Читать книгу Madres, avisad a vuestras hijas - Bonnie Jo Campbell - Страница 11

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–No voy a volver para la cena, mamá –dice tu hija.

Levantas la vista de la propaganda y demás correo basura que ha llegado esta mañana y ves que Mary emerge de su habitación con unos vaqueros tan bajos que, si tuviera vello púbico, se le vería. Ella jura que todas las chicas de secundaria también se afeitan el pubis, aunque seguramente tu hija no tendría más que un poco de vello fino, como el de la cabeza de un bebé. Al ver que la estás mirando, se sube los vaqueros y hace un esfuerzo para bajarse la camiseta, pero el resultado final sigue dejando quince centímetros desnudos de vientre y caderas.

–Tengo que ir a casa de Amber. Su padre nos va a hacer lasaña de cena.

–¿Quieres que te lleve? –le ofreces.

No te importaría que el padre de Amber te viera con tus botas de punta de acero y tu uniforme de trabajo. No te importaría recordarle que eres una mujer formidable.

–Son solo setecientos metros, mamá.

–¿Pero qué es lo que hacéis allí todo el tiempo?

No deberías interrogar a Mary de esta manera sobre qué es lo que sucede allí. Mary probablemente no te contaría nada desagradable que pudiese ocurrir entre ella y el joven –y curiosamente servicial– padre de Amber si te comportas como una neurótica. Por ejemplo, no te contaría si resulta que el padre de Amber se pone a pelear en broma con ellas sobre la alfombra trenzada y de repente quedan solo él y ella; si entonces ella relaja el cuerpo debajo de él y echa la cabeza hacia atrás, dejando que sus estrechos hombros toquen el suelo, y lo mira a los ojos, entreabriendo los labios, y él se abalanza sobre ella.

–Estamos haciendo un proyecto de biología. Es un cartel sobre células, tenemos que entregarlo mañana, pero aún no lo hemos empezado –dice tu hija. Le gusta la ciencia y antes no dejaba las cosas para el último momento–. Nos va a ayudar el padre de Amber. ¿Sabías que hay treinta y siete billones de células en el cuerpo humano?

El padre de Amber nunca ha sido condenado por manosear a menores ni por ningún otro delito sexual (lo has buscado en internet), y no hay razón para que concibas la imagen de tu hija bajándose los vaqueros de tiro bajo, ni la del padre de Amber con tu hija en su regazo, bajo una manta. No hay razón para asociar al padre de Amber con tu antiguo vecino, el fumador de porros, con quien follaste cuando tenías catorce años mientras su esposa estaba en el trabajo y su hijo pequeño dormía la siesta en el dormitorio adyacente. Ambos hombres lucen bigote de vaquero, pero nada más.

–No entiendo el motivo por el que retrasáis el trabajo hasta el último minuto –le dices.

Y tampoco entiendes el motivo por el que alguien ha diseñado una camiseta tan provocativa como la que lleva tu hija, con un par de magdalenas enormes dibujadas en el pecho. Tiras el montón de correo en el contenedor de reciclaje. Cálmate, mujer. No todos los hombres van a intentar tirarse a tu hija, independientemente de cómo se vista. Hay hombres que ni siquiera fantasean con tocar sus adorables pechos jóvenes. Algunos hombres se muestran indiferentes, por ejemplo, o son homosexuales, mientras que otros prefieren a las mujeres maduras, sorprendentemente.

Te sientas en la mecedora de madera que heredaste el año pasado de tu abuela, la madre de tu madre, que en paz descanse. Al principio no la querías –¿acaso eres una anciana?– pero está hecha a mano y has descubierto que mecerte al final del día te ayuda a relajarte.

–¿Sabías que la mitocondria es el motor de las células? –explica Mary.

Se sitúa detrás de ti, agarra el respaldo y comienza a mecerte a un ritmo muy molesto. No te quejes; al menos, mientras sus manos estén en la mecedora no estarán en el móvil por una vez.

–¿Estás trabajando en un cartel? Igual os puedo ayudar.

–Entonces, ¿por qué cortaste con Stanley Steemer? –pregunta Mary–. Es el único novio decente que has tenido.

–Es asunto mío –le dices a tu hija– con quién salgo o dejo de salir.

Es la primera vez que Mary menciona a Stan.

–Entonces a lo mejor lo que yo hago es asunto mío –dice Mary, y revienta un globo de chicle para un público invisible.

De repente detiene el balanceo de la mecedora, lo que te propulsa ligeramente hacia delante. Tienes la sensación de que se imagina que sus amigas están siempre con ella, admirando sus gracias.

–No es solo asunto tuyo si me llama el director del colegio y me dice que enseñas los pechos a los chicos en el hueco de la escalera.

Te pones de pie, cruzas los brazos y observas a la chica por la que sufriste trece horas de parto, la chica que has alimentado y vestido durante trece años..., aunque no recuerdas haber comprado ninguna de las prendas provocativas que lleva ahora.

–Ya te lo he explicado, mamá. Fue un reto de Amber. Lo hicimos las dos. Y también había otra chica. Pero solo me pillaron a mí.

Habla sin darle importancia, pero está agarrando la mecedora muy fuerte.

–Si Amber te retara a que te tiraras de un puente, ¿lo harías?

–Sí –dice, y suelta la silla. Intenta subirse los pantalones de nuevo, aunque ya le están marcando la entrepierna.

–Amber es tonta en ciencias, pero es muy lista en otras cosas. Es muy espabilada.

Tiene que haber una manera calmada y razonable de explicarle a tu hija por qué debe negarse a mostrar su cuerpo como lo ha estado haciendo, sin que parezca que eres sobreprotectora, que estás loca o que tienes celos. No puedes negar lo emocionada que estabas por la atención que recibía tu cuerpo cuando tenías su edad. Habrías desnudado tus pechos para los chicos guapos por un reto, sin duda.

–¿Sabes que hoy tuve que caminar a casa desde el entrenamiento del equipo de animadoras, cinco kilómetros? Stanley Steemer pasó al lado. Ni siquiera me devolvió el saludo.

–Deja de llamarle así2 –dices–. De todas formas, podrías haberme llamado para que te recogiera.

La primera vez que Stan trajo a tu hija a casa, le diste las gracias, pero también te acordaste de las veces que el novio de tu madre, Teddy, pasaba a tu lado en coche cuando ibas por la carretera vieja, junto a la central eléctrica. Iba fumando un Marlboro y, tras bajar la ventanilla, soltaba una gran nube de humo y te decía que estabas muy guapa. Pensabas que era halagador y divertido, y nunca se lo dijiste a tu madre. Ni siquiera cuando abusó de ti... Por aquel entonces, no tenías muy claro qué sucedió en el asiento trasero, pero al pensarlo de forma retrospectiva, está dolorosamente claro.

–Esa furgoneta da vergüenza –dice tu hija, refiriéndose a la furgoneta de Al’s Appliances que conduces para ir al trabajo–. ¿Sabes?, la madre de Nicole compró una estufa en Al’s, y había una cucaracha muerta dentro. Y ese tío con el que trabajas apesta a meados.

–Jimmy.

–No tiene cuello. Y tiene más pelo que un neandertal. –Se ríe de ese chiste privado como si sus amigas estuvieran aquí con ella–. El señor Glover dice que todos somos en parte neandertales, pero algunos más que otros.

Cuando Stan se presentó a cenar con tu hija por cuarta vez, dos días después del incidente de los pechos en el hueco de la escalera, no podías sacarte de la cabeza que pasaba algo. Y cuando besaste a Stan, la chaqueta le olía al perfume de caramelo afrutado de Mary. Conoces a Stan desde hace tres años –era el entrenador de tus hijos en las ligas infantiles de béisbol y fútbol americano–, y llevabas tres meses saliendo con él, así que venía a cenar un par de veces a la semana, por lo que te dijiste que no había motivo para pensar que hiciera otra cosa que no fuera recoger a Mary y traerla directamente a casa. Porque no es que tuviera mucho tiempo de hacer una parada en la antigua central eléctrica... Y ni siquiera tuvo por qué ocurrírsele hacer algo así. Al fin y al cabo, parecía que a Stan le gustabas, que admiraba tu visión hastiada del mundo, e incluso se reía cuando te ponías a soltar palabrotas. Su matrimonio había sido difícil, como el tuyo, y pensaste que los dos erais almas gemelas.

La última vez que trajo a Mary a casa, cuando la habían castigado en el colegio, durante la cena te propusiste mantener la calma y no reaccionar de forma exagerada. Después de cenar, Stan sonrió al ver tu mirada expectante y ansiosa mientras se acomodaba de nuevo en el sillón reclinable para ver un programa de antigüedades contigo.

–¿Pasa algo? –preguntó Stan–. Pareces alterada.

–¿Pasa algo entre Mary y tú? –preguntaste.

No podías creer que esa pregunta saliera de tu boca, ni siquiera ahora, pero una vez que salió no te arrepentiste. Tenías la esperanza de que Stan respondiera: «Claro que no, ni loco», o que se riera y dijera: «Estarás de broma».

–¿De qué hablas? –Inclinó la cabeza, entrecerró un ojo. Lo habías visto hacer ese mismo gesto cuando un niño despistado le explicaba por qué había hecho alguna jugada equivocada en un partido de béisbol.

–De nada. Era solo una pregunta.

Te dijiste a ti misma que no se parecía en nada al antiguo novio de tu madre ni a tu vecino fumeta, y que nunca había mostrado ningún interés en Mary más allá de bromear y preguntarle sobre los deberes y sus ejercicios de animadora, pero querías estar absolutamente segura, al cien por cien, de que tu hija estaba a salvo con él.

–¿Una pregunta? Pero ¿cuál es la pregunta?

–Es que hueles a su perfume.

–Me echó esa mierda cuando le dije que no se lo pusiera en mi coche –dijo, y su discurso se ralentizó cuando se dio cuenta de lo que estabas sugiriendo–. Ya sabes cómo es.

–Ya, pero solo quería saber...

Sabías que Mary también rociaba con la colonia a sus hermanos pequeños, aunque ellos se pusieran a chillar. Y, por supuesto, también te roció a ti.

–¿Qué es lo que querías saber? Si yo... había hecho... ¿qué?..., ¿con Mary?

Pareció despertar en ese momento. Primero puso cara de ofendido y, después, de perplejidad. Buscó un cigarrillo en el bolsillo de la camisa, se lo colocó entre los dedos, lo volvió a meter en la cajetilla y se la volvió a guardar en el bolsillo.

–Me conoces desde hace mucho tiempo. Tus hijos han jugado con el mío durante años.

–Es que me resulta raro que siempre la lleves en coche sin consultarme antes.

Tu voz calmada contrastaba con la confusión que sentías.

–¿Viste que hoy llovía? ¿Preferías que pasara a su lado como si nada? Normalmente una madre se quejaría. –Se estaba enfureciendo.

–No, es que... A ella le gusta mucho coquetear.

Odiaste la palabra en cuanto la dijiste, aunque la verdad es que Mary es muy coqueta, igual que tú a su edad.

–¿Te estás oyendo? –Se echó hacia delante y clavó la mirada en ti. Entrecerró los ojos y también los labios–. Mary es una niña. Soy entrenador. Y una acusación como esa podría hacerme daño de muchas maneras, no solo en lo personal. Es que no puedo ni... Si de verdad crees que soy un depredador...

–No lo pienso. Solo necesito que me lo digas tú.

–Por el amor de Dios, actúas como si no me conocieras de nada. Y es posible que yo tampoco te conozca.

Cuando Stan vio a tus tres hijos aparecer por el pasillo, destensó los músculos de la cara, se levantó, se puso la chaqueta y salió hecho una furia. La puerta mosquitera se cerró de un portazo mientras murmuraba unas palabras sobre la confianza.

En realidad no estabas acusándolo, te dijiste. No pretendías decir nada en concreto, solo le preguntaste.

–Si insistes, me puedes llevar en coche –dice Mary–. Ah, mamá, tendrías que haber visto lo que ha pasado hoy en clase de ciencias. Nicole le escupió un chicle a una chica en el pelo, la chica no se dio cuenta y siguió tocándose el pelo, así que se le quedó todo pegado.

Pero, en serio, ¿qué interés podría tener un hombre adulto en una chica que masca chicle de la manera en que lo hace tu hija, haciendo ruido y con la boca abierta? ¿Cómo podría interesarle a un hombre una chica que, cuando no está enviando mensajes por teléfono, habla sin pensar de las otras animadoras del colegio y cuenta al detalle todo lo que pasa –todas y cada una de las escenas– en la última película o programa de televisión que ha visto? Tu hija te saca de quicio a ti y al resto de la familia con su parloteo insustancial y te dan ganas de abofetearla al menos una vez al día por la forma en que eleva los ojos al cielo cuando dices cualquier cosa, incluso cuando quieres abrazarla, esconderla y protegerla. Tienes los hombros tan encogidos que te tocan las orejas. ¡Respira hondo, mujer!

–Entonces la chica se iba a quitar el chicle del pelo con unas tijeras, pero el señor Glover preguntó si alguien tenía un sándwich de mantequilla de cacahuete en la bolsa del almuerzo. Según el señor Glover, el chicle es hidrofóbico y por eso no se disuelve en el agua, así que teníamos que sacarlo con otra sustancia hidrofóbica.

Sacó un poco de mantequilla de cacahuete del pan de una chica, la untó en el chicle y se lo quitó. Y luego le dijo que fuera a enjuagarse el pelo al baño.

Tienes la esperanza de que su pasión por la ciencia le enseñe los conceptos de causa y efecto en lo que respecta a su cuerpo, además de su relevancia en un laboratorio. Tienes la esperanza de que su pasión le permita alcanzar el éxito de maneras que tú jamás soñaste, pero te preocupa su seguridad hasta entonces. Ojalá fuera una chica empollona con pantalones de cintura alta. Ojalá tuviera que llevar gafas, por lo menos.

–Amber y Nicole ni siquiera sabían lo que significa hidrofóbico –dice–. ¿Te lo puedes creer?

–¡Joder! –gritas al fin–. ¿No te das cuenta? Estoy muy preocupada por ti. Me preocupa que todos los cabrones del mundo quieran liarse contigo y tocarte con sus sucias manos. Sí, me preocupa lo que haces con los chicos en el hueco de la escalera del colegio. Y, peor aún, me da miedo que algún hombre te engatuse y te lleve a su coche para abusar de ti, Mary. Y me preocupa que además te guste. O que le sigas la corriente aunque no te guste.

Una vez que lo has soltado, no puedes creer que lo hayas hecho. Pero no te arrepientes de haberlo dicho. No sabes cómo has aguantado tanto tiempo sin decirlo. Mary parece aturdida, pero menos de lo que esperabas. Le cuelgan los brazos a los lados, y su vientre desnudo parece más redondeado y desprotegido que nunca. Tal vez estuviera esperando tu arrebato desde el incidente de la escalera. Te recuestas en la mecedora, agotada.

–Jo, mamá. Qué asco –dice finalmente–. Sabes que no me gustan los hombres así. Tienen demasiado pelo. –Está tratando de aligerar la conversación, la pobre. Intenta subirse los pantalones de nuevo, pero hasta ella se da cuenta de que ya no sirve de nada–. ¿Sabes?, no te lo dije, mamá, pero Amber y yo estuvimos en el parque Cooper después del colegio el viernes, y había un tío mirándome las tetas, entonces Amber y yo le tiramos las manzanas de la comida. Hicimos como que llamábamos a la policía y se fue en su bicicleta.

–Pero ¿y si el tío no te diera asco? –replicas. Te preguntas por qué no te dijo nada de eso el viernes–. ¿Y si fuera un chico atractivo de secundaria? ¿Un jugador de fútbol guapo? ¿Y si no fuera nada peludo? ¿Y si se afeitara todo ese cuerpo perfecto y oliera como una flor?

–Pero mamá... Era un tío asqueroso. Y puedes fiarte de mí. No soy tonta. No voy a quedarme embarazada, si es eso lo que te preocupa.

–¿Stan intentó alguna vez algo contigo? –preguntas, y aguantas la respiración–. ¿O te dijo algo en plan... seductor?

–¿Stanley Steemer? –Mary da una patada a un travesaño de tu mecedora y sacude la cabeza–. Estás loca, mamá. Te preocupas por unas cosas rarísimas.

Ante tu insistencia, tu hija se cambia de camiseta y, en cuanto se carga su teléfono, se marcha a pie a casa de Amber, mascando chicle, sacudiendo la cabeza, elevando la vista al cielo y mandando mensajes con el móvil, envuelta en una nube de colonia de flores y caramelo. Le pides que te avise cuando llegue y que luego te llame para que vayas a recogerla. Murmura un «vale» mientras la puerta mosquitera choca con el marco.

Estás hecha polvo por lo de Stan, más de lo que pensabas, pero al no andar él ya por casa, puedes estar un poco más segura de que Mary está a salvo. Naturalmente, no es más que un hombre entre millones en el mundo, uno entre decenas de hombres que podrían interesarse por tu hija entre vuestra casa y la de Amber. Cierras los ojos y te dices a ti misma que no todos los hombres son como ese vecino que te permitió faltar a clase y que te quedaras en su casa a fumar tanta marihuana que ya no podías armar una frase entera. No todos los profesores –ni siquiera los que tocan el pelo de una chica– son como tu profesor de ciencias sociales, alto y de ojos marrones, con unas atenciones que te halagaban tanto que nunca habrías dicho que no. Y las chicas también son diferentes ahora: fíjate en tu hija, que te dice que no todo el tiempo, una actitud que tú nunca habrías tenido con tu madre por miedo a que te abofeteara. Tu hija sabe mucho más de lo que tú sabías a su edad, e incluso es posible que acuda a ti cuando de verdad tenga algún problema, siempre que no te pongas histérica.

Stan no te ha llamado desde esa noche, hace dos semanas, y tú tampoco lo has llamado. Reflexionas sobre qué es lo que necesitas para estar segura de que tu hija está a salvo. Un «no» rotundo, todos los días, de Stan y de todos los hombres que pululan a su alrededor. Un «sí, lo entiendo» rotundo, todos los días, de Mary, confirmándote que ve los peligros, que no piensa que estás loca. No estaría mal para empezar.

Calientas el horno para los palitos de pescado de los niños, algo que les das cuando no está su hermana, y cortas unas rodajas de patatas para asarlas de guarnición. Te gustaba cocinar para Stan, que valoraba cualquier tipo de comida casera, incluso los palitos de pescado si era lo único que tenías. A veces, cuando veíais la tele después de cenar, Stan se daba una palmadita en los muslos y te invitaba a sentarte en su gran regazo para que te relajaras. Allí sentada, envuelta en sus poderosos brazos, con su vientre presionando la parte baja de tu espalda, como un cojín lumbar, hacía que te olvidaras de los espantosos clientes de la tienda y del dolor de instalar lavadoras; te hacía olvidar incluso la forma en que el paso de los años ha ido ensanchando tu cuerpo y te ha dibujado arrugas en la cara. Cuando dejabas que tu cabeza descansara sobre el hombro de Stan, el calor y el tamaño de su cuerpo te hacían sentir pequeña y guapa, como una niña otra vez.

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2 Mary alarga el nombre de Stan para convertirlo en Stanley Steemer, denominación de una empresa de limpieza de alfombras y suelos muy conocida en Estados Unidos por sus omnipresentes furgonetas amarillas y unos anuncios que rozan lo ridículo, con un logo que recuerda al salvaje Oeste, como si su actividad fuera propia de vaqueros. (N. del T.)

Madres, avisad a vuestras hijas

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