Читать книгу El misterio del Atlas de Oliva - Borja Galmés Belmonte - Страница 7

1 El primer día de clase

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Cuando Tania oyó el despertador de su madre, ya llevaba un buen rato despierta. Por lo menos media hora. Y eso, para alguien a quien le gusta dormir, era un tiempo más que notable. Pero aquel día no era un día como los demás. No solo terminaban las vacaciones de verano, lo que suponía el inicio de un nuevo curso escolar, sino que, además, ella y su hermano Guille estrenaban instituto. Sus padres habían decidido, ya a mediados del curso anterior, cambiarlos al colegio del barrio. Por tanto, tendrían que esforzarse para hacer de nuevo amigos, tratar con profesores diferentes, etc. Ella ya estaba mentalizada desde hacía tiempo, pero para Guille fue un duro golpe cuando se enteró. El único consuelo para este era que seguirían juntos, pues, a pesar de que el hermano de Tania aún no tenía edad para ir al instituto, resultaba que el centro del barrio era lo que llamaban un CEIPSO, es decir un centro de educación infantil, primaria y secundaria.

Al escuchar los pasos de su madre, Tania se levantó de la cama de un respingo, se calzó sus zapatillas de estar por casa y se dirigió a la cocina con la intención de preparar su desayuno y el de su hermano. Aunque Guille ya tenía diez años, cuatro menos que ella, seguía preparándole el desayuno. Quizás era una costumbre adquirida desde hacía tiempo, seguramente fruto del sentido de la responsabilidad que siempre había mostrado Tania desde pequeña. Alguien le había comentado alguna vez que eso era el síndrome del hermano mayor. Sea como fuere, no le importaba hacerlo, y hasta le gustaba la sensación que experimentaba al ver la cara de su hermano sintiéndose cuidado y protegido por ella. Lo cierto era que, desde muy pequeñitos, siempre se habían llevado muy bien. Bueno, a veces se peleaban, como todos los hermanos, pero se querían mucho.

Guille se levantó bastante más adormilado que Tania, y llegó hasta la cocina junto con su madre.

—Vamos, chicos, que hoy es el primer día y no podemos llegar tarde —dijo esta.

Tras un par de vasos de leche, unas tostadas y algunos gritos y carreras, ya estaban listos para afrontar el gran reto que se les planteaba por delante.

Al llegar a la entrada de su nuevo centro escolar, ambos no pudieron evitar pararse en seco y compartir una mirada cómplice que denotaba una especie de vértigo por adentrarse en ese pequeño mundo envasado entre aquellos muros, a sabiendas de que aún no habían hecho méritos suficientes como para acreditar su pertenencia a él.

Tania entró en su clase intentando pasar desapercibida, aunque, muy a su pesar, rápidamente fue consciente de cómo la mayoría de las miradas la seguían. Lamentablemente, ella era la extraña, la nueva. Se sentó con urgencia en el primer pupitre que encontró libre, lejos de las primeras filas y, mirando hacia la nada, esperó unos interminables minutos hasta que llegó la profesora de lengua. Mientras esta se presentaba como la señorita Adela, su nueva tutora, Tania no dejaba de murmurar en su interior.

—Que no diga nada de los nuevos, que no diga nada de los nuevos…

—Y, además, hoy damos la bienvenida a una alumna nueva en este curso. ¿Quieres ponerte de pie y presentarte a tus compañeros, hija? —indicó, para desgracia de Tania, la señorita Adela.

Aquello no podía empezar peor. Se levantó tímidamente y con voz trémula dijo:

—Hola, me llamo Ta-Tania —tartamudeó sin poder evitarlo.

—¿Tatania? —repitió la señorita Adela, mientras una carcajada resonaba en toda la clase.

«Perfecto —pensó—. ¡Me acaba de crucificar! De esta ya no me recupero».

Las primeras horas de clase transcurrieron sin más incidencias, lo que supuso un gran alivio para Tania. Cuando sonó el timbre para salir al recreo, esta se acordó repentinamente de su hermano. Había estado tan ensimismada con su estreno en el nuevo colegio, que no se había parado a pensar hasta ahora qué tal le habría ido a Guille. Confiaba en que hubiera tenido mejor suerte que ella. Así que, nada más salir de clase, se puso a buscar a su hermano entre los alumnos de su curso. Tras unas cuantas vueltas al recinto, finalmente lo encontró acurrucado en una esquina del patio de los de primaria, con la cabeza entre las rodillas. Inmediatamente, se acercó hasta él.

—¿Qué te pasa, Guille? —le preguntó Tania al oírle sollozar.

Guille levantó levemente la cabeza y volvió a refugiarla entre sus brazos.

—Es un día difícil, ¿verdad? —dijo su hermana.

—Creo que hoy se han reído de mí. No sé si seré capaz de hacer amigos en este cole —murmuró él.

Entonces Tania se sentó junto a su hermano y, juntando sus cabezas, lo abrazó fuertemente. Así permanecieron largo rato, hasta que una voz los sacó de su ensimismamiento.

—Guille, ¿sabes jugar de portero? Nos falta uno.

Al levantar la mirada, vieron a uno de los niños de la clase de Guille con el balón apoyado en jarras en la cintura. Guille se secó las lágrimas lo más rápida y disimuladamente que pudo, se levantó y se fue con él. Tania vio cómo su hermano se incorporaba al partido que estaban jugando los chicos de su clase, mientras, sin darse cuenta, su boca dibujaba una media sonrisa. Según se alejaba del campo de fútbol, pensó:

«Pues sí, debe de ser el síndrome del hermano mayor».

Los días de clase fueron sucediéndose de un modo tal, que pronto Tania sintió como si hubiese estado en aquel centro desde hacía muchos años. El entorno se fue haciendo familiar de un modo muy natural. Y lo más importante, ella y su hermano empezaron a entablar amistad con sus compañeros. Tania se llevaba bien con todos los de su clase. Bueno, con casi todos. Porque luego estaba Maikel. Maikel era el típico gallito que anda buscando el conflicto a todas horas, de esos que piensan que lo que distingue a un tío por encima del resto es el músculo y la chulería mal llevada. Y para colmo, dado que era repetidor, el año de más que sacaba al resto de compañeros de clase le confería una especie de absurdo estatus superior al de los demás.

Por suerte, Tania había hecho bastante amistad con un pequeño grupo. Especialmente con Eva, con la que había descubierto que compartía numerosas inquietudes. Eva era una chica despierta, generosa y divertida, a pesar de que, a veces, podía parecer algo brusca. De hecho, su principal defecto, o cualidad quizás, consistía en que decía las verdades de forma excesivamente explícita y gratuita.

Y luego estaban Camilo y Álex. Milo, como le gustaba a Camilo que le llamasen, ya que su nombre le resultaba un poco anticuado, era de esas personas que tienen cierta tendencia natural para atraer la calamidad sobre ellos mismo. De aquellos que hacen reír a los demás sin pretenderlo. Pero, por encima de todo eso, era un chico con un gran corazón. Y Álex era una persona un poco tímida, demasiado callada a veces, pero de esos amigos en los que siempre puedes confiar. La verdad es que habían constituido una pequeña pandilla un tanto heterogénea y dispar, pero que funcionaba perfectamente como conjunto.

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