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3 Un secreto inesperado

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Habían trascurrido ya casi dos meses desde lo de la abuela Lucía, y el ambiente en casa seguía siendo algo triste. Estaba claro que no era fácil asimilar lo sucedido, especialmente en días como este, cuando llegaba el fin de semana, que era cuando solían verse con los abuelos para comer juntos o hacer cualquier plan con ellos. Una de las actividades favoritas de los abuelos era, sin duda, salir a andar por la sierra. Y, aunque últimamente ya no podían hacer grandes caminatas, el mero hecho de pasear entre sus bosques, junto a sus ríos, etc., constituía siempre un plan perfecto. Pero ahora, la cosa había cambiado. Mamá tenía que ir de vez en cuando con su padre para ayudarle en su día a día. Guille y ella no habían vuelto a la casa de los abuelos desde entonces, y eso era algo que quería retrasar todo lo posible, sabedora de que le resultaría muy difícil estar entre aquellas paredes sin la presencia de la abuela.

En estos pensamientos andaba Tania, cuando oyó la voz de su madre:

—Niños, me bajo un momento a comprar unas cosas que necesito. Os quedáis solos un rato. Portaos bien —dijo su madre sentenciando con el archiconocido golpe que daba la puerta de la calle al cerrarse.

El padre de Tania había salido temprano, así que, efectivamente, estaban solos en casa. Aquello despertó en ella ese instinto tan característico suyo de responsabilidad y protección hacia su hermano, lo que la empujó a salir de su habitación y husmear por la casa hasta localizar a Guille y comprobar lo que estaba haciendo. Lo encontró en su cuarto jugando, como de costumbre, con sus Lego.

—Qué raro… —murmuró para sí en tono irónico.

Al verse en casa sin sus padres y con su hermano ocupado, pensó en acercarse una vez más a la biblioteca de su padre. Y entonces, de golpe, se acordó.

—¡¡El Atlas de Oliva!!

Con todo lo ocurrido, no se había vuelto a acordar del desaguisado que había causado en aquel preciado libro. Así que, no sin cierto nerviosismo, se acercó hasta la estantería donde descansaba el códice. Tania posó su mano sobre el lomo y tiró con suavidad de aquel libro, como si creyera, de un modo un tanto pueril, que por tratarlo con mimo el problema habría de resultar menor. Sin embargo, al abrir su tapa, pudo comprobar que no era así. Sobre la guarda del libro se extendía una enorme mancha de color marrón que ocupaba casi media página. Al verlo, de forma instintiva, lo cerró con brusquedad. Enseguida notó cómo su corazón se aceleraba. Volvió a abrir el libro y comprobó con mayor certidumbre el alcance de los daños. Era incluso peor de lo que había imaginado. Aquello iba a suponer un gran disgusto para su padre, y no estaba el ambiente para más enfados. Entonces, se le ocurrió una idea. En algún sitio había oído que se podían limpiar las manchas de las páginas de los libros pasando suavemente un algodón mojado en alcohol por la zona afectada. No sabía si esto sería una buena o mala idea, pero algo había que intentar. Así que, sin pensárselo dos veces, se acercó con urgencia hasta el armarito donde se guardaban los medicamentos y, cogiendo un trozo de algodón, lo mojó levemente en alcohol. A continuación, abrió el libro y comenzó a deslizar el algodón con delicadeza sobre aquella ominosa mancha de colacao. Después de hacer un primer barrido, parecía que, afortunadamente, la intensidad de la mancha había disminuido. Aún se notaba demasiado, pero ya no era aquel manchurrón marrón que tanto la había asustado. Tania se acercó hasta la ventana buscando aquella agradecida luz matinal que entraba por el cristal inundando el salón, para ayudar a secar el alcohol, con la idea de intentar una segunda limpieza. Mientras soplaba sobre la página para acelerar el secado, percibió algo que llamó su atención. En toda la zona afectada por la mancha se podían entrever lo que parecían ser unas palabras escritas. Con enorme curiosidad y sorpresa, Tania inclinó un poco el libro intentando que la luz del sol incidiera sobre él del modo más adecuado posible. Efectivamente, parecía que, por debajo del papel, había algo escrito. El texto estaba incompleto, pues solo había aflorado la parte tratada con alcohol. Si quería verlo en su totalidad, tendría que impregnar toda la página. Tras armarse de valor y sentenciar con un «de perdidos al río», comenzó a frotar el algodón sobre toda la superficie. Como si de un juego de aquellos de rasque y gane se tratase, poco a poco fue apareciendo la totalidad del texto. Tania no salía de su asombro. No acertaba a entender si aquello era de verdad o si se trataba de una broma tonta de un libro que al final iba a resultar que no era tan antiguo. Se sentía absolutamente desconcertada. Intentó leer del tirón el texto completo, pero estaba escrito en una lengua que rápidamente identificó como latín.

Se quedó un buen rato inmóvil, sin saber cómo reaccionar, hasta que el tintineo de unas llaves la sacó de su ensimismamiento. Su madre volvía de la calle, lo cual le hizo dar un respingo, cerrar bruscamente el libro y volver a colocarlo precipitadamente en la librería, como si nada hubiera ocurrido.

—Tania, ayúdame con las bolsas, por favor —le pidió esta.

—Ummh… sí… claro —contestó Tania.

—¿Te pasa algo hija? Te noto rara —preguntó su madre.

—¿Eh? No, nada, estaba pensando en mis cosas.

—¡Ay!, qué felices sois los jóvenes que podéis ocupar vuestra mente en cosas intrascendentes.

En otras circunstancias, Tania le habría rebatido ese argumento a su madre, defendiendo la trascendencia de los asuntos de una niña de su edad. Sin embargo, seguía demasiado aturdida por el hallazgo realizado en el atlas. Cuando por fin consiguió reaccionar, se acercó a su madre y le preguntó:

—Mamá, ¿puedo usar un rato el ordenador para un trabajo que tengo que preparar para el lunes?

—Sí puedes, pero cuidado dónde te metes en internet, ¿de acuerdo?

—Sí, mamá, ya lo sé —contestó ella.

Tania comenzó a buscar rápidamente traductores de latín. Pensaba, como piensan la mayoría de las personas de su generación, que obtener la traducción iba a ser algo inmediato. Pero rápidamente se topó con una realidad bien distinta. Tras introducir en el ordenador el texto en cuestión, se dio cuenta de que, según el traductor que eligiese, obtenía resultados muy dispares. Tania recordó entonces haber oído alguna vez a sus padres hablar precisamente del latín, pues estos eran lo suficientemente mayores como para haberlo estudiado en el instituto, y de algo que ellos llamaban «inclinaciones» o «declinaciones». No sabía muy bien de qué se trataba, pero sí recordaba haberles oído decir que con el latín no bastaba con conocer el significado de las palabras para entender una frase. Había que conocer las terminaciones de las palabras o algo así. Aquello se le había quedado grabado en la memoria, pues le pareció una característica sumamente compleja para una lengua. Y ahora, mira tú por donde, se topaba con esa dificultad. Recopilando las diferentes traducciones obtenidas, comprobó que el mensaje tenía que ver con el reflejo de una cruz en un cuadro y que eso escondía un secreto de una orden. Aquello, decididamente, no tenía ningún sentido. Por más que intentaba desentrañar aquel enigmático texto, no conseguía hilvanar una frase inteligible. Había buceado por todos los traductores de latín de la red, bueno, por todos los gratuitos, claro, y no terminaba de aclarar el misterio.

«No sé si estoy haciendo el idiota», pensó en un momento dado, pues no tenía muy claro si lo que había encontrado era algo importante, algún tipo de clave relacionada, como parecía indicar el propio texto, con un secreto tan antiguo como el libro, o si se trataba simplemente de una tomadura de pelo y, finalmente, aquel Atlas de Oliva que tanto apreciaba su padre, no había de resultar el libro valioso que siempre pensó.

Sin embargo, la curiosidad de una niña de su edad, y más en el caso de Tania, era muy superior al desaliento que cabría deducir de forma racional ante una situación como aquella.

—¿Qué tal va ese trabajo, hija? —preguntó su madre que asomaba inesperadamente la cabeza tras el marco de la puerta.

Tania dio un bote sobre la silla e, instintivamente, comenzó a minimizar las pantallas de los diferentes traductores en los que había probado suerte.

—Bien, mamá, pero déjame tranquila que me desconcentras —respondió ella sin tan siquiera levantar la mirada de la pantalla del ordenador.

—Bueno, bueno, perdone su eminencia —respondió su madre en un tono claramente irónico.

Tania siguió trabajando en aquella frase durante gran parte de la mañana, hasta que llegó su padre. Rápidamente, guardó en un archivo todo lo que había conseguido, que no era mucho, y apagó el ordenador. Por un lado, se moría de ganas de contarle a sus padres lo que había encontrado y de pedirles ayuda para descifrar aquel enigma. Sin embargo, si descubrían el estropicio causado en el libro, tenía la seguridad de que las cosas se iban a poner muy tensas. Y bien sabía que no estaba el «horno para bollos». Además, el supuesto enigma hallado en el atlas, seguramente no fuera tal misterio, sino algún tipo de broma absurda, lo que no aportaría nada bueno a aquella situación. Más bien al contrario, posiblemente fuese la prueba de que aquel libro no tenía el valor que su padre siempre le había conferido. Estaba claro, pues, que lo mejor era, de momento, mantenerlo todo en secreto.

El misterio del Atlas de Oliva

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