirirlo. El intelectual moderno, en consecuencia, no inspira temor, pues se le considera un simple empleado; excepto en algunos casos, como el del arzobispo de Canterbury, no ha logrado heredar el hechizo que dio el poder a sus predecesores.

La verdad es que el respeto acordado a los hombres sabios no fue nunca conferido por el conocimiento auténtico, sino por la supuesta posesión de poderes mágicos. La ciencia, al darle una relación real con los procesos naturales, ha destruido la fe en la magia, y en consecuencia el respeto por el intelectual. Y así ha sucedido que mientras los hombres de ciencia son la causa fundamental de los rasgos que distinguen a nuestra época de otras edades y tienen, por medio de sus descubrimientos e invenciones, una influencia inconmensurable sobre el curso de los acontecimientos, no tienen, como individuos, una gran reputación de sabiduría como la que puede gozar en la India un fakir desnudo o en la Melanesia un hombre que entiende de medicina. Los intelectuales, al ver que pierden el prestigio como resultado de sus actividades, se vuelven descontentos con el mundo moderno. Aquellos cuyo descontento es menor se hacen comunistas; los que lo sienten profundamente se encierran en su torre de marfil.

El crecimiento de las grandes organizaciones económicas ha producido un nuevo tipo de individuo poderoso: el «ejecutivo», como se le llama en América. El «ejecutivo» típico impresiona a los demás como un hombre de decisiones rápidas, buen psicólogo y de voluntad de hierro. Debe tener una mandíbula firme, labios fuertemente apretados y la costumbre de hablar breve e incisivamente. Debe ser capaz de inspirar respeto en los iguales y confianza en los subordinados, que no son de modo alguno ceros a la izquierda. Debe combinar las cualidades de un gran general y de un gran diplomático: entereza en la batalla, pero capacidad para concesiones hábiles en la negociación. Gracias a semejantes cualidades adquieren los hombres el dominio de organizaciones económicas importantes.

En una democracia el poder político tiende a pertenecer a hombres de un tipo que difiere considerablemente de los tres que hemos considerado hasta ahora. Si ha de tener buen éxito un político debe ser capaz de ganarse la confianza de su máquina y despertar cierto grado de entusiasmo en la mayoría del electorado. Las cualidades requeridas para esas dos etapas del camino al poder no son de ningún modo idénticas y muchos hombres poseen la una sin la otra. Los candidatos a la presidencia en los Estados Unidos son, con frecuencia, hombres que no pueden impresionar la imaginación del público en general, pero que poseen el arte de congraciarse con los dirigentes del partido. Semejantes hombres son derrotados generalmente, pero los directores del partido no prevén esa derrota. A veces, sin embargo, la maquinaria es capaz de asegurar la victoria de un hombre sin «magnetismo». En semejantes casos, la maquinaria le domina después de la elección y nunca consigue un poder real. A veces, por el contrario, un hombre es capaz de crear su propia maquinaria; Napoleón III, Mussolini e Hitler son ejemplos de ello. Más comúnmente, un político que tiene realmente éxito, aunque utilice una maquinaria ya existente, es capaz de dominarla en último término y la pone al servicio de su voluntad.

Las cualidades que contribuyen al éxito de un político en una democracia cambian de acuerdo con el carácter de la época; no son las mismas en las épocas de calma que en las de guerra o revolución. En las épocas de calma, un hombre puede tener buen éxito dando una impresión de solidez y de buen juicio, pero en las épocas de excitación se necesita algo más. En esas épocas es necesario ser un orador impresionante, aunque no necesariamente elocuente en el sentido convencional, pues Robespierre y Lenin no eran elocuentes, pero eran decididos, apasionados y audaces. La pasión puede ser fría y dominada, pero debe existir y debe ser sentida. En los tiempos de excitación, un político no necesita el poder de razonar, ni comprensión de los hechos impersonales, ni pizca de sabiduría. Lo que debe poseer es la capacidad de persuadir a la multitud de que es alcanzable lo que desea apasionadamente y de que él, con su enérgica decisión, es el hombre que puede obtenerlo.

Los políticos democráticos de más éxito son los que consiguen abolir la democracia y convertirse en dictadores. Esto, por supuesto, solamente es posible en ciertas circunstancias; nadie lo podía haber conseguido en Inglaterra durante el siglo XIX. Pero cuando es posible requiere únicamente un alto grado de las mismas cualidades que se necesitan para los políticos democráticos en general, especialmente en los tiempos de agitación. Lenin, Mussolini e Hitler deben su ascensión a la democracia.

Una vez que se ha establecido una dictadura, las cualidades mediante las cuales un hombre puede suceder a un dictador fallecido son totalmente diferentes de aquellas mediante las cuales fue creada originalmente la dictadura. Las maquinaciones secretas, las intrigas y los favores cortesanos son los métodos más importantes cuando está descartada la herencia. Por esta razón, es seguro que una dictadura cambiará su carácter muy considerablemente después de la muerte de su fundador. Y desde el momento en que las cualidades mediante las cuales un hombre llega a la dictadura son menos impresionantes generalmente que aquellas gracias a las cuales fue creado el régimen, hay una probabilidad de inestabilidad, de revoluciones de palacio y finalmente de una reversión a algún sistema diferente. Se espera, sin embargo, que los métodos modernos de propaganda puedan contrarrestar con éxito esa tendencia, creando la popularidad alrededor de la cabeza del Estado sin necesidad de ningún despliegue de cualidades populares por su parte. Todavía es imposible decir el éxito que pueden alcanzar esos métodos.

Hay una forma de poder de los individuos que todavía no hemos considerado, es decir, el poder que permanece detrás de la escena: el poder de los cortesanos, de los intrigantes, de los espías, de los que maquinan en secreto. En toda gran organización en que los hombres que están en el gobierno tienen un poder considerable, hay otros hombres o mujeres menos preeminentes que adquieren influencia sobre los caudillos mediante métodos personales. Los intrigantes y los cabecillas pertenecen al mismo tipo, aunque su técnica es diferente. Colocan calladamente a sus amigos en las posiciones llave y de ese modo, cuando llega el tiempo oportuno, disponen a su gusto de la organización. En una dictadura que no es hereditaria, esos hombres pueden esperar que han de suceder al dictador cuando muera, pero en general prefieren no ponerse en primer término. Son hombres que aman el poder más que la gloria y con frecuencia son socialmente tímidos. Algunas veces, como los eunucos en las monarquías orientales, o las amantes de los reyes en cualquier parte, han sido excluidos de la dirección titular por una razón u otra. Su influencia es mayor donde el poder nominal es hereditario y menor donde él es recompensa de la habilidad y la energía personales. Sin embargo, esos hombres, inclusive en las formas más modernas de gobierno, tienen inevitablemente un poder considerable en aquellos departamentos que los hombres corrientes consideran misteriosos. Los más importantes de ellos en nuestro tiempo son el de Hacienda y el de Relaciones Exteriores. En el tiempo del káiser Guillermo II, el barón Holstein (jefe permanente del Ministerio de Relaciones Exteriores de Alemania) tenía un poder inmenso, aunque no lo aparentaba públicamente. No es imposible conocer cuán grande es el poder de los funcionarios permanentes del Ministerio de Relaciones Exteriores británico; los documentos necesarios para saberlo quizá lleguen a ser conocidos por nuestros hijos. Las cualidades requeridas para el poder detrás de la escena son muy diferentes de las que se requieren para todas las demás clases de poder, y, por lo general, aunque no siempre, son cualidades indeseables. Un sistema que acuerde mucho poder al cortesano o al intrigante es, por lo general, un sistema poco capaz de promover el bienestar general.

El poder

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