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2 El Atlas de Oliva

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Hacía ya unos días que se notaba cómo las tardes se acortaban precipitando el ocaso. Dado que no tenía deberes y sus padres no la dejaban ver más la tele ni podía jugar al ordenador entre semana, Tania se entregó a uno de sus hábitos furtivos favoritos, que no era otro que el de husmear y hojear los libros antiguos de su padre. La estantería del salón exhibía una importante colección de facsímiles, gran parte de los cuales habían sido del abuelo Guillermo, lo cual hacía que aquellos ejemplares tuvieran mayor valor aún para su padre. No sabía muy bien por qué, pero a Tania todos esos libros la atraían de un modo casi mágico. Le encantaba abrir sus tapas y descubrir sus páginas cuajadas de escrituras indescifrables, de delicados dibujos de mil colores, o de mapas que parecían pintados por un niño... Pero era algo que debía hacer siempre a escondidas, pues sus padres se enfadaban si la veían trajinando entre aquellos libros. Así que, tras prepararse un colacao, cogió su taza y se adentró en el salón sin ni tan siquiera encender la luz, que ya iba siendo necesaria, y se plantó frente a aquella estantería. ¿Por cuál empezaría hoy? ¿Por el Imago Mundi? ¿Por el Historia Rerum? Aquellos nombres en latín que no llegaba a entender del todo eran como un canto de sirenas para Tania. Sin saber muy bien por qué, su mano se dirigió hacia el Atlas de Oliva, un pequeño libro en el que aparecían dibujados algunos mapas antiguos. Según su padre, ese libro, que lo había conseguido casualmente en un mercadillo medieval de Arganda del Rey, era el más auténtico de todos. La mayoría de los volúmenes de aquella pequeña biblioteca eran facsímiles, no carentes de valor, sin duda, pero realizados con medios modernos. Sin embargo, este era algo más. Parecía ser también una copia exacta, pero casi de la misma antigüedad que el original. Su padre lo había llevado en alguna ocasión a analizar por diversos expertos en la materia. No se trataba de ningún facsímil actual, ya que no tenía registro alguno. Todo parecía indicar que se trataba de un libro realmente antiguo. Sin embargo, todos coincidían en que no había constancia de ninguna copia del Atlas de Oliva que se hubiera realizado en el Siglo XVII, fecha a la que parecía pertenecer aquel volumen, a tenor de los materiales y técnica utilizados. Así pues, aquel era, sin duda, el libro más misterioso de toda la colección de su padre, y quizás por eso, era el que mayor fascinación despertaba en Tania.

Cuando cogió el pequeño volumen, no pudo evitar deslizar sus dedos por encima de las filigranas arabescas repujadas sobre el cuero de sus tapas. A continuación, abrió el libro con cuidado y comenzó a recorrer, uno por uno, los increíbles mapas antiguos que iban apareciendo con cada vuelta de página, mientras aspiraba ese peculiar olor que desprendían aquellas hojas gruesas y acartonadas, al tiempo que trataba de reconocer los lugares allí representados. De repente, escuchó las llaves de su padre tintineando en la cerradura de la puerta, acompañadas de un: «hola, ya estoy en casa».

Nerviosa, cerró bruscamente el códice para colocarlo de nuevo en su sitio. Sin embargo, la premura hizo que derramara sin querer algo de su colacao sobre el libro. Tania se sintió aterrada. Había manchado el interior de la tapa de uno de aquellos preciados volúmenes. No se atrevía ni a imaginar el disgusto que aquello supondría para su padre. Abatida por el sentimiento de culpabilidad, colocó de nuevo el libro en la estantería, pensando que, quizás, cuando se secase la mancha, no se notaría. Acto seguido, salió hacia el hall para dar un beso a su padre. Aquel beso le supo a traición, lo que hizo que se retirara a su cuarto con el corazón agitado por todo lo que había sucedido en tan solo unos segundos.

Por la noche, mientras cenaban, Tania permaneció en silencio.

—¿Te pasa algo, Tania? —preguntó insistente su madre.

—No —respondió ella—, no me pasa nada.

—¿Estás segura? —insistió su padre.

—No, solo estoy cansada. Ha sido un día duro en el cole —aseveró esta, aumentando su sentimiento de culpa con una mentira más.

Tras la cena, Tania estaba ansiosa por poder acercarse a la librería y comprobar cómo había quedado el libro. Pero la permanente presencia de sus padres en el salón se lo impidió, de modo que tuvo que reprimir su impulso hasta mejor ocasión.

A la mañana siguiente, arrollada por la premura habitual de los días de clase, tampoco pudo comprobar el estado del libro, así que de nuevo tuvo que contener su impaciencia y posponer la revisión.

Durante toda la jornada estuvo pensando en ello, especialmente en el disgusto que se llevaría su padre al ver su más preciado tesoro literario destrozado por un simple colacao.

Cuando por fin llegó a casa tras las clases, Tania sacó sus llaves de la mochila y abrió la puerta con cierto sigilo. Definitivamente, le gustaba aquella sensación de independencia y madurez que le confería el tener sus propias llaves y poder entrar en casa sola. Tras el saludo al aire de rigor para comprobar quién había, percibió una sensación extraña. Era difícil de explicar, pero algo resultaba distinto en el ambiente. Quizás la ausencia de respuesta a su saludo, quizás la quietud que parecía percibirse más allá de aquel inusual silencio… Mientras intentaba analizar qué era lo que le causaba aquella sensación de extrañeza, vio a su padre acercarse pausadamente por el pasillo. ¡Eso era lo extraño! Su padre estaba en casa a una hora que no resultaba habitual. Pero ¿solo eso era lo extraño? El gesto serio y rígido de su padre le confirmó que había algo más.

—Tania, ven un momento al dormitorio, por favor. Allí están tu madre y tu hermano.

—¡Ya está! Lo ha descubierto —murmuró Tania para sí pensando en el libro—. Pero ¿qué pintan mamá y Guille en esta historia? Me parece que el castigo va a ser antológico.

Sin embargo, cuando entró en la habitación de sus padres, los rostros compungidos de su hermano y de su madre le hicieron entender que no se trataba de una regañina por un libro.

—Tania, siéntate, por favor —dijo su madre—. Acabamos de venir del hospital. Por la mañana han tenido que ingresar a la abuela Lucía con un fuerte dolor en el pecho. Su corazón estaba enfermo, y, finalmente, no ha podido resistir. Tania, la abuela ya no está con nosotros.

Tania tardó unos segundos en reaccionar. Al principio, no era del todo consciente de lo que le estaba diciendo su madre. Apenas pudo balbucear unas pocas palabras.

—Pero ¿¡cómo que ya no está!? Si el domingo estuvimos jugando con ella. ¡Y habíamos quedado en que este fin de semana íbamos a hacer tortitas juntas!

Fue entonces, al abalanzarse sobre su mente la imagen de la cocina de su abuela vacía, al darse cuenta de que ya no habría nadie allí para hacer aquellas tortitas, ni para hacer manualidades ni jugar a las cartas, cuando se hizo plenamente consciente de lo que le estaban diciendo sus padres. Una especie de sensación de calor y mareo se precipitó bruscamente sobre su cabeza, haciéndola estallar en el llanto más sincero que jamás había experimentado. Su padre la agarró fuertemente en un abrazo que casi le hacía daño, pero que, por otro lado, necesitaba con urgencia. A aquel abrazo se les unieron su madre y Guille, compartiendo un llanto ahogado que Tania pensaba que no acabaría nunca.

Había transcurrido casi media hora desde que le informaron de la muerte de su abuela, pero Tania seguía enormemente confusa. Creía entender lo que significaba morirse, pero ahora se daba cuenta de que no era así. Nunca imaginó el vacío tan enorme que queda tras una noticia de ese tipo. Jamás habría adivinado la enorme sensación de extrañeza que resulta al saber que ya no volverás a hablar, a mirar, a escuchar a aquella persona a la que tanto quisiste. Era la primera vez que experimentaba este sentimiento. Sus abuelos paternos habían fallecido siendo ella muy pequeña, de modo que para Tania no eran sino un recuerdo postizo, adoptado por empatía hacia su padre. Pero esto, esto era distinto. Además, la abuela Lucía era una persona muy especial, con la que siempre había tenido una enorme complicidad. Y ahora, aquella complicidad se había esfumado, sin que nadie le hubiese pedido permiso. ¡¡No era justo!!

Fue entonces cuando se acordó de su abuelo. Había estado tan inmersa en su dolor, que apenas había tenido tiempo de pensar en cómo se encontraría su abuelo Ramón. Ni siquiera había preguntado por él.

Por ello, se acercó a su madre y, con la voz un poco tomada aún, le preguntó:

—Mamá, ¿cómo está el abuelo? ¿Dónde está?

Su madre, intentando reprimir las lágrimas, le contestó que se hallaba en el tanatorio.

—Yo me voy ahora para allá. Papá se quedará de momento con vosotros hasta que venga la tía Rosa.

—¿No puedo ir contigo? —preguntó Tania.

—No me parece muy buena idea, hija. Lo de los tanatorios es un trago difícil. Creo que sería mejor que te quedases aquí. Además, seguro que tu hermano agradecerá tenerte cerca en estas circunstancias.

—Vale, pero dale un beso muy grande al abuelo de mi parte.

—Se lo daré. Sé que le encantará —contestó su madre sin poder contener, ahora sí, un par de lágrimas silenciosas que circundaron su rostro.

La jornada había sido demasiado intensa, y, ahora que estaban en la cama ella y su hermano Guille, Tania se sentía agotada, pero sin poder conciliar el sueño. Sus padres aún seguían en el tanatorio, mientras ellos permanecían en casa con la tía Rosa, la cual se había esforzado por tenerlos distraídos. Pero, a pesar de sus generosos intentos, ninguno de los dos había conseguido quitarse de la cabeza lo sucedido. Tania estuvo un buen rato dando vueltas en la cama de un lado para otro, incómoda, intranquila. Con sigilo, se levantó y se asomó al cuarto de su hermano. Al verlo, sintió cierta envidia sana, pues, por la quietud del bulto que se perfilaba entre sus sábanas, imaginaba que este ya había conseguido conciliar el sueño. Sin embargo, un tenue sollozo entrecortado le hizo darse cuenta de su equivocación.

—Guille, ¿estás bien? —murmuró Tania.

—Yo creo que no —contestó Guille con una ingenua sinceridad que conmovió a Tania.

—¿Quieres que me acueste contigo? —preguntó esta.

—Vale.

Tania se acurrucó junto a su hermano, que seguía sollozando de un modo casi mudo.

—No llores más, Guille.

—Es que no puedo dejar de pensar en lo que me gustaría que la abuelita Lucía me diese un abrazo. Y eso ya no va a pasar nunca más.

A Tania se le saltaron las lágrimas al escucharlo. Lo agarró fuertemente, juntando sus cabezas como solían hacer cuando compartían alguna preocupación, y así permanecieron un tiempo indefinido, hasta que el cansancio hizo sucumbir a su hermano en un sueño abotonado por pequeños y entrecortados resoplidos. Y, extrañamente, en la quietud de la incipiente noche, por primera vez desde que había conocido la noticia de la muerte de su abuela, Tania sintió un poco de paz. Entonces susurró.

—Abuela, TE QUIERO.

Y, cerrando los ojos, dejó que el recuerdo de su abuela Lucía la meciera hasta dormirse.

El misterio del Atlas de Oliva

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