Читать книгу Yo era el mar y no lo sabía - Betsheba Gil Vásquez - Страница 7
ОглавлениеEL TSUNAMI MÁS GRANDE DE MI HISTORIA
La verdad es que no puedo quejarme de nada, ni hoy, ni mañana, ni nunca... De niña escuché tantas historias de mis padres, miedos traspasados, ideas aprendidas, que en algún momento había que soltar. Supongo que lo valioso de vivir es evolucionar. Lanzarte sin miedo —o a pesar de él— a desaprender todo lo que nos tomó una vida cultivar.
Soy mujer y eso me hace frágil, temerosa y dependiente; es la principal influencia de mi padre y quizá de mi abuela.
¿Por qué vas a la universidad? A ti te van mantener. ¿En serio vamos a invertir en una carrera? Acabarás lavando ollas y bañando a tus hijos, es lo que te toca, eres mujer, para eso has nacido, vas a ser madre...
No tiene sentido que saques brevete, no creo que lo uses alguna vez.
Ya sabes, si tienes sexo con un hombre, acabarás siendo su mujer siempre, o te puede golpear y justificado está, no vengas llorando tampoco nueve meses después a preguntarme qué debes hacer. Te quiero mucho, pero ya sabes, el hombre avanza hasta donde una mujer se lo permite.
No creo que Ingeniería sea una carrera para ti.
Llegas a la casa máximo 10:30 de la noche, si no qué pueden pensar los vecinos, y sabe Dios de dónde vendrás.
Ya estás en edad de casarte, se te pasará el tren.
Los hijos son una bendición. Algo debes estar haciendo mal.
¿Crees que una mujer decente usaría esas transparencias?
Lo que de ti encanta es tu forma de ser, no tu físico, así que no te pintes tanto. Olvídate de los escotes.
Supongo que podría seguir enumerando mil cosas más. Solo puedo decir hoy:
Todo lo creí.
Todo.
Y viví feliz en mi mundo ideal, evitando reírme fuerte y usar faldas cortas, menos labial rojo; saqué el brevete por insistencia de mi mamá y me titulé tres veces por insistencia... mía; obtuve el magíster porque asumí que eso era lo que seguía. Llevo a mi padre en mi auto cada vez que está enfermo, porque, aunque soy la mayor de cuatro, «tengo más tiempo»; nunca me casé y no tengo hijos.
Cuando pienso en todo lo que aprendí y dejé atrás, me doy cuenta de que hay una elección inmanente —divina o genealógica— en cada ser humano que lo hace dar el gran salto, a veces forzosamente, a veces a voluntad propia, el hecho es que siempre hay algo que nos hace dar el gran salto, aunque también es cierto que no todos lo damos. La vida nos presenta diariamente oportunidades de cambio, pero cada uno se defiende como puede. Nos aferramos a nuestras creencias o damos un giro que nos coloca incluso en otra figura geométrica.
Con todo, amo a mi padre y agradezco cada instante de su vida entregado a mí, todos hacemos lo mejor que podemos desde donde estamos. Amo a mi madre, «estaba enamorada» y aquello justificaba todo, mis abuelos, mis hermanos, todos han sido importantes para llegar hasta aquí y desaprender lo adquirido en una vida.
La elección estaba hecha, escrita quizá. Este libro está inspirado en mi bisabuelo Jesús. Probablemente en el camino hubo otras elecciones, pero él y yo estábamos conectados. Él creía en mí y yo en él, jugábamos en el mundo soñado, donde no hay jerarquías de acuerdo al género ni a la fuerza, él se hacía como yo y yo como él. Él tenía fe en mí y yo en él, no le temíamos a caminar en la oscuridad, ni al amanecer ni al anochecer, contábamos el uno con el otro. Nos encantaba el olor a leña, él cocinaba y yo traía como podía los palos de madera, a veces le alcanzaba los baldes para sacar agua del pozo o sacábamos el agua juntos. Observábamos las vacas cuando estaban listas para ordeñarse o cuando se caían a la acequia, les poníamos nombres de acuerdo a lo que veíamos en el día, una era «tarde bonita», otra, «leche agria». Nos sentábamos con un libro entre manos y luego conversábamos. Yo no sabía leer, pero él dejaba que inventara las historias que se me ocurrían, porque cuando estábamos juntos mi cerebro se armaba de valor y me revelaba lo escrito. Me bajaba niditos de palomas que encontrábamos en los árboles y me explicaba que probablemente la madre, al volver, entristecería si no encontraba sus huevitos, entonces me hacía decidir si los llevábamos o no; a veces me los llevaba, otras los dejábamos con la idea de retornar después a ver cómo serían esos pajaritos bebés. Yo le alcanzaba chanchitos de tierra que caminaban por nuestras manos y nos hacían cosquillas. Luego nos poníamos a ver el Chavo del Ocho después de cenar, y antes de irnos a dormir planeábamos el día siguiente, y el día siguiente llegaba y él me esperaba para desayunar. En realidad, él tomaba dos veces desayuno porque se levantaba muy temprano y yo dormía más, tenía que bañarme y dejar que me peinaran para luego ir a verlo; a él no le gustaba bañarse, tenía frío en las mañanas, pero siempre olía a Chincha, es decir, a leña, a tierra, a hojas, a felicidad.
Mi bisabuelo y yo fuimos amigos desde que nací hasta mis veintiún años. Él se fue cuando murió el Papa Juan Pablo II. Supongo que, así como ocurrió con la Iglesia, mi bisabuelo, años después, también ocasionaría un cisma, y desde algún lugar del mundo estaría observando la rebelión que trajo todo lo sembrado en mí.
Con honestidad, no lo recordaba conscientemente como cuando apareció el último hombre del que hablaré en este libro. El parecido físico es increíble, y la sensación al momento de vivir juntos también. Ya no soy una niña, es verdad, pero la jerarquía inexistente, el apoyo del uno en el otro, las conversaciones eternas, la escucha y el saber «estar» aún en silencio, me trajeron a la memoria a mi bisabuelo. La tierra, el sol, la música, el aislamiento, la falta de agua y de luz contribuyeron a avivar más el recuerdo y, finalmente, el reconocimiento diario de las faltas cometidas.
Cierro este libro con Diego, porque con él culmino una parte del viaje que venía ya revelándose; aunque es cierto que la convivencia me ayudó a confirmar lo que leerán en las siguientes páginas en pequeños episodios. Estoy segura de que la lucha es recíproca, y puedo dar fe a través de este libro que hay muchos hombres deconstruyéndose a diario, que reconocen el daño que hacen, la fragilidad que poseen, la apertura para admitir sus limitaciones y sus temores, que saben que es absurda la competencia, que eso nos tiene devastados y cansados y que, desde la cooperación, el trabajo, la diversidad y la sensibilidad, propias de nuestra humanidad, podemos edificar un mundo mejor para las nuevas generaciones.
Debo reconocer que un buen tiempo olvidé lo aprendido con mi abuelo y con ello la autenticidad con la que nací, pero que tuve que recordar y sacarlo de a pocos, sobre todo después del golpe mortal que recibí.
Fui criada en un espacio donde la importancia de ser madre o esposa eran el punto máximo de felicidad y de realización personal, el culmen de la vida de cualquier ser humano, y hacia eso iba. Soy la mayor de cuatro hermanos, diez nietos y dieciséis bisnietos. Mi boda fue la mejor planeada, con destellos de cuentos de hadas y paisajes de ensueño, con melodías de princesas y vestidos más blancos que las nubes que observaba de niña; debía ser un sueño hecho realidad, no solo mío sino de la familia entera. Yo realmente creí que serían el inicio de una vida ideal y de una mujer perfecta.
Puse a todos en movimiento con seis meses de anticipación solo para que un día antes del día soñado yo me enterara que no me casaría. Mi familia lo supo el mismo día; otros, al llegar a la Iglesia. Algunos me creen hasta hoy casada.
Manuel vino un 20 de julio a decirme que no se casaba conmigo (nuestra boda iba a ser el 21).
A veces pienso que todo fue un mal sueño, una pesadilla que todos mis sentidos percibieron. He llegado a la conclusión de que cuando sueñas no todos tus sentidos están activos, quizá algunos se potencian, pero no todos funcionan. Cuando viví lo que me tocó —o lo que yo elegí quizá—, estaban mis cinco sentidos activos, algunos probablemente repotenciados.
No estaba soñando.
Mis ojos consumados de ver todo y no entender nada, de tener frente a mí a un hombre que se deshacía en llanto, sentado en el suelo, tirado contra la pared, agobiado por no saber qué decir, agotado de yo no sé qué. Mis oídos atónitos, perplejos, tratando de no perder ni un instante después de haber escuchado «Ya no nos casamos». Mi lengua salada después de haber tragado tantas lágrimas. Mi nariz que sabía que sería la última vez que olería al hombre que más amó. Finalmente, mi piel y mis manos abrazando y sosteniendo a quien se llevaba esa noche todas mis ilusiones, mi plan de vida y hasta mis hijos soñados... Mis cinco sentidos estuvieron activos aquella noche en que veía el mundo caerse a pedazos y la vida replegarse para mí.
Nueve años tuvieron que pasar para que pusiera a prueba mi fortaleza y mi corazón. No tuve el valor de botarlo de mi casa. En un instante de lucidez, quiero imaginar, tiré las llaves con la esperanza de que se fuera para siempre después de haber oído que no me amaba. Hice miles de preguntas al enterarme por su propia confesión que no me casaba; y a pesar de sus lágrimas y de las mías, no obtuve respuesta alguna. Fui yo la que se animó a decir: «Contra todo podemos si me amas, lo único que cambiaría la historia sería que no lo hicieras», a lo que él muy bajito susurró: «No te amo».
Me quité el anillo suavemente y recordé entonces la pedida de mano más amorosa y ostentosa de la cual yo había participado. Me arrodillé, coloqué el aro de compromiso a su lado y me paré despacio sin quitarle un instante la vista, luego rebusqué en mis bolsillos y encontré mis llaves; las puse sobre la mesa, me volví a agachar y le dije: «Perdóname por haberte obligado a vivir todo lo que no quisiste». Él no levantó la mirada todo el tiempo que permanecí allí.
Imaginé que todo era mi culpa, y que por eso tenía que pedir perdón; el resto, como un mal sueño, no vale la pena recordarlo. Subí a mi cuarto, envolví en una bolsa negra de basura mi vestido blanco de novia, y lo lancé por la ventana. Luego corrí en dirección al pasadizo donde estaban los regalos de bodas y empecé a arrastrarlos hacia la calle. Había luna llena y, juro por Dios, que se me cruzó un gato negro. Eran las tres de la mañana, lo sé por el repiqueteo del reloj de la sala: aquella fue la primera vez que conté sus campanadas que, excepto aquella noche, siempre me asustaron. Volví tirando la puerta, subí las escaleras como pude, me caí sentada en el piso y vi a mi madre correr a abrazarme fuerte, gesticulando algo, supongo que haciendo preguntas que yo no escuchaba, mientras mi padre, de pie, me miraba de lejos sin poder acercarse.
Me llevaron a mi cama, donde me dormí llorando. Esa noche pensé que mis ojos iban a reventar, que en mi cuerpo no podía caber más dolor... incluso llegué a pensar que en algún momento moriría. Recordé frases de mi padre, fotos mentales de Manuel, la voz de mi abuela, el color de la madre de Manuel, el olor a tabaco y alcohol, la Virgen María, un rosario, la oscuridad absoluta y, de pronto,
el silencio
la nada
y yo.
Nunca fue tan cierta la frase que reza «Teniendo madre, padre, hijos, esposa o esposo, la vida la enfrentas solo, siempre».
Me dormí pensando «Él no es malo, no sabe lo que hace. Mañana será otro día, mañana será otro día (Juro que nunca vi el cielo tan negro). No tengas miedo, Betsheba, has hecho todo bien, tal cual te lo han enseñado, nada puede salir mal». Así lo creí.
Silencio.
Absoluto silencio.
Dormí.
Y soñé.
Soñé que jugaba en Chincha y subía a los árboles más altos a bajar pacaes.
Dormí.
Desperté
Manuel se había ido para siempre.
Dormí
Desperté.
Me dolía la vida, los sueños, los recuerdos...
Puedo asegurar que duele más lo que se proyectó y no se hizo, que lo que se hizo bien o mal.
Dormí.
No quería despertar jamás.
No dormí.
Dejé pasar el tiempo.
Dejé sangrar las heridas para revolcarme en la oscuridad de la sangre vertida.
Quise volar.
Quise borrar.
Quise morir.
...
Morí.
Morí de verdad.
Si era de día o de noche, no lo distinguía.
Morí.
La Betsheba que todos conocían murió.
Perdió la dulzura, imagino...
Me envolví en un mundo desconocido...
Y me dejé llevar...
Morí.
Morí de verdad.
Mi madre insufló e insufló las veces que pudo...
Sin descanso...
Sin parar...
Presenció mi dolor, acudió a mi muerte, pero no me quiso enterrar; eran sus sueños perdidos también, su ilusión, la vida misma, la historia repetida una vez más.
Mi padre jamás se acercó, solo aquella noche en el que vi su rostro cuartearse, avejentarse y oscurecerse. «La culpa ya está pagada», lo oí decir alguna noche cuando negociaba con Dios o con algún demonio, no lo sé. «Y la pagó la más frágil de mis hijas, la menos indicada, la más ingenua, con ella ya está pagado el daño causado en mis días de juventud. Sus sueños destruidos están, no puedo siquiera mirarla, abrazarla o tocarla. Déjala vivir, llévame a mí, puedo reconocer ante ti lo canalla que fui, lo cruel y desalmado que hasta hoy soy, pero ella siempre ha obedecido y ha creído que lo correcto viene de mí, de su madre, o de ti, Señor. Es muy frágil, sostenla tú que ahora yo no sé qué hacer».
El dolor de mis padres era inconmensurable, tenía que reponerme.
Sin embargo...
No sería fácil.
Poco a poco el dolor de ellos iba calando en mí. Manuel me había matado, pero no podía permitir que los matara a ellos también.
Poco a poco me fui levantando. Algo me inspiró a empezar a pintar y pasé días enteros en la habitación mezclando colores, imaginado paisajes y empezando a comer... Me aferré a la vida como pude.
Hice una audición. Siempre había querido actuar, así que pese al dolor que sentía, me arriesgué. En el escenario solo rompí a llorar y me rechazaron. Aquella experiencia me hizo buscar otras escuelas de teatro, y fue así como, en el segundo intento, ingresé.
Mi vida se redujo a estudiar teatro y pintar. La actuación fue mi refugio y mis pinturas como las cuatro rueditas de los patines. Había días en que me caía y otros donde la frustración me sobrepasaba, pero jamás desistí, el tiempo nunca se detuvo, me lanzó remos para subsistir, y yo remé y remé; no sabía que lo hacía ni hacia dónde me dirigía, pero remaba sin parar. Aprendí a patinar, a nadar, viajé y decidí que no permitiría que nadie se me acercara nunca más.
O eso creí.