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Capítulo Uno

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Canyon Westmoreland tuvo la tentación de salir del coche para estirar las piernas, pero decidió no hacerlo. Si había aprendido algo de las series policíacas era que, cuando uno estaba de vigilancia, no debía hacer nada que pudiera delatarlo. Había que hacerse notar lo menos posible. Y él estaba de vigilancia, dispuesto a averiguar de una vez por todas por qué Keisha Ashford se negaba a verlo.

Sabía muy bien que lo odiaba porque creía que la había traicionado con otra mujer. Y sabía que esa era la razón por la que se había ido de la ciudad hacía tres años, cortando toda relación con él. También por eso, cuando había vuelto a Denver, se había creído con derecho a actuar como si él no existiera.

Pero Canyon ya estaba harto de aguantar esa situación.

Ambos eran abogados corporativos, una profesión que los había unido en un principio y seguía haciendo que se vieran en muchas ocasiones. Desde que ella había vuelto a Denver, hacía diez meses, se habían sentado frente a frente en la mesa de negociaciones más de una vez. Y a él le molestaba que Keisha se comportara como si no se conocieran.

Varias veces, había intentado acercarse a ella para aclarar las cosas, aunque solo fuera para poder cerrar de una vez el capítulo de su relación. Sin embargo, ella nunca había querido escucharlo.

Pero eso iba a cambiar. Canyon se negaba a dejar que siguiera pensando que la había traicionado.

Por eso, había ido hasta su despacho de abogados y había aparcado delante. Planeaba seguirla a casa y enfrentarse a ella. Al fin, tendrían la conversación de la que ella había estado tratando de escapar.

Sus hermanos, Stern y Riley, le habían advertido de que Keisha podía llamar a la policía si se sentía acosada. Pero Canyon solo quería hablar con ella.

Se miró el reloj. No estaba seguro de a qué hora salía ella de trabajar. Llevaba más de una hora allí parado. Había salido temprano de su trabajo en la compañía familiar, Blue Ridge Land Management, para asegurarse de que Keisha no se le escaparía.

Cuando se inclinó para cambiar de canal en la radio, le sonó el móvil. Al ver que era su hermano, frunció el ceño.

–¿Qué quieres, Stern?

–Solo llamaba para ver si te han arrestado.

–No me van a arrestar.

–No estés tan seguro. A las mujeres no les gusta que las espíen.

–No la estoy espiando –negó Canyon, apretando las manos contra el volante.

–¿Y cómo llamas a tu plan de esperar delante de su trabajo con la intención de seguirla a casa?

Canyon se removió en el asiento.

–No tendría que seguirla si me hubiera dicho dónde vive.

–Quizá no te lo dijo porque no quiere que lo sepas. Su casa es su territorio y puede que no le guste que lo invadas.

Canyon estaba a punto de responderle que le daba igual que a ella no le gustara, cuando vio que Keisha salía del edificio con otra mujer. Estaban charlando y sonriendo, en dirección a sus coches. Las dos eran bonitas, pero él tenía los ojos puestos solo en Keisha. Al verla, pensó lo mismo que la primera vez que se habían encontrado. Era increíblemente bella.

Seguía teniendo una piel morena y cremosa, nariz respingona y enormes ojos negros. Y seguía llevando el pelo largo, liso y suelto con raya en medio. Al mirar sus jugosos labios, recordó su sabor y el deseo se disparó.

Sin embargo, algo había cambiado en su figura. ¿Era su imaginación o tenía más curvas de lo que recordaba?

Removiéndose en su asiento, pensó que había cosas que no cambiaban, como su deseo por una mujer que no lo soportaba.

Sin embargo, había habido un tiempo en que ella sí lo había soportado. Canyon nunca había creído que estaría listo para sentar la cabeza antes de los treinta y cinco años, pero se había enamorado de Keisha de pies a cabeza y había estado dispuesto a pedirle que se casara con él…

Soltando un suspiro, siguió observándola, deteniéndose en sus largas piernas, las mismas que lo habían abrazado mientras habían hecho el amor…

–Canyon, ¿estás ahí?

–Sí, aquí estoy –repuso él. Casi se había olvidado de Stern–. Pero tengo que irme. Keisha acaba de salir y tengo que seguirla.

–Ten cuidado, hermano. Hace mucho tiempo que un Westmoreland no va a la cárcel. Seguro que lo recuerdas.

Canyon respiró hondo. ¿Cómo podía olvidarlo? Solo había habido un Westmoreland en la cárcel. De adolescente, su hermano Brisbane no dejaba de meterse en problemas. En el presente, sin embargo, se había convertido en un hombre responsable y formaba parte de la marina americana.

–No llegaré tan lejos, Stern. No soy una amenaza para Keisha. Solo quiero hablar con ella.

–Antes tampoco eras una amenaza para ella y estuvo a punto de pedir una orden de alejamiento. Mira, Canyon, no es asunto mío pero…

–Lo sé, lo sé, Stern. No quieres que haga nada para avergonzar a la familia.

Keisha se había separado de su compañera y se dirigía sola a su coche. Seguía teniendo esa forma de andar tan sexy. Parecía una mezcla entre modelo de alta costura y profesional de prestigio, con sus tacones altos y un maletín en la mano.

–¡Canyon!

–Te llamaré luego, Stern –se despidió él y colgó.

Keisha se metió en su coche, sin verlo. Cuando hubo salido del aparcamiento, Canyon se dispuso a seguirla, pero un coche negro arrancó y salió disparado también, interponiéndose.

–Diablos –murmuró él, pisando el freno.

Para no perder a Keisha, Canyon arrancó detrás del coche negro, que parecía estar siguiéndola también.

Como abogado, sabía que, a veces, los clientes de la parte contraria no quedaban satisfechos con la decisión del juez y querían expresar su desacuerdo. Tal vez era eso lo que estaba pasando.

Su instinto protector entró en acción cuando Keisha dobló una esquina y tomó la carretera que salía del pueblo, y el coche negro también lo hizo. No podía ver si el conductor era hombre o mujer, porque tenía cristales tintados. Pero si podía leer la matrícula.

Canyon apretó un botón en el volante.

–Sí, señor Westmoreland, ¿en qué puedo ayudarle?

–Hola, Samuel. Por favor, pásame con Pete Higgins.

Pete, el mejor amigo de su primo Derringer, trabajaba en la jefatura de policía de Denver.

–Un momento –repuso Samuel, su asistente personal.

–Higgins al habla.

–Pete, soy Canyon. Necesito que compruebes un número de matrícula.

–¿Por qué?

–Están siguiendo a una mujer.

–¿Y tú cómo lo sabes?

Canyon se mordió la lengua para no maldecir. Estaba a punto de perder la paciencia.

–Lo sé porque yo también la estoy siguiendo.

–Ah. ¿Y por qué la estás siguiendo?

Canyon siempre había admirado la tranquila forma de ser de Pete. En ese momento, la odió.

–Mira, Pete…

–No, mira tú, Canyon. Nadie debería seguir a una mujer, ni tú ni nadie. Eso se llama acoso y puede denunciarte. ¿Cuál es la matrícula?

Nervioso, Canyon le dio los números, preguntándose cómo era posible que Keisha no se diera cuenta de que la estaban siguiendo dos vehículos.

–Vaya, qué interesante –murmuró Pete.

–¿Qué?

–Es una matrícula robada.

–¿Robada?

El conductor del coche negro era lo bastante listo como para no acercarse demasiado a Keisha. Aunque, al parecer, tampoco se había dado cuenta de que lo seguía un tercero.

–Sí. Según nuestra base de datos, pertenece a un coche que ha sido robado esta mañana. ¿Dónde estás?

–Ahora mismo estoy en la intersección entre Firestone y Tinsel, en dirección a Purcell Park.

–¿La mujer lleva un coche caro y nuevo?

–Sí, parece que sí. ¿Por qué?

–Estoy pensando que igual quieren robárselo. Voy para allá. No hagas nada estúpido hasta que llegue.

Canyon miró al cielo. ¿Significaba eso que podía hacer algo estúpido cuando Pete llegara?

Solo de pensar en que alguien acosara a Keisha se ponía furioso, aunque él estuviera haciendo eso mismo. La gran diferencia era que él no pretendía lastimarla. No podía decir lo mismo del conductor del otro coche.

Lo primero que había que evitar era que el acosador supiera dónde vivía Keisha, caviló él. Si ella estaba yendo a casa, no tenía tiempo para esperar a Pete, pues la jefatura estaba en la otra punta de la ciudad.

En ese momento, Canyon tomó una decisión.

Se ocuparía de la situación él solo.

Keisha se movía al ritmo de la música de la radio del coche. Le encantaba ese canal, donde ponían sus canciones favoritas todo el día, sin anuncios. Y ese día, necesitaba distraerse.

Había tenido un mal día, todo había empezado a las diez, en el juzgado. Apenas había tenido tiempo para comer antes de tener que regresar para otro caso. Alrededor de las tres, había llegado a su oficina para asistir a una reunión. Al menos, era viernes.

Sin embargo, tampoco iba a poder descansar mucho el fin de semana. Aunque no debía desanimarse. Había ganado tres casos esa semana y sus jefes, Leonard Spivey y Adam Whitlock, estaban contentos con ella.

Hacía tres años, a Leonard le había disgustado que se hubiera mudado a Texas y hubiera avisado solo con una semana de antelación. Pero, como había sido una de las mejores abogadas de la firma, le había dado buenas referencias… y la había recibido con los brazos abiertos cuando había regresado a Denver.

A veces, las cosas sucedían por algo. Cuando se había mudado a Texas, no había tardado mucho en encontrar otro empleo, en Austin. Y, si no hubiera vuelto a su hogar, no se habría enterado de que su madre padecía cáncer de pecho.

Por suerte, Keisha había podido acompañarla en los momentos difíciles. Siempre se habían llevado bien. Lynn Ashford era una mujer fuerte e independiente, madre soltera. Después de que el padre de Keisha hubiera negado su paternidad, Lynn se había ido de Austin y se había establecido con su hija en Baton Rouge.

Había vivido muchos momentos difíciles en la infancia. Para compensar la situación, su madre había tenido dos empleos y había dejado a Keisha al cuidado de su abuela. Al haber sido testigo de lo mucho que su madre había trabajado para salir adelante sin ayuda de un hombre, había comprendido que, si era necesario, ella podía hacer lo mismo.

Con el corazón encogido, Keisha pensó en el hombre que se lo había demostrado.

Canyon Westmoreland.

Se había enamorado de él desde el primer día, pero su amor había muerto cuando había descubierto que él le había sido infiel. Ella podía tolerar muchas cosas, pero la infidelidad no era una de ellas. No era posible mantener una relación sin confianza… Ni siquiera una relación que ella había creído tan prometedora. Sin embargo, era obvio que se había equivocado.

Después de tres años, Keisha había vuelto a Denver. El escándalo que había salpicado al despacho de abogados para el que trabajaba en Austin la había obligado a ello. Echaba de menos a su madre, pero al menos, al regresar al despacho de Spivey y Whitlock, había sabido que no tendría que empezar desde abajo. Necesitaba el dinero y ya no podía pensar solo en sí misma. De todas maneras, para evitar encontrarse con Canyon, se había establecido en una casa en la otra punta de la ciudad.

Keisha conocía la historia de los padres y los tíos de Canyon, que habían muerto en un accidente de avión y habían dejado quince huérfanos, muchos de ellos menores de dieciséis años. Manteniéndose unida, lo que había quedado de la familia Westmoreland había superado los tiempos difíciles y, en la actualidad, estaba disfrutando de su fortuna, gracias al éxito de la empresa de gestión de terrenos Blue Ridge.

Los padres de Canyon habían tenido siete hijos: Dillon, Micah, Jason, Riley, Canyon, Stern y Brisbane. Sus tíos habían tenido ocho, cinco chicos: Ramsey, Zane, Derringer, y los gemelos Aiden y Adrian; y tres chicas: Megan, Gemma y Bailey. Por lo que Keisha sabía, la mayoría de los Westmoreland había ido a la universidad y tenían buenos puestos de trabajo. Ocho de ellos trabajaban para la empresa familiar. Ella los había conocido a casi todos cuando había asistido al baile de los Westmoreland. La fiesta era un evento destacado en la ciudad y los beneficios que sacaban iban destinados a organizaciones benéficas.

Entonces, Keisha no pudo evitar pensar en él. Lo había amado con toda su alma y había creído que él la correspondía. Le había abierto su corazón y su hogar. Él se había mudado a vivir con ella después de haber salido juntos seis meses. Y ella había asumido que su relación había ido viento en popa. Pero había sido un error.

El sonido de un claxon la hizo mirar por el espejo retrovisor. ¿Qué sucedía?

Los conductores de dos coches que había detrás de ella parecían estar luchando por sacarse el uno al otro de la carretera.

Como lo último que necesitaba era verse implicada en una pelea de gallitos que querían ser los amos del asfalto, aceleró y los dejó atrás.

Entonces, miró el reloj. Estaba ansiosa por llegar a su destino y encontrarse con la persona que la estaba esperando.

El coche negro aceleró y desapareció de allí. Aunque Canyon se había acercado mucho a él, los cristales tintados le habían impedido ver al conductor o a la conductora.

Cuando volvió a posar la atención en la carretera, vio que Keisha tomaba un desvío. Continuó siguiéndola a cierta distancia, sin querer que ella lo viera.

Entonces, la vio parar delante de una guardería. Frunció el ceño. ¿Por qué iba ella a ir a una guardería? Quizá estaba haciendo un favor a alguna compañera recogiendo a su hijo o, tal vez, se había ofrecido a hacer de canguro.

Deteniendo el coche, la observó acercarse a la puerta con una gran sonrisa. Sin duda, debía de estar contenta porque se acercaba el fin de semana. Era una suerte que estuviera de buen humor, pensó. Así, tal vez, no se enfadaría al descubrir que la había seguido a casa. Embobado, se quedó contemplando su contoneo hasta que la perdió de vista.

Entonces, le sonó el móvil. Canyon esperaba que no fuera Stern de nuevo. Al mirar la pantalla, vio que era su prima Bailey, la más joven de la familia Westmoreland.

–Hola, Bay, ¿qué tal? –saludó Canyon.

–Zane ha vuelto hoy.

Su primo Zane se había ido de la ciudad hacía tres semanas. Él había pensado que estaba en viaje de negocios, pero luego había descubierto que estaba corriendo detrás de una mujer con la que había salido, llamada Channing Hastings. Se rumoreaba que Zane volvía a casa con una alianza en el dedo.

–¿Se ha casado?

–Todavía, no. Channing y él están planeando la boda para Navidad.

–Nunca pensé que vería a Zane sentar la cabeza.

–Bueno, yo me alegro de que haya entrado en razón –comentó Bailey–. No te olvides de que esta noche hemos quedado.

Todos los viernes, los Westmoreland se reunían en casa de Dillon. Las mujeres hacían la comida y, después, los hombres se enfrascaban en una partida de póquer.

–Puede que llegue un poco tarde –avisó Canyon. No sabía cuánto tiempo iba a necesitar para hablar con Keisha. Si ella iba a hacer de canguro, tendría que seguirla a casa para ver dónde vivía y volver otro día. Además, tenía que advertirle de que otra persona la había estado siguiendo.

–¿Por qué?

–¿Por qué qué? –preguntó Canyon, frunciendo el ceño.

–¿Por qué vas a llegar tarde? Dillon me ha dicho que hoy has salido temprano del trabajo.

En vez de responderle, Canyon dio unos golpecitos con el dedo en el auricular.

–Se está yendo la cobertura. Hablamos luego.

Después de colgar, Canyon vio salir a Keisha. Ella seguía sonriendo, lo que era buena señal. Y estaba hablando con un niño de unos dos años que llevaba de la mano.

Contemplando al pequeño, pensó que parecía el doble del hijo de Dillon. Una extraña sensación se apoderó de él mientras seguía observando al niño, que sonreía tanto como ella.

Entonces, Canyon contuvo el aliento. Solo había una razón que explicara por qué se parecía tanto a un Westmoreland, pensó, aferrándose al volante.

Sin pensarlo, se quitó el cinturón, salió del coche y se acercó a Keisha. Ella se quedó paralizada con una extraña expresión, mezcla de sorpresa, culpa y remordimiento. Duró poco porque, al instante, el rostro se le tintó de fiereza mientras ponía el brazo por encima al niño con gesto protector.

–¿Qué estás haciendo aquí, Canyon?

Él se detuvo delante de ella, lleno de furia. Posó los ojos de nuevo en el pequeño que, sin duda, debía de ser su hijo y lo miraba con desconfianza, agarrado a su madre.

–¿Podrías explicarme por qué no me has dicho que tenía un hijo? –inquirió él con ojos ardiendo de rabia.

Ardiente atracción - Un plan imperfecto

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