Читать книгу La araña negra, t. 8 - Висенте Бласко-Ибаньес, Blasco Ibáñez Vicente - Страница 3
OCTAVA PARTE
JUVENTUD A LA SOMBRA DE LA VEJEZ (CONTINUACIÓN)
VIII
Trato cerrado
ОглавлениеEl hermano que desempeñaba junto al padre Tomás el cargo de doméstico de confianza dijo al elegante joven que esperaba en la antecámara:
– Señor Ordóñez; el revendo padre dice que ya puede usted pasar.
Paco Ordóñez entró en el despacho del poderoso jesuíta con el mismo aplomo que si estuviera en su propia casa.
Siempre que entraba allí, su ojo certero de inteligente en materias de lujo y “confort” no podía menos de irritarse a la vista de aquellas paredes polvorientas, con el papel rasgado en flotantes jirones, los muebles viejos, construídos con arreglo a la moda de principios de siglo, y aquellos innumerables armarios atestados de panzudas carpetas verdes, que apenas si lograban contener tan inmensa cantidad de papeles.
Percibíase allí ese olor húmedo y pegajoso de sacristía que forma el ambiente de todas las habitaciones cuyos balcones se abren muy de tarde en tarde para dejar franco el paso al aire exterior.
Ordóñez, por el instintivo impulso de la costumbre, lanzó una mirada a la larga fila de armarios que rozaba al pasar. Los estantes, arqueados por un peso que soportaban tantos años, parecían próximos a romperse, como si no pudieran sufrir por más tiempo la inmensa carga de papeles rotulada y numerada.
– ¡Diablo! – se dijo el joven – . Conozco bien lo que este archivo significa. Aquí está, como en conserva, la conciencia de media humanidad.
El padre Tomás, sentado a la gran mesa de roble, seguía escribiendo, sin levantar la cabeza, como si no se hubiera apercibido de la presencia de Ordóñez, y únicamente cuando éste, plantándose a pocos pasos de él, obstruyó con su cuerpo la luz que caía sobre los papeles en que escribía el jesuíta, sin salir de su mutismo, hizo un gesto como indicándole que se sentara y esperase en silencio.
Transcurrieron algunos minutos sin que nada turbase la calma sepulcral de aquel vasto edificio, en el que se adivinaba la existencia de una omnipotente voluntad, que gobernaba sin trabas y era obedecida automáticamente.
Por fin, el padre Tomás dejó de escribir, y, fijando su aguda mirada en Ordóñez, que seguía contemplando con ojos burlones el aparato anticuado y polvoriento de aquella gran sala, comenzó la conversación.
– ¿Cómo va, pollo? ¿Qué tal es la situación que atravesamos?
– Mal, muy mal, reverendo padre; y de seguro que si usted no viene en mi auxilio, como otras veces, y me salva del naufragio, soy hombre perdido por completo. Por eso me he apresurado a venir a verle apenas recibí su aviso, esperando que usted con ese talento y esa bondad que nadie como yo le reconoce, sabrá salvarme.
– Lo que hoy te sucede es la consecuencia lógica de esa vida de escándalo y despilfarro que tanto amargó en los últimos años la vida de tu difunto padre. Paco, has sido muy calavera.
– Me ha gustado divertirme; no lo niego.
– Has derrochado una gran fortuna.
– Hoy, en cambio, vivo sin rentas, conservando el mismo boato que cuando era rico. Ya ve vuestra paternidad que para esto se necesita algún ingenio.
– Tienes más acreedores que todos los calaveras de Madrid juntos.
– Tampoco lo niego; pero cuento con la protección de usted, que es para mí un padre cariñoso, y que con su influencia sabe sacarme de todas las situaciones difíciles. Sin usted, ¿dónde estaría yo a estas horas?
– En presidio; no lo dudes, joven atolondrado. Has cometido verdaderas locuras; con tal de adquirir dinero, no has vacilado en firmar cuantos papeles te han presentado, sin fijarte, las más de las veces, en su contenido; si yo he podido salvarte hasta ahora de la deshonra, no sé si en adelante seré tan afortunado. Por esto creo que ya es tiempo de que pensemos en tu porvenir. Ya ves que no puedo interesarme más de lo que lo hago en beneficio de un joven pervertido, y que ningún honor proporciona al que lo protege. Este interés que me tomo, no es porque tú te lo merezcas, sino porque pienso en tu padre, que fué gran amigo mío, y quiero rendir tal tributo a su memoria.
Ordóñez, que era un hábil farsante, al oir el nombre de su padre creyó del caso conmoverse afectando profunda confusión; pero pronto recobró su aspecto natural, al ver que el jesuíta no hacía caso de sus gestos forzados, que fingían contener unas lágrimas imaginarias.
– Reverendo padre; yo, por mi propio interés, deseo regenerarme y encontrar un medio para salir de esta situación en que me encuentro. Estoy cansado de la agitada vida de calavera, y crea usted que con mucho gusto me convertiría en un hombre honrado y de costumbres tranquilas, si es que encontraba una ocasión favorable para cambiar de estado. A mí me convendría casarme.
Dijo estas últimas palabras Ordóñez, bajando los ojos con modestia y afectando la sencillez del que habla sobre un acto que cree irrealizable; pero el padre Tomás clavó inmediatamente en él su aguda mirada, diciéndose interiormente que aquel grandísimo tuno le había adivinado y tenía prisa en llevar la conversación al terreno de su conveniencia.
El jesuíta, al convencerse de que su protegido había adivinado ya parte de sus planes, no quiso divagar más tiempo, y bruscamente le preguntó:
– Y bien, ¿cómo están en casa de la baronesa de Carrillo? ¿Vas por allí con mucha frecuencia?
Ordóñez sonrió con ingenuidad y contestó con expresión intencionada:
– Desde que tanto empeño se mostró en presentarme a la baronesa, comprendí que algo bueno para mi porvenir podría encontrar en aquella casa, y desde entonces la visito con asiduidad, y encuentro que allí se pasan las horas muy agradablemente. Hay, sin duda, una Providencia, a la que estoy muy agradecido, porque vela por mí y me señala los puntos donde puedo encontrar la salvación para mi porvenir.
Y al decir esto, el joven sonreía intencionadamente, y miraba con fijeza al jesuíta, el cual, con su rostro impasible, demostraba no darse por aludido.
– ¿Resultas muy simpático en aquella casa? – le dijo el padre Tomás – . A mí la baronesa me habló el otro día muy bien de ti.
– ¡Oh! En cuanto a la baronesa, todo va perfectamente. Demuestra tenerme mucha afición y me oye con gusto. La sobrina es la que no me distingue tanto. No creo que llegue hasta serle antipático, pero, por lo menos, le resulto un tipo indiferente.
– Pues es un mal, querido Paco.
– Así lo creo yo también. Esa indiferencia puede dar al traste con mi porvenir, con esa regeneración que usted, como protector bondadoso, ha soñado para mí. ¿No es esto, reverendo padre?
El jesuíta sonrió bondadosamente.
– ¡Ay, qué diablo de muchacho! – exclamó – . ¡Cuan listo eres! Inútil es ya ocultarte mi pensamiento. Yo pensaba casarte con María Quirós, una buena muchacha, un ángel, al lado de la cual, forzosamente habrías de regenerarte. Además, con esta unión salvarías tu porvenir, pues la sobrina de la baronesa es muy rica; tiene una fortuna de más de nueve millones de pesetas. Por esto hice que te presentaran en la casa, y ahora que hace ya más de cinco meses que la frecuentas, deseaba enterarme por ti mismo de los progresos que has hecho en ella. Pero veo, con pesar, que has adelantado poco. No me extraña. Vosotros, los calaveras, acostumbrados a las conquistas fáciles, aficionados a los amores impúdicos que nacen, crecen y mueren en el espacio de un día, no sabéis interesar el corazón de una joven honrada y sencilla. Estáis corrompidos, y vuestro hálito parece como que avisa a la mujer inocente a quien os dirigís.
Ordóñez reía cínicamente al escuchar estas últimas palabras.
– ¡Bah! ¡Bah! – dijo interrumpiendo sus carcajadas – . Parece, reverendo padre, que esté usted predicando un sermón. Tiene gracia eso del hálito corrompido… A un hombre como yo, le es fácil conquistar una joven como la sobrina de la baronesa. Más difíciles que ella han caído. Lo que hay, cuando me mira con tanta indiferencia, a pesar de mis obsequios e insinuaciones, es que su corazón debe estar ocupado por algún otro hombre más feliz.
– Bien pudiera ser – dijo sonriendo el jesuíta – . Veo que sabes apreciar las mujeres.
– Hace tiempo que estoy convencido de la existencia de un rival, y lo que me desespera es no poder adivinar quién sea éste. No hay que pensar en los otros hombres que entran en la casa, colección de vejestorios que van a hacer la tertulia a doña Fernanda. El hombre amado debe estar fuera de la casa, y yo, por más que busco, no puedo saber quién es. No sé por qué, me dice el corazón que esa lagartona de doña Esperanza es la que lo sabe todo; pero, por más que me protege y parece estar a mi favor, no quiere hablar.
– Y no hablará, tenlo por seguro; no hablará, a pesar de su locuacidad característica, hasta que se le dé permiso para ello.
– También lo creo yo así, y estoy convencido de que ella sólo dirá lo que vuestra paternidad quiera, pues usted, seguramente, es el que sabe quién es el incógnito novio de María y el que puede lograr que yo sea el marido de la sobrina de la baronesa.
El jesuíta quedó silencioso y reflexionando, con la cabeza inclinada sobre el pecho, y, tras una larga pausa, comenzó a hablar sin levantar los ojos:
– Mira, Paco; ha llegado ya el momento de que hablemos claro y pensemos francamente en tu porvenir. Voy a decirte cuál es mi pensamiento. Como te quiero y veo que es imposible sostenerte por más tiempo en esa vida de trampas y aventuras que llevas, pensé salvar tu situación buscando una heredera rica con quien casarte, y fijé mis ojos en María Quirós. Sabía bien, al hacer que te presentasen a la familia, que no conseguirías interesar el corazón de la joven. Esta hace tiempo que ama a un hombre a quien conoció siendo niña, allá en un colegio de Valencia, y no era lógico esperar que abandonase su primer amor, para ir a encapricharse de ti, joven gastado, de mala fama y que hasta en el rostro llevas, las marcas de tus desórdenes.
Ordóñez hizo un movimiento de sorpresa y torció el gesto como ofendido por tan rudas palabras, pues tenía pretensiones de belleza y creía que ciertos afeites ocultaban en su rostro las huellas que había dejado la lepra del vicio. El jesuíta no hizo caso de este movimiento y continuó:
– Mi intención, al pedir que te presentasen a la familia, era únicamente lograr que te hicieses simpático a la baronesa, lo cual no era difícil, y al mismo tiempo que adquirieses cierta amistad con la sobrina, mostrándote a sus ojos como un hombre enamorado hasta la locura, que, a pesar de todos los desprecios y frialdades, sigue resignadamente adorando al objeto de su pasión.
– Esa es precisamente mi situación actual. La tía me adora y en cuanto a la sobrina, me considera como un ser insignificante; aunque bien considerado, allá en el fondo de su corazón, debe profesarme esa gratitud que toda mujer siente por el hombre que le ama, aunque no esté dispuesta a aceptar su pasión.
– Me alegro que así sea. Ha llegado el momento, querido Paco, de que nos entendamos. Tú serás el marido de esa joven, si es que yo quiero.
– Siempre lo he creído así. Conozco el poder de vuestra paternidad y la influencia que tiene en aquella casa, y sé que si se empeña, antes de unos cuantos meses habrán terminado los amoríos de María con su desconocido novio y yo podré casarme con ella. Ahora, reverendo padre, sólo faltan las condiciones, pues cuando usted plantea de tal modo la cuestión, seguramente que algunas quiere imponerme.
– Tienes el raro don de adivinar lo que uno piensa. Efectivamente, quiero imponerte condiciones, pues un hombre como yo, un sacerdote que por mi augusto ministerio estoy encargado de velar por la virtud, no puedo consentir que un calavera como tú, que aunque ahora manifiestas propósitos de enmienda, puedes recaer, en tus antiguas locuras, se apodere de la fortuna de una joven inocente y la derroche como derrochaste el caudal que te dejaron tus padres. Mis condiciones son éstas: al casarte con María gozarás de las rentas de su colosal fortuna, y, además, yo me encargaré antes de que contraigas matrimonio, de poner en claro tu situación, pagando a tus numerosos acreedores. Serás rico, vivirás en la opulencia; pero te guardarás muy bien de inducir a María a que retire la más pequeña parte de los millones que tiene depositados en el Banco. Mientras viva ella serás millonario, y si por desgracia muriese antes que tú, entonces no has de oponerte a que su fortuna pase toda a manos de la baronesa.
– ¿Y si tengo hijos? – preguntó con curiosidad Ordóñez.
– ¡Bah! – contestó el jesuíta con escéptica sonrisa – . Hombres tan gastados y corrompidos como tú no tienen hijos, y si por un capricho de la Naturaleza llegan a tenerlos, la sangre que llevan en sus venas es suficiente para envenenar su breve existencia; quedamos, pues, en que hay que descontar esta circunstancia. ¿Aceptas mis condiciones?
El joven calavera parecía dudar, y el jesuíta continuó, sin esperar su contestación:
– Hago todo esto en interés tuyo. Si no contraes este matrimonio, dentro de poco la inmensa balumba de acreedores caerá sobre ti, y tienen motivo más que suficiente para conducirte a la cárcel. Si aceptas, puedes salvar tu nombre de la deshonra y al mismo tiempo vivir con ese boato que tanto te place, gozando una posición sólida y segura. No puedo prometer más. Sería un crimen injustificable a los ojos de Dios el que yo no te impusiera estas condiciones, pues mi conciencia tendría que dar estrecha cuenta, después de haber entregado una joven honrada y rica en manos de un calavera capaz, si no se le pone freno, de devorar las mayores fortunas del mundo. No puedo hacer más por ti. Piensa bien que nada pierdes al aceptar estas condiciones y que ganas mucho saliendo de tu actual situación y asegurándote el vivir en adelante en medio de la mayor opulencia. Además, si muriera María, y su fortuna pasase a manos de la baronesa, tú no te hallarías desamparado; pues siempre me encontrarías a mí y a la Compañía dispuestos a protegerte. Con que decídete. ¿Aceptas?
El joven aún reflexionó largo rato. Repugnábale el aceptar de un modo tan condicional aquella fortuna, lo que equivalía a tener perpetuamente como vigilante administrador al padre Tomás; pero pensó al mismo tiempo en su situación apurada, en aquel tropel de acreedores rabiosos con que le amenazaba el jesuíta, en la cárcel que podía tragarle para siempre, y deseoso de seguir gozando el halago de la riqueza, sin el cual no comprendía la vida, se decidió a aceptar, violentando su voluntad, y con la misma decisión del fugitivo que, con tal de librarse de sus perseguidores, se lanza en un precipicio cuyo fondo ignora.
– Acepto, reverendo padre. Queda cerrado el trato.
El jesuíta estaba seguro de esta determinación, así es que no hizo el menor movimiento al ver aceptada su propuesta.
– Te casarás con María – dijo con la rígida frialdad del que está seguro de su poder – . Yo lograré romper esos amores que tanto preocupan ahora a esa joven, y poco he de poder, o también he de alcanzar que ella te ame. Quiero que seáis felices, y mi conciencia gozará de dulce tranquilidad al ver realizada una obra tan hermosa como es regenerar a un pervertido como tú, creando al mismo tiempo una familia cristiana. Unicamente he de advertirte que estás muy equivocado si piensas engañarme en lo futuro.
– ¡Yo, reverendo padre! – exclamó el joven ruborizándose, como si el jesuíta hubiese adivinado su pensamiento.
– Tal vez hayas creído posible engañar mi santa previsión el día en que te encuentres casado. Entonces, aprovechando un descuido mío, podías inducir a tu esposa a que enajenase una parte de su fortuna para tus locos despilfarros, y como yo no soy miembro de la familia ni tengo realmente ningún derecho para intervenir en esas cuestiones íntimas, gozarías de completa impunidad y volverías a repetir el juego cuantas veces lo permitiese la inexperiencia y la buena fe de María. Pero vas equivocado si crees posibles tales desmanes; por tu propia conveniencia te advierto que te tendré cogido segura y fuertemente. Conozco todas tus trampas, tus sucios negocios. Antes de un mes habré pagado a tus acreedores; pero será con la condición de utilizarlos contra ti cuando yo quiera. Has tomado dinero firmando escrituras de depósito, has percibido préstamos sobre fincas que ya no eran tuyas, has cometido toda clase de repugnantes estafas que no quiero repetir ahora por no avergonzarte, y, en una palabra, con menos motivos que tú hay muchos centenares de hombres en presidio. El día en que faltes a lo convenido aquí, el día en que me irrites con nuevas canalladas, ten la seguridad de que inmediatamente lloverán en los Tribunales muchas denuncias contra ti, por estafador y falsario, y no confíes en el auxilio de la influencia que puedas tener por tus amigos, pues contra la Compañía de Jesús no valen recomendaciones, y si la rectitud de la Justicia ha de torcerse, seguramente que será en favor de la Orden y nunca en contra. Piensa, pues, bien a lo que te expones, no obedeciéndome. Si eres fiel a mis órdenes vivirás feliz y en la opulencia; si te rebelas, morirás en un presidio. Ya conoces mi carácter y sabes que cumplo cuanto digo.
Ordóñez había escuchado con marcado sobresalto estas amenazas que profería el terrible jesuíta, sin que se descompusiera en lo más mínimo la impasibilidad de su rostro.
Estaba en lo cierto el padre Tomás al decir que le tenía cogido fuerte y seguramente. Era imposible el ser ingrato y faltar a los compromisos después del casamiento, y forzosamente había de marchar unido a la pesada protección del padre Tomás.
Pero esto no le hacía cambiar de propósitos, pues en su situación era imposible rebelarse. Estaba decidido a casarse con María y a no faltar a las condiciones que le exigía el padre Tomás.
– ¡Oh, reverendo padre! Hace usted mal en dudar de mí. Estoy demasiado agradecido a su benévola protección para que intente serle infiel. Mándeme como guste, que obedeceré inmediatamente.
Después de estas seguridades que el joven dió al jesuíta, extremándose en demostrar su desinterés, ya que le era imposible engañarlo, los dos siguieron conversando sobre el asunto que tanto les interesaba, o sea el lograr que María abandonase a su antiguo novio para admitir el amor de Ordóñez.
Al cuarto de hora de conversación, el joven calavera comprendió que estaba estorbando en sus ocupaciones al poderoso jesuíta, y se apresuró a retirarse.
– Con que quedamos, reverendo padre – dijo Ordóñez abandonando su acento – , en que usted se encarga de quitarme de en medio el estorbo de ese amante desconocido.
– Eso es. Permanece tranquilo, que no tardaremos en vernos libres de ese obstáculo.
– ¿Y yo que hago entretanto?
– Seguir visitando a la baronesa y haciendo el amor a María. Ten calma, que tal vez llegue un momento en que, despechada y herida en su amor propio esa joven, te recuerde tus anteriores declaraciones de amor y solicite que la hagas tu esposa.
– ¡Je, je! Tendría gracia verme solicitado por una señorita. Sería el mundo al revés. Y todo es posible si usted se empeña; le reconozco poder para eso y mucho más.
– Lo importante es que al casarte no olvides que tú sólo eres un usufructuario de la fortuna de tu mujer, y que si ésta muere, sus millones deben pasar a la tía. Ya sabes por donde te tengo cogido. O la obediencia ciega, o el presidio.
Ordóñez hizo un signo de afirmación, como dando a entender que estaba sobradamente convencido de que el padre Tomás era hombre que cumplía sus amenazas.
– Seré fiel a la palabra que doy, reverendo padre. Creo que no tendrá usted el menor motivo de descontento.
Ordóñez tenía ya el sombrero en la mano, y el jesuíta se levantó de su asiento para despedirle.
– Ten calma y confianza. La viuda de López te ayudará en el asunto; y además, aquí estoy yo.
Después sonrió amablemente el jesuíta, como si nada hubiera ocurrido, y tendió su mano al joven, que la estrechó con efusión.
– Estamos ya entendidos… ¿Trato hecho?
– Trato cerrado, reverendo padre.