Читать книгу Yo era el mar y no lo sabía - Betsheba Gil Vásquez - Страница 8

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LA SUAVE BRISA SOBRE LOS ESCOMBROS


—Aló.

—Hola.

—¿Con quién hablo?

—Vincenzo Canale.

Silencio.

—Ajá.

—Betsheba, ¿eres tú?

—Sí, ella habla.

—¿No te acuerdas de mí?

Recordaba tanto, pero tanto, sobre todo su voz tan peculiarmente perfecta y sus ojos y su cabello...

—No tanto.

—Ehmmm... Yo estaba en primero de secundaria y tú en quinto.

—Ajá.

—Te escribía cartas. Te seguía. ¿Recuerdas?

—Sí...

Mi boca respondió antes que mi pensamiento. Yo lo veía detrás de mí siempre. Era tan perfecto y tan pequeñito, tenía seis años menos que yo; bueno, tiene.

—¿Sí?

—Sí.

—Bueno, te busqué en Facebook, tu nombre es único.

—Ajá.

—¿Qué tal si nos vemos uno de estos días? ¿Te provoca? No sé, ¿un café en Starbucks?

No podía creerlo, ese niño me encantaba... ¿Y si me quiere meter a Herbalife o venderme algo?

—No creo, no tengo tiempo. ¿Este es tu número? Qué tal si lo guardo y te llamo la otra semana, o te escribo y vamos viendo.

—Uhmmm... lo que pasa es que, bueno, me alegró encontrarte e hice lo primero que pasó por mi cabeza, pero... tienes razón, mejor lo coordinamos con tiempo. Tú me escribes. ¿Queda?

—Perfecto.

—Qué gusto escucharte, sinceramente.

—Oye, ¿sabes la edad que tengo, verdad?

De nuevo hablé sin pensar.

—No, ¿por qué?

—Digo no más.

—Siempre vas a ser mi amor platónico, aunque seas mayor que yo.

Qué imbécil fui, ¿por qué tuve que aclarar lo de mi edad? Todos mis miedos se activaron, las luces de alerta se encendieron, tragué saliva. Cómo voy a ser el amor platónico de alguien que no habló conmigo más que dos horas en total en toda su vida. Si lo pienso bien, nadie se enamora de mi físico sino de mi forma de ser, ¿entonces de qué me está hablando? ¡Ok!, es una broma tonta. Él continuó conversando mientras yo me abstraía en mis recuerdos y pensamientos.

—Sueña bonito. Yo voy hacer lo mismo: voy a soñar contigo —dijo, y cortó.

Nada podía ser verdad, así que no había razón para darle importancia a esa llamada.

Vincenzo fue el primer hombre que apareció después de Manuel, diría yo que el más bonito también, aunque no cabe duda de que todos siempre fueron bonitos.

Cuando se fue Manuel, no sé cómo la vida continuó. Me refiero a que no sé cómo seguí viviendo a pesar de las heridas. Estuve seis meses sin ser consciente del día o la noche, de las comidas o las amistades, me aferré a... nada, o sí, a pintar y a actuar. Qué irónico, las dos actividades que Manuel puso como condición yo no debía practicar para casarnos. Escribir no podía, por más que lo intentaba siempre terminaba llorando frente a la hoja en blanco, sentía que me desangraba cada vez que me colocaba frente a la computadora, así que solo me dediqué a pintar, actuar y vivir de mis ahorros. Me dejaba llevar por quien apareciera, no creía en mi razón pues me había fallado, así que comencé a darle chance a mi intuición y a construirme en base a mí misma. Al principio, deshacerme de lo aprendido y ser yo fue una lucha constante. Pero ¿quién era yo después de aquel golpe? La vida solo me dejó una opción: desaprender lo anterior y encontrar mi esencia... ¿Cómo lo haría?... Fue entonces que aparecieron maestros, todos nuevos, la mayoría hombres. Siempre he creído que la amistad entre varón y mujer es posible, pero entiendo que aún hoy es un tema discutible; y quizá hayan tenido que ser hombres quienes curaran la herida dejada por otro hombre.

Mis amigas andaban un poco molestas, su nivel de exigencia respecto a mi estar me sobrepasaba; mis amigos, en cambio, permanecían en silencio dejándome ser, o amándome quizá, pero, al fin y al cabo, dejándome ser.

Vincenzo fue el primer maestro que tuve. Estoy convencida de que ninguno de los hombres de los que hablaré aquí fueron conscientes de la labor que cumplieron, mas sí que sufrieron conmigo e hicieron suyo mi dolor. Al menos un tiempo y a su manera, me llenaron de amor. Y fue el amor lo que los indujo a la paciencia infinita, la conversación auténtica, la admiración genuina, y a dejarme ir cada vez que yo así lo quería.

Al día siguiente volvió aparecer Vini, como lo llamábamos en el cole. «¿Qué haces?», me preguntó por mensaje. No respondí, y un par de horas después, llamó. No contesté, solo le envié un mensaje donde le pedí que mejor habláramos en la noche porque en ese momento estaba ocupada; obviamente nada de eso era verdad. Apenas dieron las 9, Vincenzo llamó. No contesté, no entendía bien qué quería y tampoco quería saberlo. Pasaron unos días, me olvidé y él no insistió. Llegó septiembre y el cumpleaños del enamorado de mi hermana. Fuimos a su fiesta, me divertí un poco, pero en determinado momento quise volver a casa. No sabía cómo decirles sin incomodarlos pues se sentirían comprometidos a volver conmigo. Era medianoche y tenía miedo de irme sola, así que mientras iba pensando cómo salir de allí, entró la llamada de Vincenzo. Lo primero que me dijo fue: «Quiero verte hoy». Siempre he admirado a las personas que tienen el valor de hablar de frente, pues pienso que no te dan muchas opciones, es sí o es no, así que casi siempre les digo que sí, tal cual lo hice esa noche.

—¿Dónde estás? —preguntó.

—En Lince.

—Yo en Barranco, voy para allá, mándame la dirección.

Al colgar estaba nerviosa, no podía creer que él vendría por mí; es más, no sabía para qué. Me llené de emoción, así que me metí al baño para arreglarme. Estaba en eso cuando mi hermana tocó la puerta. «Ha venido un niño hermoso preguntando por ti», dijo. Salí muerta de nervios y allí lo vi, esperando a que yo saliera, recuerdo que llevaba una camisa negra, un bluejeans y un olor delicioso. Tragué saliva y me sentí la más horrible del mundo. Mi hermana nos observaba sin parpadear cuando él dijo: «Qué hermosa estás, no has cambiado nada, Betsheba», y me abrazó. Nos veíamos después de mucho tiempo, así que me dejé abrazar, y mientras permanecía abrazada, boté todo el aire contenido por hacerme la fuerte. No sé cuánto tiempo estuvimos así. Solo nos separamos cuando la mamá del cumpleañero nos ofreció unos bocaditos que ambos rechazamos para de inmediato sentarnos a conversar. Nunca había visto, hasta ese momento, a un hombre así por mí. Me observaba el cabello y luego decía que era muy brilloso; pasaba sus dedos, luego se acercaba como queriéndose ver en mis pupilas. Yo me sentía plenamente admirada, jamás me había pasado algo igual, así que traté de sobrellevarlo. Ahora que lo pienso, quizá yo lo observaba igual. Conversamos mucho, me enteré de que él había estudiado Ingeniera Mecatrónica en San Marcos, su familia se había ido a vivir a Estados Unidos, él trabajaba en una transnacional y algunas veces era modelo de algunas marcas de tablas de surf. Esa noche hablamos de música, de películas, de comidas, de política; tenía una manera tan pragmática de ver la vida, y yo fui tan pesada; no era la diferencia de edades, era mi complejidad.

Después de un rato conversando dijo:

—Vámonos, todos están tomando mucho.

—¿Y a dónde vamos?

—A donde quieras.

—Quiero ir a mi casa.

—Vamos a tu casa, entonces. ¿Te da miedo ir caminando?

—No, pero...

—Digo que me gustaría pasar un tiempo más juntos.

Salimos y empezamos a caminar, me hizo mil preguntas, reímos mucho, por ratos en mi mente se filtraba el recuerdo de Manuel y me quedaba callada. En esos momentos él preguntaba si quería que tomemos taxi para evitar el frío. Todas las veces respondí que no era necesario. Cuando llegamos a la puerta de mi casa dijo:

—Gracias por dejarme verte al fin —y se acercó con intención de besarme, a lo que yo solo atiné a bajar la mirada—. Discúlpame, no te pregunté si tenías enamorado. Tienes, ¿no? ¿Por qué te ríes?

—No es nada, me acordé cuando estábamos en el cole.

—Me gustas mucho.

—Tengo que irme.

—Solo es un beso, Betsheba.

Lo miré, pero no respondí.

—Gracias por acompañarme.

Nos miramos unos segundos y sentí su respiración cada vez más acelerada y luego su frustración al botar el aire.

—¿Nos vemos mañana? —preguntó.

—Nos vemos mañana —respondí yo.

Abrí la puerta, me acerqué, le di un beso en la mejilla y me metí a la casa.

En el transcurso de los días, Vincenzo volvió a pedirme que nos viéramos. Y no es que me hiciera de rogar, yo de verdad no podía, así que inventaba algo, él insistía un poco, luego se ausentaba.

Una noche mis tíos me invitaron al teatro, sabían que me encantaba. Al finalizar la función fuimos a comer y, finalmente, a tomar helados. Estábamos por el Óvalo de Miraflores cuando entramos a la heladería y vi a Vincenzo. Al verme se le dibujó una sonrisa divina en el rostro y, sin más, se acercó y me abrazó. Se lo presenté a mis tíos y ellos, después de una pequeña charla, optaron por irse y me dejaron con él. Vincenzo no salía de su asombro, constantemente repetía «¿Tanta suerte puedo tener?». Yo admiraba la forma en que nunca pedía explicaciones ni se molestaba, incluso si se daba cuenta de que me inventaba pretextos para no verlo. Cada vez que hablábamos por teléfono, o en las dos ocasiones que nos vimos, yo esperaba algún maltrato, alguna queja, algo que nos hiciera pelear o me asustara, y cada vez que no pasaba, me sorprendía. Esa noche llegué a pensar que la razón por la que él actuaba así era que no tenía otro interés que el amical, así que decidí entregarme poco a poco a nuestra amistad. No había nada que temer, nada que perder, además, como yo era mayor que él, en teoría, podía llevar el control de la situación. Esa fue una gran ventaja para él, ya que su supuesta inocencia y mi «vasta» experiencia me daban más confianza. Con el tiempo me di cuenta de que fue exactamente al revés. Mi edad no me había hecho más experta.

Aquella noche caminamos por San Isidro y después seguimos por el malecón de Miraflores, hasta que finalmente llegamos a su casa, que estaba a unas cuantas cuadras del malecón. Conocí a Rob, el perro más dulce que había visto en mi vida. Mi mente no estaba con Vincenzo, me invadía un sentimiento de culpa y confusión. Había llegado hasta allí, de noche, muy tarde, ¿qué seguía? Yo no estaba preparada para nada. ¿Mis cálculos de amistad me habían fallado? Parecía que sí. Trajo dos copas y una botella de vino, puso Bossa Nova y no pude evitar pensar que estaba en una degustación en algún centro comercial. La música me transportó y él se dio cuenta.

—¿De qué se ríe usted, señorita?

—Nada.

—¿No le gustó el vino?

—Me encanta.

—¿Mucho o poco?

—Mucho.

—¿Tanto como tú a mí?

—Eso no lo sé.

Vincenzo se fue acercando y yo me quedé quieta. Lo vi tan cerca, pensé que me iba a besar, pero se detuvo a oler mi rostro y mi cabello, y cuando creí que al fin me besaría, se alejó y siguió:

—Me gustas.

Silencio.

—Te he perseguido desde chiquitos, y ahora que estás frente a mí, me muero por besarte, pero no te siento conmigo. ¿Qué pasa, Betsheba?

Me quedé perpleja sin entender cómo pudo darse cuenta, no tuve reacción, solo parpadeé.

—Estás asustada, no te voy a hacer nada malo —se rio—. Tampoco nada bueno.

Sonreí.

Se acercó y me besó al fin. Era el primer hombre que lo hacía después de Manuel. Solo atiné a intentar retener mis lágrimas, y no pude. Y entonces el amor de Vincenzo alcanzó para apoyarme en su pecho y dejar que hablara toda la noche. Entre sollozos y llanto, me dejó liberarme. Todavía tengo fotografiado su rostro en mi mente cuando le dije: «Y un día antes me enteré que no me casaba, teniendo el vestido blanco, la iglesia separada, el viaje comprado y las invitaciones repartidas; mi proyecto de vida, mis hijos, se fueron con él esa noche, cuando vino a decirme que no me amaba». Vi los ojos perdidos de Vini. Cada vez que yo perdía el control, me consolaba. No hizo preguntas, me dejó hablar hasta el final y luego me abrazó con toda la ternura que pudo, mientras decía: «Vales mucho, Betsheba, vales mucho»; me lo repitió tantas veces como pudo, hasta que me quedé dormida.

Al despertar, vi que ya había amanecido y que seguíamos en el sillón, yo apoyada en su pecho. Me asusté cuando no reconocí la casa, luego vi a Rob y a Vincenzo, sentí su olor y me levanté abruptamente. Entré en crisis, no entendía cómo le había contado sobre mi humillación. Vincenzo se limitó a observarme. Después preguntó si quería bañarme. Fue en ese instante que me di cuenta de que realmente habíamos dormido esa noche, solo dormido, que él ya sabía todo sobre mi gran pesar, y que para mí eso era peor que haber tenido una relación sexual. De verdad no sabía qué hacer. Él se paró y preguntó si quería desayunar, yo respondí que quería irme a casa. Dijo que estaba bien, que llamaría un taxi. Cuando llegó, él subió conmigo, no dije nada durante todo el trayecto. Bajamos, y cuando estuvimos en la puerta de mi casa, dijo: «Duerme un poco. Te quiero». Me dio un beso chiquito en los labios y se fue.

Entré a mi cuarto con una sensación extraña, inexplicable. Había dormido en casa de un chico, la culpa me invadía, y la avalancha de pensamientos sobre mi reputación y mi buen comportamiento pudo más que yo. Felizmente era domingo, así que me puse el pijama y me metí a dormir, o al menos lo intenté. Di mil vueltas antes de resignarme y levantarme para darme una ducha. Intenté pintar, encontrar paz, y en esa búsqueda todo se fue aclarando. Tenía culpa, pero ¿por qué?, si yo no había hecho nada malo. Extrañaba a Manuel, es normal, fue el hombre con el que me iba a casar. ¿Y en el fondo? ¿Qué más había en el fondo? Me gustaba Vincenzo, y me gustaba gustarle, ¿o no le gustaba? Así estuve buen rato, hasta que descubrí que las respuestas las traería el tiempo, la experiencia y la vida misma; y en ese momento no contaba con ninguno de los tres ingredientes. Había decidido, sin darme cuenta, dejar de vivir, por tanto, carecía de experiencia. El tiempo se había detenido el día que Manuel se fue.

En la noche, después de pensar tanto y no llegar a nada, excepto terminar un cuadro, llegó Vini. Apareció muy abrigado, lo recuerdo con tanto amor porque me encanta el color verde militar y él vino con una casaca de ese color. Después de que Manuel se fue yo perdí la delicadeza para preguntar o decir cosas. Tocó la puerta, salí por el balcón y lo vi.

—Hola.

—Hola.

—Quería verte.

—¿Para qué?

Me odiaba a mí misma cuando tenía estas reacciones. ¿Cómo es qué no pienso antes de hablar?

—¿Qué?

—Nada. Ya voy, espérame.

Bajé corriendo, abrí la puerta y lo abracé para sentir su olor. Nuevamente me odié, él venía ordenadito, oliendo tan rico y yo... yo tenía las manos de colores, manchadas con el óleo, un pantalón de buzo más grande que yo, un polo blanco holgado y un pincel puesto en la cabeza a modo de sujetador de cabello; pero Vincenzo era único, observó mis manos y dijo: «A ver, qué has pintado». Cuando él hacía esas cosas, yo olvidaba todo el constructo social impuesto, y aunque ya estaba acostumbrada a hacerlo, él hacía evidente que, al menos entre nosotros, este no tenía sentido. Vini pasó a la casa y le enseñé todas mis pinturas y las fotos de las que ya había vendido. Tengo clavado en mi recuerdo su sonrisa, sus ojos asombrados y sus preguntas interminables, que me revelaban lo realmente interesado que estaba por cualquier cosa que yo le mostrara o le contara. Se quedó a tomar lonche y preparamos un queque al que le pusimos queso crema; cuento esto porque a pesar de que puede ser muy normal para algunos, para mí siempre fue un descubrimiento. Yo me asombraba con lo que él sabía, desde hacerme probar queque con queso, hasta explicarme por qué no se fue a Estados Unidos con su familia. Nuestra conversación fue interminable, por lo que terminó quedándose hasta la medianoche. Nos despedimos con un beso muy delicado y tímido, y comprendí que las circunstancias anteriores habían sido distintas: no estábamos solos en su casa y tampoco habíamos tomado una sola copa de vino.

Después de ese día dejé de temerle a Vincenzo y me entregué a nuestra amistad, me hice amiga de Rob, conocí a sus amigos, me acompañaba a comprar ropa, al cine, almorzábamos juntos algunas veces y otras cocinábamos. Vincenzo era realmente mi amigo. Yo nunca cuestioné nada, a mí me gustaba andar con él y a él conmigo, pero debo admitir hoy que yo marcaba una distancia, y aunque fuera de manera inconsciente, él me lo aclaró.

Un día antes de Año Nuevo Vincenzo vino a verme. Se apareció en mi casa con un ramo gigante de rosas rojas. Mi primer impulso fue bajar corriendo y abrirle la puerta, y así fue; pero después de hacerlo, cuando lo vi a él con todas las flores, se apoderó de mí una sensación inexplicable, nada agradable, que no pude evitar. Lejos de alegrarme, sentí malestar. Era Vincenzo, sin duda. Lo observé, lo abracé, le agradecí y las puse en el centro de la sala, y cuando pensé que lo más difícil ya había ocurrido, vino el verdadero desastre. Estoy segura de que Vini es un tipo inteligente y empático, y sabía lo que me pasaba, pero él estaba decidido y supongo que nada lo detendría. De la manera más amigable inició:

—¿Todo bien?

Asentí.

—¿Por qué nunca me llamas?

—¿Yo?

—Sí.

—¿No te llamo?

—Creo que en estos tres meses me has llamado un par de veces para confirmar la hora o avisar que vas a tardar un poco.

—No entiendo.

—Qué tal si... Betsheba...

Éramos tan amigos, teníamos tanta confianza, pero lo vi tan nervioso, no podía creerlo. Lo corté:

—Oye.

—No, escúchame.

—Vincenzo...

Me levanté para acercarme.

—Yo te quiero, Betsheba.

Actué muy tarde.

—Yo te quiero y me encanta estar contigo, nosotros deberíamos... estar juntos.

No podía creer lo que estaba pasando, me abstraje en sus ojos.

—Creo que si fuéramos enamorados podrías llamarme con mayor libertad...

No pude contener las lágrimas y me senté. Vincenzo era perfecto, pero yo no estaba preparada, sentí náuseas, empecé a toser, me puse mal, realmente mal. Manuel no estaba, pero aún existía, no me hablaba, pero estaba instalado en mi mente, vivía en mí.

Eran náuseas, no era vómito real, así que no podía huir al baño. Me quedé tosiendo un buen rato mientras él me observaba. Vincenzo también existía y era un sueño hecho realidad, pero por amor a él y por respeto al amor que empezaba a tenerme, no podía mentirnos. Me armé de valor y le dije:

—No puedo, Vini.

Su sonrisa se apagó.

—Me encanta estar contigo, verte, esperarte, saber que vendrás, pero de verdad no puedo. Es raro, es como el pastel que siempre deseaste y que por alguna razón no te atreves siquiera a tocar.

—Bet...

—Escúchame, huele bien, tiene una linda apariencia, pero no puedes.

Contuve mis lágrimas lo más que pude.

—No puedes por más que quieras... aunque quizá... pero necesito tiempo y no puedo asegurar nada... No confío en mí.

Mientras veía a Vincenzo sentado frente a mí, escuchándome con los ojos muy abiertos como siempre, recordé la sensación de tener a Manuel frente a mí, aunque esa vez era yo quien lo escuchaba con los ojos bien abiertos. De cualquier forma, no podía, y a pesar de que no se entendiera, fue un acto de amor, hoy lo sé. Con Vincenzo yo empecé a hacer lo que sentía y no lo que debía, lo que quería y no lo políticamente correcto.

—Quizá sea mejor dejar de vernos —dije, pero él no respondió.

Nos quedamos en silencio por varios minutos. Por ratos nos mirábamos a los ojos e intercalábamos con el piso o las flores. Estoy segura que fue la mejor forma de comunicarnos. Finalmente, Vincenzo se me acercó y me dio un beso en la mejilla, y como si se hubiera cansado de hablar en silencio, irrumpió:

—Tengo que irme. Las flores quedaron chiquititas frente a ti.

Hice un ademán de pararme y prosiguió:

—No te preocupes, sé por dónde ir.

Me quedé sentada, sin reacción. Dentro de mí solo sentí dolor y volví a ver la oscuridad de aquella noche en que se fue Manuel.

Silencio.

Silencio nuevamente. Luces apagadas.

Telón.

La diferencia es que ningún actor saldría a agradecer, ni las luces se prenderían ipso facto.

Estuve en silencio días enteros, noches eternas, sin pintar, sin dormir, sin cantar, solo observando, observándome, odiándome, queriéndome, reconociéndome; no sabía quién era yo, y necesitaba estar sola para descubrirlo, caminar con el dolor, probablemente, pero sola.

Si la estancia de Vincenzo fue reveladora, su ausencia lo fue más. Lo extrañaba, pero me resistí a llamarlo; él tampoco apareció, más de una vez me acosté pensando en qué debía hacer y amanecí decidida a aclarar lo que sentía por él, y por más que lo pensaba, no llegaba a nada. Supongo que es cierto que frente a la duda no hay nada, que las certezas, o lo que para nosotros es verdad, nos inducen a... Yo estaba en un mundo oscuro, con recuerdos latentes, y pese a que Vincenzo era luz, yo no estaba preparada.

Los días pasaron y no lograba olvidarlo, y como tampoco olvidaba a Manuel, decidí seguir sin ninguno; extrañando a uno, pensando en los dos.

Por ese tiempo tuve a mi cargo un grupo de mujeres por cuyo desempeño me hice acreedora a tres días y dos noches en el hotel Westin, para seguir capacitándonos y disfrutar de sus instalaciones. Evidentemente, no tenía intenciones de ir. Qué me podía a mí importar nada, qué rayos el hotel, yo a las justas si podía dormir en mi cama. Sin embargo, era un premio intransferible, es más, me fue otorgado hacía medio año, lo que significaba que, si esta vez no lo tomaba, lo perdería. Entonces recibí la llamada del gerente y asistí a una reunión que él convocó para mí, por lo que no tuve más remedio que aceptar el premio e ir esos días al Westin.

Cuando llegué al hotel nos asignaron habitaciones en pareja. Ese viernes, después de la cena, me informaron que mi compañera de cuarto no iba a llegar. No sé hasta el día de hoy quién era ella, pero de verdad deseé tanto que haya un ser humano en ese cuarto que me hablara de cualquier cosa y no me hiciera recordar la suite separada en el Country Club para mi noche de bodas. Entré a la habitación y me dispuse a dormir. Luché como pude para conciliar el sueño, pero no lo logré; llamé a mi mamá, a una amiga, y luego me quedé sola con mil preguntas sin responder, incluso llegué a olvidar que hacía allí. Hay dolores que estoy segura a todos nos ocurren en la vida, hechos a nuestra medida, y este que yo sentía, me superaba, era insufrible y no se lo deseo a nadie... estaba enamorada.

Amaneció e hice caso omiso a las llamadas, estaba decidida a irme, no quería estar allí, no tenía nada qué disfrutar. Hice las maletas nuevamente y, cuando terminé, vino a buscarme una señorita a decirme que me esperaban para almorzar. Era tan dulce y parecía tan inocente e ignorante de todo el dolor que yo llevaba, que por alguna razón accedí y solo atiné a agradecerle.

Bajé y vi que las mesas estaban enumeradas. Encontré la que tenía mi nombre y me senté; intenté departir, supongo que lo estaba haciendo bien, hasta que me llamaron para premiar mi desempeño del año anterior. Me acerqué a recibir unas flores, y estando parada en el podio, diciendo unas palabras de agradecimiento las cuales ahora no recuerdo, mientras observaba a todo mi público, me crucé con la mirada de Vini. No entendía qué hacía allí, es más, recuerdo que pensé que era alguien muy parecido a él. Proseguí con mi discurso, terminé de agradecer, me bajé y me dirigí a mi mesa. Una vez instalada ahí, volví la mirada hacía donde me pareció ver a Vincenzo, pero él ya no estaba, la silla estaba vacía, lo que quería decir que allí hubo alguien. Traté de concentrarme en la tarde de reconocimientos, pero no pude, olvidé que había decidido irme y me quedé sentada solamente para esperar que vuelva a aparecer Vini. Pero nunca apareció.

Terminó la celebración y con más ganas quise irme. Ahora, además, debía buscar un psiquiatra pues tenía serias alucinaciones. Caminé hacia mi habitación, llegué a la puerta y me di cuenta de que no sabía abrirla, es decir, la cerré al salir sin pensar en una llave, pues tampoco tenía donde insertarla y ahora, al volver, reparé que, si existía una llave, la había olvidado en la mesa. Volví a tomar el ascensor, bajé y llegué a la mesa: no había llaves, no tenía compañero de cuarto y me daba vergüenza admitir que no sabía cómo abrir esa puerta, así que me senté un rato en la sala de espera. Revisé mi celular y me di cuenta de que estaba apagado, no tenía batería. No sabía qué estaba pasando, estuve unos minutos pensando qué hacer. Al final, decidí acercarme a recepción y preguntar. Al ponerme de pie, salió a escena Vincenzo Canale. Juro que me quise volver a sentar para que no me vea, pero solo me lo quedé observando. Nos veíamos casi después de un mes. Él se acercó a saludarme y, para variar, yo no había perdido el don de hablar sin pensar.

—He perdido la llave de mi cuarto ¿Puedes creerlo?

Me dio un beso en la mejilla y luego respondió:

—Sí, sí puedo creerlo.

Sonreímos y él siguió:

—¿Qué ha pasado? ¿Qué llave?

—La de mi cuarto.

—No es con llave, es con una tarjetita que introduces en una rendija de la puerta, esta que tienes puesta en la muñeca, aquí al reverso de tu fotocheck.

Me quedé impávida.

—No puedo creerlo. No puedo creerlo. Qué vergüenza, por Dios.

Recién allí caí sentada en el sillón, mientras él se reía dulcemente. Yo no salía de mi asombro. Se sentó, me miraba, sonreía y se reía, tan fresco, tan radiante.

—Ya. No es para tanto, a cualquiera le pasa.

—Qué vergüenza.

—Te vi hace un rato.

—¡Ah, sí! Eras tú.

Empecé a tomar conciencia de todo.

—¿Qué haces acá?

—Un congreso de mecatrónica.

—¿En serio?

—No.

—¿En serio?

—No.

—Ya pues.

—Nada... fotos.

—¿De qué?

—De una marca de ternos... nos han hecho fotos, tú sabes.

Reí.

—No, no sé.

—Para la temporada otoño-invierno, usan de fondo las instalaciones del hotel.

—Me gusta más el Country Club.

—A mí también.

—Es más, creo que se vería más elegante.

—Ajá, tal cual, pero eso no lo decidimos nosotros, pues.

—¿Ya te vas?

Tomó aire para responder, lo contuvo y respondió rápidamente:

—No.

—¿No?

—¿Y esa maleta?

—Un poco de ropa.

Me confundió, tenía toda la pinta de irse. Irrumpió una voz femenina:

—¿Usted es del grupo 11810?

—Sí —respondí.

—Puede ir a su habitación a descansar o disfrutar de su tarde en el hotel, no hay capacitación en la tarde por el evento de la noche.

—¿Evento de la noche?

—La noche de gala, señorita.

—Ah, ok.

—Tiene que asistir con un vestido de noche maxi.

—¿Maxi?

Vincenzo sonrío. La señorita prosiguió, sin parpadear:

—Es decir, un vestido largo, si es posible, de color champagne.

—¿Pero por qué?

—Le enviamos un correo con veintiocho días de anticipación a todas las asistentes.

—A mí no me ha llegado.

—A ver, permítame.

Recordé: 1194 correos sin leer, si no me falla la memoria fotográfica.

—Sí, sí, perdón, sí me llegó, van a traer el vestido en unas horas, no hay problema, ¿verdad?

—¿Quién lo trae?

Me quedé en blanco.

Vincenzo respondió:

—Arturo Olarte.

—Ok. Lo apunto, ¿Que lo deje en recepción o que suba?

Seguí en blanco.

Vincenzo se apuró en responder:

—Que lo deje en recepción, por favor.

—Ok. Muchas gracias. Asimismo, le recuerdo que puede hacer uso de cualquier servicio del hotel sin ningún recargo adicional. Son la empresa con mayor productividad y gestión empresarial en el país, «Mujeres empoderando Mujeres».

Me quedé en silencio nuevamente. Vincenzo nos miró.

—Wao, no sabía.

Quise responderle «Yo tampoco», pero solo asentí cordialmente.

—Me retiro entonces, señorita.

—Muchas gracias.

—A usted.

Y se fue.

—Betsheba, no entiendo cómo no me has contado nada de esto.

—¿De qué?

—De tu empresa.

—O sea...

—¿Cómo se llama?

—Hatun Warmi

—¿Qué significa?

—Mujeres maravillosas.

—¿Y qué hacen?

Se acercó un señor con uniforme de chofer.

—¿Señor Vincenzo Canale?

—Sí.

—Lo estamos esperando.

—Ah, sí.

Vincenzo nos miró a los dos unos segundos.

—Beth, espérame.

Salió con el señor a la calle. Yo me saqué el fotocheck y comencé a pensar cómo metería aquella tarjeta en la rendija de la puerta. Me abstraje. A los minutos, Vincenzo volvió.

—¿Todo bien? ¿Qué pasó? —pregunté.

—¿Quién te va a traer ese vestido?

—¿Qué vestido?

—El que te están pidiendo.

—Ah... nadie.

—¿Por qué?

—Porque no quiero

—¿No quieres que te lo traigan?

—No leí nada, Vincenzo. No quiero ir además a esa «Noche de Gala»

—Te regalo el vestido.

—¿Qué?

—Vamos a comprarlo.

—¿Y tus fotos?

—Ya acabé.

—Vamos, lo compramos y me voy a mi casa.

—No entiendo.

—O sea, yo ya me estaba yendo, te vi y me quedé.

—¿Tus amigos ya se fueron?

—Sí, por eso vino el señor de la movilidad.

—¿Y te quedaste?

—Sí.

—Pero...

—Beth, vamos a comprar ese vestido.

—No, estás loco.

—Vamos.

—No.

—En serio.

—No.

Oye, yo también me estaba yendo.

—¿A dónde?

—A mi casa, pues.

—¿Por qué?

—Ay, ya basta, esto parece un juego.

Nos reímos.

—En serio, no quiero el vestido.

—¿No vas a ir a la fiesta?

—No quiero.

Nos miramos nuevamente, cómplices los dos, como hace un mes.

—Quiero un postre.

Vincenzo me miró extrañado.

—Hagamos uso de mi celebración real. Todo gratis.

Volvimos a reír y nos dirigimos al Salón Café.

—Espera, Betsheba, yo no puedo estar acá.

—¿Por qué?

—Tengo que ser huésped. Anda separando una mesa. Ya vengo.

—¿A dónde vas?

—Si no soy huésped, no puedo consumir, han separado estos días solo para ustedes y para los huéspedes.

—¿Cómo sabes?

—Pregunté.

—¿En qué momento?

—Apenas te vi con tus flores.

Tragué saliva.

—Ya vengo, Beth.

Estaba feliz, Vincenzo estaba allí. Comimos postres, probamos todo los que pudimos, reímos, conversamos, como cuando éramos amigos y nadie estaba enamorado de nadie. Escuchamos de lejos la premiación de mis compañeras y las disculpas que alguien debió dar por mi ausencia, mi celular seguía apagado. Exploramos cada espacio del Westin. Cuando nos intentaban parar, inventábamos excusas, él indicando la necesidad de sus fotos y yo fingiendo ser fotógrafa, él mi asistente y yo la gerente de Hatun Warmi; todos nos creían porque nosotros lo creíamos. No tuvimos ninguna foto juntos para que no duden de nuestra labor específica. Anduvimos toda la tarde, conversamos de muchos temas, ninguno mencionó algo respecto a la última vez que nos vimos, así que no hubo tensiones, fuimos luego al Salón-Bar, tomamos solo dos copas de vino cada uno, y creyendo que era mejor irme a dormir que seguir bebiendo, le dije a Vini que iba a mi habitación. Él aceptó y prometió llevarme y luego irse. Emprendimos la marcha, llegamos a la puerta y recordé que no sabía cómo abrirla. Nos miramos, él me entendió, le di la tarjeta y, como por arte de magia, se abrió.

Al ver la puerta abierta, las camas vacías, recordé el infierno que había sido la noche anterior. Por unos segundos dudé en qué hacer, si irme o quedarme. Pero Vincenzo cerró la puerta y nos quedamos mirándonos. Se fue acercando despacio, llegó a mí y me besó. No me resistí, solo me dejé llevar, era Vini, era yo, una mujer vulnerable que luchaba cada día, cada minuto, cada instante por dejar atrás sus temores y prejuicios, y que ya se había resistido mucho, además, «él era menor que yo, y siempre podía manejar la situación», quise seguir creyendo.

Me entregué al momento, no quise pensar qué era correcto o incorrecto, éramos solo los dos en el espacio deseado, en la noche más genuina, era Vini, era yo. Juro que traté de seguir, pero empecé a escuchar la voz de Vincenzo, no lo que me decía si no su voz, el sonido de su voz, mi nombre en su voz, y no pude, no pude continuar, una vez más, aunque quise, no pude, la sensación de no reconocerlo se iba apoderando de mí, toda yo me iba desvaneciendo, alejando, haciéndome consciente de que no era él a quien yo quería. Me propuse hacer un esfuerzo y fue peor, fracasé. Detuve mis movimientos sin darme cuenta, me quedé paralizada esperando que todo pase, me abstraje en mí misma, mi mente fugó.

Pausa.

Pausa en mí.

Pausa en la oscuridad.

Pausa en Vini.

Pausa en los dos.

Sentí entonces que su sonrisa infinita decayó, sentí mis lágrimas, sintió mis lágrimas, su respiración se desaceleró, su excitación se desvaneció, paró, se apartó de mí, se acostó boca arriba.

Silencio.

Me empecé a llenar de angustia, tuve miedo, me quedé inmóvil mirando a la nada.

Pausa.

Lo escuché pensar, lo vi sentir.

—Ven, échate aquí a mi lado.

No respondí, no me moví. Él se acercó. Se puso muy juntito a mí.

Silencio. Gran silencio entre nosotros dos. Había bulla afuera, pero gran silencio entre nosotros dos.

No sabía qué estaba pasando, mis lágrimas caían y yo era incapaz de calmarme, no podía parar. Él seguía callado, lo sentí pensar sin saber qué hacer, puedo jurar que le dolía mi dolor. Permanecimos en silencio un tiempo más, luego se acercó despacito y empezó a secar mis lágrimas como pudo, con sus manos, con su boca, a acariciar mi cabello como un acto involuntario pero consecutivo, hasta que por fin preguntó:

—¿Qué pasa?

Pensé tantas cosas, pero opté por decir la verdad.

—Tengo miedo.

—¿A qué?

—No sé.

De algún lado sacó mi coleta y comenzó a peinar mi cabello hasta hacerme una cola.

—No, no quiero.

Él insistió y me dejé peinar. De un salto prendió la luz. Yo estaba desnuda, así que rápidamente me tapé mientras él se sentó nuevamente en la cama.

—Apaga la luz —le pedí.

—Apágala tú.

—Por favor, apágala.

—¿A qué le tienes miedo?

—Apaga la luz.

—No, Betsheba, no la voy a apagar.

No entendía qué hacía, no sabía qué pretendía, me quedé un rato mirándolo, nuestros ojos empezaron a comunicarse. Dejé que con suavidad quitara la sábana y me ayudara a ponerme de pie para luego dirigirme hacia el ropero. Cerró la puerta y quedamos los dos desnudos frente a un espejo de cuerpo entero. Hice un ligero ademán de querer salir de allí, pero él me retuvo besando mi hombro izquierdo, después se sentó y me quedé sola frente al espejo, en ese momento la sensación de llanto nuevamente volvió.

—¿Qué ves?

No respondí y él insistió.

—¿Qué ves? Mírate.

Empecé a observarme, no reconocí mi cuerpo, era como si lo viera por primera vez. Pasados unos minutos, la sensación de llanto se esfumó. Rápidamente cogí la sábana, me cubrí y me senté a su lado sin dejar de mirarlo.

—Eres perfecta.

No supe qué responder. Entendí entonces que estaba dañada, rota por dentro. Me metí a la cama mirando hacia el lado opuesto de él, perdida. Se recostó a mi lado, me abrazó de la cintura y, besándome la cabeza, nos quedamos dormidos.

Al amanecer lo vi acostado todavía a mi lado y me sentí ridícula del numerito que había armado la noche anterior. Traté de no moverme e intenté jalar algo para vestirme, pero lo desperté. Nos miramos. Me moría de vergüenza y parecía que él tampoco sabía qué hacer, así que me cubrí y fui al baño, no le di tiempo de nada. Entré y me quedé impresionada con todo lo que venía ocurriendo, supongo que debí abrir la ducha para que no pareciera que lo estaba esperando. En ese momento tocó la puerta.

—¿Te vas a bañar?

—Sí

—¿Quieres que nos bañemos?

Sonreí.

—Sí.

Vincenzo fue el tipo más dulce, paciente e inteligente que conocí. Anduvimos unos meses juntos, y creo que no pude tener mejor couch que él en esos tiempos en que andaba con el alma partida y el corazón deshecho. Se compró lío ajeno y pagó alto costo. Estoy segura de que intentamos lo que pudimos y por eso guardo el mejor recuerdo de él, un hombre constante, generoso y frontal. Lo que más admiro de Vini es su capacidad para curar mis heridas cuando sangraban, sabía las raíces de mi dolor y mi angustia, y aunque él no quiso dejarme, tuve que hacerlo yo. Nos arriesgamos los dos, pero yo no estaba preparada aún.

Yo era el mar y no lo sabía

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