Читать книгу Madres, avisad a vuestras hijas - Bonnie Jo Campbell - Страница 12
ОглавлениеEstaba el látigo plateado del tren del circo, que se estiraba sobre una vía lateral, calentándose bajo el sol de Arizona, y dentro del vagón número setenta y ocho, detrás de la puerta corredera, cerrada, de un habitáculo de acero, había dos personas inhalándose mutuamente el aliento y el sudor. Estaban Buckeye, una rubia de bote –como le decía su madre, en Akron– de cuarenta y cinco kilos, y Mike Field, de cerca de un metro ochenta y cinco, con la piel negra como el café, ambos sentados en el cuarto de Mike, un habitáculo con paredes de acero pintado de azul, sin aire acondicionado, apenas más grande que un ataúd. Y por el pasillo llegaba Red, bajito, fornido, con tatuajes caseros en los brazos pecosos y en los nudillos (A-M-O-R, O-D-I-O, águila, mujer desnuda, etc.), pisando fuerte con sus botas de trabajo, y comenzó a aporrear la puerta metálica, situada al final del vagón, diciendo:
–¡Buckeye, venga, sal ya, vamos! –Hizo una pausa para encenderse un cigarrillo, y añadió–: Vuelvo en cinco minutos y más vale que estés lista.
Estaban también el muslo desnudo de Buckeye, presionando contra el muslo de Mike, enfundado en unos pantalones negros; la cadera de Buckeye, vestida con pantalones cortos, en contacto con la cadera de Mike; y el cuerpo de Buckeye, lleno de deseo, de algo más que deseo: su cuerpo, su corazón y su mente estaban repletos de Mike, de hacerle el amor en la litera la noche anterior. Y estaba lista para amarlo de nuevo a pesar del calor, a pesar del aviso de Red. Una semana antes, Red había explicado por qué tenían que hacer lo que tenían que hacer esta mañana, la mañana del miércoles, la primera mañana en Phoenix; Red explicó que Buckeye iba a tener que recuperarse en un solo día, que no tendrían otra oportunidad porque había tres espectáculos de jueves a domingo, y el jefe del algodón de azúcar no iba a estar contento si su vendedora número tres estaba tirada en su habitación en lugar de atender su puesto de nubes rosadas y azules de algodón de azúcar. Estaban en Phoenix, una ciudad donde se hacía mucho dinero, donde se suponía que todo el mundo ganaba suficiente para gastar esos días e incluso ahorrar para cuando llegaran a ciudades arruinadas como Fresno, aunque al final nadie ahorrara.
–¿Vas a ir con él? –preguntó Mike.
–Tengo que hacerlo.
–¿Te has acostado con él alguna vez?
Mike era cuatro años más joven que ella, acababa de cumplir veinticuatro.
–Ya te he dicho que no es eso. Red es como un hermano mayor.
–¡Eh! Os estoy oyendo –dijo Red–. Sé que estáis ahí dentro.
Red hablaba a través de la puerta con voz enojada, pero Buckeye no creía que estuviera enfadado de verdad todavía. Buckeye se estaba dejando atrapar por la forma en que la mano enorme de Mike le cubría el muslo, por la forma en que sus dedos extendidos podían rodear su hombro con la misma facilidad que sujetarle la nuca. Como siempre, llevaba la camisa azul del uniforme abotonada sobre las muñecas, y las venas de la parte inferior de sus manos estaban casi limpias, con solo unas cuantas marcas de pinchazos. Buckeye nunca se había inyectado nada, ni siquiera tenía un tatuaje. Su madre siempre había dicho que los tatuajes en las chicas mostraban al mundo lo putas que eran. Solo tenía perforadas las orejas, un agujero a cada lado.
Estaba Buckeye, llevándose el dedo a los labios mientras Red gritaba fuera, estudiando un lado de la cara de Mike, que estaba sudando. Levantó la mano y le tocó la cicatriz en forma de V, ya curada de un percance ocurrido dos meses antes, cuando un par de búlgaros le dieron una paliza por no devolverles el dinero con la suficiente rapidez. Le hicieron sangrar por la mejilla y la boca, y él se quedó quieto, recibiendo la paliza. Mientras lo golpeaban, ella imaginaba el momento en que besaría su cara hinchada, el momento en que le diría que lo quería, que no hacía falta que dejara el circo, que podían superarlo juntos. Como parte de su número, los búlgaros ayudaban a levantar una torre de cinco personas para que una niña con coletas se subiera a la parte superior, pero en otras ocasiones esos hombres podían ser unos brutos.
Le puso la mano en la cabeza. Le gustaba la firmeza de su cabello, cómo recuperaba su forma al presionarlo con la mano. Le hacía pensar en un gato que tuvo, un animal valiente y rápido, peleón, que mataba ratones y pájaros a zarpazos, le llevaba los pequeños cuerpos rotos y después la rozaba suavemente en la pierna con el rabo. Le encantaba acariciar la cabeza áspera de aquel gato atigrado, rugosa de peleas antiguas, pero una mañana no regresó y después ya nunca volvió a verlo.
–Sé que estáis ahí. –Red intentó forzar el cierre de la puerta.
Mike apartó la mano de ella.
–Abre la puerta, Mike Negro, cabronazo.
Ella había intentado explicarle a Mike, cuando llegó, que ya había otro Mike en el circo. En realidad ya había dos Mike. El Mike a secas, de Sells Floto, segundo a cargo de los puestos de venta, y Mike Espagueti, de pelo negro y con pinta de italiano, que pidió espaguetis en el vagón restaurante el primer día, y espaguetis que sobraron el segundo día, y también los pidió de nuevo el tercer día, cuando ya no había, así que le pusieron ese mote. Buckeye había sido la primera persona blanca en hacerse amiga de Mike cuando se unió al circo hacía seis meses. Ya desde el principio, los miembros de la Troupe de Monociclismo del Rey Charles parecían albergar dudas sobre él, y al Rey Charles enseguida le cayó mal; le criticaban por vestir como un paleto, con manga larga en verano, por tener el pelo ensortijado y escuchar death metal. En cuanto a los equipos mexicano y búlgaro, solo reparaban en los nuevos cuando empezaban a pedir dinero prestado o querían comprar metanfetamina.
–Maldita sea, Buckeye –gritó Red a través de la puerta–. Mike Negro, déjala salir.
–No me hace ninguna gracia que tengan que pasarse todo el día llamándote negro –susurró Buckeye.
–Soy negro, por si no te has dado cuenta.
–Tendrías que haberles dicho que tu nombre era Mick o Mitch. Si yo pudiera empezar desde cero, entraría en el circo con un nombre precioso. –Buckeye suspiró–. Diría que me llamo Rosella. O Annabella. O Margerina. –Aunque aquello no iba a ninguna parte, no había podido evitar pensar en nombres bonitos de chicas toda la semana–. Mermelada.
–¿Por qué quieres que te llamen como algo que se echa en las tostadas? –preguntó Mike, como si quisiera reírse pero no le saliera–. Mi madre hacía mermelada con cáscaras de naranja, no las tiraba. No le gustaba tirar nada.
Buckeye pensaba que el sonido de algunos nombres podía llevar en volandas a una persona. Mermelada. Rubelina o Rosamaría. Cuando ella oyó que la esposa del jefe de los granizados se llamaba Becky –la misma abreviación de Rebecca por la que la gente conocía a Buckeye hasta entonces–, tendría que haber dicho que ella se llamaba Rebecca o haber usado su segundo nombre, Jo, o tal vez Josephina, y así no la llamarían Buckeye.
Y nunca debió haberles dicho que era de Ohio.
–Si tuvieras un nombre elegante, no querrías estar conmigo –dijo Mike.
–Eso no es cierto –dijo Buckeye, tomando entre sus dos pequeñas manos una de las inmensas manos de aquel hombre. Mike había tenido un par de dedos rotos y después de sanar se le habían quedado torcidos, pero ella tenía la idea de que podía enderezarlos si seguía acariciándolos día tras día.
Apretó la mano hasta que sintió que la electricidad de Mike recorría su cuerpo. Él se estaba despertando y su sangre apenas había comenzado a fluir con más fuerza a través de su gran corazón. Mike le había dicho que, cuando estaba en el instituto, el médico del equipo de lucha no le dejaba competir, porque tenía un corazón demasiado grande, y Buckeye pensó que esa definición era certera. Mike no se había chutado nada de speed esa mañana, así que hablaba despacio y relajado. El jefe de los granizados era consciente de que tomaba speed, pero le gustaba la forma en que la sustancia hacía que Mike subiera y bajara las escaleras del estadio vendiendo granizados más rápido que nadie. Muchas veces eran los nuevos vendedores como él los que más facturaban, y él era famoso por sus ventas en los seis meses que llevaba en el circo. Si no se hubiera gastado todo el dinero en drogas, ya sería medio rico.
–Estaría contigo en cualquier caso, aunque estuvieras en el vagón de los animales y yo fuera corista –dijo.
Se sentía bien al decir la verdad así. Le alegraba que Mike no estuviera en aquel vagón, el número 76, donde vivían los hombres que se ocupaban de los animales del espectáculo. Dormían en literas apiladas contra la pared, sin privacidad, salvo por una sábana pegada con cinta adhesiva, cuando había una de sobra. Algunos de los hombres olían como los animales que después limpiaban. Buckeye era la número tres en ventas de dulces porque se duchaba siempre y olía bien, porque se quitaba las manchas de la camisa del uniforme enseguida. A nadie se le pasaría por la cabeza decir que era guapa, pero llevaba el pelo recogido en una impecable coletita, y había algunos blancos que solo compraban dulces a una chica como ella porque tenía aspecto de poder ser su vecina.
Nunca había conocido a un hombre tan ancho de hombros y delgado de caderas como Mike Negro. Tenía la complexión de un trapecista de gran tamaño. Tan pronto como lo conoció, le entró el deseo de contonearse en torno a él, y no tardó en decírselo tal cual. La forma tranquila en que hablaba le hizo saber que este hombre no le pegaría y eso era algo en lo que nunca se había equivocado. A su madre, en Akron, le pegaron todos los hombres con los que estuvo, y algunos de ellos también golpearon a Buckeye. Su amigo Red tampoco pegaba a nadie, pero una vez le sacudió los hombros con tanta fuerza –con ese zarandeo que desaconsejan para los bebés– que luego le dolió el cuello. Red le hizo eso al día siguiente de que ella hiciera el amor con un hombre en el vagón de los animales, mientras los otros hombres escuchaban desde sus literas. Red no creía en anteponer el amor a todo lo demás como hacía ella. A Red lo llamaban así porque solía ser pelirrojo, aunque ya casi no tenía pelo, y siempre usaba un sombrero o un pañuelo. Antes Buckeye sabía su verdadero nombre, pero ahora no lo recordaba. Jim algo o tal vez Alan. El calor estaba afectando a su cerebro. Se apartó los mechones de rubia de bote de los ojos.
–Hace mucho calor aquí con la puerta cerrada –dijo Mike.
Buckeye se acercó una mano de Mike a los labios y le besó los dedos torcidos y las marcas de las agujas; le besó las uñas, que le había limado suavemente en la víspera, durante el lento viaje desde la ciudad de Oklahoma.
–Espera un minuto y ahora abrimos. Por favor –dijo Buckeye.
Mike le apretó la mano y colocó el dorso contra su mejilla, que estaba llena de sudor. El sudor empapó la piel de Buckeye como si le perteneciera a ella tanto como a él.
–¿Cómo es que nunca sudas? –preguntó Mike.
–No sé.
–Seguramente estás sudando por dentro.
La habitación individual era apenas algo más grande que la litera, de manera que las rótulas de Mike casi chocaban con la puerta de metal. Buckeye descansaba los talones desnudos en la bolsa militar de lona que contenía todas las pertenencias de Mike, siempre la tenía lista, como si en cualquier momento se fuera a echar el petate al hombro y salir corriendo. Aparte de eso, solo poseía una columna de cajas vacías de casetes en una repisa y un póster de Metallica. Había tapado la ventana de plexiglás con un plástico negro pegado con cinta adhesiva. En la bolsa de lona se leía la inscripción «McIntyre», pero ese no era su apellido. Si Buckeye se casaba con él, se convertiría en la señora Field. Encima de la bolsa de lona reposaba su bolso de tela suave. Se había metido en los bolsillos la barra de cacao, la navaja militar, la cartera, todo lo que podía necesitar en la clínica. Si Mike reparaba en el bolso, le diría a Buckeye que se lo llevara a su habitación, pues no querría ser responsable de lo que le pudiera pasar al bolso si lo dejaba allí.
Buckeye se preguntó qué ocurriría si no se iba con Red, si decidía quedarse. Aquella tarde, Mike y ella podrían ir juntos al estadio, como en cualquier otra ciudad, para ayudar a montar los puestos. Cruzarían juntos las puertas del estadio y con el aire acondicionado estarían muy a gusto después de dos días calurosos de viaje desde Oklahoma City.
–Voy a abrir la puerta –dijo Mike.
Cuando tocó el picaporte con la punta de los dedos, se oyó un golpetazo. Un puño había aporreado la puerta metálica desde el exterior, creando una onda expansiva en el espacio del cuarto. Se sentaron erguidos. Buckeye subió los pies a la cama y se abrazó las piernas desnudas.
–O te llevo ahora, Buckeye, o no te llevo –dijo Red a través de la puerta de chapa–. Te doy dos minutos, y si no olvídalo.
–No le hagas caso –susurró Buckeye, a pesar de que ella misma tenía miedo de Red, no por temor a que la golpeara, sino algo parecido al miedo que inspira un padre, para quien lo tenga.
Red llevaba veintiún años en el circo, más que nadie. En los siete años desde que se había unido al Mayor Espectáculo del Planeta, Buckeye había encontrado a Red borracho y tirado sobre las piedras de las vías férreas por todo el país, unas cuantas veces apaleado, otras cuantas con un nuevo tatuaje lleno de costras, y ella lo había limpiado y lo había metido en su litera en el tren. Con todo, la mayor parte del tiempo, Red hacía su vida sin molestar a nadie.
–No sé si puedo seguir viviendo en este tren –dijo Mike–. Esta habitación me está volviendo loco. Es enana.
–Lo dices solo por el calor. Tendrías que ponerte una camisa de manga corta, no de manga larga.
–¿Y si tienes el bebé? –preguntó Mike–. Como mi madre. La gente le decía que era una locura tenerme estando soltera.
–Tú y yo no tenemos una vida estable como tu madre. O como la mía. Tenemos que cuidarnos el uno al otro, no a un bebé.
–Pero si tuvieras un bebé –dijo Mike–, ¿cómo lo llamarías?
–Venga, vale. Si fuera niño, lo llamaría Mitch o Mick, algo sencillo, pero que nadie le quitara.
Es curioso, pero ni siquiera había pensado en nombres de niño.
–Mitch. Es un nombre de niño blanco. Mi bebé va a ser negro.
Era verdad, Buckeye lo sabía. Mike Negro era más negro que cualquiera de la Troupe del Rey Charles, mucho más negro que las dos coristas negras, que no hablaban con él y tampoco con Buckeye, o con cualquiera que viviera más allá del vagón restaurante, el número ochenta y dos.
–A lo mejor es por eso por lo que no quieres tenerlo –dijo Mike–. A lo mejor no quieres un bebé negro.
–No es por eso.
Buckeye se imaginó sosteniendo un bebé del color de la cara de Mike contra su pecho pálido. Había pensado en ello cada hora de cada día durante esas últimas semanas, y aún se le entrecortaba el aliento ante la idea de sostener al bebé y protegerlo para que nadie pudiera lastimarlo.
–¿Y qué tal Mary de nombre de chica? –preguntó Mike. Su voz ya no era un susurro–. Mi madre se llamaba Mary. Mary Sarah Field.
–No me estás escuchando –dijo Buckeye–. Si es un nombre como Mary, habrá otra persona que lo tenga primero, y no querrás que a tu hija la llamen siempre «Mary la Negra», ¿no? ¿Qué tal un nombre de flor, como Marigold3? La llamaremos Mary para abreviar, tú y yo, pero al resto de la gente ella le dirá que se llama Marigold, y puede ser que la llamen Goldie.
Mike se bajó las mangas para que le cubrieran las muñecas, algo que hacía cuando estaba nervioso. A Buckeye le provocaba tristeza y a veces un poco de irritación la forma en que Mike se tapaba siempre, salvo en la oscuridad. No dejaba que ella encendiera la luz hasta estar vestido. Le suplicaba que no lo mirara a hurtadillas, aún no, decía siempre, no si me quieres, y ella nunca se había opuesto.
–Podríamos tener un apartamento –dijo Mike, mirándole las piernas–, tú y yo, y el bebé.
Red estaba callado fuera, pero Buckeye oía el crujido del suelo, así que se llevó el dedo a los labios. Mike la ignoró.
–Me gustaría tener un bebé sentado en la rodilla, botando, un bebé que supiera que soy su padre. –Se dio una palmadita en la rodilla–. Que supiera que lo quiero.
La forma de vestir de Buckeye era todo lo contrario a la de Mike, porque ella quería que él admirara su cuerpo todo el tiempo y así la quisiera más. De subir las escaleras con el algodón de azúcar todas las tardes y noches, tenía las piernas tan torneadas como las de una corista, y cuando no llevaba el uniforme de trabajo, se ponía unas faldas y unos pantalones cortísimos; además, sus piernas estaban siempre bien depiladas.
–Entonces ya no podrías tomar meta –dijo Buckeye–. Ni coca. Tendrías que darme todo tu dinero.
–¿Todo? ¿Por qué?
–Para comprar comida al bebé, y pañales, y para pagar el alquiler. Y no podrías pasarte todo el tiempo tapado. Tendrías que desnudarte como los demás.
–¿Por qué?
–Para que pudiera verte. Para que el bebé pudiera verte.
¡Pumba! Hubo otro golpe en la puerta y se oyó la voz de Red.
–Sal ya, Buckeye. Abre la puerta, Mike Negro. Han pasado cinco minutos.
En su tarjeta de identificación del circo aún ponía Becky, pero se había acostumbrado, más o menos, a Buckeye. A veces usaba un bolígrafo para decorarse la palma de la mano, dibujando un ciervo con cuernos. En la otra dibujaba un gran ojo vigilante con su ceja y sus pestañas4. Siempre se frotaba la tinta por la noche.
–Es muy raro que nunca te haya visto desnudo –dijo Buckeye–. No negarás que es raro, ¿no?
Mike tenía un tatuaje con forma de collar en la nuca que decía FIELD en grandes letras góticas; Buckeye intentaba distinguir otros tatuajes por la noche, intentaba interpretarlos al tacto, como si leyera Braille, pero solo detectaba ronchas y lugares escarbados, líneas de cicatrices de agujas, y una franja en un brazo que formaba una cuadrícula de protuberancias diminutas. A veces imaginaba que en el cuerpo de Mike había remolinos de tinta que recorrían su cuerpo, palabras hermosas en cursiva que rodeaban sus cicatrices, contando su verdadera historia, una historia que tenía un final feliz viviendo con ella para siempre. Buckeye imaginaba que, si podía seguir cuidando de él, algún día se le curaría la piel y se le pondría lisa.
Mike Negro abrió la puerta corredera, y allí estaba Red, de pie, con un hueco donde antes estaban sus dos dientes delanteros inferiores, las manos en las caderas, una camiseta con manchas en las axilas que no habían salido al lavarla, y la tela gastada de los vaqueros pegada a los muslos. El aire del pasillo los golpeó como si fuera aire acondicionado, cinco grados por debajo de la temperatura de la habitación, y Buckeye pudo oler el whisky de la noche anterior en el aliento de Red. Hoy llevaba un pañuelo rojo en la cabeza, como un pirata.
–Hola, Red –dijo Buckeye. Siempre se sentía feliz al ver a su amigo.
–Vamos –dijo Red. Desde que se había caído en una vía férrea el año pasado y se había roto los dientes, silbaba al hablar.
–No sé –dijo ella–. No estoy segura.
–Ni se te ocurra cambiar de opinión, Buckeye. Tan pronto como el jefe de los dulces se dé cuenta de que tienes tripa, te va a largar, da igual en qué ciudad estés.
–Mike dice que tal vez deberíamos dejar el circo de todos modos.
Ya había estado en esta situación dos veces en los siete años que llevaba con la compañía, y en ambas ocasiones fue Red quien la ayudó a solucionarlo. Las otras veces había esperado a que se notara, pero esta vez se lo dijo a Red desde el momento en que no le bajó la regla.
–Podría trabajar en un almacén –dijo Mike, sin dirigirse ni a Red ni a Buckeye–. Trabajé en un almacén cuando salí de la cárcel.
–Yo podría trabajar en una lavandería o en una residencia de ancianos, como mi madre –dijo Buckeye–. O podría ser camarera y ganar propinas.
–Mierda –dijo Red. Se detuvo para encenderse un cigarrillo–. ¿Vosotros dos os creéis capaces de criar a un niño? ¿Dónde vais a vivir?
–En esta ciudad, tal vez –dijo Buckeye–. En Phoenix. Hace calor en invierno.
–¿Sabes cuánto cuesta un apartamento? ¿Tienes dinero para la fianza? Mike Negro, ¿te queda algo después de comprar speed y coca?
–Una vez tuve un apartamento, en mi ciudad, Akron –dijo Buckeye–. Con una amiga.
–Mierda –dijo Red otra vez, como si estuviera escupiendo–. No vas a dejar el circo, Buckeye, y lo sabes.
Ella se encogió de hombros.
Mike Negro apartó la vista de ella deliberadamente, también de Red, y concentró su atención en las casetes de la esquina, pero ahora sostenía la mano de Buckeye, dejando que el dorso de su enorme mano presionara el muslo desnudo de ella. Las otras dos veces, una en Ohio, otra en Los Ángeles, se había sentido enferma y dispuesta a deshacerse de aquello que la aquejaba, pero esta vez no fue así. Ni siquiera estaba segura de si iba a funcionar, pues era posible que si acudía al médico tal como estaba, llena de amor y deseo, su cuerpo no dejara que la cosa saliera. Una clínica era un lugar para el arrepentimiento, para los errores, y su cuerpo no sentía que hubiera cometido ningún error. Esta vez se sentía fuerte, perfecta. Sabía que la idea de Mike como padre, con sus problemas, era absurda para todos, pero cuando estaba cerca de él, su cuerpo de mujer le transmitía algo diferente, le transmitía que tal vez era el momento de tener un bebé, que tal vez el bebé era la solución a todos sus problemas.
–Ponte las chanclas de una puñetera vez y sal ya –dijo Red–. Yo no soy el malo. Explícale lo que es un condón y verás cómo se acaban los problemas. Tú, Mike Negro, que vas por ahí con los brazos y las piernas tapados como si tuvieras cáncer de piel, ¿por qué no te tapas la polla para variar?
Era verdad, Red no era el malo. Era el único que la cuidaba, la única persona que se quedaba con ella cuando otros hombres la dejaban por otras chicas, los metían en la cárcel o desaparecían un día, sin más, quedándose en alguna ciudad en lugar de volver al tren.
–A lo mejor más adelante podemos tener un bebé –le susurró Buckeye a Mike, pero él no la miraba.
Ella sabía que Mike se quedaría en aquel cuarto, en el tren del circo, mientras ella estuviera sentada a su lado, pero si se iba con Red, es posible que no estuviera allí para cuando volviera. Mike no entendía que Red tenía razón, que ella no podía asentarse en una ciudad y tener un bebé como otra gente, no podía quedarse sentada en un apartamento a esperar que un hombre volviera a casa con la esperanza de que trajera algo de dinero. La madre de Buckeye había tenido un bebé cuando Buckeye tenía quince años y solía mandarla a robar comida para bebés, hasta que la echaron de todas las tiendas del barrio. Además, Mike no iba a dejar las drogas de un día para otro, nadie lo lograba. Cuando Mike estuviera colocado, Buckeye no sabría si podía dejarle al bebé mientras iba a trabajar. Cuando tuvo un apartamento con su amiga en Akron, no podían pagar el aire acondicionado. Vivir con un calor así todo el rato volvía loco a cualquiera.
Y allí estaba Red, delante de ella, con sus brazos pecosos, gruesos de los veintitantos años que llevaba sujetando bandejas de granizados por encima de su cabeza, con unos muslos fibrosos de subir las escaleras de los estadios ocho horas al día. Con su voz ronca –de gritar «¡Granizados!», «¡No se queden sin su granizado!»–, Red le estaba indicando que tenía que irse con él. Ya. Buckeye se levantó y Mike le soltó la mano, pero luego la agarró por la muñeca y la retuvo. Hasta Buckeye sintió un deseo urgente de que la soltara. Ella tiró para liberarse, mientras la cara de Mike permanecía inexpresiva, como cuando los búlgaros le daban la paliza. Red agarró la mano de Mike y trató de despegarle los dedos, pero la tenía aprisionada. Con los búlgaros, Mike se había quedado inmóvil mientras la sangre le corría por la cara. Ahora sujetaba a Buckeye mientras Red le golpeaba el brazo con el puño. Mike ni siquiera recurrió a su mano libre para detener los golpes de Red.
–No, Red –dijo Buckeye–. No me está haciendo daño.
–Suéltala –dijo Red–. Tenemos una cita.
–Tienes que soltarme, Mike –dijo ella.
Después de que los búlgaros le dieran una docena de puñetazos en la cara y unos cuantos en la tripa, Buckeye les rogó que pararan, les dijo que les pagaría de su propio bolsillo. Aquel día Mike había querido largarse, dejar el circo sin más, pero ella le rogó que se quedara. Hoy, Red le iba a prestar dinero para la clínica.
–Si voy con Red es por los dos. También es por ti, Mike. Lo que pasa es que ahora mismo no lo ves.
Red dejó de dar golpes a Mike. Se encajó el cigarrillo entre los labios, entrecerró los ojos por el humo, estiró las manos hasta la muñeca de Mike, la que sujetaba a Buckeye, y comenzó a desabrocharle un botón del puño de la camisa. Tan pronto como lo logró, Mike movió el brazo instintivamente para abrochárselo de nuevo y Red aprovechó para liberar el brazo de Buckeye. Y allí estaba Buckeye saliendo con Red, dejando a Mike sentado en la litera con la sábana desprendida del colchón sucio.
–Volveré en un par de horas –dijo Buckeye desde el pasillo–. Quédate a esperarme. Por favor, Mike.
Las otras dos veces que fue a una clínica, no había nadie esperándola, nadie más que Red que se preocupara por lo que le pasara.
–Tenemos que andar casi un kilómetro hasta la parada del autobús –dijo Red mientras pasaban por el vestíbulo–. Me han dicho que el autobús pasa cada quince minutos.
Siguió a Red al exterior y caminaron por las piedras de las vías del tren, algunas tan afiladas que le cortaban los pies a través de las suelas. Cuando llegó al segundo tramo de vías, se volvió a mirar a la ventana de Mike. Él había quitado el plástico negro y la observaba a través del plexiglás rayado. Mike era el único hombre que había querido seguir con ella.
–Espera –le dijo a Red.
–¿Adónde vas?
–Me he olvidado el bolso.
–Date prisa –dijo Red–. No voy a ir a por ti otra vez.
Subió al vestíbulo mientras Red se quedaba de pie sobre las piedras con los brazos cruzados. Encontró a Mike todavía sentado en la litera con la puerta abierta, la frente llena de sudor, los auriculares puestos, la música tan alta que Buckeye podía oír la rabia de un solo de guitarra desde el vestíbulo. Vio su bolso encima de la bolsa de lona, pero, en lugar de cogerlo, alisó la sábana sobre el colchón desnudo y apartó un poco de arena. Se colocó cerca de Mike, tan cerca que él podría haberla agarrado y rogado que no volviera a irse; podría haberle dicho otra vez que dejarían el circo y harían su vida en Phoenix, o en algún otro lugar. Se quitó los auriculares y el death metal tronó por los diminutos altavoces.
–Igual cambio de opinión –dijo Buckeye.
Sabía que antes de ver al médico tendría que rellenar formularios y hablar con alguien sobre la decisión de tener o no el bebé.
Mike apoyó una muñeca en la rodilla, con la palma hacia arriba. Con la otra mano se desabrochó el puño de la camisa. Empezó a remangarse como nunca lo había visto hacer en los meses que había estado con él, dejando al descubierto unas estrías de color azul y negro que se convertían en dos tatuajes de relámpagos que bajaban como una descarga por el brazo. Reveló también una docena de líneas rojizas escarificadas que le atravesaban la muñeca como si se hubiese cortado con una cuchilla de afeitar. Mientras seguía subiéndose la manga, Buckeye vio una serie de cruces toscas e hinchadas del tamaño de monedas de diez centavos. Dobló la manga a la altura del codo, dejando al descubierto la longitud de los rayos y una cicatriz que parecía un ciempiés lacerado, largo y gordo como un dedo meñique. Tenía tres costras en la vena. Cuando giró el brazo, Buckeye pudo ver unas ronchas negruzcas como puñaladas en el músculo y moretones en forma de sombra que parecían venir desde debajo de la piel. Había lugares donde la carne se elevaba en protuberancias. Al levantar la manga aún más descubrió unas quemaduras de un gris rosáceo, la mayoría tan pequeñas como el extremo de un cigarrillo, una de ellas tan grande como una boca gritando, y más manchas de color azul y negro. Una vena hinchada en la parte interior del codo tenía unos bultos tan juntos que formaban una cresta oscura. Por encima había un parche en forma de lágrima compuesto de puntitos irregulares levantados. En la oscuridad, aquellas heridas le habían parecido siempre tristes al tacto, pero a la luz de color azul metálico de aquel cuarto, eran unas heridas feroces, hambrientas.
Agarró el bolso, se lo apretó contra el vientre y retrocedió; se encaminó lentamente hacia el pasillo, hasta que uno de sus hombros chocó con la pared de acero con la misma fuerza que si la hubieran arrojado contra ella. Cuando Mike la miró con los ojos inyectados en sangre, dejó de respirar. Nunca lo había visto enfadado, ni con los búlgaros ni con Red, y ciertamente no con ella, pero su mirada estaba cargada de sangre hirviente.
Se dio la vuelta y caminó, aún sin respirar, hacia el vestíbulo, sosteniéndose con una mano en la pared. Bajó las escaleras y se apoyó en el exterior del coche setenta y ocho. Cuando se derrumbó de rodillas bajo la ventana de Mike, estuvo a punto de caer sobre la rueda de acero del tren. Había estudiado las heridas de Mike con sus dedos en la oscuridad y había soñado que las marcas contaban la historia de ellos dos juntos, pero ahora comprendió que se trataba únicamente de la historia de él, de su terrible historia.
Ahuecó las manos sobre las rodillas. Se las había raspado en las piedras y una estaba sangrando.
Red estaba de pie donde lo había dejado, con los brazos cruzados, dando pataditas con el pie a una vía que relucía blanca como un hueso bajo el sol de Arizona. Buckeye agarró una piedra de la vía, tan caliente que le quemó la mano. Había pensado que sería capaz de aliviar o incluso curar las heridas de Mike. Presionó la afilada piedra gris contra la parte más blanda y blanquecina de su muslo, y cerró los ojos con fuerza al sentir el dolor. Él no podía verla bajo la ventana, pero estaba tan cerca que sintió que el enorme corazón de Mike se hinchaba. Buckeye oyó los gritos de Red, pero no distinguió sus palabras. Aquel no era el sitio para criar a un niño. Ningún sitio lo era. No podía hacerlo, no podía dar a luz a otro cuerpo que solo iba a sentir confusión, humillación y dolor. Miró al otro lado de las vías y vio gente que cargaba con bolsas de ropa para lavar, mientras otros volvían con comida, refrescos y cerveza. Dos coristas rieron al entrechocar los hombros. Sin pelucas ni maquillaje, vestidas con pantalones cortos de correr y camisetas sin mangas, parecían adolescentes despreocupadas. Más allá, unas palmeras destartaladas se mecían, distorsionadas por el calor. Presionó la piedra con fuerza en la herida mientras Red se acercaba. Se acordó del nombre de Red: James Allen.
–¿Qué coño estás haciendo? –dijo Red agachándose a su lado.
Se quitó el pañuelo rojo y lo apretó contra la rodilla de Buckeye. Le quitó la piedra ensangrentada de la mano y la arrojó con las otras piedras. Ella oyó quejidos procedentes de algún lugar, o tal vez era el zumbido del generador del tren. Cuando Red se inclinó sobre Buckeye, ella le tocó la cabeza calva con ambas manos, y al encontrar unos pelos finos de bebé, presionó allí su mejilla.
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3 «Caléndula» en inglés. (N. del T.)
4 En inglés, buck (ciervo macho) y eye (ojo). (N. del T.)