La Catedral
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Blasco Ibáñez Vicente. La Catedral
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Отрывок из книги
Desde los tiempos del segundo cardenal de Borbón, era el señor Esteban Luna jardinero de la catedral, por derecho que parecía vinculado en su familia. ¿Cuál fue el primer Luna que entró al servicio de la Santa Iglesia Primada? El jardinero, al hacerse esta pregunta, sonreía satisfecho, y sus ojos miraban a lo infinito, como queriendo abarcar la inmensidad del tiempo. Los Luna eran tan antiguos como los cimientos de la iglesia. Habían ido naciendo las diversas generaciones en los aposentos del claustro alto, y cuando el ilustre Cisneros aún no había construido las Claverías, los Luna vivían en las casas inmediatas, como si no pudiesen existir fuera de la sombra de la Primada. A nadie pertenecía la catedral con mejor derecho que a ellos. Pasaban los canónigos, los beneficiados y los arzobispos; ganaban la plaza, morían, y otro al puesto; era un desfile de caras nuevas, de señores que venían de todos los rincones de España a sentarse en el coro para morir años después, dejando la vacante a otros advenedizos; y los Luna siempre en su puesto, como si la antigua familia fuese una pilastra más de las muchas que sostienen el templo. Podría ser que el arzobispo que un día se llamaba don Bernardo, se llamase al año siguiente don Gaspar y al otro don Fernando; lo imposible e inverosímil era que la catedral pudiese existir sin tener algún Luna en el jardín, en la sacristía o en el crucero, acostumbrada durante tantos siglos a sus servicios.
El jardinero hablaba con orgullo de su estirpe: de su noble y desgraciado pariente el condestable don Álvaro enterrado como un rey en su capilla detrás del altar mayor; del papa Benedicto XIII, altivo y tozudo como todos los de la familia; de don Pedro de Luna, V de su nombre en la silla arzobispal de Toledo, y de otros parientes no menos ilustres.
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–Le llama el pulpito—decían en el jardín de la catedral—. Siente el fuego de los apóstoles. Tal vez sea un San Bernardo o un Bossuet. ¡Quién sabe adonde irá a parar ese muchacho…!
Uno de los estudios que más apasionaban a Gabriel era el de la historia de la catedral y de los príncipes eclesiásticos que la habían regido. Surgía en él el amor vehemente de los Luna por aquella giganta que era su eterna madre. Pero no la admiraba a ciegas; como todos los suyos: quería saber el por qué y el cómo de las cosas; comprobar en los libros las noticias vagas oídas a su padre con más carácter de leyenda que de hechos históricos.
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