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Capítulo Tres

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–Siéntete como si estuvieras en tu casa.

Keisha entró en el vestíbulo de Canyon y pensó que debía de estar de broma. Aquello no parecía una casa, sino un castillo de película.

Habían llegado de noche y no había reparado en lo enorme que era el edificio hasta que los faros del coche lo habían alumbrado.

Canyon había estado diseñando los planos de la casa cuando ella se había ido de la ciudad. Había oído que, después de la muerte de sus padres, sus hermanos y él habían heredado un gran terreno, excepto Dillon, a quien le había tocado la mansión de la familia.

Canyon y varios de sus hermanos habían vivido en la mansión familiar hasta que Dillon, el mayor, se había casado. Entonces, los demás habían decidido construirse sus propias casas. Canyon no había tenido mucha prisa al principio y se había mudado, junto con su hermano Stern, a casa de Jason. Luego, se había mudado con ella.

–¿Qué te parece? –quiso saber él, sosteniendo al niño dormido en sus brazos.

Ella se quedó mirándolo, en un salón que era tres veces el de su casa.

–¿Puedo preguntarte algo, Canyon?

–¿Qué?

–¿Para que necesita un hombre soltero tanto espacio?

–Si esto te parece grande, deberías conocer El Caserío de Micah, La Guarida de Derringer, La Estación de Riley y El Escondite de Zane.

Ella sonrió.

–Ya veo que les habéis puesto nombres. Me gustan –señaló ella– Debes de haber pagado una fortuna por la decoración.

Canyon rio.

–Me gustaría poder decir que mi prima Gemma me hizo un precio especial, pero la verdad es que me salió muy caro, sí –repuso él con una sonrisa.

–Hizo un buen trabajo –comentó ella.

Una de las cosas que más le había gustado de Canyon cuando lo había conocido había sido lo mucho que quería a su familia. Le había hablado mucho de ellos, aunque ella nunca había querido conocerlos. Lo cierto era que, aunque el sexo entre ellos había sido magnífico, nunca había creído que su relación pudiera durar.

Sin embargo, Canyon había empezado a ganarse un lugar en su corazón y, a los seis meses de estar juntos, lo había invitado a vivir con ella. La convivencia había sido muy buena y se habían llevado muy bien… hasta que él la había traicionado.

–La habitación de invitados está lista, pero no tiene cama de niños.

–No pasa nada. Puede dormir conmigo.

–De acuerdo. Es por aquí –indicó él.

Keisha lo siguió por una escalera de caracol, observándolo todo a su paso. Los techos eran altos, las paredes estaban pintadas de colores, los suelos tenían bonitos azulejos y había lámparas talladas de cristal. Todo realzaba la elegancia y el estilo de la casa. Sin duda, se notaba que había sido decorada por una mujer.

–Por desgracia, tampoco tengo la casa a prueba de niños.

Ella no dijo nada. No importaba, pues se quedarían solo un par de días, pensó. Al llegar al piso de arriba, un pasillo se extendía en tres direcciones.

Canyon tomó una que daba a tres dormitorios. Abrió la puerta de uno de ellos y se apartó para dejarla entrar. Era una habitación de invitados impresionante, pensó ella.

–Este es el cuarto azul –indicó él.

Las paredes estaban pintadas de azul cielo y las ventanas tenían cortinas color algodón. También azules eran las colchas de la cama de matrimonio. Había un sofá blanco de cuero y dos preciosas lámparas de cerámica a cada lado de la cama.

–Es bonita.

–Gracias.

Keisha se acercó a la cama, apartó la colcha y colocó a Beau en el centro. Miró a su hijo, que dormía con placidez, ajeno al torbellino de sucesos.

–Yo solía hacer eso de niño.

–¿Qué? –preguntó ella, sobresaltada porque no lo había oído acercarse.

–Dormir acurrucado con la cabeza en las manos.

–Y también hace los mismos ruiditos que tú cuando duerme –dijo ella con una sonrisa.

–¿Qué ruiditos?

–No importa –repuso ella, sin querer hablarle de esa especie de pequeños gemidos que tanto la excitaban cuando lo veía dormir.

–¿Crees que se puede caer de la cama?

–No. No se mueve mucho.

–Bien, porque, si estás de acuerdo, tenemos que bajar a hablar.

Era un detalle que le diera opción a decir que no, pensó Keisha. Pero ella sabía que tenían que hablar y quería zanjar ese asunto de una vez.

–De acuerdo.

Al girarse, Keisha se topó con él, que la miraba muy de cerca. Entonces, ella no pudo reprimir el aguijón del deseo. Canyon solía tener ese efecto en las mujeres. Lo mismo le había pasado cuando se había encontrado con él en el comedor del juzgado. Y cuando se habían visto hacía un mes en una reunión de negocios. Cada vez que él la había mirado, le había hecho subir la temperatura.

–Tengo que ir al baño primero –dijo ella, frotándose las manos sudorosas en la falda.

–Todos los dormitorios tienen un baño privado. Nos vemos abajo dentro de unos minutos –replicó él, y salió cerrando la puerta.

Keisha suspiró al oír sus pasos alejándose. Cuando había decidido no contarle lo de Beau, había estado muy segura de ello. Sin embargo, tenía la sensación de que, cuando Canyon terminara con ella, iba a desear habérselo contado desde el principio.

Canyon estaba de pie ante la ventana del salón. Fuera, bajo la oscuridad, yacían los cien acres que había heredado.

Desde niño, aquel punto de la finca había sido el que más le había gustado, el que tenía vistas del cañón Whisper Creek. No le interesaban ninguno de los otros lagos y arroyos de la finca de los Westmoreland. Ni sus valles o prados. Allí era donde quería estar.

Recordó cuando iba a cazar con su padre, su tío y sus hermanos y primos. Habían ido a caballo y habían acampado junto a calón. Él solía quedarse despierto mirando las estrellas mientras todo el mundo dormía. Había estado convencido desde siempre de que aquel era un lugar especial. A lo largo de los años, cada vez que algo le había preocupado, lo único que había necesitado hacer había sido ir allí y mirar a las estrellas en busca de respuestas.

Había sido allí donde había huido hacía casi veinte años, cuando había descubierto que sus padres y tíos habían muerto en un accidente de avión. Y había sido ahí donde había tomado la decisión de dejar la carrera de Medicina para hacer Derecho.

En un principio, había creído querer seguir los pasos de su hermano Micah, el médico, pero después de dos años de estudios había comprendido que había sido un error.

Dillon le había sugerido que se tomara un tiempo libre y se quedara allí para buscar las respuestas que había necesitado.

Durante cuatro meses, Canyon había vuelto a la mansión familiar y había estado ayudando a Ramsey con las ovejas o a Zane, Derringer y Jason con los caballos. Y, en los fines de semana, había acampado allí, junto al cañón.

Cuando empezó el nuevo curso, había tomado la decisión de cambiar de carrera, con el apoyo de su familia.

Tomando aliento, Canyon recordó otra decisión que había tomado allí mismo hacía años, la de casarse con Keisha. Una tarde, mientras ella había estado de viaje de negocios, había ido allí a relajarse. Mientras había estado pensando en la casa que quería construirse, había tenido una repentina certeza. «Keisha será la mujer que vivirá aquí conmigo», le había dicho una voz en su interior.

Aquella revelación no le había sorprendido, pues él no había tenido problemas con estar enamorado. La única razón por la que no había sentado la cabeza todavía había sido porque había disfrutado mucho de su vida de soltero. De todos modos, había estado dispuesto a conocer a una persona especial, enamorarse y casarse con ella. Aunque no había contado con que fuera a pasarle tan pronto.

Esa noche, había ido a caballo hasta el cañón y había acampado allí. Mirando a las estrellas, lo había decidido.

Entonces, había estado deseando que Keisha regresara cuanto antes. Sin embargo, cuando ella había vuelto a casa antes de tiempo, se había encontrado con Bonita en su cama y había pensando lo peor. Encima, Bonita le había mentido.

Eso le enfurecía más que nada, pues la amiga de Keisha nunca había hecho nada para rectificar la situación. Él nunca había comprendido los motivos para que hubiera engañado a su amiga.

Los pasos de Keisha en la escalera sacaron a Canyon de sus pensamientos. Mientras se acercaba hacia ella, tomó las copas de vino que había preparado momentos antes.

–Toma. Creo que necesitarás esto –le dijo él, tendiéndole una.

Ella la aceptó y tomó un trago.

–Sabe bien.

–Mi primo Spencer y su mujer tienen un viñedo en California. Pertenece a la familia de Chardonnay desde hace años…

–¿Chardonnay?

–Sí, es la mujer de Spencer.

–¿Su familia tiene un viñedo y le han puesto de nombre Chardonnay?

–Sí –afirmó él, riendo–. Supongo que no es distinto de que mis padres me llamaran Canyon después de concebirme en sus vacaciones en Colorado –añadió y se quedó pensativo unos segundos–. ¿Cómo se te ocurrió el nombre de Beau?

Keisha se sentó en un peldaño de las escaleras.

–Tengo un bonito sofá.

–No, estoy bien –negó ella, y tomó otro trago–. Su nombre completo es Beaumont. Era el nombre del hermano de mi madre, que murió cuando yo era pequeña. Mi madre y él estaban muy unidos, por eso, me pidió que lo llamara como él.

–¿Cuándo supiste que estabas embarazada? –quiso saber él.

–Ya había tenido un retraso cuando me fui a Tampa, así que me hice la prueba mientras estaba allí –explicó, e hizo una pausa–. Esa fue la razón por la que volví antes de tiempo, para contártelo. Me pareció demasiado importante como para contártelo por teléfono. Pero vine y te encontré con Bonita.

A Canyon se le encogió el estómago de rabia. Hasta ese momento, había creído que era posible tener una conversación civilizada con Keisha. Pero, al saber que ella había intuido lo de su embarazo antes de irse de viaje de trabajo en aquella ocasión y no se lo había contado, pensó que era demasiado.

–Ven conmigo, por favor. No quiero despertar a Beau.

Keisha lo siguió. Por su tono de voz, adivinaba que estaba furioso. Era mejor que se enfrentaran a la verdad cuanto antes. Él la condujo hasta la cocina, sacó dos sillas y se quedó de pie, esperando que ella se sentara.

Al ver cómo él fruncía el ceño cada vez más, Keisha se sentó y levantó la barbilla.

–¿Tienes más preguntas, Canyon?

–Sabes muy bien que sí –repuso él, echando humo por la nariz. Entonces, se quedó callado unos segundos, como si necesitara tiempo para controlar su enfado–. No pienso repetirte que soy inocente de lo que pasó esa noche. Además, si te soy sincero, no me importa lo que pienses. Porque, si preferiste creer una mentira en vez de a mí, es que no merecías mi amor. Me niego a sentirme culpable por lo que pasó.

Su acusación hizo que ella se encogiera, no por su brusco tono de voz, sino por lo que decía. De pronto, la sombra de la duda le hizo mella. ¿Y si se había equivocado? ¿Y si Bonita había mentido? ¿Y si él era inocente y lo había juzgado mal?

No podía dar crédito a esa posibilidad. La versión de Bonita había sido muy verosímil. Sin embargo…

–¿Me odiabas tanto que no quisiste decirme que iba a ser padre? –preguntó él, tenso.

–Ya no estábamos juntos y…

–¿Y qué? –la interrumpió él.

–Después de un tiempo, pensé que, si te decía que estaba embarazada, dudarías de que Beau fuera tuyo.

Canyon se quedó mirándola en silencio, más y más furioso.

–Eso es una mentira y lo sabes. No tenía razón para pensar que el niño no fuera mío. Yo confiaba en ti, no como tú. Esa excusa no cuela. Y tampoco puedo aceptar que no me lo contaras todas las veces que me has visto en Denver desde que volviste. ¿Acaso piensas que no tenía derecho a saberlo?

Keisha decidió ser honesta con él.

–No. Lo que me hiciste es imperdonable y te dejó sin derechos en lo que a mí y al niño se refiere. Además, lo último que quería era que eso te hiciera sentirte obligado a atarte a una mujer a la que está claro que no querías.

–Sí te quería –afirmó él, acercándose más a la mesa–. Te lo había dicho muchas veces.

–Pero luego me demostraste que tu amor era falso.

–Me has apartado de mi hijo durante dos años porque no creías que te amaba, porque creías que te había traicionado –le espetó él, sin poder ocultar su furia–. Lo que has hecho es imperdonable. Un día, descubrirás que la única mentira aquí es la que tú has creído durante tres años. Te equivocaste conmigo y, cuando descubras la verdad, quiero que pienses muy bien lo que nos has hecho a Beau y a mí.

–Beau me tenía a mí –señaló ella, poniéndose más tensa.

–¿Y tú ibas a hacer de madre y de padre?

–Una mujer hace lo que tenga que hacer cuando no hay un padre presente. Así lo hizo mi madre.

–Pero tú no me diste la oportunidad de estar presente –se defendió él–. ¿Se trata de eso, Keisha? Como tu padre no quiso reconocerte, asumiste que yo tampoco iba a querer reconocer a mi hijo, ¿no es cierto? No solo no confiabas en mí, sino que pensaste que era tan idiota como lo había sido tu padre.

Sus palabras la hirieron como flechas.

–Ha sido un error venir esta noche.

–Ya has cometido varios errores, Keisha –repuso él–, pero venir aquí no ha sido uno de ellos. Estoy seguro de que, algún día, te darás cuenta de que te equivocaste respecto a mí y al alejarme de mi hijo –afirmó e hizo una pausa–. Pero te advierto de que Beau y yo no vamos a volver a separarnos.

–¿Qué quieres decir? –preguntó ella, presa del desasosiego.

–Lo que he dicho. Si intentas separarme de mi hijo otra vez, te llevaré a juicio y lucharé por la custodia.

–¿Me quitarías a mi hijo? –inquirió ella, lanzando un grito.

–¿No me has hecho tú a mí lo mismo? No me dejaste estar en el embarazo, ni en el nacimiento, ni ver sus primeros pasos, ni oír sus primeras palabras. Me negaste mi derecho a todas esas cosas. Por eso, sí, te lo quitaría sin pestañear. Y tengo medios para hacerlo.

Ella exhaló con frustración.

–Pelearnos no nos conducirá a nada, Canyon.

–Ya lo sé. Pero quiero dejarte clara mi postura –indicó él, y se puso en pie–. El detective Render ha llamado cuando estabas arriba. Vendrá mañana a mediodía para hablar contigo –informó–. Y ha llamado Pam.

Ella sabía que Pam era la mujer de Dillon.

–¿Y?

–Nos han invitado a desayunar a las nueve.

–No creo que…

–En este momento, no importa lo que creas. Es hora de que mi familia conozca a mi hijo.

–Iré, pero no fingiré.

–¿Fingir qué? –preguntó él con rostro pétreo–. ¿Que estamos enamorados? ¿Que somos una familia? ¿Que no me odias porque crees que te traicioné, tanto como para quitarme a mi hijo durante dos años? No, Keisha, no quiero que finjas sentir nada por mí porque te aseguro de que yo no voy a fingir tampoco.

Keisha tragó saliva con el corazón galopándole en el pecho. En otras palabras, Canyon pensaba dejar claro a su familia lo mucho que la despreciaba.

–Bien –dijo ella con voz temblorosa–. Es tarde y quiero acostarme. Si puedes traerme mis cosas del coche, te lo agradecería.

Keisha no había querido llevarse ninguna de sus cosas allí. Se le ponía la piel de gallina solo de imaginar que alguien las había tocado antes de tirarlas por el suelo. De camino, Canyon había parado en unos grandes almacenes, donde ella había comprado cosas de aseo, un vestido para el día siguiente y un pijama para dormir. Por suerte, siempre llevaba una muda para Beau en el coche para casos de emergencia.

Iría de compras al día siguiente, de camino a un hotel, pensó ella. Y estaba segura de que, después de hablar con el detective, se iría a un hotel.

De ninguna manera podía quedarse con Canyon una noche más.

Una hora más tarde, Canyon se fue a la cama, pero no pudo dormir. Estaba demasiado enfadado. Se sentía ultrajado. ¿Cómo se atrevía Keisha a negarle tantas cosas? Se había quedado sin su amor y sin su hijo. Y todo porque ella había creído la mentira de otra mujer.

Se levantó, pero no le sirvió para sosegarse. Solo una cosa podía ayudarle: mirar por el telescopio.

Cómo le fascinaban las estrellas, su primo Ian, de los Westmoreland de Atlanta, le había regalado aquella belleza. Como a él, a Ian le encantaban las estrellas. Canyon meneó la cabeza, pensando en su primo, experto en astronomía. Había trabajado en la NASA y en un laboratorio de investigación, tenía un barco y un casino flotante en el lago Tahoe.

Mirando por el telescopio, Canyon buscó su estrella especial. La había visto por primera vez con diez años y la había bautizado como Flash. En ese momento, veintidós años después, Flash seguía cautivándolo. Tardó media hora antes de poder encontrarla y, cuando lo hizo, respiró aliviado ante la belleza del universo.

Minutos después, iba a meterse en la cama, cuando le sonó su móvil.

–¿Hola?

–Llamaba para ver si todo iba bien.

Canyon se incorporó en la cama. Cuando sus padres y tíos habían muerto, Dillon se había convertido en el cuidador de todos los demás niños. Y seguía siendo el líder y el guía de la familia. Todos acudían a él en busca de consejo y confiaban en su buen juicio. Además, él siempre parecía intuir cuándo alguien tenía problemas o podía necesitar su ayuda.

–Sí, Dillon, todo está bien –afirmó Canyon, e hizo una pausa–. Al menos, por ahora. Pero, después de haber comprobado lo que Keisha y yo sentimos el uno por el otro, mañana será otro cantar.

–¿Y qué sentís el uno por el otro?

–Ella me odia. Y yo la odio a ella.

–Eso son palabras mayores, Canyon. Además, no creo que tú seas capaz de odiar a nadie.

Canyon frunció el ceño. Le molestaba que su hermano mayor hablara como si lo conociera mejor que él mismo.

–De acuerdo, no la odio. Pero no me gusta.

–No, porque la amas.

–La amaba –repuso Canyon, mirando al techo–. Ella destruyó mi amor.

–¿Cómo?

–Maldición, Dillon, tengo un hijo. Ella me lo ocultó, incluso después de haber vuelto a Denver. Todas esas veces que intenté hablar con ella, tuvo la oportunidad de contármelo, pero no lo hizo. Beau tiene poco más de dos años y nació ocho meses después de que Keisha se fuera de aquí –explicó él–. Lo que más me molesta es que no me llamara ni me mandara un mensaje en todo ese tiempo para decirme que tenía un hijo. Encima, cree que está justificada, porque sigue pensando que me acosté con otra. Por eso, cree que no tengo derechos sobre mi hijo. Me he perdido los dos primeros años de su vida –continuó, e hizo una pausa–. ¿Te imaginas qué sentirías si te hubieras perdido los dos primeros años de Denver?

–No, no puedo imaginármelo –contestó Dillon tras un silencio.

Canyon sabía que su hermano lo comprendía. Pero también sabía que era la voz de la razón, por muy inconveniente que a él le resultara en ese momento.

–Tienes que ver las cosas desde otra perspectiva.

–¿Qué perspectiva?

–¿Qué habría pasado si ella hubiera decidido no tenerlo?

Canyon cerró los ojos, encogiéndose solo de pensarlo.

–Entonces, sí que la odiaría.

–En otras palabras, Keisha no tiene escapatoria. La odiarías hiciera lo que hiciera.

–No intentes defenderla, Dil –le espetó Canyon, furioso.

–No la defiendo. Solo quiero que lo pienses. Keisha creyó que la estabas siendo infiel. Tienes que admitir que, por la escena que presenció, tenía toda la pinta. Esa mujer estaba desnuda en la cama y tú salías desnudo del baño.

–Sí, pero Keisha prefirió creerla a ella en vez de a mí.

–Me pregunto una cosa…

–¿Qué?

–Si tú hubieras vuelto de viaje y hubieras encontrado a un hombre desnudo en su cama, ¿qué habrías pensado? –preguntó Dillon y, sin darle tiempo a responder, añadió–: Nos vemos en el desayuno. Buenas noches.

–Buenas noches, Dillon –se despidió Canyon y, después de colgar, se frotó la cara. Por culpa de su hermano, iba a pasarse el resto de la noche en blanco, dándole vueltas a la pregunta que había dejado en el aire.

Ardiente atracción - Un plan imperfecto

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