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ОглавлениеI. Introducción póstuma a nuestro tiempo
El fin del presentismo
Desde hace cuarenta años el mundo vive dominado por la idea de que no hay alternativa a la sociedad actual, al modo en que está organizada y en que organiza nuestras vidas, nuestro trabajo y la falta de este, nuestro consumo y el deseo de este, nuestro tiempo y nuestra falta de tiempo, nuestra vida social y la resaca y la soledad que tantas veces nos causa, la inseguridad del empleo y el desempleo, el desistimiento de luchar por una vida mejor ante la posibilidad, siempre inminente, de que la vida empeore.
Este bloqueo de alternativas se dio en paralelo con la idea de que eso era la plena realización del progreso. Lo que quedaba atrás era mucho peor y lo que había por delante sería, en el mejor de los casos, más de lo mismo o incluso peor. El futuro estaba aquí y si nos obstinábamos en buscarlo en otro lugar tendríamos una sorpresa muy desagradable. De ahí la rigidez de un presente eterno, aparentemente libre del pasado y sin otro futuro que su eternidad. O este presente o la barbarie. A este clima epocal lo llamo presentismo, la negación radical y simultánea del historicismo y del futurismo.
Sin embargo, ¿qué mundo soportaba entonces este presente eterno? Era un mundo que cuanto más «progreso» realizaba más intolerable e inhabitable se volvía para la gran mayoría de la población mundial. Era un mundo de posibilidades desfiguradas, que sacrificaba todas las potencialidades emancipadoras con acciones supuestamente llevadas a cabo en su nombre, pero con el objetivo de anularlas. Era un vértigo sacrificial. Veamos algunas de esas posibilidades desfiguradas. La democracia se imaginó, por lo menos desde la Antigüedad clásica, como el gobierno de las mayorías en beneficio de las minorías. Hoy es, un poco por todas partes, un gobierno de minorías en beneficio de las minorías. El derecho y el sistema jurídico se pensaron y diseñaron como garantía de los débiles contra el poder discrecional de los fuertes. En muchos países hoy es un instrumento adicional de los poderosos contra los oprimidos, e incluso un instrumento de destrucción antidemocrática de adversarios políticos o económicos a través de lo que se acordó llamar, basándose en los manuales militares, guerra jurídica (lawfare). Los derechos humanos, pese a su ambivalente genealogía (tanto sirvieron a los intereses de la Guerra Fría como a las luchas contra las dictaduras), surgieron como una narrativa de dignidad humana y se vincularon a la condicionalidad de los tratados internacionales y de la mal llamada «ayuda al desarrollo». En los últimos tiempos dejaron de ser una condicionalidad para pasar a verse como un obstáculo impertinente, e incluso como un paria por parte de grupos de extrema derecha. Los mismos que en las redes sociales tildan a un político de izquierda de «activista de los derechos humanos» y consideran que este es el insulto más eficaz para derrotarlo. El concepto de desarrollo prometió mejores condiciones de vida para la mayoría de la población. Aunque la promesa fuera poco realista, llegó a tener una enorme credibilidad que, no obstante, perdió fuerza con la creciente desigualdad entre países y la inminente catástrofe ecológica. Por último, las redes sociales e internet, que se presentan de manera fidedigna como la gran promesa de la democratización de la vida social y política, hoy se están transformando en el instrumento central del capitalismo de vigilancia y de la destrucción de la voluntad democrática.
Estas y otras posibilidades desfiguradas contribuyeron a que un sentimiento de agotamiento político e ideológico, la sensación de estar viviendo entre ruinas, invadiera el mundo eurocéntrico o el Norte global. No se trata de una experiencia estética de las ruinas, como la que dominó el Romanticismo europeo. Es más bien la experiencia existencial de vivir ante un paisaje de cimientos que se desmoronan. Es una experiencia nueva sólo para el Norte global. Desde el siglo xvi, las conquistas impusieron a los pueblos conquistados esta misma experiencia. Desde entonces, el Sur global se acostumbró a vivir entre ruinas y a resistir e innovar a partir de estas. Es probable que dicha experiencia histórica sea hoy en día más valiosa que nunca, y no sólo para el Sur global.
Todo lo sólido se desvanece en el aire
Existe un debate en las ciencias sociales sobre si la verdad y la calidad de las instituciones de una determinada sociedad se conocen mejor en situaciones de normalidad, de funcionamiento corriente, o en situaciones excepcionales, de crisis. Tal vez ambos tipos de situación induzcan igualmente al conocimiento, pero sin duda nos permiten conocer o revelar cosas diferentes. Existen muchos conocimientos potenciales resultantes de la pandemia del coronavirus. Este libro se dedica a analizar los que me parecen más importantes. En esta introducción, presento un breve sumario.
La normalidad de la excepción. La pandemia actual no es una situación de crisis claramente opuesta a una situación de normalidad. Desde la década de 1980 –a medida que el neoliberalismo se fue imponiendo como la versión dominante del capitalismo y este se fue sometiendo cada vez más y más a la lógica del sector financiero–, el mundo ha vivido en un estado permanente de crisis. Una situación doblemente anómala. Por un lado, la idea de crisis permanente es un oxímoron, ya que, en el sentido etimológico, la crisis es por naturaleza excepcional y pasajera y constituye una oportunidad para superarla y dar lugar a un estado de cosas mejor. Por otro lado, cuando la crisis es transitoria, debe explicarse por los factores que la provocan. Sin embargo, cuando se vuelve permanente, la crisis se convierte en la causa que explica todo lo demás. Por ejemplo, la crisis financiera permanente se utiliza para explicar los recortes en las políticas sociales (salud, educación, bienestar social) o el deterioro de las condiciones salariales. Se impide, así, preguntar por las verdaderas causas de la crisis. El objetivo de la crisis permanente es que esta no se resuelva. Ahora bien, ¿cuál es el objetivo de este objetivo? Básicamente, hay dos: legitimar la escandalosa concentración de riqueza e impedir que se tomen medidas eficaces para evitar la inminente catástrofe ecológica. Así hemos vivido durante los últimos cuarenta años. Por esta razón, la pandemia sólo está empeorando una situación de crisis a la que la población mundial ha estado sometida. De ahí su peligrosidad específica. En muchos países, el Estado, en general, y los servicios públicos de salud, en particular, estaban hace diez o veinte años mejor preparados para hacer frente a la pandemia que en la actualidad.
La elasticidad de lo social. En cada época histórica, las formas dominantes de vida (trabajo, consumo, ocio, convivencia) y de anticipación o postergación de la muerte son relativamente rígidas y parecen derivarse de reglas escritas en la piedra de la naturaleza humana. Es cierto que cambian gradualmente, pero las alteraciones casi siempre pasan desapercibidas. La irrupción de una pandemia no se compagina con este tipo de cambios. Exige cambios drásticos. Y, de repente, estos se vuelven posibles, como si siempre lo hubiesen sido. Al menos para una minoría de la población mundial vuelve a ser posible quedarse en casa y disponer de tiempo para leer un libro y pasar más tiempo con la familia, consumir menos, prescindir de la adicción de pasar el rato en los centros comerciales, olvidando todo lo que nos resulta necesario en la vida pero que sólo se puede obtener por medios que no sean la compra. La idea conservadora de que no hay alternativa al modo de vida impuesto por el hipercapitalismo en el que vivimos se ha desmoronado. Se hace evidente que no hay alternativas porque el sistema político democrático se ha visto obligado a dejar de discutir las alternativas. Como fueron expulsadas del sistema político, las alternativas entrarán en la vida de los ciudadanos cada vez más por la puerta trasera de las crisis pandémicas, de los desastres medioambientales y de los colapsos financieros. Es decir, las alternativas volverán de la peor manera posible.
La fragilidad de lo humano. La aparente rigidez de las soluciones sociales crea en las clases que más se aprovechan de ellas una extraña sensación de seguridad. Es cierto que siempre hay una cierta inseguridad, pero hay medios y recursos para minimizarla, ya sean atención médica, pólizas de seguros, servicios de empresas de seguridad, terapia psicológica o gimnasios. Este sentimiento de seguridad se combina con el de arrogancia e incluso de condena respecto a todos aquellos que se sienten victimizados por las mismas soluciones sociales. La catástrofe viral interrumpe este sentido común y evapora la seguridad de la noche a la mañana. Sabemos, y se demostrará totalmente en este libro, que la pandemia no es ciega y tiene objetivos privilegiados, pero aun así ha creado una extraña conciencia de comunión planetaria. La etimología del término pandemia dice exactamente eso: el pueblo entero. La tragedia es que, en este caso, la mejor manera de mostrar solidaridad es aislarnos físicamente de los demás y ni siquiera tocarnos. ¿Aceptaremos que esta sea la única manera posible de unir nuestros destinos? ¿Será posible luchar por otras?
Los fines no justifican los medios. La desaceleración de la actividad económica, especialmente en los países más industrializados, ha tenido obvias consecuencias negativas. Pero, por otro lado, ha habido algunas consecuencias positivas. Por ejemplo, la disminución de la contaminación atmosférica. Un especialista en la calidad del aire de la agencia espacial de Estados Unidos (NASA) afirmó que nunca se había visto una caída tan drástica de la contaminación en un área tan extensa. ¿Significa esto que, a principios del siglo xxi, la única forma de evitar la cada vez más inminente catástrofe ecológica es a través de la destrucción masiva de la vida humana? ¿Hemos perdido la imaginación preventiva y la capacidad política para ponerla en práctica?
También se sabe que, para controlar efectivamente la pandemia, China ha implementado métodos particularmente estrictos de represión y vigilancia. Cada vez es más evidente que las medidas fueron eficaces. Resulta que China, a pesar de todos sus méritos, no tiene el de ser un país democrático. Es muy cuestionable que tales medidas puedan implementarse, o hacerlo de manera igualmente eficaz, en un país democrático. ¿Significa esto que la democracia carece de la capacidad política necesaria para responder ante situaciones de emergencia? Como las democracias son cada vez más vulnerables a las fake news, ¿tendremos que imaginar soluciones democráticas basadas en la democracia participativa a escala de barrios y comunidades y en la educación cívica orientada hacia la solidaridad y la cooperación, y no hacia el emprendimiento y la competitividad a toda costa? La verdad es que países democráticos de Asia, como Singapur y Corea del Sur, o de Oceanía, como Nueva Zelanda, tuvieron un éxito reseñable en la lucha contra la pandemia. ¿Acaso no se debería reconocer de ahora en adelante la cultura cívica como un recurso crucial de salud pública?
La guerra de la que se hace la paz. La forma en la que se construyó inicialmente la narrativa de la pandemia en los medios de comunicación occidentales hizo evidente el deseo de demonizar a China. Las malas condiciones higiénicas en los mercados chinos y los extraños hábitos alimentarios de los chinos (primitivismo insinuado) serían el origen del mal. El público de todo el mundo fue alertado, de forma subliminal, sobre el peligro de que China, ahora la segunda economía mundial, llegue a dominar el mundo. Si China no pudo evitar semejante daño a la salud mundial y, además, no pudo superarlo de manera eficaz, ¿cómo podemos confiar en la tecnología del futuro propuesta por China? ¿Acaso el virus nació en China? La verdad es que, según la Organización Mundial de la Salud, el origen del virus aún no se ha determinado. Por lo tanto, es irresponsable que los medios oficiales de Estados Unidos hablen del «virus extranjero» o incluso del «coronavirus chino», sobre todo porque sólo sería posible hacer pruebas gratuitas y determinar con precisión los tipos de gripe que se han dado en los últimos meses en países con buenos sistemas de salud pública (y Estados Unidos no es uno de ellos). Una de las grandes revelaciones de la pandemia ha sido el hecho de darse a conocer que se está agravando peligrosamente para la paz mundial la guerra comercial entre China y Estados Unidos, una guerra sin cuartel que, como todo parece indicar, tendrá que terminar con un vencedor y un vencido. Desde el punto de vista de Estados Unidos, es urgente neutralizar el liderazgo de China en cuatro áreas: la fabricación de teléfonos móviles, las telecomunicaciones de quinta generación, la inteligencia artificial, los automóviles eléctricos y las energías renovables.
La sociología de las ausencias. Una pandemia de estas dimensiones ha causado una justificada conmoción en todo el mundo. Aunque el drama está justificado, es bueno tener siempre en cuenta las sombras que ha ido creando la visibilidad. He aquí algunas de las ausencias. Durante algún tiempo, el poder político logró transmitir la idea de que entre la protección de la vida y la salud de la economía había un trade-off, un intercambio. De ese modo, se admitió que la economía prosperara por encima de una montaña de cadáveres. Los casos patéticos de Estados Unidos, Brasil y la India revelaron cruelmente que dicho intercambio no existía: las muertes no garantizan el crecimiento económico. Asimismo, se pretendió vender la idea de que el coronavirus era democrático. La realidad mostró trágicamente, como relato en este libro, que lo que ocurrió fue bastante diferente. De lo contrario, ¿cómo se puede explicar que más del 61 por 100 de los muertos por covid-19 en Estados Unidos pertenecía a la comunidad negra? Por otro lado, muchos Estados, pese a ser incapaces de proteger con eficacia a su población, usaron la retórica de la protección para concentrar el poder represivo y de vigilancia, creando o agravando así situaciones de estado de excepción permanente. Por último, la orgía de las estadísticas y de los gráficos sobre la progresión de la pandemia se utilizó muchas veces para impedir o hacer olvidar la discusión sobre las verdaderas causas de la recurrencia de las pandemias, para no cuestionar los actuales modelos de desarrollo.
La trágica transparencia del virus
Los debates culturales, políticos e ideológicos de nuestro tiempo tienen una extraña opacidad debido al alejamiento de la vida cotidiana de la gran mayoría de la población, los ciudadanos comunes, «la gente de a pie», como dicen los latinoamericanos. En particular, la política, que debería mediar entre las ideologías y las necesidades y aspiraciones de los ciudadanos, ha renunciado a dicha función. El único rastro de esta mediación se observa en las necesidades y aspiraciones del mercado, ese megaciudadano disforme y monstruoso que nadie vio, tocó ni olió jamás, un ciudadano extraño que sólo tiene derechos y no tiene ningún deber. Es como si la luz que proyecta nos cegara. De repente, irrumpe la pandemia, la luz de los mercados se desvanece y, de la oscuridad con la que siempre nos amenazan si no les rendimos pleitesía, surge una nueva claridad. La claridad pandémica y las apariciones en las que se materializa. Lo que esta nos permita ver y cómo se interprete y evalúe determinarán el futuro de la civilización en la que vivimos. Este libro aborda este desafío.
La pandemia es una alegoría. El significado literal de la pandemia del coronavirus es el miedo caótico generalizado y la muerte sin fronteras causados por un enemigo invisible. Pero lo que expresa es mucho más que esto. He aquí algunos de los significados que surgen de ella. El todopoderoso invisible puede ser infinitamente grande (el dios de las religiones del libro) o infinitamente pequeño (el virus). En los últimos tiempos, ha surgido otro ser todopoderoso invisible, ni grande ni pequeño al ser deforme: los mercados. Al igual que el virus, es insidioso e impredecible en sus mutaciones y, como dios (santísima trinidad, encarnaciones), es uno y muchos. Se expresa en plural, pero es singular. A diferencia de dios, los mercados son omnipresentes en este mundo y en el mundo del más allá. Y, a diferencia del virus, son una bendición para los poderosos y una maldición para todos los demás (la aplastante mayoría de los humanos y la totalidad de la vida no humana). A pesar de ser omnipresentes, todos estos seres invisibles tienen espacios de recepción específicos: el virus, en los cuerpos; dios, en los templos; los mercados, en las bolsas de valores. Fuera de estos espacios, el ser humano es un ser sin hogar trascendental.
Sujetos a tantos seres impredecibles y todopoderosos, el ser humano y toda la vida no humana de la que depende son inminentemente frágiles. Si todos estos seres invisibles permanecen activos, la vida humana pronto será (si no lo es ya) una especie en peligro de extinción. Está sujeta a un orden escatológico y se acerca al fin. La intensa teología que se teje alrededor de esta escatología contempla varios niveles de invisibilidad e imprevisibilidad. El dios, el virus y los mercados son las formulaciones del último reino, el más invisible e impredecible, el reino de la gloria celestial o la perdición infernal. Sólo ascienden a él aquellos que se salvan, los más fuertes (los más santos, los más jóvenes, los más ricos). Debajo de ese reino está el reino de las causas. Es el reino de las mediaciones entre lo humano y lo no humano. En este reino, la invisibilidad es menos tupida, pero la producen las intensas luces que proyectan sombras densas sobre él. Este reino está compuesto por tres unicornios. Sobre el unicornio, Leonardo da Vinci escribió: «El unicornio, debido a su falta de templanza e incapacidad para dominarse a sí mismo, y también al deleite que le brindan las doncellas, olvida su ferocidad y salvajismo. Deja de lado la desconfianza, se acerca a la doncella sentada y se duerme en su regazo. De este modo, los cazadores logran cazarlo» (Da Vinci, 2016: 320). En otras palabras, el unicornio es un todopoderoso feroz y salvaje que, sin embargo, tiene un punto débil, sucumbe a la astucia de todo el que logre identificarlo.
Desde el siglo xvii, los tres unicornios han sido el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado. Estos son los principales modos de dominación. Para dominar efectivamente, tienen que ser imprudentes, feroces e incapaces de ser dominados, como advierte Da Vinci. A pesar de ser omnipresentes en la vida de los humanos y las sociedades, son invisibles en su esencia y en la articulación esencial entre ellos. La invisibilidad proviene de un sentido común inculcado en los seres humanos por la educación y el adoctrinamiento permanentes. Este sentido común es, al mismo tiempo, evidente y contradictorio. Todos los seres humanos son iguales (afirma el capitalismo); pero, como existen diferencias naturales entre ellos, la igualdad entre los inferiores no puede coincidir con la igualdad entre los superiores (afirman el colonialismo y el patriarcado). Este sentido común es antiguo y Aristóteles ya debatió sobre él, pero no fue hasta el siglo xvii que se introdujo en la vida de las personas de a pie, primero en Europa y luego en el resto del mundo.
A diferencia de lo que piensa Da Vinci, la ferocidad de estos tres unicornios no sólo se basa en la fuerza bruta. También se basa en la astucia que les permite desaparecer cuando aún están vivos o parecer débiles cuando permanecen fuertes. La primera astucia se revela en un gran número de artimañas. Así pues, con la victoria de la Revolución rusa, parecía que el capitalismo había desaparecido en una parte del mundo. Sin embargo, simplemente hibernó dentro de la Unión Soviética y siguió controlando desde fuera (capitalismo financiero, contrainsurgencia). Hoy, el capitalismo adquiere más vitalidad en el corazón de su mayor enemigo de siempre, el comunismo, en un país que pronto será la primera economía del mundo: China. A su vez, el colonialismo ocultó su desaparición con la independencia de las colonias europeas, pero, de hecho, continuó metamorfoseándose en neocolonialismo, imperialismo, dependencia y racismo. Finalmente, el patriarcado parece estar muriendo o debilitándose debido a las importantes victorias de los movimientos feministas en las últimas décadas, pero, en realidad, la violencia doméstica, la discriminación sexista y el feminicidio siguen aumentando sin parar. La segunda astucia consiste en la aparición del capitalismo, el colonialismo y el patriarcado como entidades separadas que no tienen nada que ver entre ellas. La verdad es que ninguno de estos unicornios separados tiene el poder de dominar. Sólo los tres juntos son todopoderosos. Es decir, mientras haya capitalismo, habrá colonialismo y patriarcado. Las combinaciones pueden variar mucho dependiendo del país, pero globalmente prevalecen.
El tercer reino es el de las consecuencias. Es el reino en el que los tres poderes todopoderosos muestran su verdadero rostro. Esta es la capa que la gran mayoría de la población logra ver, aunque con cierta dificultad. Este reino tiene hoy dos paisajes principales donde lo siguiente es más visible y cruel: la concentración escandalosa de riqueza con la consecuente desigualdad social extrema; la destrucción de la vida en el planeta con la inminente catástrofe ecológica. Es ante estos dos paisajes brutales que los tres seres todopoderosos y sus mediaciones muestran hacia dónde nos llevan si continuamos considerándolos todopoderosos. ¿Pero son todopoderosos? ¿O acaso su omnipotencia sólo es el espejo de la incapacidad inducida por los humanos para luchar contra ellos? He aquí la cuestión.
La realidad suelta y la excepción en tiempos excepcionales
La pandemia otorga una libertad caótica a la realidad y cualquier intento de aprisionarla analíticamente está condenado al fracaso, ya que la realidad siempre va por delante de lo que pensamos o sentimos sobre ella. Teorizar o escribir sobre ella es poner nuestras categorías y nuestro lenguaje al borde del abismo. Como diría André Gide, es concebir a la sociedad contemporánea y su cultura dominante como una mise en abyme[1]. Los intelectuales son los que más deberían temer esta situación. Al igual que lo que ocurrió con los políticos, los intelectuales, en general, también dejaron de mediar entre las ideologías, las necesidades y las aspiraciones de los ciudadanos comunes. Median entre ellos, entre sus pequeñas y grandes diferencias ideológicas. Escriben sobre el mundo, pero no con el mundo. Hay pocos intelectuales públicos, y estos tampoco escapan al abismo de estos días. La generación que nació o creció después de la Segunda Guerra Mundial se acostumbró a tener un pensamiento excepcional en tiempos normales. Ante la crisis pandémica, les resulta difícil pensar en la excepción en tiempos excepcionales. El problema es que la práctica caótica y esquiva de los días va más allá de la teorización y debe entenderse en términos de subteorización. En otras palabras, como si la claridad de la pandemia creara tanta transparencia que nos impidiera leer y mucho menos reescribir lo que estábamos registrando en la pantalla o en papel. Son dos ejemplos que analizaré más tarde. Tan pronto como estalló la crisis pandémica, Giorgio Agamben se rebeló contra el peligro del surgimiento de un estado de excepción, un surgimiento que viene de lejos y que con la pandemia sólo se ha agravado. El Estado, al tomar medidas para vigilar y restringir la movilidad con el pretexto de combatir la pandemia, adquiere poderes excesivos que ponen en peligro la propia democracia. Esta advertencia tiene sentido y, como veremos en el Capítulo 5, fue premonitoria en el caso de algunos países. Pero se escribió en un momento en el que los ciudadanos, presos del pánico, se dieron cuenta de que los servicios nacionales de salud no estaban preparados para combatir la pandemia y exigieron que el Estado tomara medidas efectivas para prevenir la propagación del virus. La reacción no tardó en llegar y Agamben tuvo que dar marcha atrás. En otras palabras, la excepcionalidad de esta excepción no le permitió pensar que hay varios tipos de excepciones, y que, por lo tanto, en el futuro no sólo tendremos que distinguir entre Estado democrático y estado de excepción, sino también entre estado de excepción (estado de emergencia, de alerta, de calamidad, etc.) democrático y estado de excepción antidemocrático.
El segundo ejemplo se refiere a Slavoj Žižek, quien al mismo tiempo predijo que la pandemia apuntaba al «comunismo global» como la única solución futura. La propuesta se alineaba con sus teorías planteadas en tiempos normales, pero pareció totalmente descabellada en tiempos de excepción excepcional. Él también tuvo que reconsiderarlo. Por muchas razones, he argumentado que ha concluido el momento de los intelectuales de vanguardia. Los intelectuales deben aceptarse como intelectuales de retaguardia, deben estar atentos a las necesidades y aspiraciones de los ciudadanos comunes y teorizar a partir de ellas. De lo contrario, los ciudadanos estarán indefensos ante los únicos que saben hablar su idioma y entienden sus preocupaciones. En muchos países, estos son los pastores evangélicos conservadores o los imanes del islamismo radical, apologistas de la dominación capitalista, colonialista y patriarcal.
La escala del planeta visto desde el virus
La pandemia provocó el mayor cambio de escala de la vida humana y del planeta después de 1972. El 7 de diciembre de 1972, los astronautas de la nave espacial Apolo fotografiaron por primera vez el planeta Tierra a 29.000 kilómetros de altura durante su viaje a la Luna. Fue entonces cuando surgió The Blue Marble, una sorprendente imagen de la Tierra que rápidamente se transformó en la más reproducida de la historia. Esta imagen cambió profundamente la representación dominante de la escala del planeta en el conjunto del universo. Lo que hasta entonces era infinitamente grande e inabarcable para la mayoría de los mortales surgía ahora como una pequeña esfera girando en un universo, ese sí, infinito. En esta nueva escala, el mundo aparecía miniaturizado, una pequeña casa común con el destino común que la hacía rotar de manera regular en un espacio infinito. Ante esa fuerte imagen de comunidad, los conflictos, las diferencias y las divergencias eran necesariamente relativizados.
Por otras vías mucho menos emocionantes, el coronavirus produce el mismo efecto de escala. Hoy el mundo parece más global de lo que ha sido alguna vez a través de las dinámicas del capitalismo o el colonialismo. Y, al mismo tiempo, más pequeño, porque, pese a todas las desigualdades que la propagación, la prevención y la mitigación del virus produjeron y agravaron, la expansión del virus ha sido sorprendente, imprevisible y caótica. La distancia del agente que produce este cambio de escala ahora no procede de un espacio sideral, radicalmente exterior. Procede, por el contrario, del interior más íntimo de la vida en el planeta. Es un astronauta interno, secreto, que viaja por las profundidades de las porosidades entre la vida humana y la no humana, un viaje cada vez más rápido y agresivo a través de las decisiones irresponsables y arrogantes con que los humanos han superpuesto la vida humana a la vida no humana del planeta.
Sin embargo, hay diferencias importantes entre los dos cambios de escala. El cambio de escala producido por los astronautas siderales era auspicioso, no exigía cambios de curso, sólo mostraba la irreflexión e incluso la futilidad de las rivalidades entre países, e incluso entre grupos humanos. El cambio de escala producido por el astronauta interior es amenazador y exige un cambio de rumbo, bajo pena de continuar e intensificar su destrucción de vida humana. Si este cambio se da o no, no depende del virus y por ahora es una cuestión que permanece abierta, pero las consecuencias no se harán esperar. Mientras que el astronauta sideral mostraba la íntima simbiosis de la vida humana y de la vida no humana, el astronauta interior no se limita a mostrar eso, sino que también revela que, en caso de conflicto, la vida no humana no continuará en el planeta, aunque se extinga la vida humana. En otras palabras, la vida humana necesita más el planeta que el planeta la vida humana.
Ante este cambio radical de escala, la acción política tendrá necesariamente que cambiar, so pena de volverse globalmente ridícula e irrelevante. Basta con pensar en eslóganes como «America first» o «America great again», proclamados hasta la saciedad por el presidente Donald Trump, ahora más cómicos y grotescos que nunca. El país más rico del mundo es, de repente, el más vulnerable a la pandemia; el país que tiene poderío militar y nuclear para destruir varios mundos no fabrica productos esenciales para proteger a sus propios ciudadanos y, en especial, a los profesionales sanitarios; manifiesta una incompetencia y una descoordinación para lidiar con la pandemia tan escandalosas que más bien parece un nuevo tipo de Estado fracasado.
Así pues, la miniaturización de la escala del mundo producida por el coronavirus es la segunda de los últimos cincuenta años. La primera, la de los astronautas siderales, no produjo los efectos que se imaginaba. No puso fin a las rivalidades entre Estados, principalmente a la Guerra Fría. Al final, la carrera al espacio sideral era, ella misma, una instancia de la Guerra Fría. Esta terminaría más tarde con la caída del Muro de Berlín en 1989. Y ese hecho tampoco propició el «dividendo de la paz», como se decía entonces, la oportunidad que existió a partir de ese momento de poner fin a la carrera por el armamento y de usar el dinero público en políticas de bienestar de los ciudadanos y las comunidades. En cambio, los presupuestos militares, tras un corto periodo de reflujo, volvieron a crecer, y así ha sucedido hasta hoy. Y, según la antigua Unión Soviética, ahora Rusia, más pequeña y totalmente integrada en el mundo capitalista, eso duró poco. Volvió a surgir la lucha por la influencia geoestratégica en Europa (crisis de Ucrania), en Oriente Medio (guerra de Siria) y, por último, en América Latina (crisis de Venezuela). Mientras tanto, sobre todo a partir del nuevo milenio, la Guerra Fría empezó a desplazarse hacia Oriente, y China pasó a ser el nuevo eje de la Guerra Fría. Así pues, en un abrir y cerrar de ojos, China pasó de ser el gran socio económico a ser vista como una potencia rival, hasta transformarse en un enemigo cuya influencia global se debe neutralizar.
En este contexto surge la segunda miniaturización de la escala del mundo, ahora provocada por la pandemia. ¿Acaso hay condiciones para que, esta vez, afrontemos tareas que, al ser planetarias, sólo se pueden afrontar a escala planetaria? A diferencia de los astronautas siderales, el astronauta profundo, de quien por ahora no podemos defendernos sin tener que escondernos en nuestras casas (¿cobardemente, pensará él?), es amenazador, trae malas noticias y anuncia otras peores. ¿Sabremos leerlas e interpretarlas, sacar de estas las debidas consecuencias?
Hay algo que parece cierto, no debemos esperar a una tercera miniaturización del mundo para decidir actuar en conjunto a fin de salvar la vida en el planeta. Puede que entonces seamos demasiado pequeños o demasiado pocos para que merezca la pena decidir. Intentar salvar la vida del planeta en los escombros o entre fosas comunes es un ejercicio, además de fútil, macabro.
Las metáforas en curso
El nuevo coronavirus ha resultado ser una fuente abundante de metáforas. Todas ellas representaron un gran desplazamiento de los contextos en los que dichas metáforas se usan en circunstancias normales. Esto demuestra la sorpresa y el espanto que suscitó la pandemia de la covid-19. Las metáforas constituyen un intento de domesticar este virus como fenómeno y de intentar enmarcarlo en el dominio de lo comprensible en el ámbito social, filosófico y cultural. Las metáforas, lejos de ser arbitrarias, son intencionales, invocan diferentes tipos de acción e imaginan diferentes sociedades pospandemia. Distingo tres metáforas: el virus como enemigo, el virus como mensajero y el virus como pedagogo.
El virus como enemigo
Esta metáfora fue la favorita de los gobiernos. La guerra es y será siempre algo perteneciente exclusivamente al Estado. También es, entre las posibles obligaciones estatales, aquella en la que el Estado reúne más consenso. La metáfora del enemigo es una doble metáfora, porque concibe la lucha contra el virus como una guerra, y el virus, como el enemigo a derrotar. La metáfora de la guerra evoca con eficacia la seriedad de la amenaza y la necesidad patriótica de la unión en el combate a esa amenaza. A los Estados les resulta particularmente útil este llamamiento a la unidad, puesto que en el periodo anterior fueron escenario de grandes protestas sociales, como es el caso de Francia con las manifestaciones de los chalecos amarillos (gilets jaunes). La guerra implica el uso de medidas extremas de combate. Fomenta una narrativa política simplista del tipo «o está con nosotros o contra nosotros». Con el enemigo no se discute ni se argumenta, al enemigo se lo elimina.
La metáfora del enemigo tiene dos sesgos principales. Por un lado, centra la acción contra la pandemia exclusivamente en el Estado. Ahora bien, como veremos, en la lucha contra la pandemia estuvieron decisivamente implicadas familias, comunidades, asociaciones y, sobre todo, los profesionales sanitarios que actuaron con un espíritu de misión que no se reduce al mero estatuto de funcionario público. Por otro lado, esta metáfora implica que, una vez ganada la guerra, todo volverá a la normalidad. Sin embargo, lo más probable es que no sea así, no sólo porque la victoria definitiva es un escenario muy incierto, sino también porque, cuando ocurra dicha victoria, si es que ocurre, la nueva normalidad será muy diferente de la que hemos vivido hasta ahora. Además de todo esto, es muy probable que no se elimine el virus, más bien se domesticará o se neutralizará a través de los anticuerpos que producimos y las vacunas. Puede que al final la guerra no se gane, y que a lo máximo que podamos aspirar sea a obtener unas treguas temporales y condicionadas.
En los últimos cincuenta años, la metáfora de la guerra fue ampliamente usada en el mundo occidental liderado por Estados Unidos para mencionar la percepción de la seriedad de las amenazas que lo podrían destruir. Si la historia nos sirve de lección, esas guerras se diseñaron para ser guerras permanentes y puede que incluso perpetuas. Así ha sido la guerra contra el comunismo, a pesar de no haber hoy comunismo en ninguna parte del mundo, ni siquiera en China, donde lo que domina es un capitalismo de Estado. Lo mismo pasa con la guerra contra el terrorismo, con la guerra contra las drogas y, más recientemente, con la guerra contra la corrupción. Ninguna de estas guerras se ha terminado en la actualidad ni está previsto que se termine en los próximos tiempos. ¿Ocurrirá lo mismo con la guerra contra la pandemia? Curiosamente, la guerra contra las pandemias recientes[2] tiene en común con las otras guerras permanentes el hecho de ser una guerra irregular. El enemigo es impreciso, engañoso, no respeta las leyes de la guerra, no usa tácticas convencionales, y el combate contra él se tiene que pautar a través de los mismos medios para ser eficaz. ¿Acaso la guerra contra la covid-19 será una nueva guerra para añadir al catálogo de las guerras permanentes o eternas? Sabemos que, hasta que las vacunas no estén disponibles para una amplia mayoría, la guerra no terminará. Hasta entonces viviremos en un periodo que caracterizo como la pandemia intermitente. Sin embargo, incluso después de la vacuna, y si no se altera el modelo de desarrollo, de consumo y de civilización en el que vivimos, es altamente previsible que surjan otras pandemias. Por tanto, podemos estar ante una guerra permanente más. Esta posibilidad debe ser motivo de preocupación, y no sólo por el hecho de que esta implique la reaparición de virus cada vez más frecuentes y letales. No debemos olvidar que las guerras permanentes referidas anteriormente han servido a quienes las han declarado para alcanzar fines que no tienen nada que ver con los fines declarados. Han servido, sobre todo, para neutralizar a adversarios políticos y para controlar zonas de influencia geoestratégica. ¿Acaso la guerra contra el virus tiene también esta función? Algunas señales perturbadoras están ahí. La guerra contra la pandemia es, a escala de las grandes potencias (Estados Unidos, China y la Unión Europea), una instancia de la guerra por la hegemonía geoestratégica entre China y Estados Unidos. Y lo mismo se aplica a la guerra de las vacunas.
Además, la metáfora de la guerra tiene un impacto negativo en la vida democrática de la sociedad que combate el virus. El tiempo de guerra es un tiempo de estado de excepción, un tiempo en el que las órdenes no se discuten y sólo se obedecen. No es el momento de discutir razones o proponer alternativas. La obediencia incondicional es, a fin de cuentas, para nuestro bien y, si no obedecemos, ponemos nuestra vida en riesgo e incluso la vida de los demás. La guerra representa un gran peso para la ciudadanía. Sólo no será un peso fatal si es de corta duración. ¿Y si no lo es?
En suma, la metáfora de la guerra y del enemigo no nos ayuda a imaginar una sociedad mejor, más diversa en las experiencias interculturales, más democrática, más equitativa, más justa y menos propensa a virus tan letales. Esta metáfora expresa una pulsión de muerte contra la amenaza de muerte que el virus representa. Es muerte contra muerte, y nada nos dice sobre la posibilidad de desear que no haya guerra. En vista de esto, esta metáfora no me parece muy útil. Sin embargo, podría ser diferente si la metáfora de la guerra y del enemigo se deconstruyera a fin de permitirnos ver y entender a los enemigos en esta guerra. Al fin y al cabo, si el virus es el enemigo de la sociedad, es justo pensar que la sociedad puede que sea la enemiga del virus. Para ello sería bueno seguir el ejemplo del fotógrafo de guerra Karim Ben Khelifa expresado en su extraordinario documental The Enemy[3]. Tras ser fotógrafo de guerra durante quince años, Karim Ben Khelifa empezó a cuestionarse la utilidad de sus fotos, puesto que estas no cambiaban en nada la actitud de la gente respecto a la guerra, no hacían que desearan la paz. Llegó a la conclusión de que una de las razones quizá era el hecho de que los enemigos fueran invisibles. En vista de esto, decidió dar visibilidad a los combatientes, dándoles voz y permitiendo que se presentaran y explicasen sus motivos, sus sueños y sus miedos. Al hacerlo, recurriendo a altas tecnologías de comunicación, acabó permitiendo confrontar los puntos de vista de los enemigos con los de quienes luchaban contra ellos. Y los enemigos dejaron de ser enemigos. ¿Seríamos capaces de hacer lo mismo en el caso de la guerra contra el virus? ¿Cómo se podría dar visibilidad a nanoentidades? ¿Cómo podríamos conocer sus razones para atacarnos, sus puntos de vista sobre la sociedad en la que vivimos? Y, si eso fuera posible, ¿qué razones daríamos para intentar eliminarlos o por lo menos neutralizarlos? ¿Sería posible comprar razones y puntos de vista e incluso dejarnos convencer para cambiar profundamente nuestras formas de vida? Entonces sería posible no sólo una tregua, sino también una convivencia basada en comportamientos más civilizados entre ambas partes. Por desgracia, pese al gran esfuerzo de Karim Ben Khelifa, la guerra significa guerra y se hizo para matar y morir.
El virus como mensajero
La segunda metáfora es la que concibe el virus como un mensajero. Sin duda, como un mensajero de la naturaleza. Para esta metáfora no interesa conocer el contenido específico o los detalles del mensaje. El mensaje se halla en la propia presencia del virus. Es un mensaje performativo. Es un mensaje pésimo porque consiste en la muerte o en la amenaza de muerte. Este mensaje cuestiona qué hacer con el mensajero. En la tradición oriental china había un acuerdo tácito entre las partes en guerra según el cual los mensajeros que fueran enviados por cada una de ellas irían desarmados y no correrían ningún riesgo personal. Ya en la tradición occidental, si nos remontamos al antiguo Egipto y la antigua Grecia, la historia de mensajeros asesinados por traer malas noticias es recurrente. Tan recurrente que «matar al mensajero» pasó a ser un topos cultural y una táctica política. En las Vidas paralelas de Plutarco se cuenta que Tigranes, perturbado por la noticia de que las fuerzas de Lúculo se acercaban amenazadoramente, mató al mensajero para calmar su ansiedad. En la obra Antonio y Cleopatra de Shakespeare, Cleopatra amenaza con arrancarle los ojos al mensajero que le trae la noticia de que Antonio se ha casado con Octavia, hermana de Octavio César. Este topos de «matar al mensajero» está bien presente en nuestros días. Basta con considerar el modo en que Julian Assange ha sido tratado (puede que sea más exacto decir asesinado lentamente) por haber traído tantos mensajes malos a los poderosos de nuestro mundo.
En el caso de la metáfora del virus como mensajero, se activa este arquetipo cultural de «matar al mensajero». Es cierto que una minoría de los que usan esta metáfora la prefieren a la metáfora del enemigo, precisamente porque quieren entender el mensaje, por más doloroso que sea. Sin embargo, en el discurso público, incluso cuando se usa la metáfora del virus como mensajero, no se pierde un minuto en intentar descodificarla. El pánico o el terror del mensaje performativo (muerte o amenaza de muerte) es tan grande que no se intenta investigar la causa de la muerte, como sería propio de cualquier investigación criminal o novela policíaca. El próximo paso es un non sequitur con el significado del mensaje. A la sociedad le basta con el hecho de no gustarle la noticia que trae el virus. No intenta confrontarla y mucho menos cuestionar las razones que la pueden haber provocado. En lugar de esto, concentra todo su esfuerzo en matar al mensajero.
Por esta razón, la metáfora del virus como mensajero no me parece una buena metáfora para ayudarnos a pensar cómo podremos impedir en el futuro la llegada de nuevos mensajeros, eventualmente con noticias aún más aterradoras. Al igual que la metáfora del enemigo, la metáfora del mensajero se centra en la eliminación de este virus. Sirve para defendernos en el presente, pero no para defendernos del futuro.
El virus como pedagogo
Yo me decanto por la metáfora del virus como pedagogo. Es la única que nos exige intentar comprender el virus, las razones de su acción, y, en función de ello, intentar organizar las respuestas sociales que, en el futuro, podrán disminuir la posibilidad de ser visitados por nuevos virus de esta manera tan indeseable. Concebir el virus como pedagogo es darle una dignidad muy superior a la que se le da a través de las metáforas anteriores. Para la metáfora de la guerra, el virus es un enemigo que se debe eliminar, para la metáfora del mensajero, el virus es un portador que no tiene ningún papel significativo en las rivalidades en juego. Como portador, seguro que se limitará a decirnos lo que el mensajero dijo a Cleopatra en la obra de Shakespeare: «Gentil señora, yo sólo traigo noticias de una boda que no es mía»[4]. La metáfora del pedagogo es la única que nos obliga a interactuar con el virus, a convertirlo en un sujeto digno de tener un diálogo con nosotros. Como es obvio, es un pedagogo cruel, que no pierde el tiempo en explicar las razones de su forma de actuar y simplemente actúa como debe actuar. Sin embargo, no es un ser irracional. Tuvo sus razones para llegar ahora hasta nosotros y para llegar de la manera que lo ha hecho. Así pues, es necesario intentar pensar en él, para poder pensar progresivamente con él, hasta finalmente pensar desde su propio punto de vista.
En consecuencia, propongo un nuevo tipo de hermenéutica diatópica, una hermenéutica entre la racionalidad humana y la racionalidad viral, una interpretación del mundo entre dos formas de concebir la vida y las relaciones entre la sociedad y la naturaleza con la esperanza de, mediante concesiones o transformaciones recíprocas, llegar a puntos de convergencia que permitan la convivencia entre humanos y no humanos. Esta hermenéutica pretende aprender con el virus, transfiriendo a la sociedad lo que aprendemos con él. En este sentido constituye una pedagogía intervital, entre vida humana y no humana. No será una pedagogía fácil. Existen muchas dificultades a muchos niveles. ¿Acaso seremos capaces de aprender con alguien que no hemos visto ni veremos nunca? Con el virus, el aprendizaje será siempre teleaprendizaje. ¿En qué medida esto es diferente de las revelaciones de la divinidad en el seno de las religiones? ¿Y acaso la sociedad estará dispuesta a aprender? Creo que la mayoría de la gente ve el virus como una pesadilla y sólo desea despertarse de esta lo más rápidamente posible. Olvidar será, en ese caso, una pulsión más fuerte que aprender. Por otro lado, si partimos del supuesto de que debemos aprender con el virus, tal como vengo defendiendo (Santos, 2020a), los obstáculos a los que se enfrenta el aprendizaje son enormes. Las mejores teorías pedagógicas nos dicen que todo el aprendizaje debe ser coaprendizaje, aprendizaje recíproco para una educación mutua. Al estar disponibles para aprender con el virus, ¿en qué medida podemos saber si el virus quiere aprender con nosotros? Si aplicamos a este aprendizaje la teoría de Paulo Freire, la justamente celebrada pedagogía del oprimido, ¿quién es en este caso el oprimido, nosotros o el virus?
Pese a todas estas dificultades, pienso que la metáfora del virus como pedagogo nos sitúa ante una tarea no sólo posible sino también urgente. En primer lugar, es necesario empezar por una escucha profunda del virus. El conocimiento occidental dominante nunca nos ha enseñado a escuchar profundamente cualquier cosa (Santos: 2018a: 248-254). Sólo nos ha enseñado a oír, y oír es la forma más pobre y superficial de escuchar. Oír es estar disponible apenas para entender lo que consideramos relevante, independientemente de si es agradable o desagradable. Es una escucha problemática, porque depende de nuestros intereses del momento. De hecho, como somos la parte dominante en la escucha, sólo oímos y valoramos lo que nos interesa. Al realizar entrevistas, el sociólogo o el periodista sólo escuchan. Si la persona entrevistada empieza a hablar de lo que le interesa realmente o le angustia, sólo se la escuchará si los intereses de quien la entrevista coinciden con los suyos. Todo el resto es irrelevante, aunque sea de vital importancia para la entrevistada.
¿Cómo escuchar profundamente al virus? Antes que nada, es necesario considerar que el virus puede estar queriendo decir cosas que son ininteligibles sólo porque no las podemos o no las queremos entender. Al asumir, por ahora, que el virus es un ser natural, la dificultad de la escucha profunda es particularmente incapacitante en la cultura eurocéntrica. La manera en la que se moldeó a los seres humanos eurocéntricos provocó su falta de capacidad a la hora de escuchar la naturaleza y los condicionó a observar tan sólo cuando les da placer hacerlo (contemplación de paisaje) o cuando les aporta alguna ventaja (apropiación de los recursos naturales, materias primas). La escucha profunda implica el esfuerzo mucho mayor de atreverse a descifrar y entender. ¿Pero cómo nos podemos comunicar con el virus? ¿Cuál es su lengua y su lenguaje? Al infectar y matar, el virus parece ser eximio en lenguaje factual. Argumentar con él, intentando usar un lenguaje superficialmente parecido, significará neutralizarlo o matarlo. Sin embargo, en ese caso no habrá aprendizaje, y estaremos en el ámbito de la metáfora de la guerra y del enemigo. Para aprender con el virus es necesario ir más lejos, no limitarnos a lo que nos dice e intentar saber lo que nos quiere decir y por qué nos lo quiere decir. A este nivel se vuelve necesario establecer una traducción entre el lenguaje humano y el lenguaje viral. No se trata de una simple traducción lingüística. Se trata de una traducción intercultural, entre la cultura humana de los infectados y los fallecidos, la cultura del personal sanitario que los cuida, la cultura científica de quienes estudian los virus y la cultura natural del agente infeccioso y letal. Es una tarea muy compleja debido a un vicio fatal de los seres humanos: el antropocentrismo. Este vicio consiste en concebir el mundo a nuestra propia imagen y semejanza y, por tanto, a atribuir al virus razones como si se tratara de uno de nosotros. El problema es que, si actuamos así, sólo aprenderemos lo que ya sabemos, o sea, nada. Así pues, es crucial partir del supuesto de que el virus no piensa como nosotros, piensa como un virus. Y, pese a estar aterrorizados por su culpa, no debemos olvidarnos de que en este ámbito somos superiores a él. El virus no es capaz de imaginar que sea posible pensar de otra manera de la que él piensa.
¿Cómo será posible la traducción intervital si la diferencia entre nuestro lenguaje y el del virus es inabarcable? Incluso, podemos imaginarnos que nosotros y el virus vivimos en universos diferentes. Esta hipótesis sería bien recibida por los defensores de la idea del pluriverso, la idea de que, incluso entre humanos, las diferencias a veces son tan grandes que ni siquiera son comparables, ya que pertenecen a universos diferentes. El problema de esta concepción es que hace que sea imposible comparar las diferencias, puesto que estas pertenecen a universos inconmensurables. Si no se puede comparar, aprender aún es más difícil. ¿Pero acaso es correcto concebir como si perteneciera a otro universo a un ser o ente que está tan cerca de nosotros, o incluso en nuestro interior, y que nos amenaza de un modo tan existencial, hasta el punto de paralizarnos y obligarnos a refugiarnos en las cavernas más profundas de nuestra intimidad que, de hecho, tampoco son del todo seguras?
La idea de la copresencia es más productiva que la idea del pluriverso. Por más insondable que sea el virus, su presencia entre nosotros es aterradoramente inequívoca. Estamos, pues, en copresencia, y es a partir de ahí que debe darse la comunicación. Además de las dificultades de traducción intervital, es necesario elaborar un código semiótico de comunicación que dé significado a la copresencia. Ese código sólo puede ser el de una comunicación a través de señales. Y hemos visto que las señales del virus son la infección y la potencial muerte. Estas señales sólo son opacas en cuanto a sus razones si, como he hecho antes, se considera que el virus es un ente natural. ¿Pero lo es? ¿Y si es más humano de lo que pensamos? No estoy pensando en las teorías de la conspiración que atribuyen el virus a una creación salida de un laboratorio. Me estoy refiriendo a algo más importante y de consecuencias mucho más trascendentes. Me estoy refiriendo al hecho de que el virus sea una cocreación entre los humanos y la naturaleza, una cocreación derivada del modo en que los seres humanos han interferido a lo largo del tiempo en los procesos naturales, sobre todo desde el siglo xvi. Esta larga duración es la misma que la del capitalismo, el colonialismo y el patriarcado modernos. La explotación sin límites de los recursos naturales y la apropiación y la discriminación contra todo lo que se consideró más parecido a la naturaleza, independientemente de si eran esclavos, mujeres o pueblos indígenas, interfirió de tal modo en la naturaleza que lo que hoy consideramos naturaleza es, en gran parte, producto de esa interferencia. Así pues, la naturaleza es tan humana como nosotros, aunque de manera radicalmente diferente. En esta concepción, el virus puede verse tanto como un espejo del Fausto de Goethe como de Los caprichos de Goya, para quien «el sueño de la razón produce monstruos».
Por tanto, el virus es mucho más humano de lo que podemos imaginar, una humanidad radicalmente diferente de la que nos atribuimos a nosotros mismos. Las señales que el virus nos da dejan de ser opacas para ser transparentes, en la medida en que tengamos en mente que el ser humano que hoy está infectado por el virus es el mismo que durante siglos ha infectado y ha atentado contra la naturaleza. Y los dos procesos están íntimamente interconectados. En este caso, la comunicación es posible, la traducción y la pedagogía siguen siendo interculturales, pero dejan de ser intervitales para pasar a ser intravitales.
El virus pasa a ser nuestro contemporáneo en el sentido más profundo y, en esta medida, la comunicación a través de señales se vuelve posible, ya que, como sabemos, la condición previa de esta comunicación es el hecho de compartir el mismo campo visual. Al posibilitarse la comunicación se posibilita el aprendizaje.
El coronavirus, nuestro contemporáneo
El coronavirus es nuestro contemporáneo en el sentido más profundo del término. No lo es sólo por ocurrir en el mismo tiempo lineal en el que ocurren nuestras vidas (simultaneidad). Es nuestro contemporáneo porque comparte con nosotros las contradicciones de nuestro tiempo, los pasados que no han pasado y los futuros que llegarán o no. Esto no significa que viva el tiempo presente del mismo modo que nosotros. Hay diferentes formas de ser contemporáneo. He defendido la contemporaneidad del campesino africano con el ejecutivo del Banco Mundial valorando las condiciones de inversión internacional en su territorio. En los últimos cincuenta años se acumuló un repertorio extremadamente diverso de problematizaciones de la noción de contemporaneidad. Muy diferentes entre ellas, todas estas nociones han estado cuestionando las concepciones dominantes de progreso y de tiempo lineal heredadas de la Ilustración europea de los siglos xviii y xix. Dichas concepciones buscaban reducir la contemporaneidad a lo que coincidía con el modo de pensar y de vivir de las clases dominantes europeas, y consideraba todo el resto residual o basura histórica. El proceso histórico que llevó a poner en duda esta estrecha concepción de contemporaneidad fue simultáneamente muy dramático y muy esperanzador. Por un lado, incluyó el colonialismo histórico y el reparto de África, dos guerras mundiales y la bomba atómica y, por otro lado, las luchas de liberación anticolonial, el socialismo como alternativa al capitalismo, los movimientos sociales, la consolidación de los pueblos indígenas como sujetos históricos, la expansión del imaginario democrático y las luchas por la diversidad sexual y etnorracial, etc. De todo esto se derivó una constelación de concepciones de contemporaneidad que, pese a ser muy diferentes entre sí, coincidían en el propósito de superar esta estrecha consideración.
Para la construcción de la amplia concepción de contemporaneidad contribuyeron tanto el pensamiento nortecéntrico y occidental como el pensamiento surcéntrico y oriental. De manera un poco arbitraria, destaco en el primero los trabajos de Rosa Luxemburg, Walter Benjamin, Antonio Gramsci, Theodor Adorno, Ernst Bloch, Michel Foucault, Reinhart Koselleck, Giacomo Marramao, Bruno Latour, Johannes Fabian y Marc Augé. En el segundo grupo, destaco los trabajos de José Carlos Mariátegui, Leopold Senghor, Mahatma Gandhi, Aimé Césaire, Franz Fanon, Amílcar Cabral, Joseph Ki-Zerbo, Ranajit Guha, Ngũgĩ wa Thiong’o, Dipesh Chakrabarty, Oyèrónkẹ́ Oyèwùmí, Silvia Rivera Cusicanqui, Valentin-Yves Mudimbe y Enrique Dussel. Este segundo grupo tiene la ventaja de incluir conocimientos orales, anónimos, africanos, indios, indígenas, campesinos, feministas, populares, etc. Es una constelación inmensa de concepciones entre las cuales aún está pendiente hacer una traducción intercultural y diálogos o ecologías de saberes y de temporalidades.
La nueva concepción de contemporaneidad se caracteriza por ser una visión holística sin ser unitaria, por ser diversa sin ser caótica, que en general apunta a la copresencia de lo antinómico y lo contradictorio, de lo bello y lo monstruoso, de lo deseado y lo indeseado, de lo inmanente y lo trascendente, de lo amenazador y lo auspicioso, del miedo y la esperanza, del individuo y la comunidad, de lo diferente y lo indiferente y de la lucha constante para buscar nuevas correlaciones de fuerza entre los diferentes componentes del todo. La reinvención permanente del pasado y la aspiración siempre incompleta del futuro, de las que se componen las tareas que concebimos como «el presente», han pasado a formar parte de la contemporaneidad. Agentes sociales tan diversos como los artistas y los pueblos indígenas fueron mostrando que el presente es un palimpsesto, que el pasado nunca pasa o nunca pasa totalmente, que mirar hacia atrás y reflexionar a partir de las experiencias acumuladas puede ser una forma eficaz de afrontar el futuro. Es verdad que durante mucho tiempo las epistemologías del Norte procuraron suprimir, subestimar o invisibilizar esa inmensa riqueza, pero progresivamente, y a medida que las epistemologías del Sur fueron haciendo su camino, fue cada vez más fácil adoptar una concepción amplia de contemporaneidad. Como se deduce de lo anteriormente expresado, esta concepción es bien consciente de las ideologías dominantes que la alimentan y de los modos modernos de dominación económica, social y política, sobre todo el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado. Ser contemporáneo es ser consciente de que la gran mayoría de la población del mundo es contemporánea de nuestra contemporaneidad por el modo en el que tiene que sufrirla o soportarla.
En esta amplia constelación de contemporaneidades, el nuevo coronavirus hoy asume un valor hipercontemporáneo. Ser contemporáneos del virus significa que no podemos entender lo que somos sin entender el virus. La manera que tiene el virus de surgir, difundirse, amenazarnos y condicionar nuestras vidas es fruto del mismo tiempo, que nos hace ser lo que somos. Nuestras interacciones con animales y, sobre todo, con animales salvajes, son lo que lo hacen posible. El virus se expande por el mundo a la velocidad de la globalización. Sabe monopolizar la atención de los medios de comunicación como el mejor experto en comunicación social. Ha descubierto nuestros hábitos y la proximidad social en la que convivimos con los demás para alcanzarnos mejor. Le gusta el aire contaminado con el que hemos ido infestando nuestras ciudades. Ha aprendido con nosotros la técnica de los drones y, al igual que estos, es insidioso y nunca se sabe dónde y cuándo atacará. Se comporta como el 1 por 100 más rico de la población mundial, un señor todopoderoso que no depende de los Estados, no conoce fronteras, ni límites éticos. Deja las leyes y las convenciones para los mortales humanos, hoy más mortales que antes precisamente debido a su indeseada presencia. Es tan poco democrático como la sociedad que permite tamaña concentración de riqueza. Al contrario de lo que muchos discursos oficiales pretenden transmitir, no ataca indiscriminadamente, prefiere a la población empobrecida, víctima del hambre, de la falta de cuidados médicos, de la ausencia de condiciones de habitabilidad y de protección en el trabajo, de discriminación sexual o etnorracial. Ser indeseado no lo vuelve menos contemporáneo. La monstruosidad de lo que repudiamos y el miedo que esta nos causa son tan contemporáneos nuestros como la utopía con la que nos confortamos y la esperanza que esta nos da. La contemporaneidad es una totalidad heterogénea, internamente desigual y combinada. Considerar el virus como parte de nuestra contemporaneidad implica tener presente que, si queremos estar libres del virus, tendremos que abandonar parte de lo que más nos seduce de nuestro estilo de vida. Tendremos que alterar muchas de las prácticas, los hábitos, las lealtades y los placeres a los que estamos acostumbrados y que están directamente relacionados con el recurrente surgimiento y la creciente letalidad del virus y sus descendientes. En otras palabras, tendremos que modificar el origen de la contemporaneidad, teniendo en cuenta que la población que más sufre con las formas dominantes de esta, también forma parte de la misma.
La hipercontemporaneidad del nuevo virus se basa en algunas características particularmente instigadoras. En primer lugar, el nuevo virus interpela tan profundamente nuestra contemporaneidad que es legítimo ver en él una megafractura abismal, un nuevo Muro de Berlín. Un muro que esta vez no separa dos sistemas sociales y políticos, sino más bien dos tiempos, el antes y el después del coronavirus. Saber si los cambios irán para mejor o para peor es una cuestión no resuelta. Pero seguro que serán significativos. El corto periodo del fin de la historia parece haber llegado a su fin.
En segundo lugar, el virus convierte el presente en un blanco móvil, constituido no sólo por lo que podemos hacer o planear ahora, sino también por lo que nos puede pasar de forma imprevisible. El presente-abismo interpela, por ejemplo, de manera radical a las empresas aseguradoras en el área de la salud. Si nos dirigimos a una sociedad en la que cada vez habrá más riesgos no asegurables, ¿por qué la protección contra los riesgos asegurables no corre a cargo de quien nos protege cuando los riesgos no asegurables se concretan, es decir, el Estado? ¿No sería más eficiente y más justo pagar impuestos que pagar primas del seguro?
En tercer lugar, el virus dramatiza a medida que el pasado arcaico forma parte de nuestro presente, como defendió Pier Paolo Pasolini y, siguiendo sus pasos, defiende Giorgio Agamben. Ese pasado presente se basa en la atracción por los animales salvajes, símbolo de lo desconocido, en la apropiación y el consumo o la domesticación de lo que nos resulta totalmente extraño y, por tanto, tan amenazador como seductor. El presente surge como una historia anacrónica del tiempo en el que los animales eran, por definición, salvajes, y constituían tanto amenazas imprevisibles como ansiados trofeos. El virus es un reciclador que conecta el presente con pasados remotos.
Finalmente, el coronavirus exacerba la pulsión apocalíptica (el presente como fin de los tiempos) que ha venido ganando terreno, sobre todo con la expansión de las religiones fundamentalistas, tanto judeocristianas como islámicas. El apocalipticismo se basa en la idea de que más pronto o más tarde un acontecimiento catastrófico global acabará con la vida en la Tierra tal como la conocemos. En el caso de las religiones, el conocimiento esotérico en el que se basa dicha previsión es un conocimiento revelado por los mensajeros de la divinidad. En algunas versiones habrá una lucha entre el bien y el mal y sólo los fieles elegidos se salvarán. Sin embargo, el apocalipticismo también tiene una versión secular. Se trata de un pesimismo histórico, a veces moralista, a veces nostálgico, de un pasado íntegro, un pesimismo políticamente ambiguo, ya que puede traducirse tanto en un registro de extrema izquierda (cierto anarquismo) como de extrema derecha (más común en los últimos tiempos). Se puede leer en Dostoievski, Nietzsche, Artaud o Pasolini.
La covid-19 se presta a la idea de un apocalipsis latente, que no se deriva de un saber revelado, sino de síntomas que hacen predecir acontecimientos cada vez más extremos a los que se suma la convicción de que la sociedad, por más que se proponga corregir el curso de las cosas, siempre acaba por seguir el camino inevitable de la decadencia. La devastación causada por el coronavirus apunta hacia algo parecido a un apocalipsis a cámara lenta. El coronavirus alimenta la vertiente pesimista de la contemporaneidad, y esto se debe tener en cuenta en el periodo inmediatamente pospandémico. Mucha gente no querrá pensar en alternativas a un mundo más libre de virus. Querrá el regreso a lo normal a toda costa al estar convencidos de que cualquier cambio será peor. Se tendrá que contraponer la narrativa de la esperanza a la narrativa del miedo. La disputa entre las dos narrativas será decisiva. La manera de decidirse determinará si queremos o no seguir teniendo el derecho a un futuro mejor.
[1] Este concepto acuñado por André Gide en 1893 se refiere a las narrativas que contienen otras narrativas dentro de sí mismas.
[2] Véase el ejemplo del VIH/SIDA o del ébola que abordo en el Capítulo 2.
[3] Disponible en: [http://theenemyishere.org/], consultado el 25 de abril de 2020.
[4] William Shakespeare, António e Cleópatra, Acto 2, Escena V, disponible en: [http://www.ebooksbrasil.org/eLibris/cleo.html], consultado el 10 de julio de 2020.