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CAPÍTULO CINCO

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En retrospectiva, Mackenzie acabó deseando que se hubiera quedado a pasar la noche en Omaha y que hubiera venido al condado de Morrill con la luz del nuevo día. Atravesar la pequeña localidad de Belton a las 12:05 de la medianoche le dejaba a uno sin aliento. Apenas había otro coche por la carretera y las únicas luces que se podían vislumbrar eran las farolas que había en la calle principal y unos cuantos signos de neón en los ventanales de los bares y el lugar que Mackenzie estaba buscando, el único motel del pueblo.

Belton tenía una población de algo más de dos mil habitantes. Estaba formada principalmente de granjeros y trabajadores de una fábrica textil. Los negocios familiares eran la esencia del lugar porque no había empresas más grandes que se atrevieran a probar suerte en esta parte del estado. Cuando ella era niña, un McDonald’s, un Arby’s, y un Wendy’s intentaron hacer negocio en la calle principal, pero cada uno de ellos había desaparecido en menos de tres años.

Consiguió una habitación de hotel tras recibir una mirada lujuriosa no demasiado sutil del brusco anciano que estaba empleado en la recepción. Una vez desempacó su única bolsa y cuando el día ya le había agotado, llamó a Ellington antes de apagar las luces. Como siempre atento, respondió al segundo tono. Sonaba tan cansado como se sentía.

“Por fin llegué,” dijo ella, sin molestarse en decir ni hola.

“Muy bien,” respondió Ellington. “¿Cómo te encuentras?”

“Asustadísima. Supongo que es un lugar extraño que visitar de noche.”

“¿Sigues pensando que esta fue la mejor manera de manejarlo?”

“Claro. ¿Y tú?”

“No lo sé. He tenido algo de tiempo para pensar en ello. Quizá hubiera debido ir contigo. Esto es más que un simple caso para ti. También estás intentando desprenderte de parte de tu pasado. Y si te quiero, y así es, debería estar allí en esta ocasión.”

“Pero, primeramente, se trata de un caso,” dijo ella. “Antes de nada tienes que ser un buen agente.”

“Claro, me digo eso a mí mismo una y otra vez. Suenas agotada, Mac. Duerme algo. Es decir, si todavía puedes dormir sola.”

Mackenzie sonrió. Hacía casi tres meses desde que habían empezado a compartir una cama de manera habitual. “Habla por ti,” dijo ella. “Acabo de ser avasallada por la mirada de un empleado de recepción particularmente ajado.”

“Utiliza protección,” dijo Ellington con una carcajada. “Buenas noches:”

Mackenzie colgó el teléfono y se desnudó, quedándose en ropa interior. Durmió encima de las mantas, negándose a arriesgarse a dormir entre las sábanas de un motel en Belton. Pensó que le llevaría siglos quedarse dormida, pero antes de que la soledad y el silencio del pueblo al otro lado de la ventana tuvieran suficiente tiempo para aterrarla de verdad, le sobrevino el sueño y se la llevó hasta sus profundidades.

***

Su alarma interna le despertó a las 5:45 pero la ignoró y volvió a cerrar los ojos. No tenía ninguna agenda que la presionara y, además de eso, no podía recordar la última vez que se había permitido quedarse remoloneando en la cama. Se la arregló para volver a quedarse dormida y cuando despertó de nuevo, eran las 7:28. Salió rodando de la cama, se duchó y se vistió. Ya estaba saliendo por la puerta para las ocho y, al instante, dedicada a la caza de un café.

Pilló una taza junto con una galleta con salchicha en un pequeño restaurante de carretera que llevaba en pie más tiempo del que podía recordar. Lo había frecuentado con sus amigos cuando iba a la escuela secundaria, sorbiendo batidos de leche hasta que cerraba el garito a las nueve todas las noches. Ahora el lugar no parecía más que un vertedero grasiento, una mancha sobre cómo ella recordaba su adolescencia.

No obstante, el café era intenso y delicioso, el tipo apropiado de combustible para empujarla por la Autopista 6 hacia una franja de tierra donde en cierto momento había residido. A medida que se aproximaba, se dio cuenta de que podía recordar con facilidad la última vez que había pasado por aquí. Había venido en compañía de Kirk Peterson, el ahora amargado investigador privado que se había tropezado con el caso de su padre cuando habían matado a Jimmy Scotts.

Por eso, cuando la casa apareció en su campo de visión al entrar al patio del garaje, no le sorprendió demasiado lo que vio. Un techo en deterioro parecía amenazar con tirar abajo toda la pared de atrás. Los hierbajos alrededor del lugar lo habían invadido todo y el porche delantero se parecía a algo que hubieran sacado de una película de miedo.

La casa de los vecinos también estaba vacía. Parecía encajar que no hubiera otra cosa a los lados de las casas más que bosque. Quizá algún día el bosque acabara por penetrar más adentro y se tragara las viejas casas abandonadas.

No me molestaría en absoluto, pensó Mackenzie.

Aparcó su coche en el fantasma de patio del garaje y se apeó del coche al aire de la mañana. Con la autopista a sus espaldas y los bosques por delante, el lugar estaba en silencio y serenidad. Podía escuchar los cánticos de los pájaros en los árboles y el tintineo del motor de su coche mientras se enfriaba. Atravesó el silencio, hasta llegar a la puerta principal. Sonrió al ver que la habían tirado de una patada. Recordaba haberlo hecho cuando vino aquí con Peterson. También podía recordar la maliciosa clase de satisfacción que había obtenido del acto.

En el interior, todo estaba igual que lo había encontrado hace poco más de un año. Sin muebles, ni pertenencias, ni gran cosa en absoluto. Grietas en las paredes, moho en la alfombra, el olor a viejo y a desidia. Aquí no había nada para ella. Nada nuevo.

Entonces ¿por qué demonios estoy aquí?

Sabía la respuesta. Sabía que era porque entendía que sería la última vez que la vería. Después de este viaje, jamás se volvería a permitir molestarse por esta maldita casa. Ni en sus recuerdos, ni en sus sueños, y sin duda alguna, tampoco en su futuro.

Caminó con lentitud por la casa, echando una ojeada a cada habitación. La sala de estar, donde su hermana, Stephanie, y ella, habían visto Los Simpsons y habían acabado prácticamente obsesionadas con los Expedientes X. La cocina, donde su madre rara vez había servido nada que valiera la pena excepto por la lasaña de la que había encontrado la receta en un paquete de pasta. Su dormitorio, donde había besado a un chico por primera vez y había dejado a otro que le desnudara por primera vez. Había cuadrados en sus paredes que estaban ligeramente descoloridos respecto al resto de la pintura; ahí era donde habían estado colgados en su día sus posters de Nine Inch Nails, Nirvana, y PJ Harvey.

El cuarto de baño, donde había llorado un poquito después de tener su primer periodo. El diminuto lavadero, donde había tratado de quitarse de la blusa el olor a cerveza derramada una noche que había vuelto muy tarde a casa cuando solo tenía quince años.

Al final del pasillo estaba el dormitorio de sus padres—un dormitorio que le había estado acechando en sueños durante demasiado tiempo. La puerta estaba abierta, la habitación esperándola. No obstante, ni siquiera entró a la habitación. Se quedó de pie en el umbral de la puerta, con los brazos cruzados sobre su pecho mientras miraba al interior. Con el sol de la mañana penetrando por las ventanas agrietadas y polvorientas, la habitación parecía tener una cualidad etérea. Era muy fácil imaginarse que el lugar estaba encantado o maldito, aunque ella sabía que nada de eso era cierto. Un hombre había muerto en esta habitación, su sangre seguía en la moqueta. Pero lo mismo se podía afirmar de muchas otras innumerables habitaciones por todo el mundo. Esta no era más especial que aquellas habitaciones. ¿Por qué debería tener tanto peso en su vida?

Puedes pensar que eres dura y cabezota si quieres, habló alguna parte más sabia dentro de ella. Pero si no solucionas este caso en esta ocasión, esta habitación te perseguirá por siempre. Será mejor que te pegues al suelo y que levantes una verja de cárcel a su alrededor.

Dejó ese umbral y salió afuera. Caminó alrededor de la casa hasta la parte trasera, donde estaba la única entrada a la bodega. Encontró la vieja puerta retorcida en su marco y fácil de abrir. Pasó al interior y casi grita cuando vio una serpiente verde deslizándose por una de las esquinas. Se rió de sus temores y entró al polvoriento espacio. Apestaba a tierra vieja y a cosas extrañas y amargas. Era un lugar olvidado con telas de araña y polvo acumulado por todas partes. Tierra, polvo, moho, óxido. Era difícil de imaginar que este era el mismo lugar donde en cierto momento se había sentido emocionada de aventurarse cuando llegaba la hora de sacar su bicicleta en primavera y de andar con ella por el patio. Había sido donde su padre guardaba la cortadora de césped y la desbrozadora, donde su madre guardaba todos los frascos de vidrio para hacer sus mermeladas y sus gelatinas.

Abrumada por los recuerdos y el olor a rancio, Mackenzie volvió a salir afuera. Se puso de camino a su coche, pero fue incapaz de irse por el momento. Como un fantasma aburrido, volvió a entrar a acechar el espacio. Caminó hasta el final del pasillo, de vuelta a la habitación de sus padres. Se quedó mirando fijamente a la habitación, poco a poco comenzando a entender la ruta que había que tomar. Había estado más cerca de ella la noche anterior, cuando entraba con el coche a Belton y solo quería que se acabara el viaje. Esta vieja habitación vacía no guardaba para ella nada más que recuerdos macabros.  SI quería hacer progresos de verdad en el caso, iba a tener que hacer algo de espeleología.

Iba a tener que lanzarse a las calles del pueblo del que, de adolescente, se había temido que jamás pudiera escapar.

***

Se había mantenido tan alejada de Belton una vez consiguió un trabajo con la policía estatal a los veintitrés años que los años le habían sustraído el conocimiento. No tenía ni idea de qué negocios seguirían aún abiertos. Tampoco tenía ni idea de quién había muerto y quién se las había arreglado para llegar a sus años dorados de la vejez.

Por supuesto, hacía menos de doce años que estaba alejada de Belton, pero un solo año tenía una manera curiosa de causar caos en un pueblecito—ya fueran las finanzas, los bienes raíces, o las muertes. Pero también sabía que los pueblecitos tendían a mantenerse arraigados en la tradición. Y esa es la razón de que Mackenzie condujera al almacén local de provisiones de granja al extremo oriental del pueblo.

El lugar se llamaba Atkins Provisiones para Granjas y Tractores y en cierto momento, mucho antes de que hubiera nacido Mackenzie, había sido el centro de negocios del pueblo. Al menos esa era una de las historias que le había contado su padre. Ahora, la verdad, era un fantasma de su antiguo esplendor. Cuando Mackenzie era una niña, el lugar ofrecía prácticamente todos los cultivos que pudiera desear un granjero (especializándose en maíz como la mayoría de los lugares en Nebraska). También había vendido equipo de granja, accesorios, y mercancías para el hogar.

Cuando entró a él quince minutos después de estar de pie en el umbral de la habitación en la que había muerto su padre, Mackenzie se sintió casi triste por los propietarios. La parte de atrás, que en su día albergara los cultivos y las provisiones de jardinería, había sido destripada completamente. Ahora había allí aposentada una mesa de billar llena de arañazos. En cuestión de la tienda en sí, todavía vendía cultivos, pero la selección no era gran cosa que mencionar. La sección más grande del lugar, de hecho, era una exhibición de semillas de plantas y flores. Un pequeño refrigerador en la parte de atrás conservaba el cebo para pesca (pescados y lombrices, según decía el letrero escrito a mano) mientras que la recepción frontal se erigía delante de una exhibición muy polvorienta de cañas y aparejos de pesca.

Había dos viejos de pie detrás del mostrador. Uno estaba revolviendo una taza de café mientras el otro pasaba las páginas de un libro de proveedores. Mackenzie se acercó al mostrador, no muy segura de qué enfoque tomar: el de la habitante local que acaba de regresar tras una larga ausencia o el de la agente del FBI que estaba investigando los hechos de un caso antiguo.

Pensó que tendría que ponerlo a prueba contándoselo a alguien. Ambos hombres le miraron al mismo tiempo, cuando ella ya estaba a un par de metros del mostrador. Reconoció a los dos hombres de los años en que había vivido en Belton, pero solo sabía el nombre del hombre que hojeaba el catálogo.

“¿Señor Atkins?” preguntó, sabiendo al instante que podría ejercer los dos roles y obtener alguna información honesta—si acaso había alguna que obtener.

El hombre con el catálogo en sus manos miró a Mackenzie. Wendell Atkins tenía doce años más que la última vez que le había visto Mackenzie, pero parecía que hubiera envejecido al menos veinte. Mackenzie asumió que tenía que tener al menos setenta años en la actualidad.

Él le sonrió y señaló con la cabeza hacia un lado. “Pareces familiar, pero no sé si el nombre me va a venir a la mente,” dijo. “Va a ser mejor que me lo digas porque podría estar aquí intentando adivinarlo todo el día.”

“Soy Mackenzie White. Viví en Belton toda la vida hasta que cumplí dieciocho años.”

“White… ¿era tu madre Patricia?”

“Sí, señor, esa soy yo.”

“En fin, cielos” dijo Atkins. “No te he visto en mucho tiempo. Lo último que escuché era que estabas trabajando con la policía del estado o algo así, ¿verdad?”

“Fui detective con ellos durante una temporada,” dijo ella. “Pero acabé en Washington, DC. Ahora trabajo para el FBI.”

Mackenzie sonrió para sus adentros porque sabía que, en el momento que saliera de la tienda, Wendell Atkins le hablaría a todo el mundo en el pueblo de la visita que acaba de tener de Mackenzie White, la chiquilla que se fue a DC y se convirtió en agente federal. Y si se corría el rumor, se imaginaba que alguna gente podía empezar a hablar de lo que le sucedió a su padre. En los pueblos pequeños, así es como se pasaba la información entre la gente.

“¿Es eso cierto?” dijo Atkins. Hasta su amigo elevó la vista de su café, con aspecto muy interesado.

“Sí, señor. Y esa es la razón de que esté aquí. Tenía que venir a Belton a echar un vistazo a un viejo caso. El caso de mi padre, para hablar claro.”

“Oh no,” dijo Atkins. “Es cierto… jamás hallaron a los que le hicieron eso, ¿verdad?”

“No, no lo hicieron. Y últimamente, ha habido numerosos asesinatos en Omaha que creemos están vinculados con el de mi padre. Ahora, he venido aquí porque, francamente, recuerdo que papá venía aquí ocasionalmente cuando yo era pequeña. Era ese tipo de sitios donde los hombres tendían a sentarse a pasar el tiempo tomando café y hablando de sus cosas, ¿no es cierto?”

“Eso es cierto… aunque no siempre era café lo que bebíamos,” dijo Wendell con una risita ronca.

“Me preguntaba si podría decirme cualquier cosa que recuerde después de enterarse de que habían matado a mi padre. Incluso si piensa que eran rumores o cotilleos, me gustaría saberlo.”


“En fin, agente White,” dijo con buen humor, “Odio decirte que parte de ello no es muy agradable.”

“No espero que lo sea.”

Atkins hizo un sonido incómodo dentro de su garganta mientras se inclinaba sobre el mostrador.  Su amigo pareció percibir que se avecinaba una conversación delicada; agarró su taza de café y desapareció por detrás de las filas de inventario y de aparejos de pesca que había detrás del mostrador.

“Algunos dicen que fue tu madre,” dijo Atkins. “Y solo te digo esto porque me lo has preguntado. De lo contrario, no me atrevería a comentar algo así.”

“Está bien, señor Atkins.”

“Cuenta la leyenda que ella lo preparó todo para que pareciera un asesinato. El hecho de que ella… en fin, que más o menos tuviera un ataque de nervios después de lo sucedido, le pareció demasiado conveniente a alguna gente.”

Mackenzie ni siquiera podía enfadarse ante tal acusación. Ella misma se había planteado esa teoría, pero simplemente no encajaba. También significaría que ella era responsable por las muertes de los vagabundos, de Gabriel Hambry, y de Jimmy Scotts. Y su madre podía ser muchas cosas, pero no era una asesina en serie.

“Otra historieta cuenta que tu padre estaba liado con algunos hombres malos de México. Un cártel de drogas de alguna clase. Un trato salió mal o tu padre les sacó la pasta de alguna manera y ahí se acabó todo.”

Esta era otra teoría con la que se había especulado mucho tiempo. El hecho de que, Jimmy Scotts también había estado supuestamente implicado con un cártel de drogas—el suyo en Nuevo México—proporcionaba un enlace, pero, como había comprobado una larga investigación, no había conexión alguna. Claro que el padre de Mackenzie había sido policía y era del domino público que había detenido a unos cuantos traficantes de drogas locales, con lo que esa suposición era fácil de hacer.

“¿Algo más?” preguntó.

“No. Cree lo que tú quieras, pero francamente, yo no fisgo demasiado. Odio el cotilleo. Ojalá tuviera más que contarte.”

“Está bien. Gracias señor Atkins.”

“Sabes,” dijo él, “puede que quieras hablar con Amy Lucas. ¿Te acuerdas de ella?”

Mackenzie trató de escarbar en su memoria, pero no le vino nada a la mente. “El nombre me suena un poco, pero no… no la recuerdo.”

“Vive allá en la calle Dublín… la casa blanca con el viejo Cadillac encima de unos bloques en el patio del garaje. Ese maldito bulto lleva ahí desde siempre.”

Tristemente, ese era todo el recordatorio que necesitaba Mackenzie. Aunque ella no conociera personalmente a Amy Lucas, que recordaba la casa. El Cadillac en cuestión era de los años 60. Llevaba colocado encima de unos bloques ni Dios sabía cuánto tiempo, Mackenzie se acordaba de haberlo visto durante la época que pasó en Belton.

“¿Qué hay de ella?” preguntó Mackenzie.

“Tu madre y ella fueron como uña y carne durante una temporada. Amy perdió a su marido por un cáncer hace tres años. No es que se le haya visto mucho por el pueblo como de costumbre desde aquello. Pero me acuerdo de ella con tu madre, siempre saliendo juntas. Siempre estaban en el bar, o jugando a las cartas en el porche frontal de Amy.”

“Como si el señor Atkins hubiera tocado un interruptor en alguna parte, Mackenzie se acordó de pronto de más que lo que había recordado hasta ahora. Apenas podía ver el rostro de Amy Lucas, resaltado por un cigarrillo que le colgaba de entre los labios. Esa es la amiga por la que mamá y papá tenían tantas discusiones, pensó Mackenzie. Las noches que mamá venía borracha a casa o que no andaba por allí un sábado, estaba con Amy. Yo era demasiado joven como para pensar ni un minuto sobre ello.

“¿Sabe dónde trabaja?” preguntó Mackenzie.

“En ninguna parte. Te apuesto lo que sea a que está en su casa ahora mismo. Cuando murió su marido, le dejó con un bonito nido lleno de huevos. Se queda sentada en su casa y camina arriba abajo todo el día. Pero por favor, si vas a verla, por amor de todo lo más sagrado, no le digas que yo te envié allí.”

“No lo haré. Gracias de nuevo, señor Atkins.”

“Claro, espero que encuentres lo que sea que estés buscando.”

“Yo también.”

Volvió a salir afuera y caminó hasta su coche. Miró arriba y abajo al tranquilo tramo de la calle principal y se empezó a preguntar: ¿Qué es exactamente lo que estoy buscando?”

Se montó al coche y empezó a circular hacia la calle Dublín, esperando encontrar allí algo parecido a una respuesta.

Antes De Que Cace

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