Читать книгу Stranger Things - Brenna Yovanoff - Страница 13
ОглавлениеCAPÍTULO TRES
Mamá sólo llevaba tres semanas casada con Neil la primera vez que tuve una idea clara acerca de él.
Era un miércoles por la noche, lo que solía significar que mamá prepararía rigatoni con albóndigas, y nos sentaríamos en el sofá para ver Family Feud. Sin embargo, a partir de la boda, Neil insistía siempre en que hiciéramos cosas juntos. El año escolar había terminado y él decidió que iríamos a comer a Captain Spaulding’s. Como una familia.
El restaurante era de esos típicos lugares ruidosos y pegajosos donde la gente se sienta alrededor de una mesa durante una hora, mastica aros de cebolla y actúa como si estuviera disfrutando de la tarde.
Billy ni siquiera se molestó en fingir. Pasó toda la cena recostado en su silla y mirando al techo.
Mamá estuvo removiendo su ensalada un buen rato, luego se acercó y puso su mano sobre la mía.
—¿Sabes?, estaba pensando que quizás este verano podríamos inscribirte en el campamento de voleibol.
—En realidad, no es que podamos, nosotras, porque tú no tienes que ir.
Mamá sonrió, una gran sonrisa ansiosa, y vi que tenía pintalabios en los dientes.
—Sería una buena manera de que pasaras tiempo con otras chicas para hacer un cambio. ¿No quieres hacer nuevas amigas?
La mancha cerosa del pintalabios la hacía parecer como si hubiera estado comiendo algo sangriento. Fruncí el ceño y dejé de mirarla.
Neil se estaba comiendo su hamburguesa con queso, con tenedor y cuchillo. Dejó de masticar y me miró fijamente.
—Respóndele a tu madre.
Me retorcí para alejarme.
—¿Por qué? No importa lo que yo quiera.
Su aliento olía a pepinillos.
—Maxine —dijo él—, te lo advierto.
—Mi nombre —dije, sintiendo una oleada de furia en mis mejillas—, es Max.
Neil inspiró por la nariz como si estuviera tratando de mantener algo encerrado en su interior. Luego dejó su tenedor y me agarró el brazo.
—Si no consigues mantener esa boca bajo control, te convertirás en una triste niñita arrepentida.
Sabía que debía disculparme y actuar como la buena y sonriente hija que mamá y Neil querían que fuera, pero podía sentir que todo dentro de mí se aceleraba. Era como estar estancada en clase durante toda la tarde, y entonces suena el timbre y lo único que quieres es alejarte de ahí. Papá siempre decía que mi cerebro era rápido, pero mi boca lo era más.
—Prefiero ser una triste niñita que estar en el campamento de voleibol.
Neil me dirigió una mirada aplastante que pareció abrirse camino debajo de mi piel.
—Necesitas aprender un par de cosas sobre cómo le hablas a tu padre.
—Pero tú no eres mi padre —lo dije en voz muy baja, entre dientes.
No lo suficientemente bajo.
Neil apretó su mano en mi brazo y me sacó de la silla.
—Tú ya no pintas nada aquí. Vete a esperarnos en el coche.
Me quedé mirando mi plato, todavía repleto de patatas fritas y el resto de mi hamburguesa. Se suponía que tomaríamos helado después.
—¡Ni siquiera me he terminado las patatas fritas!
Neil me dirigió una larga mirada gélida, como si algo en su interior se estuviera convirtiendo en hielo mientras me observaba.
—Espera. En el coche.
Le devolví la mirada hasta que el peso de sus ojos se volvió demasiado para sostenerla, y entonces giré la cara.
No iba a llorar. Me dije que él era otra interrupción temporal en mi vida y nada más, sólo tenía que esperar a que se fuera. Pero en realidad, no lo creía. Las cosas estaban cambiando demasiado rápido. Mamá nunca me había echado de la mesa. Yo no estaba llorando, pero casi.
Salí muy tensa del restaurante, pasando junto a las camareras y la recepcionista. Me sentí avergonzada por la forma en que me miraban, como si supieran que me había metido en problemas y lo lamentaran. Yo tenía casi trece años y todo el restaurante me estaba observando como si fuera una triste niñita arrepentida.
En el aparcamiento, me senté en el asiento trasero del Skylark de mamá con la puerta abierta, pensando en lo mucho que odiaba a Neil.
Encontré medio paquete de pipas de girasol en el bolsillo de mis pantalones cortos y comencé a comérmelas tirando las cáscaras al suelo cuando me di cuenta de que alguien estaba frente a mí.
Billy estaba de pie en el círculo amarillo pálido que la farola dibujaba y me miraba.
Después de un largo rato, suspiró y encendió un cigarrillo. Siempre los fumaba de esta manera insolente, tipo punk-rock, sujetándolos entre sus dientes para que sobresalieran justo desde el centro de su boca.
—Has metido bien la pata esta vez, ¿declararle la guerra a Neil?
No quería que él viera lo estúpida que me sentía por haberle gritado a su padre y que me hubieran echado de la mesa. Fruncí el ceño y miré mis zapatos, unos Vans de ante verde. El color ya se había desgastado a la altura de los dedos, pero la suela estaba bien.
—No quiero que él actúe como si fuera mi padre, y no voy a pretender que lo es.
—No te preocupes por eso —dijo Billy, mirando el letrero de neón de CAPTAIN SPAULDING’S. El ondulante y sonriente payaso brillaba sobre el aparcamiento—. Tampoco es que él sea mi padre.
Lo miré, no estaba segura de haberlo oído bien.
—¿Qué?
Billy se volvió hacia mí y estaba segura de que me iba a decir que todo saldría bien. Tal vez incluso me abrazaría.
Pero sus ojos estaban ausentes y entrecerrados, como siempre.
—Es un tipo horrible, Max. ¿No te has dado cuenta? ¿En serio crees que un tipo así podría ser un padre? No lo es para mí, y no lo será para ti.
—¿No quieres ponerte el disfraz? —preguntó mamá cuando entré a la cocina para desayunar antes de cumplir con mi segundo día de escuela. Estaba sacando la vajilla de una caja de cartón llena de periódicos y ordenándola en la alacena.
Neil estaba en la mesa, comiendo huevos revueltos y leyendo las páginas deportivas del periódico. Engulló el último bocado de pan tostado y le respondió, aunque ella estaba hablando conmigo.
—No deberías alentarla, ya se está haciendo demasiado vieja para esas cosas.
Mamá me miró con timidez, como disculpándose, pero no discutió con él. Yo sólo entorné los ojos y me acerqué para tomar los cereales. Me da lo mismo.
Lo cierto es que me deprimió prepararme sola para Halloween. Por lo general, pasaba todo el mes de octubre en el garaje con Nate, trabajando en nuestros disfraces y pensando en formas geniales de implorar por dulces cuando las personas abrían la puerta, y ahora estaba a más de tres mil kilómetros de distancia y sentí como si un pedazo entero de mí se hubiera perdido.
Había sido casi una fanática de Halloween desde que era pequeña. Era el día festivo perfecto. Tal vez no se tratara del favorito, porque la Navidad seguía siendo bastante radiante, aunque fuera cursi admitirlo, pero Halloween era la única noche que tenía para sentirme algo mayor de lo que era en realidad.
Un año antes, yo había sido Nosferatu y Nate el doctor Van Helsing. Se había teñido el cabello de gris con talco para bebé y llevaba una mochila con estacas de madera, pero nadie supo quién se suponía que era, ni siquiera cuando sacó una de las estacas y fingió apuñalarme. Al final le salió bastante bien, pero mi disfraz provocaba más miedo, con afilados dientes de plástico y una gorra de goma que me hacía ver calva. Mamá estaba prácticamente consternada al ver lo fea que me veía, cuando justo ése era el objetivo.
Desde pequeña amaba a los monstruos. Nunca me perdí un episodio de Darkroom, y algunas veces papá me llevaba al teatro Bluebird, donde pasaban viejas películas en blanco y negro repletas de momias, hombres lobo y Frankensteins.
En los últimos tiempos, sin embargo, me había inclinado más hacia las películas de asesinos sangrientos como las de Leatherface y Jason, o ese tío de la peli nueva de la que no dejaban de presentar tráilers, que tenía un suéter a rayas y una cara como de carne picada salida directamente de una hamburguesa de Sloppy Joes. Había todo tipo de monstruos con superpoderes y habilidades mágicas, pero los asesinos parecían más aterradores porque eran menos imaginarios. Claro, un vampiro era espeluznante, pero los asesinos psicópatas podían ser reales. Quiero decir, veía las noticias. Chicos espeluznantes en callejones oscuros o furgonetas blancas perseguían a las chicas todo el tiempo.
Después del desayuno me quedé en el pasillo fuera de mi habitación, tratando de decidir qué hacer. En realidad, no había planeado disfrazarme, pero la forma en que Neil había anulado ese asunto sin siquiera mirarme y la manera en que había hablado con mamá me animó a hacerlo, sólo para molestarlo. Estaba bastante segura de saber dónde estaba mi máscara.
Las cajas de la mudanza todavía estaban apiladas en la esquina de mi habitación, etiquetadas con la pulcra escritura de mamá. Cuando abrí la que estaba marcada como “Tesoros de Max”, comprobé que la máscara se encontraba allí, descansando sobre mis cómics de Flash, como una flexible pesadilla de goma.
Había elegido a Michael Myers de Halloween porque él no tenía debilidades. Aunque nunca se movía rápido, aun así te alcanzaba para atraparte cada vez. Era increíblemente fuerte, no podías vencerlo y no podías escapar. Él era imparable.
Nate había estado planeando ir como Shaggy de Scooby-Doo porque su madre nunca lo dejaba ver películas para adultos. La mía probablemente tampoco lo habría hecho, pero no había tenido que preocuparme al respecto porque siempre estaba papá. Siempre había estado papá.
Michael Myers era el tipo de monstruo al que más temía, porque era real. No de la vida real, sino del tipo en el que podrías creer de todos los modos posibles. Nunca hablaba ni se quitaba la máscara, pero tras ella todavía era un hombre, uno que podría estar al acecho en cualquier parte. Hay todo tipo de cosas peligrosas en el mundo. Tal vez no exactamente como él, pero bastante parecidas. No puedes evitarlas, así que a veces sólo tienes que aprender a vivir con ellas.
La máscara era de goma blanca, con cejas de plástico moldeado y una peluca de cabello negro y grueso, con todo lo demás en blanco, y me quedé mirándola, tratando de decidir si me la iba a poner.
—Ma-aaax —llamó Billy desde el pasillo. Sabía que estaba de humor cuando me llamaba con esa voz cantarina que sonaba dulce por encima y peligrosa por debajo—. ¿Dónde demonios estás, Max?
Arrojé la máscara sobre la cama y comencé a hurgar en la caja para encontrar el resto del disfraz, tal vez no todo entero, pero sí el machete. Tomé la antología de La Casa del Misterio y la lancé al suelo, tratando de encontrar el machete, pero estaba enterrado en algún lugar en la parte de abajo, y me estaba quedando sin tiempo.
Desde el pasillo, Billy me llamó de nuevo. Su voz había cambiado. Sonaba más lejos ahora.
—Si no estás en el coche en diez segundos, me iré sin ti.
Llegué corriendo al salón, máscara en mano. Levantó las cejas cuando la vio, pero se quedó callado.
Me encogí de hombros y sacudí la máscara.
—Es Halloween.
Siguió sin hablar, sólo me miró con ojos aburridos y pesados.
—¿Qué? ¿Ahora ni siquiera tengo permitido disfrazarme?
—Adelante, pero no te sorprendas si pareces una bebé. Nadie en secundaria se disfraza en Halloween. Eso es para los perdedores, ¿de acuerdo?
Me encogí de hombros, pero era un gesto pequeño y vacío. No supe qué decir, volví a mi habitación y metí la máscara en la cómoda. Una cosa más que había dejado de pertenecerme.