Читать книгу Stranger Things - Brenna Yovanoff - Страница 16
ОглавлениеCAPÍTULO CUATRO
A pesar de que había cedido ante Billy con respecto al disfraz, aún pensaba que iba a llegar a la secundaria Hawkins con mi ropa de todos los días, sólo para encontrarme con un mar de momias y brujas. Pero nadie más estaba disfrazado. Por mucho que me doliera admitirlo, estaba un poco agradecida de no ser la chica nueva y, además, la única persona en toda la escuela que llevara un disfraz.
Me estaba acostumbrando a la secundaria, pero en comparación con la que había ido en mi hogar, ésta era demasiado simple. Sin tragaluces ni ventanas, parecía como encapsulada en el tiempo, y yo me veía atrapada en una realidad alternativa que era toda luces fluorescentes y suelo. Necesitaba moverme.
Cuando la sensación lenta y pegajosa finalmente fue tan sofocante que no pude soportarla más, dejé caer mi tabla y me paseé perezosamente por los pasillos. Estaba bastante segura de que no estaba permitido, pero necesitaba hacer algo para dejar de sentir el suelo como si fueran arenas movedizas.
Estaba frente a mi taquilla cambiando los libros, cuando alguien se aclaró la garganta a mis espaldas. Cuando me di la vuelta, dos de los chicos acosadores que me habían estado observando desde la malla metálica ayer durante el almuerzo se encontraban de pie uno al lado del otro. Uno tenía el cabello grueso y rizado que sobresalía alrededor de su cabeza y un rostro ancho y alegre. Estaba tan radiante como si nunca hubiera tenido un día mejor. El otro era un chico negro y delgado con un afro corto. Su sonrisa era más firme y menos intensa, pero agradable.
Estaban vestidos como Ray Stantz y Peter Venkman, de Los cazafantasmas. Cuando se presentaron a la clase de Ciencias esa mañana, todos habían reído y murmurado, pero los disfraces eran bastante buenos. Pensé en la máscara guardada en mi cómoda. Incluso si mamá me hubiera dicho que no podía usarla y me hubiera obligado a salir con otra cosa, no habría elegido a Los cazafantasmas. Era una buena película, pero el objetivo de Halloween era ser un monstruo, algo aterrador.
El de cabello rizado ya estaba hablando antes de que pudiera siquiera imaginar qué estaban haciendo allí.
—Hola, Max, soy Dustin, y él es… —el otro era menos frenético. Lo había notado ayer, porque me estaba mirando desde atrás de una cerca, claro, pero también porque básicamente no había chicos negros en Hawkins—: Lucas.
Los miré con desdén, como si me estuvieran aburriendo.
—Sí, ya sé. Los acosadores.
Ambos empezaron a hablar a la vez, interrumpiéndose entre sí. Dustin se lanzó con un agitado monólogo. No podía decir si sólo estaba nervioso o si estaba tratando de venderme algo. Sonaba como si estuviera haciendo algún tipo de estafa, como los revendedores que siempre intentan hacerte comprar sus entradas para los conciertos en el exterior de los bares nocturnos de Los Ángeles.
Tanto él como Lucas hablaban a la vez, divagando, y tardé un minuto en darme cuenta de lo que estaban diciendo. Finalmente, Dustin me miró con los ojos abiertos, como si acabara de tener una revelación.
—Estábamos hablando anoche de que tú eres nueva, seguro que no tienes ningún amigo con quien pedir dulces. Y te asustan los chicos agresivos, y pensamos que no habría problema si vinieras con nosotros.
Era grosero decirlo, tal vez, pero obviamente tenía razón. Había venido a Hawkins sin planes de encajar o ser popular o hacer amigos o algo parecido, pero era difícil admitirlo ahora. Ellos sonreían y me quedé mirándolos, intentando entender si se trataba de algún tipo de juego. Si era verdad que querían que yo fuera con ellos. Había pasado tanto tiempo con Billy que cada vez era más difícil saber cuándo algo era en serio y cuándo era una broma.
Después siguió un breve intercambio que terminó en un remate a su invitación. Sonrió, mostrando sus dientes blancos y parejos:
—Nos veremos en la calle cerrada de Maple a las siete. Siete en punto.
Siempre pensé que era buena para estar sola. Era independiente, no tenía miedo de tomar el autobús para ir al centro por mi cuenta o de subirme a la reja de un solar para ver qué había allí.
Sin embargo, nunca había pasado mucho tiempo sin mis amigos. Siempre hacíamos proyectos juntos, o ideábamos planes para hacerlos. Después de la escuela y durante el verano, pasábamos casi todos los días construyendo fortalezas o corriendo con nuestros monopatines en el parque.
Nate Walker había sido mi mejor amigo desde que teníamos seis años. Era más bajo y más delgado que yo, y tenía los codos nudosos y el tipo de cabello marrón como de ratón que nadie miraba ni le gastaba bromas como me pasaba a mí con mi cabello rojo encendido. Éramos colegas en las excursiones y compañeros de Ciencias, jugábamos a hockey en la calle y acampábamos en mi jardín. Ni siquiera importaba que yo fuera una niña.
El primer día de primer grado, a la hora del almuerzo, vi a este niño delgado con una camisa roja del Hombre Araña agazapado bajo el tobogán. Algunos niños lo habían estado persiguiendo con un gusano muerto incrustado en un palo hasta que él comenzó a llorar y escapó para esconderse. Incluso a los seis años pensé que era inútil llorar, pero me gustó su camisa, así que me metí debajo del tobogán y me senté a su lado.
—¿Qué pasa? —pregunté.
El aire bajo el tobogán era caliente. Todavía puedo recordar cómo la arena hacía que mis manos se sintieran como tiza.
Agachó la cabeza y no respondió.
—¿Quieres ver mi cómic del Hombre Cosa? —pregunté.
Él asintió y se limpió la nariz con el brazo.
El cómic del Hombre Cosa tenía un millón de años y la portada se estaba desencuadernando porque me gustaba llevarlo a todas partes. En él, el Hombre Cosa tiene que luchar contra una pandilla de moteros malvados que han estado dando vueltas alrededor de su pantano, junto con un sombrío constructor que quiere eliminarlo. El constructor contrata a un científico corrupto para que invente una trampa llamada el Cuarto del Sacrificio para deshacerse de él, pero el Hombre Cosa escapa y mata al líder de la banda de moteros antes de regresar al pantano.
Nos sentamos con los hombros muy juntos y leímos el cómic hasta que el prefecto encargado del receso se inclinó bajo el tobogán y nos dijo que era hora de volver a clase.
Después de eso fuimos inseparables. Siempre lo elegí primero para jugar a los quemados, a pesar de que era tan malo esquivando que salía eliminado de inmediato. Él siempre sabía cómo arreglar su bicicleta o mi monopatín y no le importaba demasiado si era muy competitiva en los juegos o si sonaba como si estuviera enfadada por algo cuando en realidad sólo estaba haciendo una pregunta.
Papá todavía vivía con nosotras por entonces y, la mayoría de las veces, no opinaba mucho sobre mis amigos en un sentido u otro, pero Nate le gustaba. Ben era demasiado hiperactivo y, para papá, Eddie podría ser un bloque de ceniza o una patata, pero Nate, él siempre lo decía, era alguien a quien mirar. Brillante.
A papá no le importaban mucho las buenas calificaciones, o si alguien tenía la ropa o el automóvil adecuados, o si provenía del vecindario correcto, pero le gustaba cuando las personas eran brillantes.
Y Nate lo era. Era más tímido y más blando que los otros tipos con los que nos juntábamos, pero era inteligente e interesante, y siempre tenía las mejores ideas sobre cómo construir un fuerte en un árbol o hacer que una catapulta funcionara. Sea como sea, a veces era agradable salir con alguien que no siempre necesitaba moverse tan rápido como yo.
Nate realmente entendía a qué se refería papá cuando hablaba de granizadas o carburadores, y eso me gustaba. Nunca actuaba como si fuera extraño que mientras los padres de otras personas escuchaban a Neil Diamond o los Bee Gees, papá escuchara casetes de bandas cuyos nombres estaban escritos con rotulador en tiras de cinta adhesiva. La música sonaba iracunda y chirriante, y las bandas adoptaban nombres como Dead Kennedys, Agent Orange y los Bags. Mamá sólo suspiraba, sacaba la aspiradora o la batidora y fingía que no estaba escuchando.
A mí no me gustaba esa música tanto como a papá. Yo estaba más en la onda de las Go-Go’s y, a veces, la vieja música de surfistas, como los Beach Boys o incluso los Sandals, que hicieron la banda sonora de Verano sin fin, pero cuando papá puso una de sus bandas punk, Nate se encendió como si estuviera escuchando algo distinto a lo que yo oía. No entendía qué encontraban de espectacular en esa música, pero me sentía bien al llevar a mis amigos a casa con alguien a quien le gustaban. El recuerdo de papá era brumoso y cálido.
Ahora sólo tenía a Billy y a Neil, y no era un lugar para sentirse bien, pero tampoco había alguien a quien pudiera llevar a casa.
Para cuando terminé la escuela, estaba a punto de volverme loca. El día ya se sentía como si hubiera durado un millón de años.
Tomé mis libros, subí en mi monopatín y me deslicé a lo largo del asfalto agrietado hasta el estacionamiento del instituto. De vuelta al Camaro.
Billy estaba esperando, apoyado en el parachoques trasero, fumando un cigarrillo. Miraba hacia el pálido cielo otoñal, y esperé para averiguar qué versión de él me recibiría hoy.
Nunca se sabía con Billy. Eso era lo peor de su personalidad, que a veces no era tan malo. Sobre todo al principio, antes de darme cuenta de cómo era, realmente disfrutaba cuando salía con él. A veces me recogía en la escuela o me dejaba ir con él al concesionario Kragen. El problema era que podía ser divertido.
No me trataba de la misma manera en que lo hacía con las niñas con las que iba a la escuela, tal vez porque eran mayores o estaban menos dispuestas a defenderse, pero yo pensaba que podría tratarse de algo más.
Cuando las llevaba a fiestas o a pasar el rato en el estacionamiento de Carl’s Jr. con los otros vagos de la escuela, no lo consideraba como una cita. Y seguramente, ellas actuaban como si fueran lo suficientemente modernas para no importarles tener una relación estable o ser la novia de alguien, pero aun así intentaban que él fuera a conocer a sus padres o hacían como si fuera la gran cosa el hecho de ser amables conmigo, como si de alguna manera con eso pudieran impresionarlo. Contenían el aliento, nerviosas, esperando tener un momento significativo con él, pero entonces, apenas una semana más tarde, él ya había ido a Carl’s Jr. con otra persona.
Era como si las odiara, excepto que aun así las llevaba a Sunset Cliffs para besarse con ellas. Me enfurecía la manera en que los chicos se mostraban amables con las chicas, como si en verdad les importaran, cuando sólo querían desabotonarles la blusa.
Sin embargo, Billy nunca me trató a mí de esa manera. Al principio pensé que era porque yo era muy joven o porque era su hermana, incluso si no lo era en realidad. Pero después de un tiempo comencé a comprender que la razón por la que me trataba de manera diferente era porque yo no les gustaba a los chicos. No los perseguía ni me maquillaba, ni siquiera me acordaba de cepillarme el pelo. Y durante la mayor parte de mi vida la razón había sido simple: no había querido hacerlo. Pero ahora las reglas habían cambiado, y sentía más como si yo fuera incapaz de hacerlo.
Billy hablaba conmigo, pero de una manera astuta y confidencial, como si hubiera algo importante que él quisiera que yo entendiera. Era como si me odiara, pero hacía todo lo posible para que yo fuera como él. Cualquier indicio de debilidad y él nunca me dejaría olvidarlo.
En el camino a casa me acurruqué en el asiento del copiloto mientras lo escuchaba hablar del estercolero que era Hawkins: su nula vida nocturna, sus absurdos límites de velocidad, su mediocre equipo de baloncesto, sus aburridas chicas.
Estaba observando por la ventana, miraba cómo pasaba la zona rural a toda marcha… los bosques, los sembradíos. Había tantos árboles. Sabía que quería que yo estuviera de acuerdo con él y le afirmara cuánto apestaba este lugar, pero no entendía hacia dónde iba con todo esto, y se lo dije: ya que nos encontrábamos atrapados aquí, lo mejor sería que lidiáramos con ello.
Se volvió hacia mí.
—¿Y de quién es la culpa?
Por un segundo, estuve segura de que hacia allí iba todo: hablaríamos de lo que había sucedido en San Diego. Yo no quería hablar de eso. Tal vez si me quedaba callada, no tendríamos que lidiar con este asunto.
Pero Billy se había vuelto brutal y distante, a la espera de que yo asumiera la culpa.
—Di-lo.
No contesté y él se giró en su asiento y me gritó. Su voz era un crudo y feo rugido.
—¡Dilo!
Aceleró y embestimos la carretera de dos carriles; las hojas de los naranjos se dispersaron a la deriva a nuestro paso. Miré al frente y guardé silencio.
Ante nosotros el camino serpenteaba perezosamente a través del paisaje boscoso. Llegamos a la cima de una pequeña colina donde se alcanzaba a vislumbrar una hilera irregular de bicicletas y tres niños vestidos con un mono marrón y con mochilas de protones de gran tamaño en la espalda. Los cazafantasmas. Estaban pedaleando por la carretera, ocupando todo el carril de la derecha.
—Billy, desacelera —pedí.
—¿Son tus nuevos amigos paletos?
—¡No!, no los conozco.
—Entonces no te importará si los atropello —Billy aplastó el pie en el acelerador con más fuerza—. ¿Me darán puntos extra si los atropello al mismo tiempo?
La aguja del velocímetro estaba subiendo. Delante de nosotros, los cazafantasmas seguían pedaleando en medio de la carretera. No podían vernos.
—No, Billy, para. No es gracioso.
Se giró en el asiento del conductor y me miró, ya no observaba el camino, la carretera. La radio sonaba a todo volumen y él balanceaba la cabeza, al ritmo de la música.
Los chicos eran una interrupción en el camino y sus figuras cada vez se hacían más grandes. Nos acercábamos a ellos a una velocidad imposible, y por fin miraron atrás. Pude ver su confusión, y sentí que lo mismo se reflejaba en mi rostro, porque no podía significar lo que parecía. Billy no los iba a atropellar, eso sería una locura. Era el tipo de cosas con las que la gente bromeaba, pero que en realidad no hacía.
Me dije eso, pero no podía creérmelo. En un mundo normal y ordenado esto no podría suceder. Pero la verdad estaba aquí, justo delante de mí: ya no sabía a ciencia cierta qué haría Billy.
Las bicicletas se vislumbraban frente a nosotros y parecían por completo destructibles.
Sabía que si no hacía algo en ese momento, todo lo que viniera después tendría consecuencias. El miedo se había instalado ahora en mi garganta y era una mano que me arañaba y apretaba. Me acerqué hasta el salpicadero y giré el volante. El Camaro se desvió bruscamente hacia el carril de la dirección contraria.
Se sintió una sacudida salvaje, como si todo se estuviera deslizando. Los neumáticos rechinaron. Ahí estábamos, con los chicos alrededor del coche, y un instante después ya íbamos como un bólido camino a casa.
Miré hacia atrás por encima del hombro, a tiempo para ver a los chicos tumbados en la cuneta y sus bicicletas tiradas sobre las hojas de los naranjos.
El peligro había quedado detrás de nosotros, pero sentía los ojos ardiendo y demasiado grandes para permanecer en mi cabeza. Era difícil parpadear, y miré fijamente a través del sucio parabrisas. La carretera.
Tan pronto como mi mano tocó el volante, supe que estaba haciendo algo peligroso. Había cruzado alguna línea divisoria invisible hacia un lugar donde las cosas malas tenían lugar, y ahora tendría que pagar por ello. Billy me gritaría, me echaría a patadas del coche y me haría caminar de regreso a casa. Tal vez incluso me haría daño.
Sin embargo, ni siquiera pareció importarle. Sólo echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír a carcajadas, una gran carcajada ruidosa, larga y divertida, como si todo hubiera sido un desquiciado juego.
—¡Sí! ¡Les fue de un pelo!
Estaba sonriendo, golpeteando el volante y asintiendo con la cabeza. Mantuve mi mano en la manija de la puerta durante todo el camino de regreso a casa.
Estaba pensando en algo que papá me había dicho. El truco para sentirte como en casa en el mundo, decía, era saber cómo hacer cosas. Si contabas con las herramientas adecuadas, podías arreglar tu propia tubería, encontrar un trabajo, resolver un problema. Por eso le importaba tanto el conocimiento y la información. Por eso me esforzaba por aprender las cosas que él me enseñaba.
Cuando puedes desmontar una bisagra o abrir un candado, siempre encontrarás la forma de salir.