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Capítulo Dos

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Keisha tomó aliento mientras pensaba qué podía decir. Por el tono de voz de Canyon, intuyó que más le valía pensar en algo rápido. A menudo, se había preguntado cómo reaccionaría él cuando descubriera que tenía un hijo. ¿Negaría su paternidad como el padre de ella había hecho?

–¿Qué hubiera cambiado eso? –preguntó ella a su vez.

Canyon la miró sorprendido un instante.

–Muchas cosas –afirmó él–. Ahora quiero saber por qué no me lo dijiste.

Por la forma en que su hijo se agarraba a su falda, era obvio que sentía que algo iba mal. Además, el pequeño solía ponerse muy nervioso en presencia de extraños.

–Tengo que llevar a Beau a casa y…

–¿Beau?

–Sí. Mi hijo se llama Beau Ashford –señaló ella, levantando la barbilla.

–No por mucho tiempo –murmuró él, furioso.

Ella respiró hondo.

–Como te he dicho, Canyon, tengo que llevar a Beau a casa para prepararle la cena y…

–Bien. Me incluyo en tus planes –le interrumpió.

–Mira, Canyon, yo…

Keisha se calló al ver salir a Pauline Sampson, la directora de la guardería. Pauline había sido una de sus primeras clientas en el despacho de abogados y también era muy amiga de Joan, la mujer del señor Spivey. La mujer se estaba acercando a ellos con cara de preocupación y un toque de curiosidad.

–Keisha, te he visto desde la ventana. Solo quería asegurarme de que todo va bien –señaló Pauline.

Fuera como fuera, Keisha no tenía intención de contárselo a Pauline.

–Sí, todo va bien.

Comprendiendo que Keisha no iba a presentarlos, Canyon le tendió la mano a la otra mujer.

–¿Cómo estás, Pauline? Soy Canyon Westmoreland, el padre de Beau.

–¿Westmoreland? –preguntó Pauline, arqueando las cejas.

–Sí, Westmoreland –respondió él con una sonrisa arrebatadora, la misma que le hacía ganar casos en al juzgado.

–¿Eres pariente de Dillon Westmoreland? –inquirió Pauline con interés.

–Sí, es mi hermano mayor.

–El mundo es un pañuelo. Sí que te pareces a él. Dillon y yo fuimos juntos al instituto –comentó Pauline, sonriente.

–Sí, el mundo es un pañuelo –repitió él y se miró el reloj–. Si nos disculpas, Pauline, Keisha y yo tenemos que llevar a Beau a casa para cenar.

–Claro, lo entiendo –repuso la otra mujer con una sonrisa, y se dirigió a Keisha–: Buen fin de semana.

–Lo mismo digo, Pauline.

Cuando se hubieron quedado solos de nuevo, Canyon se agachó y tomó a Beau en brazos. Keisha soltó un grito sofocado, dispuesta a advertirle de que a su hijo no le gustaban los extraños. Pero se quedó boquiabierta y muda al ver que el pequeño le rodeaba el cuello con sus bracitos.

–Yo lo llevaré al coche –se ofreció Canyon.

–Puede ir andando.

–Lo sé. Pero quiero llevarlo en brazos. Dame ese gusto.

Keisha no quería darle ningún gusto. No quería tener nada que ver con él. Si Canyon pensaba que iba a poder hacer lo que quisiera con Beau, se equivocaba. Él ya había hecho su elección hacía tres años.

Entonces, recordó las palabras de su madre cuando le había comunicado que estaba embarazada. Lynn le había advertido que no diera por hecho que Canyon iba a ser como Kenneth Drew. Su madre pensaba que todos los hombres tenían el derecho a saber si tenían un hijo, por eso ella se lo había dicho a Kenneth. Y solo había empezado a excluirlo de su vida familiar cuando Kenneth se había negado a reconocer a su hija.

Lynn pensaba que Keisha no le había dado a Canyon la oportunidad de aceptar o rechazar a su hijo. Pero Keisha no estaba de acuerdo. El saber que su padre la había rechazado la había atormentado toda la infancia y parte de la edad adulta. Por eso, había decidido no arriesgarse a que su hijo pasara por la misma experiencia.

Cuando llegaron al coche, ella abrió la puerta y se apartó para que Canyon colocara al niño en su asiento. Sorprendida, observó cómo Beau protestaba e intentaba volver a los brazos de su padre.

–Parece que le gustas –murmuró ella, sin mucho entusiasmo.

–Es un Westmoreland.

Keisha no dijo nada. Parecía que él estaba pensando en ponerle su apellido. Sin embargo, era ella quien decidiría qué derechos quería darle respecto a su hijo.

–A partir de ahora, no estaré lejos de ti, compañero –le dijo Canyon a Beau.

Como si el niño lo hubiera entendido, miró a su padre y le preguntó cómo se llamaba.

–Papá –dijo Canyon, alto y claro.

–Papá –repitió el pequeño.

–Sí, papá –volvió a decir Canyon con una sonrisa. Tras cerrar la puerta del coche, se giró hacia Keisha.

–Dillon tiene un hijo llamado Denver que es un poco mayor que Beau. Se parecen.

–¿Quién?

–Denver y Beau. Aunque Denver es un poco más alto, si los pusieras juntos apenas podrías diferenciarlos.

Keisha se encogió de hombros. Ella reconocería a su hijo en cualquier parte. Además, no creía que los dos niños se parecieran tanto.

–Ya que insistes en que hablemos hoy, puedes seguirme a casa. Pero no pienso romper mi rutina con Beau por ti.

–Ni yo quiero que lo hagas.

Cuando ella iba a subirse al coche, Canyon la tocó. Al instante, su cuerpo subió de temperatura. Al parecer, tres años sin tener contacto con él no la habían hecho inmune a la poderosa química que había entre ellos.

–¿Keisha?

–¿Qué? –preguntó ella con el pulso acelerado.

–¿Hay alguna razón para que alguien te esté siguiendo?

–¿Por qué lo dices? –replicó ella, frunciendo el ceño.

–Hoy te empecé a seguir desde tu oficina, pero no fui el único. Un coche negro salió delante de mí y te siguió durante un par de kilómetros. Intenté llamar su atención poniéndome a su lado para obligarle a parar. No sé si era un hombre o una mujer, porque tenía cristales tintados. En vez de parar, hizo un rápido giro en la siguiente intersección y desapareció.

Keisha recordó cuando había mirado por el retrovisor y había visto dos coches que parecían estar tratando de adelantarse el uno al otro.

–¿Tu coche es rojo?

–Sí.

–Escuché el sonido de un claxon y te vi intentando sacar al coche negro de la carretera. Pensé que no eran más que dos conductores haciendo el tonto.

–No, solo quería descubrir por qué te seguía. Hasta he llamado a la policía para informar de ello.

–¿La policía?

–Sí. Pete Higgins es jefe de policía y amigo de Derringer. Él comprobó la matrícula del coche que te seguía y me dijo que era robado. Hace un rato me ha telefoneado para informarme de que están buscándolo.

Aunque Keisha solo había visto a Derringer Westmoreland una vez, había oído muchas cosas de él. Antes de casarse, había tenido reputación de mujeriego, como muchos de los hombres de su familia.

–Bueno, no tengo ni idea de por qué iban a querer seguirme. ¿Por qué me seguías tú?

–Porque he intentado hablar contigo durante meses y siempre te negabas. Ahora sé por qué.

–Hablaremos después –repuso ella.

–Iré detrás de ti.

Hasta que Canyon no se hubo subido al coche y se hubo puesto el cinturón, no asimiló lo que había descubierto en los últimos veinte minutos.

Tenía un hijo. Un hijo del que no había sabido nada hasta ese momento.

Con el corazón a galope tendido, Keisha salió del aparcamiento. Pensó en lo que Canyon le había dicho del otro coche. No tenía sentido que nadie la siguiera. Ninguno de los casos en los que había estado trabajando era tan grave como para que alguien quisiera acosarla.

Llevaba un coche nuevo, un modelo que era muy popular. ¿Quizá habían querido robárselo?, se preguntó con un escalofrío.

Al instante, entonces, pensó en lo rápido que Canyon había aceptado a su hijo.

No había pedido un test de ADN para verificar su paternidad. Solo había afirmado que se parecía mucho al hijo de Dillon. ¿Tendría algún interés oculto? Bueno, no lo sabría hasta que no hablaran.

Tomando aliento, Keisha miró por el espejo retrovisor y sus ojos se encontraron con los de Canyon. ¿Por qué tenía que mirarla de esa manera? La intensidad de la mirada le hacía subir la temperatura y estremecerse. Aferrándose al volante, emprendió el camino a casa.

Canyon siempre había tenido la habilidad de calarle muy hondo. Entonces, sin poder evitarlo, Keisha recordó la primera vez que se habían visto, hacía cuatro años…

–Disculpa, ¿está ocupado este asiento?

Keisha había levantado la vista de lo que estaba leyendo. Al ver al imponente hombre que estaba delante de ella, se le aceleró el pulso.

Era muy alto y tenía piel morena y ojos oscuros, una mandíbula fuerte y jugosos labios. Tras examinar su rostro, ella había posado los ojos en sus anchos hombros y en aquel cuerpazo vestido con traje de chaqueta.

–Bueno, ¿lo está? –había insistido él con voz profunda y sensual.

–¿Qué? –había dicho ella, humedeciéndose los labios.

–¿Está ocupado el asiento? Parece el único libre.

–No, no está ocupado –había respondido ella, mirando a su alrededor en el abarrotado comedor de los juzgados.

–¿Te importa si me siento?

Keisha había tenido que morderse la lengua para no contestarle que podía hacer lo que quisiera con ella.

–No, no me importa.

–Soy Canyon Westmoreland –se presentó él, tendiéndole la mano–. ¿Y tú?

–Keisha Ashford –había respondido ella, antes de estrecharle la mano.

En ese instante, su cuerpo había subido de temperatura y el comedor pareció quedarse en silencio, como si estuvieran solos los dos. Cuando sus ojos se habían encontrado, ella se había quedado sin respiración.

Entonces, el sonido de un tenedor cayéndose le había hecho salir de su ensimismamiento y darse cuenta de que Canyon todavía no le había soltado la mano. Ella la había apartado.

–Dime, Keisha, ¿eres abogada o procuradora?

–¿Qué más da?

–A mí me da igual. Solo sé que estoy sentado con una mujer hermosa y no pienso quejarme de nada.

Keisha sonrió ante el cumplido. Se había fijado en el dedo anular de él, que no tenía alianza.

–Soy abogada.

–Yo también –respondió él.

–Ya lo había adivinado. Tienes toda la pinta.

Canyon se había inclinado hacia ella, envolviéndola con su embriagador aroma masculino.

–¿Por qué no quedamos después para que puedas explicarme qué quieres decir con eso?

En cualquier otra situación y con cualquier otra persona, Keisha habría rechazado un acercamiento tan directo. Pero, por alguna razón, ese día no lo había hecho.

–Canyon es un nombre poco común –había comentado ella, sin querer responder a su pregunta.

–Según mis padres, no. Fui concebido en el Cañón de Colorado, por eso me llamaron así, cañón en inglés. Creo que lo pasaron muy bien esa noche.

–¿Eso te dijeron tus padres?

–No, pero de vez en cuando bromeaban entre ellos sobre el tema. Durante años, les traje muy buenos recuerdos.

–¿Y ahora no?

–No lo sé. Mis padres murieron en un accidente de avión hace quince años –había respondido él con expresión triste.

–Lo siento.

–Gracias. Bueno, ¿qué me dices de quedar después para tomar algo? Podemos ir a Woody´s. No está lejos de aquí –había sugerido él–. Sobre las cinco, si te parece. Con suerte, los dos ganaremos los casos que tenemos esta tarde y tendremos algo que celebrar.

–Sí, me gustaría. Allí estaré.

–Bien. Estoy deseando que lleguen las cinco –había dicho él con una sonrisa cautivadora.

Keisha tragó saliva, observando cómo él la recorría con su ardiente mirada.

–Y yo… –había murmurado ella.

–Mami.

Keisha volvió de golpe al presente al oír la voz de su hijo. Beau había estado ocupado jugando hasta ese momento. Ese día, parecía más callado de lo habitual. Keisha se preguntó si la presencia de Canyon tenía algo que ver con eso.

–Dime, Beau.

–¿Papá se ha ido?

Keisha reconoció un inconfundible tono de decepción en su voz. El niño ya lo había pasado bastante mal al mudarse a Denver y separarse de su abuela, con quien habían vivido en Texas.

–No, viene detrás de nosotros.

–¿Por qué? –preguntó Beau, tratando de girarse para verlo–. ¿Por qué no viene con nosotros en nuestro coche?

–Porque tiene su propio coche –repuso ella, pensando que iba a tener que hablar con su hijo en serio más adelante sobre Canyon.

–¿Viene a casa con nosotros?

–Sí. Pero él tiene su propia casa también.

–Tiene su casa.

El niño no dijo nada más y siguió jugando. Cuando llegara, le daría un baño, luego la cena y le dejaría jugar un poco antes de llevarlo a la cama, pensó Keisha. En lo relativo a dormir, tenía suerte. Beau no daba ninguna guerra a la hora de acostarse.

Mirando por el retrovisor, sus ojos volvieron a cruzarse con los de Canyon.

Ella ya no lo amaba. Estaba segura. Su amor no se había disipado de inmediato, sino poco a poco. Solo de pensar que había planeado contarle que estaba embarazada justo cuando había regresado a casa pronto y se lo había encontrado con Bonita…

Keisha apartó la mirada y se concentró en la carretera. Aquella noche, cuando había descubierto que la engañaba, había decidido hacer lo mismo.

Momentos después, llegaron a su casa. Estaba en una urbanización nueva y casi todos los vecinos eran parejas con hijos, también había algunas madres solteras. Eran todos muy amigables y a ella le encantaba vivir allí.

Keisha aparcó y salió del coche. Canyon salió también.

–Me gustaría que pudiéramos hablar en otro momento –le dijo ella, antes de ayudar a salir a su hijo.

–No siempre puede uno tener lo que quiere, Keisha.

Frustrada y molesta, ella se inclinó para abrir la puerta trasera y sacar a Beau.

–Yo lo hago –se ofreció Canyon.

Ella se apartó para dejarle paso, pues no quería hacer una escena delante del niño. Sin embargo, pretendía dejarle muy claro cuando hablaran que, aunque fuera el padre de Beau, no permitiría que se hiciera con el control de sus vidas.

Entonces, se dirigió a la puerta de su casa, seguida por Canyon, que llevaba a Beau en brazos. Tuvo la tentación de recordarle, una vez más, que su hijo sabía andar, pero decidió contenerse.

En cuanto abrió la puerta, supo que algo iba mal. Para empezar, no sonó la alarma de seguridad. Cuando entró y miró a su alrededor, soltó un grito, horrorizada.

Alguien había entrado en su casa.

Canyon entró en acción de inmediato.

–Toma a Beau y vuelve al coche –dijo él, entregándole a Beau. Acto seguido, llamó a Pete–: Canyon al habla. Alguien ha entrado en la casa de la mujer a la que estaban siguiendo antes.

–¿Cuál es la dirección? Estoy en la zona. No toques nada.

Cuando Canyon se giró, vio que Keisha no lo había obedecido y seguía allí, como debía de haber imaginado.

–¿Cuál es la dirección? –preguntó él, pero ella estaba paralizada, en estado de shock–. ¿Keisha?

–¿Sí?

–¿Cuál es tu dirección?

Keisha consiguió balbucear el número de su casa.

–La casa está desordenada, mami –murmuró Beau.

–Salgamos, Keisha. La policía está de camino –le dijo él con suavidad, observando lo conmocionada que estaba–. No podemos tocar nada hasta que lleguen.

Keisha iba a protestar, pero cerró la boca. Canyon se había parado delante de ella a propósito, para impedirle ver cómo estaba todo. Sin embargo, al abrir la puerta, había podido ver el estado del salón. No quería ni imaginarse cómo estaría el resto de la casa. ¿Qué le habrían robado?

–¿Keisha?

–¿Sí? –repuso ella, haciendo un gran esfuerzo para hablar.

–Vamos al coche.

Titubeando, ella comprendió que era lo más razonable. No quería que su hijo se preocupara.

–Vamos a jugar, mami –dijo Beau al sentarse en el coche, y le entregó su juguete favorito.

Mientras, Canyon se quedó fuera, hablando por el móvil.

–Sí, Keisha está bien, Dil –le dijo Canyon a su hermano mayor. Le había hecho un rápido resumen de lo que acababa de pasar, incluyendo el hecho de que tenía un hijo.

–Han venido todos a cenar. ¿Qué quieres que les diga? –preguntó Dillon–. Imagino que querrás ser tú quien les dé la noticia de que tienes un hijo.

–Sí –afirmó Canyon, tomando aliento–. Pete está de camino. Cuando terminemos aquí, Keisha y Beau vendrán conmigo hasta que sepamos quién ha hecho esto y por qué. Dejaré mi coche aquí, así que voy a necesitar que alguien lo recoja y lo lleve a mi casa después.

–Yo puedo hacerlo. ¿Pero crees que Keisha aceptará ir contigo?

Canyon se frotó la cara con frustrado. Lo más probable era que ella no quisiera. Keisha había heredado su independencia de la madre soltera que la había criado. No le gustaba depender de nadie. Pero, en ese caso, las cosas eran distintas. Tenía que pensar en el bienestar de su hijo.

El hijo de los dos.

–No, Dil, no lo aceptará con facilidad. Pero estoy convencido de que lo que ha pasado en su casa y el coche que la seguía están relacionados. Espero que se atenga a razones, pensando en Beau.

En ese instante, llegaron tres coches patrulla.

–Ha llegado Pete. Te llamaré luego, Dil.

Keisha miraba al policía, presa de la confusión.

–¿Cómo que venían buscándome a mí?

Pete se apoyó en la encimera de la cocina.

–Has comprobado que no te falta nada de valor, ni siquiera el vaso lleno de monedas de oro que tienes en tu cómoda. Mi conclusión es que la persona que ha hecho esto no ha robado nada porque lo que quiere es asustarte.

Eso no tenía sentido, pensó Keisha.

Por suerte, sus vecinos de al lado, que tenían un niño de la edad de Beau, se habían ofrecido a ocuparse de su hijo durante el interrogatorio. Con Canyon y Pete a su lado, había recorrido todas las habitaciones, que estaban destrozadas. Los intrusos habían dado la vuelta a sofás y sillones, habían tirado por el suelo los cojines y todas sus revistas. En la cocina, habían sacado la harina y la habían esparcido por el suelo. Ninguna habitación había quedado intacta… ni siquiera la de Beau. Habían roto algunos de sus juguetes favoritos. Y, en el dormitorio de ella, las ropas estaban esparcidas por el suelo, algunas rasgadas, además habían dejado abierto el grifo de la bañera para inundarlo todo.

Pete tenía razón. No faltaba nada de valor. Ni siquiera la colección de monedas que su madre le había regalado para Beau, ni los caros bolsos que guardaba en el armario, ni las televisiones de plasma. Lo único que el intruso había hecho había sido destrozarlo todo, como para advertirla de algo. Sin embargo, ella no tenía ni idea de qué se trataba.

–Piense bien, señorita Ashford. ¿Está trabajando en algún caso delicado? ¿Hay alguna razón para que alguien quiera asustarla?

A ella no se le ocurría ninguna. Tampoco pensaba que nadie quisiera vengarse de ella por su trabajo. Había ganado todos los casos en los últimos meses, excepto uno. Y ninguno de ellos había sido especialmente peliagudo.

–No se me ocurre nada, oficial.

Pete asintió y se guardó el cuaderno de notas en el bolsillo.

–Si le viene algo a la cabeza más tarde, hágamelo saber. Le entregaré el caso a un detective. También tenemos que investigar el coche que la seguía antes, del que me informó Canyon.

Keisha casi lo había olvidado.

–¿Crees que las dos cosas están relacionadas? –preguntó Canyon.

–Ahora mismo, Canyon, no descarto nada. Si no hubieras espantado al tipo que la seguía, tal vez habría podido averiguar algo. Pero supongo que es mucho esperar que un Westmoreland haga lo que se le dice.

Canyon se encogió de hombros, suspirando.

–¿Y ahora qué?

–Estamos buscando el vehículo. Voy a sacar vídeos de las cámaras que hay en los semáforos de la zona. Espero que nos revelen algo. Aunque ya sabemos que era un Ford negro robado, si tenemos una foto podemos determinar si tenía alguna marca que facilite su identificación. Quiero encontrar a la persona que hizo esto.

–Y yo.

Su tono amenazador llamó la atención de Pete y Keisha. Aunque, en cierto modo, a ella no le sorprendía su reacción. Había percibido que, mientras la había acompañado en su recorrido por la casa, Canyon había estado cada vez más furioso, sobre todo, cuando habían visto cómo había quedado el dormitorio de Beau.

–No le aconsejo que se quede aquí esta noche –señaló Pete, mirando a Keisha–. Quien hizo esto puede volver a burlar el sistema de seguridad.

–No se quedará aquí –se apresuró a decir Canyon, antes de que ella pudiera hablar–, se viene conmigo.

–Buena idea –observó Pete, dando el asunto por zanjado.

–Un momento. Me iré a un hotel.

–Nada de eso –negó Canyon.

–Claro que sí.

–No.

–Si no os importa, arreglad esos detalles entre vosotros –indicó Pete, aclarándose la garganta–. Si recuerda cualquier cosa, señorita Ashford, llámeme. De todos modos, el detective Ervin Render se pondrá en contacto con usted enseguida.

En cuanto Pete se hubo ido, Keisha se volvió hacia Canyon.

–Espera un momento, Canyon Westmoreland. ¿Por qué iba a quedarme contigo cuando puedo ir a un hotel? Además, donde yo vaya no es asunto tuyo.

En vez de amedrentarse ante su tono decidido, Canyon dio un paso hacia ella con gesto fiero.

–Si estuvieras sola, puede que te dejara hacer lo que quisieras, ya que la decisión que tomaste hace tres años demuestra lo poco que confías en mí. Si crees que soy capaz de decirte que te amo y acostarme con otra mujer… en tu cama…

–Sé lo que vi, Canyon –replicó ella, tensa.

–¿Y qué viste? ¿Me viste haciendo el amor con Bonita? ¿Abrazándola? No. Me viste solo saliendo del baño después de la ducha, cuando descubrí a Bonita tumbada en tu cama.

–¡Estaba desnuda! –le espetó ella, llena de rabia.

–Yo la vi al mismo tiempo que tú. Te conté lo que había pasado. Bonita fue a tu casa a buscarte justo cuando yo acababa de llegar del gimnasio. Estaba disgustada porque se había peleado con su novio, Grant Palmer, y yo le ofrecí una copa para que se calmara. Me pidió que la acompañara y no vi razón para negarme. Después, me dio las gracias y me preguntó si se podía quedar un rato para recomponerse, pues estaba demasiado disgustada para volver a su casa conduciendo. Le dije que sí, pero que yo iba a darme una ducha. Esperaba que se hubiera ido cuando salí del baño –explicó él, e hizo una pausa antes de añadir–: No tenía ni idea de que se había quitado la ropa y se había tumbado en tu cama, hasta que la vi allí, al mismo tiempo que tú. Te dije la verdad, pero no me creíste. Preferiste creer la mentira que te contó tu amiga Bonita.

–¿Por qué iba ella a mentirme? Estaba prometida con Grant.

–Quizá eres tú quien debe responder a esa pregunta, ya que Bonita desapareció hace tiempo.

Su comentario le recordó a Keisha que Bonita había muerto en un accidente de coche hacía un año.

–No voy a perder el tiempo hablando de nuestro dramático pasado –señaló Canyon, sacándola de sus pensamientos–, de lo que quiero es hablar de nuestro hijo… Y, si quieres ir a un hotel, sin importarte quién te ha seguido y quién ha hecho esto en tu casa, hazlo. Pero mi hijo no irá contigo.

–¿Quién diablos te crees que eres para decirme dónde puede ir mi hijo? –preguntó ella, dando un paso al frente para mirarlo a los ojos.

–Su padre. Y, si pudieras dejar de lado tu odio, comprenderías que lo mejor para vosotros dos es venir a mi casa conmigo. ¿Acaso te vas a sentir segura viviendo aquí?

–He dicho que me voy a un hotel.

–¿Y si la persona que te seguía descubre dónde estás? Todavía no sabes por qué te persiguen. Diablos, ni sabes si es un hombre o una mujer. Creo que debes pensártelo dos veces, teniendo en cuenta la seguridad de Beau.

Keisha se mordió el labio. ¿Estaba Canyon intentando asustarla a propósito? Mirando a su alrededor, respiró hondo. Él tenía razón. Hasta que descubrieran quién le había hecho eso en su casa y por qué, la seguridad de Beau debía ser su prioridad. Y sabía que el niño estaría seguro con su padre.

¿Pero qué pasaba con ella? Canyon no la lastimaría físicamente, aunque emocionalmente… Él seguía insistiendo en que era inocente, a pesar de que ella sabía lo que había visto esa noche.

Keisha recordó cómo Bonita había admitido entre lágrimas que no había planeado acostarse con él, que había sucedido sin más.

Bonita estuvo disgustada después de una pelea con su novio y, para calmarla, Canyon se había tomado una copa con ella. Los dos se habían emborrachado y habían hecho el amor en el suelo del salón. Canyon se había dado una ducha después y le había pedido a Bonita que lo esperara en la cama.

Pero Keisha había regresado a casa antes de lo esperado y se había encontrado con la terrible escena.

Sí, Canyon había fingido estar tan sorprendido como ella de ver desnuda a Bonita, pero ella no se había creído su historia entonces, ni la creía en el presente. Había encontrado dos vasos vacíos de vino y las ropas de Bonita esparcidas por el suelo del salón.

Sin embargo… ¿y si la versión de Canyon fuera cierta? ¿Y si todo hubiera sido un montaje de Bonita?

–Se está haciendo tarde, Keisha, tenemos que irnos.

Ella lo miró a los ojos. ¿Podía pasar veinticuatro horas con Canyon sin pelearse? Al día siguiente era sábado y tenía cita en la peluquería para llevar a Beau, iba a hacer la colada, comprar comida y lavar el coche. Tendría que cambiar de planes y llamar a alguien para que le limpiara la casa. Lo que más le preocupaba era proteger a su hijo.

–Solo una noche –aceptó ella–. Me quedaré una noche –repitió y, al pensar en todo lo que había que hacer en su casa, añadió–: O dos.

Canyon frunció el ceño con desesperación.

–Bien, una o dos noches. Pero puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Hay un loco suelto y, hasta que Pete y ese detective lo encuentren, tengo la intención de protegeros a ti y a Beau.

Ella se mordió la lengua para no decirle que no le hacía falta, pues era mentira. La verdad era que, con tanta incertidumbre a su alrededor, Beau y ella… lo necesitaban.

Ardiente atracción - Un plan imperfecto

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