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PRÓLOGO

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No vio a nadie observándolo mientras se deslizaba de noche por la silenciosa calle suburbana. Era la una de la madrugada de una noche a mitad de semana, y era la clase de vecindario donde las personas se iban a la cama a una hora decente, y bebían unos cuantos vasos de vino mientras contemplabanThe Bachelor.

Era la clase de lugar que despreciaba.

Pagaban religiosamente sus cuotas de la asociación de propietarios, echaban los excrementos de sus mascotas en pequeñas bolsas plásticas para no ofender a sus vecinos, y lo más seguro es que sus hijos no practicarían deporte en las modestas ligas de la escuela secundaria sino en las ligas privadas del condado. La ostra donde habitaban era su mundo. Se sentían seguros. Sin duda, le echaban el cerrojo a sus puertas y activaban sus alarmas, pero en última instancia, se sentían seguros.

Eso estaba a punto de cambiar.

Caminó por un césped en particular. Lo más probable es que ella estuviese en casa ahora. Su marido estaba en Dallas en viaje de negocios. Sabía cuál de las ventanas era la de su dormitorio. Y también sabía que la alarma en la parte trasera de la casa fallaba cada vez que llovía.

Cambió de dirección y le tranquilizó sentir el cuchillo, metido a la altura de la parte baja de la espalda, entre el elástico de sus bóxers y sus jeans. Se mantuvo pegado al costado de la casa, mientras abría la botella de agua que traía. Cuando llegó a la parte trasera de la casa, se detuvo. Una luz verde brillaba en la pequeña caja del sistema de seguridad. Sabía que si intentaba dañarla, la alarma se activaría. Sabía que si intentaba abrir o empujar la puerta, la alarma se activaría.

Pero también sabía que se dañaba con la lluvia. Era algo que tenía que ver con la humedad, aunque se suponía que este tipo de sistema era cien por ciento a prueba de agua. Con ello en mente, levantó la botella de agua y la vertió.

Observó cómo titilaba la pequeña luz verde a medida que se volvía más tenue.

Con una sonrisa, caminó por un pequeño sendero del patio trasero. Subió las escalinatas del porche trasero. Usar el cuchillo para forzar la puerta mosquitera fue fácil; hizo muy poco ruido en medio del silencio de la noche.

Cruzó en dirección a la silla de mimbre que estaba en el rincón, levantó el cojín, y encontró la llave debajo del mismo. La tomó con su mano enguantada, fue hasta la puerta trasera, deslizó la llave en la cerradura, la abrió, y pasó adentro.

Una pequeña lámpara estaba encendida en el estrecho corredor que se extendía desde la cocina. Recorrió este pasillo hasta llegar a la escalera, y por ella comenzó a subir.

La ansiedad se agitaba en sus entrañas. Se estaba excitando —no de una manera sexual, sino de la manera que solía excitarse cuando se subía a una montaña rusa, la emoción de la anticipación a medida que ascendía, traqueteando por los rieles de la colina más alta.

Apretó la empuñadura del cuchillo, que todavía tenía en la mano luego de haber abierto la puerta mosquitera. En la parte alta de las escaleras se tomó un instante para apreciar la emoción del momento. Aspiró en medio de la pulcritud de un hogar suburbano de clase alta y eso le hizo sentirse un poco mal. Era demasiado familiar, demasiado privado.

Lo odiaba.

Empuñando el cuchillo, caminó hasta el dormitorio que se hallaba al final del corredor. Allí estaba ella, acostada en la cama.

Estaba durmiendo de costado, con sus rodillas ligeramente flexionadas. Tenía puesta una camiseta y unos shorts deportivos, lo que no era de sorprender considerando que su marido no estaba.

Caminó hasta la cama y por un momento la contempló mientras dormía. Le maravillaba la naturaleza de la vida. Lo frágil que era.

Levantó entonces el cuchillo y lo hizo descender casi con naturalidad, como si simplemente estuviera pintando o dándole un manotazo a una mosca.

Ella gritó, pero solo por un instante —antes de que él hiciera descender el cuchillo otra vez.

Y otra vez.

Si Ella Supiera

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