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Seis

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Recuerdo apenas al abuelo Mariano; si me esfuerzo mucho, puedo recordarle vagamente avanzando con cara de mal humor por el largo pasillo de la casa de la tía Sofía, envuelto en una ajada bata de cuadros atada de mala manera a la cintura por un cordón despeluchado, en la cabeza el gorro de dormir con una borla que le caía sobre la oreja; igual llevaría la dentadura postiza en una mano, o puesta, vaya usted a saber. Mi madre contaba riéndose que para dictar sentencia —sentencia in voce, presumía del término mi padre— se quitaba la dentadura postiza y la dejaba en la mesa junto al crucifijo que la presidía, al lado del martillo, «el martillo de orden en la sala», apostillaba mi padre.

El incendio del Teatro Novedades fue un asunto muy traído y llevado en la familia, muy recordado con orgullo por mi madre y sus hermanas, pues su padre, mi abuelo, había sido el juez encargado del levantamiento de cadáveres. En esa fecha ellas serían adolescentes y la tragedia del Novedades debió ser un mazazo. «Imagínate qué panorama, vaya trago, requemados todos y el abuelo levantando los cadáveres», decían mis tías poniendo los ojos en blanco, y yo imaginaba al abuelo levantando carbones con su cara de mal humor, la dentadura postiza en la mano, o puesta, vaya usted a saber, y el gorro de dormir sobre la oreja.

El Teatro Novedades ardió la noche del 23 de septiembre de 1928 con un balance de 67 muertos y 200 heridos.

En el momento en que se inició el fuego se estaba representando la pieza El mejor del puerto. El decorado estaba formado por un telón que representa la ciudad de Sevilla y frente a él una pequeña embarcación con faroles de iluminación eléctrica. Eran las 20:50 horas cuando falló el entramado eléctrico —probablemente un cortocircuito— y se originó el fuego en el escenario desde uno de los farolillos que lo adornaban.

Ante el escenario en llamas, el público entró en pánico y salió huyendo hacia la salida del Teatro. La estampida se había iniciado antes desde los palcos, por lo que el tapón humano se formó irremisiblemente al intentar salir los espectadores del patio de butacas. Buena parte de las víctimas lo fueron a causa de la estampida humana. El elenco de actores sobrevivió al completo.

«Fue algo espantoso y lo peor fue el pánico —se quitaban la palabra las hermanas—, menos mal que los actores pudieron escapar», concluían aliviadas. «Los actores salieron tan frescos y el abuelo, un héroe».

Parece que el abuelo, el héroe, tuvo también problemas con José Antonio Primo de Rivera, «ya sabéis —aclaraban—, el Fundador, el Ausente, el hijo del Dictador… Resulta que de jovencito fue detenido por desórdenes públicos y le juzgó el abuelo, que le condenó a no sé qué multa; el petimetre, envalentonado y rabioso, se acercó al estrado y le amenazó con inconcebibles palabrotas».

Mayo del cuarenta y cinco

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