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II. Un fantasma recorre el mundo: la historia de los virus y el colonialismo

Con la colaboración de

Maria Paula Meneses

El sentido más profundo de la historia […] implica la especulación y el intento de llegar a la verdad, la sutil explicación de las causas y orígenes de todo lo que existe, y un conocimiento profundo del cómo y el por qué de todo lo que sucede. La historia, por tanto, tiene sus raíces en la filosofía.

Ibn Jaldún, La Muqaddimah [1377]

Introducción

La historia de este nuevo coronavirus del siglo xxi es también nuestra historia. Al respecto, se imponen tres preguntas. ¿De dónde venimos? ¿Dónde estamos? ¿Hacia dónde vamos? En este capítulo comenzaré a responder la primera pregunta. ¿Dónde comienza la historia que estamos viviendo ahora con tanta intensidad?

El reconocimiento de la importancia de una epidemia requiere que cada una de ellas sea evaluada desde una perspectiva histórica y a través del prisma de la ecología de los saberes, combinando escalas temporales con escalas espaciales (Santos, 2014a). Esta opción implica articular, por un lado, el análisis del brote a corto plazo con el estudio de las implicaciones y condiciones predisponentes a largo plazo; y, por otro, la escala del cuerpo enfermo individual, infectado, con la escala global.

Propongo que partamos del siglo xv, el inicio del capitalismo y la reconfiguración de dos formas de dominación, que ya existían antes, pero fueron profundamente reconfiguradas para ponerse al servicio del capitalismo. Me refiero al colonialismo y al patriarcado. El efecto más característico de este triple conjunto de formas de dominación es crear una línea abismal que separa radicalmente a los seres considerados plenamente humanos de los considerados infrahumanos: cuerpos racializados y sexualizados. Este sistema de poder está en la base de la distinción actual entre el Norte global y el Sur global (Santos, 2019a, 2020a).

Detengámonos un poco en la naturaleza del virus. Se trata de un poder insidioso e imprevisible, muy superior a los medios que podríamos utilizar para combatirlo. No tenemos otra defensa que la huida, el confinamiento, el distanciamiento físico. Huimos del virus porque no somos capaces de afrontarlo. En los tiempos modernos, la primera vez que algunos grupos humanos se enfrentaron a una situación similar fue cuando los colonizadores europeos llegaron a las remotas tierras de América y África. El poder del que eran portadores fue probablemente sentido por los pueblos nativos de una manera semejante a como estamos experimentando este nuevo virus. El poder colonizador era un poder insidioso y sorprendente, y extremadamente superior al poder con el que los pueblos originarios podían resistirlo. Claro que, a diferencia del virus, era un poder muy visible; pero, al igual que el virus, no les dejaba otra alternativa que escapar, esconderse. Como sabemos, hubo una resistencia admirable, pero gran parte de ella se articuló con evasión. Muchos de los pueblos indígenas de las Américas vivían en sus territorios ancestrales, pero muchos otros tuvieron que huir a otros lugares, donde los colonizadores no llegasen. Posteriormente, los esclavos encontraron en la fuga (runaway, slaves, quilombos, palenques) la única forma de escapar del poder del señor de los esclavos. De alguna manera, el mundo hoy está compartiendo, finalmente, estos primeros movimientos y estrategias de los pueblos invadidos al inicio de la era moderna. Curiosamente, el Norte global, ahora invadido por este nuevo coronavirus, demuestra ser tan impotente como los pueblos del Sur global que invadió en siglos anteriores. ¿Fin de un ciclo? ¿Cierre de un círculo? ¿Ironía del destino? En cualquier caso, para comprender la naturaleza contemporánea del virus, debemos retroceder varios siglos. Para sorpresa de muchos, los virus estuvieron presentes en el proceso histórico de colonización, y no siempre por accidente.

Las epidemias son parte constitutiva de la historia de la humanidad y producen ciclos de amenaza para la humanidad. Aparecen principalmente asociados a poblaciones que viven en casas fijas, en pueblos o ciudades. La forma en que estas poblaciones utilizan sus fuentes de agua convierte esta en un elemento potencialmente transmisor de diversas enfermedades. Además, en general, la mayoría de las personas que vive en espacios urbanos tiene una dieta menos cuidada y variada. Las grandes epidemias del pasado, como la peste del siglo xiv, enseñaron la necesidad de la cuarentena y revelaron los orígenes de las guerras biológicas. Es importante rescatar esta historia desde la perspectiva de quienes no pueden olvidarla, considerando que el proyecto de modernidad eurocéntrica busca borrar de la memoria muchos desastres del pasado, lo que Veena Das llama «violencia aniquiladora de mundo» (2007: 8). Revisitar esta historia es crucial para repensar las alternativas a la pandemia de la covid-19.

El pasado puede ayudar a hacer frente a las crisis epidémicas contemporáneas, especialmente en la prevención de enfermedades futuras. Con el fin de identificar pistas que contribuyan a un conocimiento en profundidad de la crisis de la covid-19, analizamos con más detalle tres pandemias que marcaron la historia de la humanidad: la peste, la viruela y la influenza. Un análisis más completo debería incluir el análisis del cólera, la malaria y la fiebre amarilla, que tuvieron un gran impacto en la economía colonial.

Este capítulo está estructurado en torno a tres preguntas fuertes. ¿Qué factores históricos y político-económicos explican los orígenes y las escalas de impacto de los grandes brotes epidémicos en el mundo, con especial atención a los últimos cinco siglos? Frente a las epidemias, ¿qué respuestas fueron dadas por diferentes formas de organización (instituciones), en diversas escalas (desde el individuo, pasando por la comunidad, a la dimensión nacional e internacional)? ¿Cuál es la relación entre estas epidemias y la memoria histórica y qué subjetividades políticas han generado?

La peste: un fantasma que viaja con los contactos comerciales

Una de las primeras epidemias documentadas es la plaga de Justiniano, un episodio de peste bubónica que se produjo en el siglo vi y que mató a cerca de 20 millones de personas, afectando principalmente a la región mediterránea (Rosen, 2007). «Peste Negra» fue el nombre con el que quedó conocida la epidemia que marcó a Europa en el siglo xiv, probablemente provocada por el mismo patógeno[1]. Esta epidemia se considera uno de los mayores desastres de salud pública conocidos y uno de los ejemplos más dramáticos jamás registrados de enfermedades emergentes o reemergentes. Este brote, que se originó en Asia posiblemente en la década de 1330, tuvo efectos terribles: se estima que murieron en total entre 75 y 200 millones de personas en Europa y Asia (Benedictow, 2004: 383). El tremendo impacto de esta pandemia, que afectó a Túnez en 1348-1349, es relatado por Ibn Jaldún en Muqaddimah (1377). El filósofo, cuyos padres murieron a causa de la peste, escribe que fue como si la civilización hubiera sido devorada y el mundo cambiado por completo. Giovanni Boccaccio, cuyo padre y madrastra también murieron en la peste, escribió el Decamerón (1448-1452) durante este periodo. En la introducción a los diez cuentos del libro, producidos durante la cuarentena en las afueras de Florencia, Boccaccio también habla del terrible impacto de la epidemia[2].

La Peste Negra trajo consigo chivos expiatorios, la estigmatización de diversos grupos minoritarios, como judíos, frailes, extranjeros, mendigos, peregrinos, leprosos y gitanos (romaníes), acusados de propagar la epidemia. Según David Nirenberg (2015), quien estudió en detalle los territorios que hoy son Francia, España y Portugal, hubo episodios de violencia contra miembros de estos grupos, incluyendo persecución y muerte. Estos hechos contribuyeron a establecer los términos y límites de la convivencia de las minorías, una lección sobre los riesgos de discriminación y episodios de violencia asociados al estallido de epidemias.

La cuarentena, como medida de contención epidémica, surge en un contexto europeo asociado a esta epidemia (Sehdev, 2002: 1072). La región mediterránea, una zona de intensos contactos comerciales, se vio afectada con frecuencia por brotes epidémicos que provocaron enormes pérdidas humanas y socavaron la integridad territorial de los Estados. Varias ciudades del sur de Europa buscaron soluciones para combatir y prevenir epidemias que todavía se utilizan en la actualidad (Cipolla, 1981; Tomic y Blažina, 2015). Cuando sonaba la alarma sobre la «peste» –término que en la Edad Media europea era usado para referirse a otras varias enfermedades–, las puertas de la ciudad se cerraban y sólo podía pasar la barrera de protección quien presentara prueba escrita de que no había tenido contacto con la enfermedad. Cuando la enfermedad ya estaba propaganda en la región, varias medidas sanitarias eran rápidamente implementadas para reducir el riesgo de contagio. Destaca el aislamiento de la ciudad y el uso de desinfección como métodos efectivos para controlar la propagación de las epidemias (Abreu, 2018)[3]. Por otro lado, la noción de contagio[4], que se venía desarrollando, está en el origen de varios episodios de guerra biológica.

Uno de los primeros episodios de guerra biológica ocurrió durante la pandemia de la Peste Negra, en el sitio de Caffa, en 1346[5]. Caffa (actualmente Teodosia), ubicada en Crimea, en la costa norte del mar Negro, estaba entonces bajo el dominio mongol. Un siglo antes, los mongoles habían permitido que un grupo de comerciantes genoveses estableciera un puesto comercial allí. Debido a su éxito, Caffa controlaba el comercio en la región. Las crónicas de la época dan cuenta del estallido del conflicto, tras una lucha entre cristianos genoveses y musulmanes mongoles, con el ejército tártaro asediado por Caffa. La Peste Negra estalló entre los tártaros, devastando a los sitiadores. Desesperados, los tártaros catapultaron los cadáveres dentro de la ciudad sitiada, provocando grandes bajas entre los cristianos. Entre los que escaparon se encontraban algunos marineros infectados que dejaron la peste y la devastación en todos los puertos por donde pasaron (Wheelis, 2002: 973)[6].

La Peste Negra se propagó a través de las principales rutas comerciales que conectaban Asia con Europa, extendiéndose por Asia Menor, África del Norte, Sicilia y Europa. En 1348, los registros de Génova muestran que la epidemia se esparcía entre los habitantes de esta ciudad, extendiéndose la pandemia a Francia y España en 1349, a Inglaterra en 1350, llegando a Europa del Este y Rusia en 1351 (Kohn, 2008). Esta epidemia ha perseguido repetidamente a Europa y la región mediterránea hasta el siglo xviii, siguiendo el movimiento de personas y mercancías (Hays, 2005: 46). Noticias de Argel dan cuenta de un brote epidémico en 1620-1621, que victimizó a entre 30.000 y 50.000 habitantes (Davis, 2003: 18). Esta pandemia también devastó gran parte del mundo islámico y se dejó sentir hasta 1850. Bagdad sufrió varios brotes de peste, que habrán matado cerca de dos tercios de su población (Issawi, 1988: 99).

En la secuencia de los brotes epidémicos que marcaron la Europa medieval, las cuestiones de salud fueron objeto de una intensa actividad diplomática (Cipolla, 1981). Los Estados soberanos establecieron controles interestatales y renunciaron a los poderes discrecionales en favor de la «salud común» hasta parte del siglo xvii[7], un periodo plagado de varias epidemias. Un poco por toda Europa se fueron gestando varias medidas sanitarias, buscando prevenir la recurrencia de brotes epidémicos asociados con la peste, incluyendo una mejor alimentación; mejoras en vivienda, saneamiento urbano e higiene personal; y mejora en los métodos de cuarentena. Los relatos disponibles sobre el impacto de esta epidemia revelan profundas diferenciaciones de clase. Cuando un nuevo brote de peste bubónica azotó Londres en 1665-1666 (la llamada Gran Plaga de Londres), la aristocracia se refugió en el campo; los pobres de Londres, que no pudieron aislarse, perecieron (Harding, 2002). Se estima que unas 10.000 personas murieron en este episodio. Algunos autores sostienen que la enorme devastación provocada por los diversos brotes de Peste Negra, que generó una fuerte escasez de mano de obra, está en el origen del desarrollo de muchas innovaciones económicas, sociales y técnicas, especialmente en la región mediterránea (Benedictow, 2004).

Los brotes de peste continuaron, en siglos posteriores, afectando a los habitantes de Asia, Europa y África. En este último caso, por ejemplo, la biografía de una religiosa etíope del siglo xiv menciona una epidemia que provocó la muerte de varias personas, entre ellas profesores eclesiásticos y miembros del séquito real (Derat, 2018). Una lectura atenta de los archivos revela, en el caso de Etiopía, la creación de una institución encargada de enterrar a los muertos de los brotes epidémicos, que antes eran abandonados por las comunidades en fuga. Revela también la consagración de nuevas iglesias dedicadas a los santos protectores locales, así como el surgimiento de un discurso religioso que asocia la peste con los demonios y promueve la confianza en la protección mágica de san Roque[8] (Derat, 2018; Chouin, 2018). Más abajo, en la Nigeria actual, un verso de un poema laudatorio de finales del siglo xiv habla de una crisis dinástica derivada de una plaga que mató a dos soberanos locales en aproximadamente seis meses. Esta elevada mortalidad, que marcó las memorias de los habitantes de Kano, se prolongó durante varios meses (Chouin, 2018).

Uno de los últimos brotes epidémicos de peste bubónica se produjo a finales del siglo xix, llegando a China e India. En el caso de la India, este episodio, que pasó a conocerse como la «peste de Bombay», tuvo sus primeros casos detectados en la zona portuaria de esta ciudad, a fines de 1896. El diagnóstico lo hizo el médico Acácio Gabriel Viegas, quien luego lanzó una campaña para limpiar los barrios marginales y exterminar a las ratas que transmiten Yersinia pestis, la bacteria de la peste (Echenberg, 2007). Pero el epicentro de esta epidemia fue la región china de Yunnan, que en la década de 1850 experimentó una rápida afluencia de chinos han. Estos migrantes llegaron a la región como mineros, para trabajar en la exploración de los recursos minerales existentes (Benedict, 1996: 47). Paralelamente, el comercio del opio estaba cobrando impulso; con las mejoras en el transporte, el número de migrantes en la región se disparó y pequeños brotes de peste dieron lugar a la epidemia, que se extendió a otras regiones de China. En 1894, la enfermedad llegó a Cantón, habiendo, desde marzo y en unas pocas semanas, matado a 60.000 personas (Pryor, 1975: 69). El tráfico diario entre Cantón y la vecina ciudad de Hong Kong dio lugar a una cadena de contagio que transmitió la peste a esta ciudad portuaria. Se sospecha que la epidemia entró en la India desde Hong Kong, transportada por ratas llenas de pulgas infectadas o por pasajeros ilegales infectados, que seguían en los barcos mercantes británicos cargados de opio. En la India, la epidemia se propagó rápidamente, llegando a Bengala y Punjab, y también a Birmania (ahora Myanmar). La velocidad de la propagación se debió, en parte, a la inacción de los agentes políticos. Durante las primeras etapas de la epidemia, la administración británica, para no poner en peligro el floreciente comercio global, mantuvo sus puertos abiertos a las actividades comerciales. Esta opción fue desastrosa, ya que promovió la propagación de la enfermedad. Paralelamente, el desplazamiento masivo de más de 200.000 personas al interior de la India que buscaban escapar de la peste, llevó la enfermedad consigo a regiones más remotas, especialmente en el oeste y norte de la India. En 1898, la epidemia ya había matado a unas 300.000 personas.

Además de las acciones inmediatas del médico Acácio Gabriel Viegas, el gobierno colonial se vio obligado a tomar varias medidas para controlar el azote: cabe destacar la cuarentena, los campos de aislamiento, las restricciones de viaje y la prohibición de la práctica de la medicina tradicional india. La administración colonial británica recurrió también a la Ley de Enfermedades Epidémicas, de 1897. Esta ley, aún vigente y utilizada recientemente durante la pandemia de la covid-19, autoriza al gobierno estatal a tomar medidas extraordinarias cuando «se vea amenazado por el brote de cualquier enfermedad epidémica peligrosa». La legislación también estipula que el Estado puede hacer cumplir regulaciones provisionales, «para ser observadas por el público, según sea necesario para prevenir el brote de una enfermedad o su propagación» (Dey, 2020). Para la población india, estas medidas fueron percibidas como culturalmente intrusivas y, en general, represivas. Por ejemplo, la prohibición de la medicina homeopática, llevada a cabo principalmente en los hogares de las personas, provocó varios episodios de impugnación (Das, 2011). Peor aún fueron las acciones de salud pública desarrolladas por la administración colonial. Jóvenes médicos, apoyados por el ejército y la policía, desnudaban públicamente a hombres, mujeres y niños en busca de señales de peste bubónica. Varios relatos afirman que las mujeres indias preferían morir antes que exponer el cuerpo a médicos desconocidos. Las historias existentes se refieren también a la resistencia cultural de los hindúes a exponer el cuerpo a la observación de los ingleses (Arnold, 1987). Los individuos infectados fueron puestos en cuarentena u hospitalizados. A menudo, durante el proceso de desinfección, las casas, los alimentos, la ropa y otros bienes de las personas infectadas eran quemados y destruidos, sin su consentimiento. Disgustadas, las poblaciones afectadas protestaron, provocando, en ocasiones, el caos en varias regiones.

La peste de Bombay comenzó como una crisis de salud pública, pero pronto se convirtió en una crisis política y económica, reveladora de la violencia estructural colonial profundamente arraigada. Buscando paliar el malestar, las autoridades británicas cambiaron sus estrategias de acción. Una de las opciones encontradas fue presionar a la población india para que se vacunase contra la peste con la vacuna desarrollada por Waldemar Haffkine. Paralelamente, las autoridades británicas volvieron a permitir que los practicantes de los sistemas tradicionales de medicina participaran en programas de prevención de plagas (Arnold, 1993)[9].

Este brote epidémico de peste causó la muerte de alrededor de un millón de personas en la India. En las décadas siguientes, los diversos brotes de la enfermedad mataron a 12,5 millones de personas en la India británica y en otras partes del mundo, como por ejemplo: 1898 –La Meca, Madagascar[10]–, 1899 –Egipto, Sudáfrica[11], Portugal (Oporto), Paraguay–, 1900 –Reino Unido, Australia, EEUU (San Francisco)–, 1907 –Túnez–, 1908 –Perú, Ecuador– y 1912 –Cuba (Gregg, 1985; Echenberg, 2007)–.

Otras varias epidemias han sacudido al mundo. Una de ellas, la viruela, conoció numerosos brotes a lo largo de los siglos, siendo considerada la enfermedad más mortal de la historia (Hopkins, 2002).

La viruela: un arma genocida del colonialismo

En los siglos xiv-xv, la viruela estaba presente en gran parte de Europa y, en el siglo siguiente, sus brotes epidémicos la convirtieron en un problema de salud pública en Europa, siendo los niños sus principales víctimas (Fenner et al., 1988). En el caso de los países de la península Ibérica, los brotes periódicos de viruela, entre otras enfermedades infecciosas, fueron responsables de la propagación de la enfermedad en el Nuevo Mundo, así como en varias regiones de África y Australia[12] (Hopkins, 2002).

La llegada de los europeos a las Américas, a fines del siglo xv, está asociada a la ocurrencia de varios brotes epidémicos en las décadas siguientes, que tuvieron como consecuencia la aniquilación de la mayoría de los pueblos indígenas de las Américas (Lovell y Cook, 2000). Pero el impacto de las enfermedades no se puede entender sin tener en cuenta las diversas dimensiones de la violencia a la que fueron sometidos los pueblos colonizados (migración forzada, esclavitud, exigencias laborales enormes y pago de impuestos exorbitantes) y la devastación ecológica que acompañó los procesos de colonización (McCaa, 1995: 429). La violencia colonial redujo considerablemente las defensas de los pueblos indígenas frente a los ataques de los colonizadores, afectando sustancialmente la economía y las estructuras sociales y culturales de las colonias (Díaz de León, 2014: 26). En este sentido, las epidemias, en contextos coloniales, se transformaron en una combinación devastadora de episodios de genocidio (muerte masiva de cuerpos) y epistemicidio (muerte masiva de conocimientos, culturas, memorias), cuyos efectos aún persisten en nuestros días (Santos, 2003a; 2014a; 2019a).

El relativo aislamiento de los pueblos indígenas de las Américas los convirtió en víctimas de brotes de diversas enfermedades infecciosas, especialmente viruela, sarampión, tifus y cólera. Estas enfermedades fueron causadas por virus y bacterias traídos por los colonos europeos al «nuevo» continente (Nunn y Qian, 2010). La disminución de la población fue drástica. En el caso de México, las estimaciones existentes sugieren que se trataba de una región bastante poblada en la primera mitad del siglo xvi, antes de la llegada de los europeos. Las proyecciones para el centro de México y Yucatán combinados oscilan entre 3 millones y más de 52 millones de personas muertas por epidemias (Koch et al., 2019); un cálculo promedio sugiere 20 millones. En el caso de la Amazonía, se asume que esta vasta cuenca de drenaje y las áreas forestales contiguas eran regiones de densidad poblacional relativamente baja (Sá, 2004: 174). En relación al Imperio inca (que cubría los territorios actuales de Perú, Bolivia, Ecuador, sur de Colombia, Chile y partes del nordeste argentino), las estimaciones de las poblaciones de estas regiones poco antes de la conquista (1533), oscilan entre 4 y 43 millones (Lovell y Cook, 2000), con una población probable de alrededor de 9 millones para el territorio inca. En el caso de América del Norte (Estados Unidos de América y Canadá), análisis recientes sugieren una estimación de entre 2,8 millones y 5,7 millones (Milner y Chaplin, 2010).

Los datos disponibles sugieren que el colapso de la población indígena fue causado principalmente por la introducción de patógenos desconocidos, traídos por colonos europeos y esclavos africanos (muchos de ellos infectados por los esclavistas). Como las poblaciones indígenas no habían estado expuestas previamente a estos patógenos, no poseían anticuerpos adecuados (Noymer, 2011). El primer brote importante registrado ocurrió en México en 1520 (Cook, 1998). Ese año, una epidemia de viruela habrá acabado con entre el 30 y el 50 por 100 de la población indígena del territorio de México (McCaa, 1995). Esta epidemia inauguró un ciclo de destrucción de la población indígena. Dos décadas más tarde, en 1545-1548, la epidemia de cocoliztli (así la llamaron los aztecas en náhuatl)[13], victimizó a gran parte de la población del territorio, como relatan varios textos de la época (Grijalba, 1926: 214).

Los textos también describen los principales síntomas del cocoliztli, con terribles hemorragias, con gran impacto en la población indígena (Mendieta, 1870: 515). Los relatos disponibles refieren que la muerte ocurría en tres o cuatro días y la tasa de mortalidad del cocolitzli fue tal que, cuando la gente se daba cuenta de que estaba enferma, se despedían de los suyos y buscaban la paz en Dios. Siendo desconocida la causa, las explicaciones que se adelantaron fueron varias, entre ellas un castigo divino para los pueblos «paganos», ya que afectaba principalmente a los indígenas, y los españoles parecían inmunes (D’Ardois, 1980).

Entre los factores que obstaculizaron el control de las epidemias se encuentra la limitada capacidad para implementar cuarentenas. Para la administración colonial, la cuarentena significaba interrumpir los negocios. Para los enfermos, especialmente para los indígenas, el aislamiento en hospitales con pocos medios significaba una muerte casi segura. Diferentes relatos afirman que la gente ocultaba a los enfermos de viruela, y se produjeron varios disturbios cuando la administración local optó por el uso de la fuerza para obligar a los infectados a ingresar en el hospital. Los relatos describen cómo los familiares de los pacientes desafiaron a los militares e invadieron hospitales para recoger a sus familiares (Kohn, 2008: 260). La fragilidad física de los indígenas se debió a otras dimensiones de la violencia colonial, a saber, el desmantelamiento de las estructuras socioculturales resultante, entre otros factores, de la introducción de nuevos sistemas administrativos y la imposición de la religión cristiana. La pérdida de identidad cultural no sólo provocó innumerables suicidios, sino que también tuvo impacto a nivel biológico, al deprimir el sistema inmunológico de la población, haciéndola más expuesta a enfermedades (Flores, 2017: 11-12). Finalmente, la incredulidad en los sistemas médicos traídos por los colonizadores llevó a los indígenas a evitar los hospitales, donde además se ejercía la medicina como factor de conversión. En las últimas décadas del siglo xvi, fray Gerónimo de Mendieta lamentó que los indígenas prefirieran morir en casa antes que buscar salud en los hospitales (Mendieta, 1870: 307).

El hospital funcionaba también como un espacio privilegiado de comunicación entre diversos agentes representativos de distintos saberes en salud: curanderos indígenas, frailes, barberos y cirujanos españoles (Pardo Tomas, 2014: 758-759). En una relación de poder extremadamente desigual, los pueblos indígenas utilizaron estos y otros espacios de comunicación para resistir y acomodarse a nuevas realidades sin perder por completo sus raíces. Construyeron lo que yo llamo ecologías de saberes médicos, encuentros y adaptaciones recíprocas entre la medicina occidental, las medicinas tradicionales y formas de intermedicina (Capítulo 6).

En el caso del México colonial, un análisis de los datos del primer censo completo, en 1568, indica que la población de la región central ya había descendido a 2,7 millones (Sanders, Parsons y Stantley, 1979), lo que corresponde a una disminución de más del 80 por 100 en las primeras cinco décadas después de la llegada de los europeos; y este descenso continuó hasta mediados del siglo siguiente, cuando ya sólo sobrevivía el 10 por 100 de la población original (Noble y Lovell, 1992; Koch et al., 2019). El exterminio masivo de la población indígena es una realidad presente en todas las Américas. Uno de los primeros textos escritos por un indígena sobre la devastación causada por la viruela entre los incas sugiere una infección deliberada, justo después de los primeros contactos con los colonizadores. Esta narración, escrita más de un siglo después del hecho, afirma que los españoles habían enviado «un mensajero con un manto negro» que había entregado al soberano inca una pequeña caja cerrada. Según el mensajero, las órdenes específicas eran que «sólo el inca debía abrir la caja». Una vez abierta la caja, su contenido voló «como pequeños trozos de papel», esparciendo la plaga de la viruela. A los pocos días miles de incas murieron, incluida parte de la familia del emperador, «cubiertos de costras inflamadas» (Wright, 1992: 73-74).

Las poblaciones indígenas se transformaron en inmensos reservorios de mano de obra para trabajos pesados, como el de las minas, desempeñándose como verdaderos esclavos o, en el mejor de los casos, como trabajadores mal pagados (Livi Bacci, 2008: 84). Un siglo después, los datos disponibles sugieren una reducción dramática (principalmente en la población joven), equivalente a una despoblación de más del 90 por 100, sobre la base de una población inicial de 9 millones (Cook, 1981).

Al igual que en México, también en Perú los instrumentos de salud pública disponibles (hospitales y personal de salud) fueron utilizados como mecanismos de conversión de los indígenas, por lo que tuvieron menor impacto en la prevención o mitigación de las epidemias que marcaron el largo siglo xvii en estos territorios y que diezmaron a las poblaciones colonizadas. Estas instituciones constituyeron asimismo un espacio de recogida y sistematización de saberes médicos y medicinales desconocidos o no utilizados en Europa, que podrían traer resultados positivos a la ciencia europea, especialmente en la lucha contra las enfermedades. Es en este sentido, por ejemplo, que Felipe II, en un decreto de 1570, ordena la fundación de cátedras de Medicina y Filosofía en las principales universidades de las Indias (Andrade, 1956, vol. 1: 43).

En Brasil, el primer brote de viruela ocurrió en 1555, cuando la enfermedad fue introducida en Maranhão por colonos franceses. Desde entonces, los brotes epidémicos se han multiplicado, lo que afectó de manera diferente a distintos segmentos de la población en Brasil. Aunque los datos estadísticos son escasos, Denevan (1976: 230) estima que la población indígena de la Amazonia, el centro de Brasil y la costa nordeste era de 6,8 millones en el momento de la llegada de los colonos, a principios del siglo xvi. La región con mayor densidad de población sería el área de la llanura aluvial del Amazonas[14]. El impacto de las epidemias y la violencia genocida colonial ayuda a explicar el drástico declive de esta población, a partir del siglo xvii.

En opinión de Toledo (2005), la propia acción misionera jesuita, que buscaba la conversión de los indígenas, contribuyó a la propagación de la enfermedad. Paulatinamente las grandes pandemias –como la de la viruela– se instalaron predominantemente en las grandes ciudades (puertos) como Río de Janeiro, asumiendo un carácter endémico, como en Europa (Chalhoub, 1996). Relatos de la época destacan que la viruela era mucho más grave entre los pueblos indígenas que entre los esclavos negros (ciertamente por haber ganado estos algo de inmunidad). La mayoría de los colonos europeos era inmune por causa de infecciones sufridas en la infancia.

En el caso de los territorios de América del Norte, las referencias documentales sobre los primeros contactos entre grupos de indígenas y europeos ocurrieron en la costa este en la década de 1530. De esa época son los relatos que describen los asentamientos iroqueses, que ya habían desaparecido en 1600 (Sauer, 1980), dos décadas antes de la primera epidemia de viruela conocida en la región. Este brote mató aproximadamente al 90 por 100 de la población indígena de Nueva Inglaterra (Davies II, 2012). Entre 1636 y 1698 hubo brotes epidémicos de viruela en los puertos de la costa este, traídos por visitantes europeos (Fenner et al., 1988). Sólo con la fiebre del oro, a finales del siglo xviii, llegaron los primeros brotes de viruela a la costa oeste de Estados Unidos.

Una consecuencia de la asociación obvia de los brotes de viruela con la llegada de barcos fue la imposición de medidas de cuarentena a los barcos con personas infectadas a bordo. La primera cuarentena se impuso en Boston, en 1647, probablemente ante un brote de fiebre amarilla, pero luego se extendió a otras colonias, habiendo demostrado ser una medida importante para impedir la importación de enfermedades epidémicas. Durante la última mitad del siglo xvii, las colonias de Virginia y de Carolina del Sur comenzaron a interactuar con el mundo atlántico a través del comercio. Con las personas y bienes, varios virus circularon en América del Norte. La llegada de africanos a raíz de la trata de esclavos acentuó la propagación de la viruela. Los diversos brotes de viruela y otras enfermedades afectaron particularmente a los pueblos indígenas, particularmente susceptibles a la infección. En 1715, la población nativa había disminuido sustancialmente, provocando el colapso del propio comercio que había funcionado como una cadena de propagación de enfermedades. En el origen de este colapso, además de las enfermedades, estuvo el hambre y la pérdida de tierras por parte de los grupos indígenas, reflejando el impacto de la violencia de la conquista colonial.

En reacción a los males que sobrevinieron con la colonización, los pueblos indígenas de América del Norte recurrieron a diversas estrategias, entre ellas acciones de sabotaje biológico, como describió el jesuita Charlevoix sobre Nueva Francia:

El ejército [inglés] estaba acampado junto a un río; los iroqueses, que pasaban la mayor parte de su tiempo cazando, decidieron arrojar al río todas las pieles de los animales que despellejaban, desafiando el campamento; el agua pronto se infectó. Los ingleses, que no sospechaban de esta perfidia, continuaron bebiendo esta agua, que mató a un gran número [de ingleses] (Charlevoix, 1744: 339).

En un estudio reciente, Paul Kelton (2015) muestra cómo los cherokee respondieron a las epidemias de Europa de manera proactiva, creativa y, a veces, efectiva –implementando cuarentenas y aislamiento–. Con este fin, los cherokee reconfiguraron su cosmología, integrando rituales para hacer frente a la enfermedad, incluida la incorporación del espíritu de la viruela en sus creencias. Los cherokee también se enfrentaron abiertamente a los colonos europeos, en lo que se conoció como la guerra de los cherokee. En su origen, estuvieron las constantes violaciones a las tierras indígenas y los ataques a poblaciones por parte de los colonos. Es durante este periodo cuando las fuerzas británicas ejecutan acciones militares para expulsar a los nativos americanos de sus tierras, cortándoles el maíz, quemando sus casas y convirtiéndolos en refugiados. Por su parte, los pueblos de las naciones originarias reaccionaron con acciones armadas, desafiando a las tropas británicas.

La historia contada por los vencedores de la colonización nos dice que los pueblos indígenas fueron diezmados, sobre todo, por enfermedades transmitidas accidentalmente por los europeos. Pero el contagio no siempre fue accidental, hay registros de guerra biológica[15]. El caso de las mantas infectadas, citado en un poema reciente del poeta indígena Sherman Alexie, escrito a propósito del nuevo coronavirus[16], aparece relatado en el diario de William Trent (1715-1784), comerciante y especulador de tierras, ocasionalmente con responsabilidades militares durante la Guerra franco-india (1754-1763) y, poco después, durante el asedio de Fort Pitt, en 1763. Fue la Guerra (o Revuelta) de Pontiac (el jefe ottawa al frente de la rebelión). Una vez ganada la Guerra franco-india por la alianza entre los ingleses y una amplia confederación de tribus indígenas, los indios exigieron, según lo acordado, la devolución del territorio abandonado por los franceses derrotados. Ante la negativa británica, los indios resistieron e impusieron un asedio de varios meses a Fort Pitt, la fortaleza construida por los británicos durante la Guerra franco-india en lo que hoy es Pittsburgh, Pensilvania. Ese mismo año hubo un brote de viruela entre los invasores.

William Trent relata en su diario la llegada de dos emisarios delaware a Fort Pitt para negociar el abandono del fuerte por parte de los ingleses. Habiéndose negado definitivamente, los indígenas confirmaron que el asedio y la resistencia continuarían. Antes de partir, los dos delegados pidieron algunas provisiones para el viaje de regreso, a lo que los ingleses aceptaron de inmediato. Al paquete de víveres, agrega Trent, «por consideración hacia ellos, les dimos dos mantas y un pañuelo de seda del hospital de viruela. Espero que haya tenido el efecto deseado». El resultado no podría haber sido mejor para los invasores. La viruela se propagó entre los indios, habiendo diezmado tribus enteras, incluidas mujeres, ancianos y niños[17].

En el diario de William Trent no está claro de quién fue la idea de la generosa oferta de las mantas infectadas, ni quién dio la orden. Pero lo cierto es que el general Jeffrey Amherst, destinado en Nueva York y responsable máximo de las operaciones en Fort Pitt, aunque no hubiera tenido conocimiento de este caso en particular, habría dado su total aprobación a la iniciativa. Con respecto a otro brote de viruela entre los soldados ingleses, el general escribe a uno de sus coroneles: «¿No se podría encontrar la manera de llevar la viruela a estas tribus indias rebeldes? Tenemos que reducirlas a toda costa». Del resto de la correspondencia entre los dos soldados, se deduce que la estrategia de guerra a ser adoptada (método es la palabra usada) incluía mantas de viruela infectadas. La epidemia serviría para «extirpar la execrable raza»[18]. El uso bélico de la viruela en la guerra contra Pontiac no fue un caso aislado; relatos similares han aparecido con frecuencia en los Estados Unidos del siglo xviii (Mayor, 1995). Como señala Elizabeth Fenn (2002: 1553), en ese momento muchos de los participantes en las guerras de ocupación del continente americano tenían el conocimiento y la tecnología necesarios para provocar acciones de guerra biológica con el virus de la viruela, cualquiera que fuera el «enemigo». El «método» se utilizó en otros combates y funcionó. En el siglo xviii, los colonizadores de América del Norte ya sabían que las enfermedades europeas contraídas sin querer por los aztecas habían ayudado a Cortés a conquistar México[19]. Las innumerables epidemias de viruela que continuaron diezmando a los indígenas a lo largo del siglo xviii, muchas de ellas provocadas deliberadamente por el invasor, así como el resultado final, muestran bien la eficacia colonizadora de la guerra biológica. Tanto ingleses como estadounidenses se acusaron mutuamente de provocar deliberadamente epidemias de viruela durante la Guerra de Independencia. El Protocolo de Ginebra, de 1925, que entró en vigor en 1928 prohibiendo el uso de armas bacteriológicas y químicas, debería haber puesto fin a estos comportamientos bélicos crueles, totalmente contrarios a la ética. Sabemos que no es así.

Más al sur, Brasil, por ejemplo, también conoció episodios de este tipo de sabotaje biológico, especialmente en los siglos xviii y xix. Desde principios del siglo xix, los bosques brasileños comenzaron a experimentar un fuerte impacto humano: deforestación para el suministro de madera para construcción y leña, y quema de grandes áreas para abrir terrenos para la siembra agrícola o el pastoreo de animales de carga y transporte (Duarte, 2002). Además de los pueblos indígenas, la región estaba habitada por soldados, negros esclavizados, poblaciones libres y marginadas de la sociedad imperial, naturalistas, ingenieros, hacendados, sacerdotes contratados por el gobierno, autoridades policiales e inmigrantes de varias partes del mundo. En este encuentro con los bosques brasileños, los recién llegados afrontaban calor, humedad, regiones a veces pantanosas, mosquitos, enfermedades tropicales, incluidas las causadas por parásitos y virus locales. Los pueblos indígenas opusieron una fuerte resistencia a la destrucción de sus territorios por parte de la empresa colonial que los condenó al ostracismo, aplicando una política violenta de aniquilación física.

En 1808, una carta real de Dom João VI, dirigida al gobernador y capitán general de la capitanía de Minas Gerais, estableció el estado de guerra contra los indios botocudos[20], descritos como caníbales (Cunha, 1992a: 57). En esta carta y en varias de la misma época, el príncipe regente D. João defiende la ocupación de los colonos en estos territorios. Esta opción política se manifestó en una serie de acciones violentas contra las poblaciones indígenas, esclavizándolas o matándolas. Esta opción encontró respaldo político y se justificó, como sucedió antes en otros contextos estadounidenses, por ser «guerras justas» (Cunha, 1992a: 59-72), dando continuidad a las guerras de exterminio que habían comenzado con la penetración colonial, en el siglo xvi. Una parte importante de la ocupación del interior brasileño se produjo utilizando las prerrogativas de las guerras justas de D. João, que garantizaban a los colonos el derecho a ocupar las tierras que conquistaron a los indígenas y a encarcelar a sus habitantes por un periodo de 15 años, para prestarles servicios, si estos pueblos no aceptasen pacíficamente servir bajo el mando de las armas reales (Sposito, 2011: 58). Atacar a los indígenas, esclavizarlos, formaba parte de una economía donde la ocupación de la tierra era el principal objetivo, ya sea para la producción agrícola o para la ganadería.

Las pésimas condiciones de vida de los indígenas y personas esclavizadas, obligados a trabajar en las haciendas, están descritas por el naturalista francés Auguste de Saint-Hilaire (1976 [1851]), en su libro dedicado a la región de São Paulo. Además de su mérito científico, las observaciones de Saint-Hilaire, realizadas en los años de 1820, son de gran relevancia histórica para Brasil, ya que contienen análisis detallados de la sociedad y las costumbres brasileñas en la primera mitad del siglo xix. Saint-Hilaire consideraba repugnante la violenta explotación laboral de los indígenas, que padecían enfermedades altamente contagiosas transmitidas por los colonos europeos. Tal situación, conocida desde el siglo xvi, provocó innumerables muertes entre los nativos.

El regreso a los bosques, como territorio seguro, evitando contactos con los europeos, fue una de las formas indígenas de resistencia a la violencia colonial que incluyó las epidemias. Esta fuga puede interpretarse como un ejemplo de cuarentena prolongada (Cunha, 1992b). Por su parte, el Estado brasileño, especialmente a partir del siglo xix (Cunha, 1992a), comenzó a apoyar la deforestación de extensas áreas. Esta decisión contribuyó a liberar patógenos que se sumarían a otras varias enfermedades endémicas, como la malaria, por ejemplo. Esta acción desarrollista avant la lettre exigió la remoción de los pueblos indígenas de los bosques, para permitir la ocupación de esos territorios en la agricultura y la ganadería, y transformar gradualmente a los indígenas en trabajadores al servicio del Imperio. Esta opción dio lugar a la creación de aldeas indígenas, superpobladas y con malas condiciones de salubridad, donde sus habitantes eran presa fácil de epidemias (Cunha, 1992b).

A estas acciones, que provocarían la muerte de muchos miles de indígenas y personas esclavizadas, se sumaron episodios de guerra biológica, parte de la doctrina política de guerra justa en territorio brasileño. Las referencias documentales a estos episodios son pocas, aunque la memoria colectiva no las olvida. Una de las primeras referencias a estas intencionadas acciones de contagio la menciona Georg Freireyss, en la región de la Capitanía de Minas Gerais, en los años 1813-1814, en relación a los puris[21]:

Los habitantes de Sant’Anna […] no mostraban gran amistad con estos indios pobres porque, en una de sus conversaciones, el comandante nos dijo que el director de los indios ya había domesticado a 500 puris y estaban domiciliados en lugares específicos, haciendo que se acabaran todas las hostilidades contra los portugueses y sus amigos; pero añadió, con una carcajada diabólica, que había que llevarles la viruela para acabar con ellos de una sola vez, porque la viruela es la enfermedad más terrible para esta gente (1907: 195).

Mércio Gomes (2012) describe un episodio ocurrido en Caxias, en el sur de Maranhão, alrededor de 1816, una región de rápido crecimiento económico, principalmente como resultado de la ganadería, que requería grandes pastos. Esta expansión chocó con la presencia de los indios timbira[22] en la región, vistos como un obstáculo para el progreso de los hacendados de la región. Este episodio también es mencionado por Darcy Ribeiro, quien afirmó que el objetivo de los hacendados era atraer a los indígenas a la aldea, donde se estaba produciendo un brote de vejigas (viruela), con la esperanza de que los indígenas fuesen rápidamente contaminados por la enfermedad y murieran (Ribeiro, 1976).

En su libro, Mércio Gomes también menciona que, a fines del siglo xix, los bugreiros[23] de Santa Catarina y Paraná, financiados por compañías migratorias, dejaban en ciertos puntos de intercambio de obsequios con indios (botocudos), mantas infectadas de sarampión y viruela. Como resultado de estas políticas, a finales de siglo, un crítico brasileño escribió: «Esas razas casi han desaparecido […]; la vejiga y otras enfermedades y el uso desmedido de bebidas alcohólicas han sido las principales causas de la desaparición de los indios» (Ferreira, 1925: 9).

Los estudios más detallados son concluyentes de que los efectos directos de la conquista europea –incluyendo las nuevas epidemias, las múltiples campañas militares contra pueblos indígenas, su explotación laboral (Livi-Bacci, 2008), el reasentamiento forzoso de personas y la esclavitud– están en el origen de la drástica disminución de la población originaria. A estas razones se suman también las múltiples ocurrencias de desabastecimiento y la falta de atención de salud (Flores, 2017) que llevaron a un descenso en la tasa de natalidad y, posteriormente, a un mayor descenso de la población (Cook, 1998). En resumen, el colapso social tras las conquistas militares, la esclavitud y el hambre agravaron el deterioro del estado de salud de las poblaciones de las Américas, haciéndolas más susceptibles a las epidemias. La sobreexplotación de los cuerpos racializados, subhumanos, arrojados al otro lado de la línea abismal –los indígenas, los negros esclavizados–, legitimó la destrucción de vastísimos grupos de población americanos, memoria viva de un genocidio de dimensiones incalculables. Y, junto con el genocidio, ocurrió el epistemicidio.

Las informaciones más contundentes y completas son parte de un informe de la Procuraduría General de la República, en 1967, difundido en marzo de 1968. En 20 volúmenes y con más de cinco mil páginas, el informe se refiere a casos de corrupción en el extinto Servicio de Protección Indígena (SPI) y masacres de tribus enteras utilizando dinamita, ametralladoras y envenenamiento por azúcar mezclado con arsénico. Aunque se dio por desaparecido algún tiempo después de su publicación, datos del informe son citadas por varios autores, como el antropólogo estadounidense Shelton Davis (1978). Como señala este autor, el informe confirmó las denuncias de que agentes del SPI y terratenientes habían recurrido a armas biológicas y convencionales para exterminar tribus indígenas. Este informe menciona la introducción deliberada de viruela, gripe, tuberculosis y sarampión entre las tribus de la región de Mato Grosso, entre 1957 y 1963. Además, los archivos del Ministerio del Interior sugirieron que hubo una introducción consciente de tuberculosis entre las tribus del norte de la cuenca del Amazonas entre 1964 y 1965 (Davis, 1978: 34). Hambre, miseria, desnutrición, peste, parasitosis externa e interna se mencionan repetidamente en el informe, lo que parece haber tenido poco efecto práctico, ya que relatos más modernos revelan que esta política genocida se siguió practicando hasta hace poco.

Retrocediendo un poco en el tiempo, encontramos situaciones similares en el contexto africano. A finales del siglo xix, varias regiones de la costa de África Oriental, parte de la intensa zona de contacto que es el océano Índico, experimentaron brotes de viruela. Este hallazgo llevó a David Arnold (1991) a nombrar este océano como una «zona de enfermedad» en la larga duración que marcó la presencia colonial europea en estas aguas. En el caso de la costa de Mozambique, la descripción de Frei João dos Santos (siglo xvi) da cuenta de la presencia de vejigas en la región costera norte, cuya curación dependía casi exclusivamente del uso de hierbas y raíces administradas por curanderos locales (Santos, 1999). Esta referencia no es única, ya que la documentación disponible en archivo apunta a la existencia de brotes de viruela entre la población africana. Un ejemplo de ello es el brote en la isla de Mozambique en 1796, que provocó la imposición de una cuarentena[24].

En junio de 1883, un brote de viruela afectó a varios puertos a lo largo de la costa de Mozambique. En Inhambane, un puerto importante para el comercio regional, la infección atacó a «algunos negros y blancos amenazando con extenderse»[25]. Encontramos referencia al brote en Sofala[26], en el campo; en julio de 1883 la epidemia alcanzó a los habitantes de Tete, ciudad que funcionaba como depósito fluvial, y donde se identificaron varios casos fatales[27]. Ese mismo año, la epidemia castigó al pueblo de Ibo, puerto de la isla del mismo nombre, en el extremo norte. En marzo, sólo había tres casos de viruela[28], pero la epidemia se desarrolló rápida y espantosamente[29]. La epidemia continuaría afectando a las poblaciones, provocando que muchas familias huyeran al continente, regresando sólo a fin de año, cuando la epidemia estaba casi extinguida[30].

Un breve análisis de esta epidemia revela no sólo la insuficiencia de los servicios de salud –falta de personal y difíciles condiciones de funcionamiento–, sino también discriminación en el acceso a los servicios, especialmente para los africanos. En el caso de la región sur de Mozambique, los orígenes de estos brotes infecciosos fueron, por un lado, las olas migratorias provocadas por la expansión del Estado zulú, que llegó al sur de Mozambique en 1820 (Grandjean, 1899: 77). Por otro lado, Henri Junod[31] menciona que los brotes de infección se debieron también a los colonos blancos que aportaban a esa entonces colonia portuguesa. Junod, que se había asentado en la región hace varias décadas, señala, en 1919, la presencia de cinco o seis brotes epidémicos de nyedzana, nombre con el cual la enfermedad era conocida localmente. Y este autor prosigue con una descripción detallada de la práctica de inoculación, un método local utilizado para inmunizar comunidades:

El fluido seroso se extrae de ancianos o niños que no tienen relaciones sexuales [...]. El ntukulu se vacuna a sí mismo, vacuna a sus compañeros y regresa a casa. Cuando sus pústulas están maduras, inoculan a todos los miembros del clan que aún no se hayan visto afectados por la epidemia. A partir de este día comienza un periodo marginal distinto para todo el clan, con todos los tabúes que acompañan a las fases críticas de la vida comunitaria (Junod, 1996: 388).

Más al norte, las fuentes disponibles para Kenia dan cuenta de una epidemia de viruela que afectó a la región en 1897-1899, que infectó a miles de indígenas en el entonces protectorado británico. Según las crónicas disponibles, la viruela era conocida en las regiones costeras, especialmente alrededor de Mombasa, como resultado del tránsito comercial, religioso y cultural en el océano Índico. Entre las razones que explican el elevado número de víctimas mortales a finales del siglo xix, se encuentran la falta de inmunidad de las poblaciones, especialmente las del interior, así como la limitada cantidad de vacunas disponibles en ese momento (Kohn, 2008: 221). La construcción de la línea ferroviaria que conectaba el puerto de Mombasa con el interior (Uganda) resultó ser una forma de propagación de la viruela, que fue responsable de la aniquilación de una parte importante del grupo étnico masai (Waller, 1976). Lo mismo sucedió con los kikuyu, un grupo de ganaderos que perdió más del 70 por 100 de su gente por esta epidemia (Kohn, 2008: 221). En un intento por prevenir este brote de viruela, muchos kikuyus huyeron al sur, a Tanganica, entonces un protectorado alemán. Se cree que este brote de viruela, dadas las altas tasas de mortalidad asociadas con él, facilitó la penetración colonial británica en la región (Dawson, 1979).

Al igual que lo acontecido en las Américas, la llegada de la política colonial moderna implicó profundas transformaciones en las sociedades africanas, ahora a un ritmo más rápido. El comercio se expandió con la introducción de culturas capitalistas; la migración laboral generó movimientos de población cada vez más frecuentes; finalmente, como en otros contextos ya mencionados, la urbanización dio lugar a aglomeraciones de población más grandes y más densas. La introducción de la vacunación ayudó a mitigar los efectos epidemiológicos adversos de estos cambios, pero las campañas de vacunación se vieron afectadas por muchos problemas, y los servicios de salud para la población africana sólo comenzaron a afirmarse como una estrategia de protección de la salud pública (con todas sus implicaciones) especialmente después de la Segunda Guerra Mundial.

El caso de la influenza y los fantasmas epidémicos

La higiene moderna, la inoculación nacional y global, el monitoreo permanente de brotes infecciosos y la producción de vacunas que previenen las principales epidemias forman parte del sistema mundial de salud pública, como se analiza en el Capítulo 6. El objetivo es eliminar o reducir drásticamente diversas enfermedades epidémicas previamente letales o con efectos nocivos e invalidantes, como la viruela, el cólera, la tuberculosis, la difteria, la tosferina, la poliomielitis, la fiebre tifoidea, etc. Sin embargo, cabe señalar que siguen apareciendo patógenos. Según la OMS, desde la Segunda Guerra Mundial se han sumado más de 40 nuevos patógenos (principalmente virus) a la lista cada vez mayor de enfermedades contagiosas, en las que el nuevo coronavirus es la entrada más reciente[32].

En el caso del ébola, las medidas empleadas permitieron controlar varios brotes epidémicos[33]; el VIH-SIDA, por otro lado, ha experimentado una disminución en las muertes desde principios del siglo xxi, así como una disminución en las tasas de infección por VIH. Este cambio se explica en parte por los nuevos tratamientos con múltiples fármacos que prolongan la esperanza de vida (y la esperanza de una eventual vacunación) y muestran que la enfermedad está «controlada».

Una de las epidemias más frecuentes es la influenza, una infección aguda de las vías respiratorias causada por virus de los serotipos A y B, de la familia Orthomyxoviridae. Conocidas como epidemias de gripe, ocurren principalmente durante los meses más fríos, pero con diferentes intensidades. Los niños pequeños y las personas mayores de sesenta y cinco años son particularmente vulnerables a la infección por el virus de la gripe. Las epidemias de gripe, que han afectado principalmente a países del hemisferio norte, ocurren cuando uno de los 16 subtipos del virus, diferente de las variantes ya presentes en los seres humanos, aparece y se propaga rápidamente (Garmaroudi, 2007). La enfermedad, con síntomas característicos, se propaga rápidamente y a menudo se complica al causar neumonía bacteriana o viral. La primera variante cede a los antibióticos, pero como no hay tratamiento para la segunda, se convierte en una causa común de muerte durante las epidemias de influenza (Saunders-Hastings y Krewski, 2016).

En el contexto europeo, una de las primeras referencias, bien documentada, sobre la presencia de una epidemia de influenza se produjo en 1580. Esta pandemia, cuyo epicentro se estima que fue Asia durante el verano de 1580, se extendió rápidamente a África y Europa a lo largo de los corredores comerciales en Asia Menor y África del nordeste. Posteriormente, la infección llegó a las Américas (Pyle, 1986). Entre 1781-1782 hubo un brote de influenza que, según varios autores, se inició en China en el otoño, extendiéndose posteriormente a Rusia y de allí a Occidente, llegando a toda Europa en unos ocho meses (Potter, 2001; Saunders-Hastings y Krewski, 2016). La información disponible señala el alto grado de propagación de esta gripe por Rusia y América del Norte, especialmente durante los primeros meses de la pandemia y, en particular, entre los adultos jóvenes (Thompson, 1890). En el punto álgido de la pandemia, más de 30.000 personas enfermaban en San Petersburgo todos los días; dos tercios de la población de Roma enfermaron de influenza; y se informa que el brote asoló Gran Bretaña durante el verano de 1782 (Pyle, 1986).

En el siglo xix, dos grandes brotes de influenza marcaron el mundo. Estos episodios epidémicos parecen haber tenido origen en Rusia: en 1830-1833 y en 1889-1890. Esta última, denominada «gripe rusa», es descrita por Farshid Garmaroudi (2007) como «la última gran pandemia incontrolada de la historia», con la muerte de alrededor de un millón de personas en todo el mundo (Valleron et al., 2010; Nickol y Kindrachuk, 2019). Para la rápida propagación de esta enfermedad infecciosa concurrió la moderna infraestructura de transporte de la época, el ferrocarril, apoyo fundamental de las activas transacciones comerciales capitalistas. En ese momento, el capital y los virus se movían con mucha más libertad que las personas (Harrison, 2013)[34]. Los principales países europeos, incluido el Imperio ruso, tenían más de doscientos mil kilómetros de vías férreas; la mayoría de los viajes transoceánicos duraban entre 6 y 15 días. Curiosamente, esto corresponde a la escala de tiempo de la propagación global actual de una pandemia (Valleron et al., 2010: 8779). Documentada por primera vez en Bokhara, en el Imperio ruso, en mayo de 1889, en noviembre de ese año la epidemia ya se había extendido a San Petersburgo. De ahí se extendió rápidamente al resto del hemisferio norte. En San Petersburgo, las muertes alcanzaron su punto máximo el 1 de diciembre de 1889; en los Estados Unidos, esto ocurrió en la semana del 12 de enero de 1890. Desde ahí, la influenza se extendió a las regiones costeras de América del Sur (febrero-abril), India (febrero-marzo), África (marzo-abril) y Australia (marzo-abril) (Garmaroudi, 2007). El estudio de Valleron et al. (2010) sugiere que el virus circunnavegó el mundo en unos cuatro meses[35].

Las explicaciones avanzadas sobre la causa de esta pandemia son bastante diferentes: a raíz de especulaciones médicas previas sobre el origen de las epidemias, algunos médicos han invocado terremotos y erupciones volcánicas como potenciadores, concentradores y diseminadores de materiales, especialmente en términos mecanicistas (Smith, 1995). Cabe señalar que 1889 fue un año con muchos terremotos en diferentes lugares: Portsmouth, Mánchester, Sicilia, Grecia, Japón, Samoa, Alabama, entre otros. Otras teorías avanzadas sostenían que la propagación de la enfermedad se debía a fenómenos eléctricos o magnéticos, principalmente porque algunas epidemias anteriores habían coincidido con exhibiciones espectaculares de auroras boreales. En ese momento, algunos académicos argumentaron que las corrientes eléctricas transmitidas a través de la atmósfera podrían producir ozono, lo que intensificaría la transmisión y la fuerza de la influenza (Smith, 1995). Sin embargo, hay que mencionar un hecho: la mortalidad de la pandemia de 1889 fue muy similar a la de los brotes de gripe de 1947, 1957, 1968, 1977-1978 y 2009-2010. Es posible que las redes de información y médicas hayan cambiado, pero la virulencia de la gripe –con la enorme excepción de la pandemia de 1918, que abordaré a continuación– parece haber permanecido prácticamente igual (Madrigal, 2010).

La primera pandemia del siglo xx, la gripe española[36], a pesar de su nombre, parece haberse originado en algún lugar de Estados Unidos (Crosby, 1989). Algunos autores (Olson et al., 2005) nombran a Nueva York como el centro de la pandemia, debido al análisis de una ola prepandémica del virus en la ciudad; para otros, el epicentro estaría en Kansas, donde habría surgido la gripe entre los agricultores, a partir de una contaminación directa de aves, para luego transmitirla a los militares, quienes la habrían hecho llegar a Europa, escenario principal de la Primera Guerra Mundial (Barry, 2004)[37].

Aunque los niños y los ancianos son normalmente los grupos con mayor riesgo de contraer influenza, la pandemia de 1918-1919 estuvo fuera de lo normal, ya que la tasa de mortalidad fue sorprendentemente alta entre los adultos jóvenes, especialmente en el grupo de veinte a veintinueve años (Garmaroudi, 2007). Otro aspecto particular de esta pandemia fue la manifestación de la enfermedad en tres oleadas, siendo la primera y la tercera relativamente benignas, en contraste con la segunda, verdaderamente explosiva, que surgió en agosto de 1918, en el frente occidental de la Primera Guerra Mundial, en el nordeste de Francia, durante los últimos meses de la guerra (Abreu y Serrão, 2018)[38]. Los militares vivían en barracones estrechos, sucios y húmedos; la mayoría de ellos tenía su sistema inmunológico debilitado por la desnutrición, una situación de salud que compartían la mayoría de los civiles que sobrevivieron en Europa a un coste muy alto. Como en casos anteriores de epidemias provocadas por el virus de influenza, el proceso de contaminación por la gripe española al final de la Primera Guerra Mundial fue muy rápido, en un contexto marcado por grandes desplazamientos de soldados y trabajadores, por barco, tren y por carretera, una realidad que se enfrentó con el retraso en la capacidad de reacción de las autoridades políticas y médicas (Olson et al., 2005).

Esta epidemia, provocada por el extremadamente pernicioso virus H1N1, se extendió por todo el mundo durante aproximadamente un año, habiendo finalmente infectado del 20 al 30 por 100 de la población mundial, lo que correspondería a unos 50 millones de personas[39]. Este nivel de contaminación fue suficiente para que la esperanza de vida, en general, se redujera significativamente. Esta realidad le valió su calificación como la pandemia más mortífera de la historia (Barry, 2004)[40]. Se estima que la tasa de mortalidad general fue de alrededor del 2 por 100, pero en algunas regiones del mundo, por ejemplo, en las regiones de América Central y ciertas islas del Pacífico, entre el 10 y el 20 por 100 de la población total murió a causa de la epidemia (Johnson y Mueller, 2002: 105-107). Una explicación adelantada por varios autores sugiere que las regiones costeras, los centros urbanos y las áreas muy conectadas por redes de comunicación y transporte han experimentado tasas de mortalidad mucho más significativas que las regiones rurales, que son más remotas.

Varios estudios destacan cómo, al comienzo de la pandemia, los médicos tenían dificultades para diagnosticar la infección por influenza, a menudo confundiéndola con un resfriado común, cólera o peste bubónica (Saunders-Hastings y Krewski, 2016). En 1918 aún no existían vacunas y medicamentos eficaces para prevenir la gripe y tratar la neumonía bacteriana[41]. Buscando respuestas a la pandemia, el personal de salud reconoció rápidamente que el contagio por influenza se produjo a través de gotitas respiratorias infecciosas, provenientes de la nariz y la garganta. Muchos médicos sugirieron cambios en la dieta, incluido el consumo de canela, beber vino, caldos de carne, etc., que ayudarían a fortalecer a las personas que tenían inmunidad reducida. Sin embargo, los esfuerzos para controlar el brote pandémico de influenza se basaron principalmente en intervenciones no farmacéuticas, como en el caso de la covid-19[42]: cuarentenas, autoaislamiento, uso de mascarillas, etc. Los médicos recomendaban a las personas que evitaran estar en espacios concurridos o en contacto con otras; se aconsejaba que no estrecharan la mano de otras personas, que se quedaran en casa, que se cubrieran la boca y la nariz en público, que no tocaran los libros de la biblioteca, etc. Se cerraron escuelas y otros espacios públicos.

Se siguen utilizando algunas otras lecciones de esta pandemia. La escasez de médicos, resultado de la Primera Guerra Mundial, que se asoció al hecho de que muchos de los médicos enfermaron, justificó, en diversos contextos, la requisa civil de estudiantes de medicina para reemplazar a los médicos. Las escuelas y otros edificios se convirtieron en hospitales improvisados (Pyle, 1986; Crosby, 1989; Davis, 2018). La rápida propagación de la enfermedad hizo que fuera difícil aprender lecciones de otros contextos. En sólo tres meses, entre septiembre y noviembre de 1918, la pandemia de gripe azotó Noruega, Suecia, Canadá, España, Reino Unido, Francia, Alemania, Senegal, Nigeria, Tanzania, Argelia, Zimbabue, Sudáfrica, India e Indonesia (Ministry of Health, 1920). En Filipinas, la morbilidad[43] fue del 49 por 100 y la tasa de mortalidad[44] del 2,3 por 100. En Estados Unidos, más de 675.000 personas murieron a causa de la influenza[45].

En resumen, la gripe española fue el resultado de una cepa de influenza altamente patógena y transmisible que surgió en un momento en que las poblaciones que anteriormente tenían un contacto limitado entre sí se vincularon por la Primera Guerra Mundial. Mientras las pandemias anteriores se propagaron principalmente a lo largo de rutas comerciales y líneas de comunicación, la propagación del brote de 1918 fue acelerada por el contexto militar en el que se desarrolló. Al respecto, la guerra de trincheras en Europa proporcionó las condiciones ideales para la propagación de la infección: falta de saneamiento, hacinamiento y servicios de salud limitados (Humphries, 2013). Una lectura crítica de la literatura disponible sobre la crisis de influenza de 1918-1919 muestra que, a pesar de ser una pandemia, se sabe poco sobre el impacto de esta en el sur, especialmente en las colonias de entonces. De hecho, la medicina moderna, uno de los pilares de la afirmación del Estado moderno, se encontraba en su etapa inicial de desarrollo. Los datos disponibles sugieren que, en la India, entonces colonia inglesa, murieron más de 100.000 personas, con una tasa de mortalidad de alrededor de 50 muertes por cada 1.000 personas, una cifra impresionante, en un contexto en el que los servicios de salud para los colonizados eran insuficientes y de mala calidad (Watts, 1997).

En el caso de Mozambique, por ejemplo, a pesar de no haber muchos datos disponibles, la memoria del impacto de la influenza está presente en varios relatos. Como lo describe Julio Machele (s/d), la influenza de 1918-1919 fue conocida allí como Xiponhola por los indígenas, mientras que las autoridades coloniales usaron la denominación de «gripe neumónica». Al principio, las autoridades portuguesas en Mozambique ignoraron la velocidad con la que la influenza se estaba extendiendo por el mundo. Pero cuando comenzaron a surgir rumores de que la enfermedad había llegado a las vecinas Sudáfrica y Rhodesia, el gobierno colonial mostró preocupación, ya que había muchos indios mozambiqueños trabajando en estos territorios, pero que pasaban el tiempo libre con los suyos. La influenza llegó a Durban y Johannesburgo en septiembre de 1918. Fue desde estos lugares como la enfermedad se propagó hasta la frontera entre Mozambique y Sudáfrica, un importante punto comercial y un hito importante en el itinerario de los trabajadores migrantes del sur de Mozambique. A partir de este punto, la gripe se extendió a lo largo de la línea del ferrocarril, hasta Lourenço Marques (ahora Maputo). Esta ciudad tuvo sus primeros casos registrados en octubre de 1918, y la infección continuó extendiéndose hacia el norte. En Porto Amélia (ahora Pemba), en el extremo norte, las primeras referencias a la presencia de pacientes con influenza aparecieron en diciembre de 1918.

En Lourenço Marques, desde octubre de 1918 hasta principios de enero de 1919, el número de muertos fue de 235, con la mayoría de las víctimas de la influenza entre la población indígena. Al igual que en otros contextos coloniales, las justificaciones de las altas tasas de mortalidad reflejan las líneas abismales que organizaban la estratificación racial y de clases; los hospitales modernos que existían atendían principalmente a los colonos, un sello distintivo de los servicios de salud en estos contextos, ya sea en Asia, África o el Pacífico Sur. Cuando la pandemia llegó a Mozambique, los practicantes de medicina dedicados a las poblaciones indígenas eran raros y las instalaciones inadecuadas. Las medidas adicionales tomadas –incluidas la cuarentena, las restricciones a la circulación y a las reuniones indígenas, así como la suspensión de la emigración–, llegaron demasiado tarde. Las fronteras que separan Mozambique de Sudáfrica y Rhodesia fueron cruzadas por cientos de migrantes previamente expuestos a la enfermedad. Como en otros contextos africanos, con la colonización moderna, que comenzó principalmente en la segunda mitad del siglo xix, van surgiendo con fuerza los «espacios para los pueblos indígenas»[46], que sufren de hacinamiento y falta de instalaciones públicas, como vivienda, agua corriente, saneamiento básico y asistencia médica (Chigudu, 2020). La lógica de la dominación segregacionista, el control social y los llamamientos al orden ayudan a explicar la diferencia de víctimas mortales en varias regiones del mundo.

Una de las conclusiones de la pandemia de 1918-1919 fue la necesidad de coordinar los esfuerzos internacionales para superarla. Por ejemplo, la Liga de las Naciones, el primer sistema político mundial, se fundó en 1919, estableciendo con ella una organización de salud, en 1923 (que sería reemplazada por la OMS en 1948; Fidler, 2001). Estos organismos internacionales jugaron un papel importante en pandemias posteriores. Además, se fueron creando en todo el mundo muchas instituciones nacionales de salud, que aún no existían, para ayudar a planificar el sistema de vigilancia de la salud pública. Sin embargo, estas instituciones, como mencioné en la introducción de este capítulo, reflejan una concepción monocultural de la salud y la medicina, realidad que se traduce, por un lado, en la incapacidad de aprender de otros sistemas de salud, y, por otro, en la imposición de un sistema único de salud, reproducido sobre todo a partir de las experiencias de países europeos.

Investigaciones más recientes en China sugieren que la pandemia de influenza de 1918-1919, especialmente en su segunda ola, considerada la más virulenta y mortífera, tuvo un impacto mitigado por el uso de la medicina tradicional china. Cheng y Leung (2007: 363), a partir del análisis de archivos, muestran que no sólo los médicos tradicionales realizaban vacunación contra la viruela en el pasado, sino que también sugieren que los médicos chinos antiguos habían reconocido otros medios útiles para la prevención y el tratamiento de enfermedades epidémicas, además de los medicamentos a base de hierbas, incluido el tratamiento temprano y preventivo durante un brote epidémico. La documentación histórica existente identifica más de 200 epidemias, incluidas 95 registradas oficialmente por las autoridades gubernamentales.

Los virus de la gripe dieron lugar a otros varios brotes hasta la fecha, algunos con estado pandémico. Con la expansión de los viajes aéreos, especialmente desde la década de 1950, el número de viajeros internacionales ha aumentado exponencialmente[47]. La liberalización económica está en la raíz del aumento del comercio, que ha crecido 140 veces desde la Revolución industrial inglesa del siglo xix hasta el siglo xxi (OMC, 2013). La globalización neoliberal se materializó a través de la expansión del comercio, de la creciente libre circulación de capitales y de la migración de la mano de obra, con el apoyo de instituciones internacionales, como la ONU, y, sobre todo, de las dos instituciones económicas multilaterales: el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Este proceso sentó las bases para la liberalización internacional sin precedentes del capital y, en diversos contextos, de las personas, catalizando la formación de instituciones multinacionales y el movimiento internacional de bienes, servicios e información en una escala muy diferente a la realidad de la Primera Guerra Mundial (Santos, 2002a). Esta misma globalización de capitales y personas aumentó el riesgo de aparición y propagación de enfermedades, lo que contribuyó al surgimiento de dos pandemias mundiales de gripe, más leves, en dos décadas consecutivas.

La pandemia de gripe asiática de 1957-1958, causada por el virus H2N2, se originó en China en febrero de 1957 (Potter, 2001: 577). Las primeras infecciones se detectaron en marzo. La epidemia llegó a Hong Kong en abril y se extendió rápidamente a Singapur, Taiwán y Japón, momento en el que la OMS reconoció el brote causado por un nuevo subtipo de virus de influenza. La infección afectó a la India, Australia e Indonesia en mayo; Pakistán, Europa, América del Norte y Oriente Medio en junio; llegó a Sudáfrica, América del Sur, Nueva Zelanda y las islas del Pacífico en julio; y finalmente a África central, occidental y oriental, Europa oriental y el Caribe en agosto (Dunn, 1958). En aproximadamente seis meses, la epidemia había infectado al mundo, a través de rutas terrestres y marítimas, con los viajes aéreos aún desempeñando un pequeño papel en la propagación. Como en la gripe española de 1918, esta gripe asiática reapareció de forma impredecible. Cuando en otoño en el hemisferio norte, las escuelas reabrieron, hubo una contaminación más amplia, con tasas de contagio en los entornos escolares entre el 40 y el 60 por 100.

Al igual que con la gripe española, los grupos de edad más jóvenes dominaron las tasas de contaminación, lo que sugiere que los grupos de mayor edad ya tenían inmunidad. La hospitalización en la mayoría de los hospitales aumentó dramáticamente durante esta pandemia, aunque los hospitales pudieron acomodar a la mayoría de los infectados, utilizando varias medidas: reutilización de camas, reasignación de médicos, cancelación de cirugías electivas, etc. Estas medidas se complementaron con el esfuerzo por promover la recuperación de los infectados en el entorno familiar, para casos de gripe no complicados (Henderson, 2009), medidas que se están utilizando para contener la pandemia de la covid-19.

Para el control de la gripe asiática, se utilizó por primera vez la vigilancia integral, buscando rastrear la propagación y el impacto de la infección. El carácter «suave» de la pandemia dio lugar a intervenciones mínimas de carácter no farmacéutico, como el cierre de establecimientos educativos, restricciones de viaje, prohibición de reuniones masivas o cuarentena. A pesar de ser considerada una pandemia leve, la gripe asiática sirvió como recordatorio de la persistente amenaza de la propagación mundial de enfermedades emergentes. Una década más tarde, surgió una nueva pandemia de gripe, ahora en Hong Kong (1968-1970), del subtipo H3N2. La primera advertencia también se dio en China en julio de 1968, cuando la epidemia se extendió rápidamente por Europa, América del Norte y Australia, ya a principios de 1969 (Saunders-Hastings y Krewski, 2006). Aunque las tasas de mortalidad se mantuvieron relativamente bajas, la pandemia se habría cobrado entre 500.000 y 4 millones de vidas.

En abril de 2009 surgió la pandemia de gripe porcina. Causada por la cepa H1N1, comenzó con brotes casi simultáneos en México y Estados Unidos, antes de extenderse por todo el mundo en aproximadamente seis semanas. Ante la presencia de la enfermedad infecciosa en más de 75 países y en varios continentes, en junio la OMS determinó que se trataba de una pandemia. En total, en 2009-2010, entre el 11 y el 21 por 100 de la población mundial fue infectada por este virus (Roos, 2011). Las medidas profilácticas tomadas para sofocar esta pandemia, en un contexto en el que muchas personas tenían autoinmunidad, ayudan a explicar la baja tasa de mortalidad asociada a ella: 284.000 muertes en todo el mundo.

En cualquier caso, varios expertos han expresado reiteradamente su preocupación por las formas de comunicación en relación a las incertidumbres sobre el nuevo virus, que no fue tan mortal como se anticipaba (Mcneil Jr., 2009). Uno de los temas polémicos de esta pandemia tuvo que ver con el uso de la mascarilla. En ese momento, EEUU recomendaba usar mascarillas faciales sólo en casos excepcionales: personas enfermas con el virus cuando estaban cerca de otras personas y personas en grupos de alto riesgo mientras cuidaban a alguien con gripe. Como afirmaron en su momento algunos expertos, las mascarillas pueden dar una falsa sensación de seguridad y no deben reemplazar otras precauciones importantes (Roan, 2009). Otro elemento problemático tuvo que ver con la recomendación, por parte de la OMS, del uso de antivirales (GAR, 2009). La forma en que la OMS manejó esta crisis fue cuestionada en 2010 por Fiona Godlee. Ella, entonces editora del prestigioso British Medical Journal, publicó un editorial criticando a la OMS. Según ella, un estudio había expuesto los nexos financieros existentes entre algunos de los expertos que habían asesorado a la OMS sobre la pandemia y las compañías farmacéuticas que producían antivirales y vacunas, un tema al que dedico más atención en el Capítulo 6.

Los estudios existentes sugieren que las epidemias anuales de influenza afectan normalmente entre el 5 y el 15 por 100 de la población mundial. Aunque en la mayoría de los casos la infección gripal sea leve, estos brotes epidemiológicos pueden causar enfermedades graves en 3 a 5 millones de personas, resultando, en promedio, entre 290.000 y 650.000 muertes en todo el mundo. En los países industrializados, las enfermedades graves y las muertes ocurren principalmente en poblaciones de alto riesgo: bebés, ancianos y enfermos crónicos, aunque el brote de gripe H1N1 de 2009-2010 (como en el caso de la gripe española de 1918) ha mostrado una tendencia a afectar a personas más jóvenes y saludables (Biggerstaff, 2014). Estos estudios apuntan claramente a la dificultad de anticipar el comportamiento de las epidemias; además, muestran la importancia de identificar los mecanismos locales de afrontamiento y «resiliencia» que permitan combatir estas pandemias y que contribuyan, en el largo plazo, a afrontar algunos de los grandes desafíos que plantean las recurrentes crisis de salud y las injusticias epistémicas, ontológicas y políticas que las acompañan.

Conclusión

En la primera década del siglo xxi, los espacios urbanos –un entorno propicio para la rápida propagación de infecciones– ya albergaban a más de la mitad de la población mundial, en comparación con el 30 por 100 en 1918 (Smil, 2011). En el contexto actual, dominado por el gran capital global, el tráfico de mercancías (incluidos animales vivos y otros productos agrícolas) y de personas es mucho más voluminoso y rápido que a principios del siglo xx (Santos, 2018). Estas condiciones son el escenario ideal para la propagación de infecciones por todo el mundo, como nos enseñan las lecciones de las pandemias en la historia. La pandemia de la covid-19 y, antes, el SIDA y las tuberculosis resistentes a los antibióticos, nos han venido a recordar que las enfermedades infecciosas no han desaparecido, lo que contradice la posición de Frank Macfarlane Burnet y David White (1972), para quienes las enfermedades infecciosas eran cosa del pasado. La idea de que el conocimiento científico por sí solo protegería la salud pública sugería implícitamente que la exportación del modelo de salud hegemónico garantizaría la salud del planeta. Sin embargo, hoy en día hay muchas más enfermedades infecciosas nuevas, como el SARS, el VIH-SIDA y la covid-19. En total, su número casi se ha cuadriplicado en el último siglo (Smil, 2011). La discrepancia entre la afirmación del control de enfermedades, que dominó en el siglo xx, y la ignorancia sobre el futuro de la salud mundial, es cada vez más evidente.

Otro tema recurrente en los análisis históricos de las epidemias es que las intervenciones médicas y de salud pública generalmente no cumplen las promesas que proponen con la rapidez necesaria. En el contexto europeo, la tecnología necesaria para erradicar la viruela –la vacunación– ya se conocía a fines del siglo xviii, pero se necesitaron casi 180 años para lograr el éxito (Jones, 2020). La coerción utilizada para imponer la vacunación, especialmente en las zonas coloniales, donde la variolación a veces existía como una alternativa indígena viable (en el caso de la India, África, etc.), llevó a reacciones de escape y al rechazo de la vacuna (Apffel-Marglin, 1990)[48]. En otros casos, los prejuicios de orden moral enmascaran la adopción de medidas serias en el ámbito de la salud pública. La sífilis, uno de los grandes azotes de principios del siglo xx, podría haberse erradicado, en teoría, cuando la penicilina estuvo disponible. Sin embargo, varios médicos advirtieron contra su uso generalizado, por temor a que esta medida contribuyera a aumentar la promiscuidad (Brandt, 1985).

Por otro lado, la preocupación de la medicina colonial se centró principalmente en proteger la salud de los colonos europeos, en garantizar la superioridad militar y en apoyar el carácter extractivista de la relación capitalista-colonial (Arnold, 1993). Aunque los médicos y científicos coloniales contribuyeron sustancialmente al avance de la biomedicina, su trabajo dio prioridad, casi exclusivamente, a la salud de los colonos, y sólo secundariamente a la de los colonizados, y sólo en la medida en que era importante asegurar el mantenimiento y la reproducción de esta fuerza de trabajo (Schiebinger, 2005). Esta opción se reflejó, en los espacios metropolitanos, en una competencia por el conocimiento y la influencia utilizando el material disponible en las colonias. Así, se creó la idea de que el foco de las enfermedades infecciosas se encontraba sólo en las colonias, tema que sigue impregnando los estudios de salud en la actualidad. El conocimiento local fue utilizado, como siglos antes en las Américas, como mera «información» y no como otro conocimiento que podría haber sido de gran utilidad en la búsqueda de soluciones contextualizadas (Santos, Meneses y Nunes, 2005).

La medicina colonial (o tropical, en contextos poscoloniales) favoreció la malaria, el cólera, la fiebre amarilla, la enfermedad del sueño y otras enfermedades específicas, centrándose en enfoques tecnológicos estrechos en la búsqueda del control de la enfermedad (Tilley, 2011; Chigudu, 2020). Las consecuencias adversas del encuentro colonial reflejan la «violencia estructural» del modelo colonial-capitalista (Farmer, 2001). La estructura política y económica sobre la que se basó el dominio colonial no sólo interrumpió la vida y los medios de vida de las personas y las comunidades, sino que también creó desigualdades duraderas, que sentaron las bases para la reproducción de estas formas de violencia (Tilley, 2016). Incluso en el caso del personal biomédico que trabajó en contextos coloniales, y que buscó tomarse en serio el principio ético de «no hacer daño», tuvo que afrontar los problemas de salud generados por la gobernanza colonial, como señaló Frantz Fanon (1965), aunque fueran o no conscientes de su papel en su producción.

El enfoque en el control de enfermedades ha reducido la necesidad de garantizar la cooperación y el diálogo con otros sistemas de salud. Esta perspectiva extractivista sigue predominando entre los grupos de interés de especialistas del Norte global, buscando utilizar su influencia para identificar qué enfermedades merecen ser estudiadas y qué medicamentos deben desarrollarse (Feierman, 1985), sobre todo para asegurar la no contaminación del Norte, sea la salud curativa. Esto explica por qué la mayoría de las Big Pharma nacieron o evolucionaron a partir de empresas que suministraban medicamentos para ser aplicados principalmente a los colonos en las colonias.

En este capítulo he procurado mostrar cuán comunes han sido las devastadoras epidemias, que matan a millones de personas. Pero también he alertado obre el hecho de que las sociedades y las personas no comprenden la importancia relativa de los riesgos para la salud que conllevan. Todo parece indicar que estamos en un momento único, ante un patógeno que aprovecha un perfecto cóctel de condiciones para propagarse: una mezcla de contagiosidad y virulencia, donde las sociedades brindan la participación esencial de los humanos, la circulación contínua de bienes, aglomeraciones urbanas, viajes globales y crecientes desigualdades sociales.

La covid-19 expone cruelmente cómo la economía global interconectada ayuda a propagar nuevas enfermedades infecciosas y que las largas cadenas de producción crean una vulnerabilidad especial. La capacidad de llegar a casi cualquier parte del mundo en menos de un día y de llevar un virus en el equipaje de mano permite que surjan y se propaguen nuevas enfermedades. A pesar de todos los avances logrados en la lucha contra las enfermedades infecciosas, el crecimiento humano descontrolado, asociado a la destrucción de la naturaleza, nos hace más vulnerables a los microorganismos que evolucionan cuarenta millones de veces más rápido que nosotros. El cambio climático, al que no es ajena la acción humana, está ampliando el abanico de animales e insectos transmisores de enfermedades, sugiriendo, como he señalado, que estamos entrando en una época de pandemias intermitentes (Santos, 2020a).

La historia no se repite, pero la historia de las epidemias –llena de semillas de sabiduría– señala lecciones importantes que es necesario conocer y aprender. Por ejemplo, para el éxito de la Revolución haitiana, liderada por Toussaint Louverture, contribuyó el brote de fiebre amarilla en la isla (James, 1938: 123; Orange, 2018). Aunque Napoleón envió un poderoso ejército, con la esperanza de aplastar la revuelta y restaurar la esclavitud, la revolución triunfó en Haití, entre otras razones, porque el ejército negro, procedente de África, tenía inmunidad a esta enfermedad, lo que no ocurría con el ejército francés enviado por Napoleón.

Este conocimiento y experiencia sugieren la importancia de enfoques interdisciplinarios para el estudio de las epidemias. El énfasis en un enfoque de la salud como espacio de diálogo, polémica y combinación entre saberes médicos revela la importancia fundamental de las dimensiones sociales y epistémicas en el estudio de las enfermedades. El trabajo profundamente contextualizado de la historia social de las epidemias muestra que las relaciones entre enfermedad, salud y cambios sociales son muy complejas, ya sea a microescala o a escala global. Esta complejidad es evidente en la interpretación del «carácter» de cualquier enfermedad. Sheldon Watts (1997: 122-139) llama la atención sobre la distinción necesaria entre el conocimiento biomédico y la construcción e interpretación social de la enfermedad (es decir, la percepción culturalmente mediada de cualquier enfermedad) y las condiciones para tratarla.

Las informaciones que nos llegaron sobre la covid-19 revelaron directa o indirectamente el impacto de las reformas neoliberales en el campo de la salud, hoy transformado en un espacio de (re)producción de capital. No importa si la persona está enferma o no; interesa saber si tiene seguro médico o si tiene acceso a un frágil sistema nacional de salud (en el caso de los países más ricos) y, en los países del Sur global, si tiene acceso a centros y hospitales con malas condiciones, como resultado de la combinación neoliberal entre elites políticas locales y agencias internacionales, como el Banco Mundial o el FMI. En palabras de Paul Farmer (2014: xvi), los arquitectos e implementadores de programas y proyectos de salud mundial, manipulados por políticos neoliberales del Norte global, argumentan que la atención de la salud, para ser sostenible, debe venderse como una mercancía, incluso cuando y donde la mayoría de sus posibles beneficiarios no pueden comprarla. La humanidad, las personas, en esta hora de crisis global en la que son pacientes enfermos, buscan el apoyo de los servicios de salud del Estado, pero están obligados a ser clientes solventes. Y así se afirma una línea abismal: quien no puede pagar no tiene acceso a la salud.

La historia cultural de la salud desde el siglo xx revela el surgimiento de instituciones transnacionales moldeadas, primero, por el colonialismo y, luego, por el neoliberalismo. Este enfoque, multisituado, busca analizar las relaciones de poder y saber que han marcado y siguen caracterizando el campo de la «salud global». En este sentido, asumo, en este libro, un desafío a las políticas coloniales y neoliberales actuales y a los políticos que las sustentan. La preparación para enfrentar una pandemia integra dos momentos: el de la conmoción y el del olvido. Desafortunadamente, con demasiada frecuencia los políticos prometen apoyo financiero tan pronto como surge una crisis epidémica, como sucedió hace unos años con el MERS o el ébola, pero esas promesas se olvidan cuando el recuerdo del brote desaparece. Estos silencios, o incluso olvidos, así como la memoria del desastre neoliberal de 2008, muestran la forma en que el neoliberalismo afronta las crisis. Ahora, más que nunca, es hora de adoptar una pluralidad de puntos de vista[49], incluidos los de los científicos sociales y de las personas que sufren esta epidemia y se están movilizando de maneras innovadoras. Las pandemias son una rareza con impactos catastróficos; las epidemias se repiten; pero sus lecciones, si son aprendidas, pueden ayudarnos a cambiar el rumbo de la humanidad.

La última palabra de este capítulo pertenece a Ailton Krenak, uno de los intelectuales y sabios indígenas que más ha reflexionado sobre la estrecha relación entre la violencia epidémica, la violencia epistémica y la violencia colonial territorial:

La idea de que nosotros, los humanos, estemos separados de la tierra, viviendo en una abstracción civilizadora, es absurda. Suprime la diversidad, niega la pluralidad de formas de vida, de existencia y de hábitos. ¿Cómo lidiaron los pueblos originarios de Brasil con la colonización, que quería acabar con su mundo? ¿Qué estrategias utilizaron estos pueblos para superar esta pesadilla y llegar al siglo xxi todavía pataleando, reclamando y desafinando el coro de la gente feliz? Vi las diferentes maniobras que hicieron nuestros antepasados y me alimenté de ellas, de la creatividad y de la poesía que inspiró la resistencia de estos pueblos. La civilización los llamaba bárbaros y libró una guerra sin fin contra ellos, con el objetivo de transformarlos en personas civilizadas que pudieran unirse al club de la humanidad. Muchas de estas personas no son individuos, sino «personas colectivas», células que logran transmitir sus visiones sobre el mundo a lo largo del tiempo.

La ecología de los saberes[50] debería integrar también nuestra experiencia cotidiana, inspirar nuestras elecciones sobre el lugar donde queremos vivir, nuestra experiencia como comunidad. Debemos ser críticos con esa idea de humanidad homogénea en la cual el consumo hace mucho tiempo ocupó el lugar de lo que solía ser ciudadanía. José Mujica dice que transformamos a las personas en consumidores, no en ciudadanos. Y a nuestros hijos, desde pequeños, se les enseña a ser clientes. […] Entonces, ¿para qué ser ciudadano? […]

Nuestro tiempo está especializado en crear ausencias: del sentido de vivir en sociedad, del propio sentido de la experiencia de la vida. Esto genera una gran intolerancia hacia quienes aún son capaces de experimentar el placer de estar vivos, de bailar, de cantar. […] Hay cientos de narrativas de pueblos que están vivos, cuentan historias, cantan, viajan, conversan y nos enseñan más de lo que hemos aprendido en esa humanidad. No somos las únicas personas interesantes en el mundo, somos parte del todo (Krenak, 2019: 7-10).

[1] La peste es causada por la bacteria Yersinia pestis. Como muchas enfermedades, la plaga es una zoonosis: los seres humanos son contaminados por animales. En el caso de la peste, que se prolonga hasta la actualidad, tiene un reservorio natural entre los roedores salvajes, siendo la pulga el vector de transmisión.

[2] «Digo, por tanto, que los años de la fructífera encarnación del Hijo de Dios ya habían llegado al número 1348 cuando, en la insigne ciudad de Florencia, la más bella de todas en Italia, se produjo una peste mortífera, que –fuese ella fruto de la acción de los cuerpos celestes, fuese enviada a los mortales por la justa ira de Dios para corregir nuestras obras inicuas– había comenzado unos años antes en el lado oriental, cobrando la vida de innumerables personas y, sin detenerse, continuó avanzando de un lugar a otro hasta que se extendió infelizmente hacia el occidente. [...] Y la peste cobró mayor fuerza porque pasó de los enfermos a los sanos que convivían con ellos, en modo nada diferente a lo que hace el fuego con las cosas secas o grasientas que están muy cerca. Y el mal avanzó más todavía: porque no sólo hablar y convivir con los enfermos provocaba la enfermedad en los sanos o los conducía igualmente a la muerte, sino que también la ropa o cualquier otra cosa que hubiera sido tocada o utilizada por los enfermos parecía transmitir la referida enfermedad a quien las tocase. […] ¿Qué más se puede decir (dejando los campos y volviendo a la ciudad), excepto que la crueldad del cielo fue tan grande, y quizá en parte de los hombres, que se tiene por cierto que de marzo a julio (debido a la enfermedad pestífera y porque muchos enfermos fueron mal atendidos o abandonados en sus necesidades, debido al miedo que sentían los sanos) más de cien mil criaturas humanas perdieron la vida dentro de los muros de la ciudad de Florencia, y que quizás, antes de esa mortandad, no se imaginase que allá habría tanta gente así?»; disponible en: [https://www.academia.edu/35011473/Decameron_-_Giovanni_Boccaccio], consultado el 14 de julio de 2020.

[3] Para algunos historiadores de la medicina, el decreto de cuarentena de 1377 en Ragusa (hoy Dubrovnik, Croacia) se considera uno de los logros más importantes de la medicina medieval. Al ordenar el aislamiento de los marineros y comerciantes sanos inicialmente durante 30 días (que luego se extendería a 40 días), los funcionarios de la ciudad revelaron un conocimiento notable del periodo de incubación de la peste. Los recién llegados eran mantenidos en aislamiento el tiempo suficiente para determinar si, de hecho, estaban libres de la enfermedad (Tomic y Blažina, 2015). A Ragusa también se le atribuye la formación de la primera oficina de salud pública. En 1397 estableció el primer gabinete de salud permanente, cuyos miembros fueron elegidos entres los patricios. Entre otras tareas, fueron responsables de vigilar la aparición de brotes epidémicos.

[4] En ese momento coexistían tres nociones sobre el origen de esta enfermedad, algo contradictorias entre sí: 1) como castigo divino por la transgresión individual o colectiva; 2) como resultado de «miasmas» o malos olores producidos por la descomposición, y 3) como resultado de un contagio de persona a persona.

[5] El término guerra biológica puede sonar aquí anacrónico; sin embargo, según Wheelis (2004: 15), se conocen actos aislados de uso de armas biológicas en varios asedios medievales.

[6] Wheelis reproduce un relato vívido de Gabriele de’ Mussi (ca. 1280-ca. 1356). De hecho, la peste bubónica no se transmite de persona a persona. El patógeno es una bacteria que tienen roedores como huésped. En las ciudades medievales, eran ratas. Las pulgas de estas últimas se contagian e infectan a los humanos. La especulación de los cronistas medievales se basaba en el supuesto veneno de las lesiones bubónicas y erupciones cutáneas, horribles y pútridas, en una hipótesis miasmática que era equivocada (comunicación personal de Naomar de Almeida-Filho, 26 de agosto de 2020).

[7] Aunque este esfuerzo conjunto duró poco, representó sin embargo un importante intento de cooperación internacional en materia de salud, antes de la primera Conferencia Internacional de Salud, celebrada en París en 1851.

[8] San Roque, del cual se ha informado que fue infectado con la peste curándose «milagrosamente», es un protector contra la peste y patrón de los discapacitados, los cirujanos y los perros. Hay muchas iglesias, entre las comunidades católicas del mundo, dedicadas a san Roque.

[9] A principios del siglo xx, cuatro millones de personas ya había sido vacunadas en la India. Desde entonces, los episodios de peste bubónica han sido esporádicos. Una excepción parece ser el episodio de peste bubónica de 1994. Tras este brote de peste, 52 personas perdieron la vida, la enfermedad provocó pánico y fuga de la ciudad de Surat, por temor a ser puestos en cuarentena (Dutt, Akhtar y McVeigh, 2006: 756). Aunque el brote duró poco más de dos semanas, este episodio hizo resurgir varios estereotipos coloniales sobre la India.

[10] En Madagascar, la peste se volvió endémica. Estudios realizados por Mónica Green (2018) sugieren que la actual epidemia de peste en este país es el resultado de una cepa de Yersinia pestis de la pandemia que se inició en el siglo xiv.

[11] Nótese que Gandhi escribió varias columnas de opinión sobre el significado y el impacto de la peste en Sudáfrica, entre 1899 y 1904 (Prasad, 2015: 123).

[12] Refiriéndose específicamente a Australia, Judy Campbell afirma que las enfermedades infecciosas asociadas con la infancia en el contexto de Reino Unido (por ejemplo, sarampión, varicela, viruela, rubéola, etc.) eran desconocidas entre los aborígenes cuando llegaron los colonizadores. Para esta autora, los primeros brotes de viruela, la más letal de las enfermedades infecciosas, identificados a finales del siglo xviii, fueron el resultado de contactos con los colonos, o del contagio de contactos con marineros infectados venidos de las islas del norte (Campbell, 2002: v).

[13] Cocoliztli describe una forma de fiebre hemorrágica que era nueva en el centro de México después de la conquista. Ttrabajos recientes sugieren que fue una infección causada por Salmonella enterica (Vågene et al., 2018). Aunque hubo pequeños brotes durante el siglo xvi, las dos principales epidemias fueron las de 1545-1548 y 1576. Tras el segundo brote, que se produjo treinta años después de la gran devastación, los datos de dos censos de familias españolas e indígenas muestran que la peste se llevó el 45 por 100 de la población indígena (de los casi cuatro millones que habían quedado).

[14] Los datos estadísticos de 2010 (IBGE) estiman la población indígena de Brasil en torno a 817.963 personas. De este total, 502.783 se encuentran en el área rural y 315.180 habitan en centros urbanos. Mayoritariamente concentrada en la región norte de Brasil, el censo hace referencia a la existencia de 305 etnias diferentes y 274 lenguas indígenas. Datos disponibles en: [https://indigenas.ibge.gov.br/], consultado el 1 de abril de 2020.

[15] Véase Fenn, 2000.

[16] «Algunos de mis amigos, indios como yo / practican / el muy sagrado encogimiento de hombros indígena. / “Calma / nos están dando mantas / infectadas de viruela”. Pero es que son los Trumps / su perversa incompetencia / y su delirante arrogancia / nos están atacando / con viruela-del-alma.»

[17] Para Michael McConnell (1997: 195-196), es probable que esta epidemia de viruela tuviera otras fuentes de contagio, además de las mantas contaminadas. Lo cierto es que la epidemia de viruela dejaría inmensas bajas entre los grupos indígenas, facilitando la conquista inglesa de los territorios de América del Norte (Wright, 1992; Kelton, 2015).

[18] El «método» es muy antiguo, y no sólo sirvió para eliminar «razas execrables», aunque a veces es difícil determinar si se utiliza deliberadamente o no. Tucídides habla de la peste de Atenas durante la Guerra del Peloponeso (431-404 a.C.), probablemente la primera epidemia de viruela de la que hay registro. La peste fue devastadora para los atenienses, pero intimidó tanto a los espartanos que se abstuvieron de invadir Atenas (Fenn, 2000: 1573).

[19] Véase Cook, 1998.

[20] Los botocudos (o xoclengues), del grupo lingüístico Macro-Jê, se estructuraron en grupos nómadas de tradición guerrera, que habitaban la región de la Mata Atlántica. Numerosos en la época de las primeras incursiones de los colonos europeos, ocuparon un área extensa, que incluía los territorios de la región sur de Bahía, el valle del Río Doce, incluyendo el norte de Espírito Santo y Minas Gerais. Hoy en día quedan grupos residuales, especialmente en las cuencas de los ríos Mucuri y Pardo.

[21] Los puris son uno de los grupos indígenas más pequeños de Brasil. Pertenecen al tronco lingüístico macro-jê, y se encontraron inicialmente en los estados del sudeste: Espírito Santo, Río de Janeiro, Minas Gerais y São Paulo. Hoy se encuentran principalmente en Minas Gerais.

[22] Timbira designa a un grupo de pueblos indígenas en Brasil, que hablan la lengua timbira (tronco macro-jê), que viven principalmente en el sur de Maranhão, el este de Pará y el norte de Tocantins.

[23] Bugreiro era el individuo especializado en atacar y exterminar a los indígenas brasileños que fueron contratados por los gobiernos de las provincias de Paraná, Rio Grande do Sol y Sta. Catarina. El término proviene de la palabra bugre, que era como se conocía peyorativamente a los índigenas del sur de Brasil.

[24] Sin embargo, sólo en el siglo xix, con la efectiva ocupación colonial de Mozambique, se conocerán mejor las enfermedades infecciosas que atacaron a la población africana. Hasta entonces, la lista de enfermedades conocidas se refería en esencia a aquellas que afectaban fundamentalmente a los europeos: fiebres palúdicas, disentería, viruela, sarna, sífilis, etc. (Almeida, 1883: 19ss.)

[25] Boletín Oficial n.º 47, de 24 de noviembre de 1883.

[26] Boletín Oficial n.º 24, de 14 de junio de 1884.

[27] Boletín Oficial n.º 35, de 1 de septiembre de 1883.

[28] Boletín Oficial n.º 23, de 9 de junio de 1883.

[29] Boletín Oficial n.º 47, de 24 de noviembre de 1883.

[30] Boletín Oficial n.º 52, de 19 de diciembre de 1883.

[31] Henri-Alexandre Junod, etnógrafo y misionero suizo, estuvo en el sur de Mozambique, integrado en la Misión Suiza de Mozambique, entre 1889 y 1920.

[32] Véase: [https://www.who.int/emergencies/diseases/en/], consultado el 1 de abril de 2020.

[33] Se trata de un patógeno de altísima virulencia, con una letalidad superior al 50 por 100, contagio rápido, diezmando pueblos enteros. Los brotes terminan de forma autocontenida porque los infectados caen postrados y muchos mueren antes de transmitir la enfermedad aguda (comunicación personal de Naomar Almeida-Filho el 26 de agosto de 2020).

[34] Por ejemplo, en vista de las repetidas epidemias que azotaron a Portugal, a principios del siglo xix se institucionalizaron cordones sanitarios para proteger al país de las enfermedades infecciosas (por ejemplo, peste, fiebre amarilla, cólera) que golpeaban las regiones con las que Portugal mantenía contactos. Es así como surgen los lazaretos, donde las personas eran puestas en cuarentena y, paralelamente, se desarrollaron cordones sanitarios como medio de defensa del territorio frente a las epidemias.

[35] Se supone que fue el virus H3N8 (Nickol y Kindrachuk, 2019), el que reapareció al menos tres veces más, en años sucesivos, hasta 1894 (Smith, 1995).

[36] La designación de gripe española se debe al hecho de que España mantuvo su neutralidad durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), lo que significa que pudo informar de la gravedad de la pandemia, mientras que los países que estuvieron involucrados en la guerra buscaron suprimir informes sobre el impacto de la influenza en sus poblaciones para mantener la moral y no parecer debilitados ante los ojos de los enemigos (Davis, 2018).

[37] Más recientemente, algunos estudios sugieren que la pandemia puede haber comenzado en China, todavía en 1916, después de haber sido propagada por trabajadores chinos, en tránsito hacia Europa (Humphries, 2013: 58).

[38] Cabe señalar que el número total estimado de muertes durante la Primera Guerra Mundial es de 37 millones.

[39] Datos más recientes (Spreeuwenberg, Kroneman y Paget, 2018), revisan a la baja esta estimación, proponiendo un volumen total de pérdidas humanas –para el periodo 1918-1919– de 17,4 millones, lo que mantiene la dimensión catastrófica de esta pandemia.

[40] Paget et al. (2019: 5) sugieren «un promedio de 389.000 muertes por causas respiratorias asociadas con la influenza a nivel mundial, cada año», lo que corresponde aproximadamente al 2 por 100 del total de muertes por año debido a enfermedades respiratorias (en este valor, alrededor del 67 por 100 corresponde a personas con 65 años o más).

[41] Las primeras vacunas contra el virus de la influenza fueron desarrolladas en paralelo por varios investigadores a fines de la década de 1930 y principios de la de 1940.

[42] El virus que causa la infección por covid-19 es diferente al que causa la influenza, por lo que las enfermedades son diferentes. El virus de la covid-19 es un coronavirus, no un virus de la gripe como el que causó la gripe española y otras pandemias de gripe mencionadas aquí.

[43] Se refiere a la tasa de pacientes con una determinada enfermedad en relación con la población total estudiada, en un contexto específico, situado espacial y temporalmente. Esta cuantificación es importante para evaluar el impacto de la propagación de enfermedades y su control, que son elementos estructurales de los servicios de salud pública.

[44] Índice demográfico que refleja el número de muertes registradas, generalmente el número total de muertes por año por cada 1.000 personas.

[45] Datos disponibles en: [http://www.cdc.gov/flu/about/viruses/types.htm], consultado el 2 de abril de 2020.

[46] Favelas: barrios indígenas en ciudades de alta densidad urbana de origen colonial.

[47] Véase, por ejemplo, «This Is What Your Flight Used To Look Like (And It’s Actually Crazy)»; disponible en: [https://www.huffpost.com/entry/air-travel-1950s_n_5461411?guccounter=1&guce_referrer=aHR0cHM6Ly93d3cuZ29vZ2xlLmNvbS8&guce_referrer_sig=AQAAAB1c0EGxrbpHe5-FlOUXYYjTil4KWpxXhxvKPKXfWMFzA9v5AxrdhdbAH_Os3XfohsdADDUjuyG9Ems7V2iIfoDb1pVT4jvjANwn4-pB-71yZhwF0G3lm0sdiav5wtWKO3cmfq7_cZ-RUYvh3OlhJwPR58rptP4tj0ck6K5nD5rs], consultado el 3 de abril de 2020.

[48] La variolación sigue siendo una opción válida, ya sea por motivos religiosos o por sus dimensiones tecnoeconómicas y su disponibilidad en las áreas rurales.

[49] En el mismo sentido, Almeida-Filho: [https://brasil.elpais.com/opiniao/2020-06-17/pandemia-exige-uniao-das-ciencias-brasileiras.html], consultado el 26 de agosto de 2020.

[50] Véase Santos, 2019a: 125-126.

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