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Consejo profesional

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Hacía mucho que no íbamos con Matías a la plaza. Las últimas veces no nos habíamos ido muy contentos y eso hacía que nuestras salidas se fuesen espaciando cada vez más.

A sus seis años Matías pensaba que era inmortal, como todos los chicos, y yo como padre recién después de tener un hijo empecé a comprender el sentido de la mortalidad. Y tenía miedo.

Si Matías andaba descalzo, yo me lo imaginaba abriendo la heladera y quedándose “pegado”. Si veía el balcón abierto, me imaginaba a Matías trepándose a la baranda y cayéndose al vacío. Si empezaba a correr en la pileta, yo ya lo veía en el hospital con el cráneo fracturado.

Cómo no me iba a preocupar en una plaza donde hay tantos peligros. En la hamaca puede salir despedido hacia adelante o hacia atrás. En el sube y baja si lo usaba con un chico más pesado podía irse de boca y partirse los dientes contra la tabla. Y ni hablar de la calesita si se le quedaba algún miembro atrapado. Eso sería como mínimo una quebradura.

En ese tira y afloje de padre–hijo y mortalidad–inmortalidad accedí a llevarlo una vez más. Al fin y al cabo, para qué le pagaba a mi psicólogo, que me decía que tenía que relajarme un poco y dejar que mi hijo “vuele solo”.

Cuando llegamos a la plaza me empecé a sentir un poco ahogado. Había muchos chicos. Todos corrían de un lado a otro como desaforados. Instintivamente apreté la mano de Mati que pugnaba por librarse de mi agarre para salir corriendo él también.

—Pará, Mati, llegamos a la parte de juegos y te suelto.

La plaza contaba con una zona cerrada con una cerca metálica de un par de metros de altura para mantener a los niños acotados en sus deambulaciones y por ende progenitores más tranquilos.

Al entrar me aseguré de cerrar la puerta con traba porque nunca falta un desconsiderado que deja suelta su mascota que entra y se pone a correr entre los chicos y a veces hasta darles lengüetazos.

Lo llevé primero al tobogán. Mati subió la escalerita a todo trapo.

—Despacio, Mati, apoyá bien la cola antes de tirarte.

Fui hasta el otro extremo y cuando Mati terminaba de deslizarse estiré mi mano para frenar su caída. Bajó como un bólido y salió del tobogán disparado hacia las hamacas. Me paré detrás de él para empujarlo pero me rechazó con su mano extendida. Claro, ya hace rato que se hamaca solo. Me quedé parado a una distancia prudente, atento a que no se cruce ningún otro chico por delante o por detrás. Una nena en la hamaca de al lado había tomado una velocidad y altura considerables y Mati pugnaba por imitarla.

—Tranquilo, Mati, la chica es más grande que vos no quieras copiarla.

Siguió hamacándose por un rato y de pronto pegó un salto para salir. Cayó bien, apoyando los dos pies en la arena y sin tocar el suelo con la cola.

—Bien, Mati, ya sos un campeón— exclamé para alentarlo, otra recomendación de mi psicólogo.

Ahora iba directo a la trepadora. Era un poco alta para su tamaño pero otros chicos de su misma edad la usaban con confianza, pasando de un travesaño al siguiente usando solo las manos y con sus piecitos a centímetros del piso.

—No me sigas, papá, yo puedo solo— enfatizó con el ceño fruncido.

Me frené en seco: no quería iniciar otra pelea. Lo dejé ir y me senté en un banquito a pocos metros. Le devolví la sonrisa a una madre que había atestiguado la escena. El tiempo suficiente para no ser descortés pero no demasiado para dar pie a una conversación y perder de vista a Mati.

Había dos chicos delante de él. El primero subió la escalerita, se tomó del primer travesaño con una mano, del segundo con la otra, soltó los pies del último peldaño de la escalerita y con ese impulso empezó a pasar uno por uno. Bien, ese pibe la tenía clara, lo hacía ver muy fácil. El segundo pasó también sin inconvenientes, aunque la técnica no era tan buena como la del primero. Se zarandeaba mucho para los costados dando la impresión de salir volando a cada instante. La madre ni lo miraba, estaba charlando con una amiga como si tal cosa.

Ahora le tocaba a Mati. Contuve la respiración. Sentí acelerarse un poco mi pulso. Empezó a subir la escalerita. Todo bien. Llegó al último peldaño. Bien de nuevo. Se tomó del primer barrote con una mano. Genial. Con la otra mano fue a agarrar el segundo, pero como la altura no le daba para llegar dio un saltito con las dos piernas. Se aferró al segundo travesaño con fuerza pero por el impulso su cuerpo siguió de largo, lo que hizo que su primera mano se suelte. Al no poder sostener todo su peso, la segunda mano también se soltó quedando por un instante su cuerpo plano paralelo al piso.

Y así fue como cayó.

De golpe, con toda la espalda en el suelo, que por suerte era de una goma bastante gruesa y blanda. La fuerza del impacto le sacó el aire y cuando llegué corriendo hacia él me miraba con los ojos como platos.

—Te amo, papi.

No sé por qué le salió decir eso ni bien encontró el aire, pero esas palabras me mortificaron aún más.

Le froté el pecho y la espalda con mis manos hasta que recuperó la compostura.

Salimos de la zona de juegos y encaminamos nuestros pasos hacia casa, despacio y en silencio.

Que mi hijo vuele solo dentro de unos años; yo al psicólogo no vuelvo.


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