Читать книгу Stranger Things - Brenna Yovanoff - Страница 8

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CAPÍTULO UNO

El cielo estaba tan bajo que parecía estar posado justo encima del centro de Hawkins. El mundo pasó rápidamente junto a mí mientras mis zapatos repiqueteaban en la acera. Avancé más rápido en el monopatín; escuché el susurro de las ruedas sobre el cemento y su golpeteo cuando topaba con un bache. Era una tarde helada y el frío hacía que me dolieran los oídos. Todos los días habían sido así de fríos desde que llegamos al pueblo, hacía tres días.

Seguí mirando hacia arriba, esperando ver el cielo brillante de San Diego. Pero aquí todo se veía pálido y gris; incluso cuando no estaba nublado, el cielo parecía descolorido. Hawkins, Indiana, hogar de nubes grises, anoraks e invierno.

Mi nuevo… hogar.

La calle principal estaba decorada para Halloween, con escaparates llenos de calabazas sonrientes. Había telarañas falsas y esqueletos de papel en las ventanas del supermercado. Alrededor de la manzana, las farolas estaban envueltas en serpentinas negras y naranjas que ondeaban al viento.

Pasé la tarde en el Palace Arcade, jugando a Dig Dug hasta que me quedé sin monedas. Como a mamá no le gustaba que malgastara el dinero en videojuegos, antes sólo podía jugar cuando estaba con papá. Él me llevaba a la bolera o, a veces, a la lavandería, donde tenían juegos como Pac-Man y Galaga. Y en ocasiones pasaba el rato en el Joy Town Arcade del centro comercial, a pesar de que era una completa basura y muy frecuentado por metaleros con vaqueros raídos y chaquetas de cuero. Sin embargo, ahí tenían una máquina con Pole Position, que era mejor que cualquier otro juego de carreras, incluso contaba con un volante para que sintieras que conducías de verdad.

La sala de juegos de Hawkins era un edificio grande y de techo bajo con letreros de neón en las ventanas y un toldo amarillo brillante, pero tras las luces de colores y la pintura, sólo eran muros de aluminio. Ahí tenían Dragon’s Lair, Donkey Kong y Dig Dug, que era mi juego, en el que alcanzaba la puntuación más elevada.

Había estado allí toda la tarde, aumentando mi puntuación en Dig Dug, pero después de subir mi nombre hasta el puesto número uno me quedé sin monedas y comencé a sentirme ansiosa, como si necesitara moverme, así que salí del lugar, me subí al monopatín y me dirigí al centro para recorrer Hawkins.

Me impulsé para ir más rápido, mientras traqueteaba más allá de un restaurante, una ferretería, un RadioShack, un cine. El cine era pequeño, como si sólo tuviera una sala con pantalla, pero su fachada era ostentosa y anticuada, con una gran marquesina que sobresalía como un acorazado cubierto de luces.

Las únicas veces que de verdad me gustaba quedarme quieta era en el cine. El cartel más reciente anunciaba Terminator, pero ya la había visto. La historia era bastante buena. Un robot asesino con la apariencia de Arnold Schwarzenegger viaja en el tiempo desde el futuro para matar a una simple camarera llamada Sarah Connor. Al principio ella parece una chica normal, pero resulta ser una cabrona total. Me gustó, aunque no era en realidad una película de monstruos, pero algo me hizo sentir extrañamente decepcionada: ninguna de las mujeres que conocía era como Sarah Connor.

Me deslicé por delante de la casa de empeños, más allá de una tienda de muebles y una pizzería con un toldo a rayas rojas y verdes, cuando algo pequeño y oscuro cruzó la acera frente a mí. A la luz gris de la tarde, parecía un gato, y sólo tuve tiempo de pensar qué extraño era y cuán imposible sería ver a un gato en el centro de San Diego, cuando mis pies perdieron su centro.

Estaba acostumbrada, pero aun así, esa fracción de segundo antes de cada caída siempre resulta desorientadora. Cuando perdí el equilibrio sentí como si todo el mundo se hubiera girado del revés. Besé el suelo con tanta fuerza que sentí el rebote en la mandíbula.

He estado sobre un monopatín desde siempre, desde que mi mejor amigo, Nate Walker, y su hermano, Silas, hicieron un viaje a Venice Beach con sus padres, cuando estábamos en tercer grado, y regresaron absolutamente entusiasmados con historias sobre los Z-Boys y las tiendas de monopatines en Dogtown. Había estado encima de un monopatín desde el día que descubrí la cinta de agarre y las tablas Madrid, y entonces recorrí Sunset Hill por primera vez y aprendí lo que era ir tan rápido que tu corazón se aceleraba y te lloraban los ojos.

La acera estaba fría. Por un segundo, me quedé recostada sobre mi vientre, mientras sentía un hueco sordo en mi pecho y un dolor vibrando en mis brazos. Mi codo había atravesado la manga del suéter y sentía las palmas de las manos apelmazadas y vibrantes. El gato hacía rato que se había ido.

Me giré sobre la espalda y estaba tratando de sentarme cuando una mujer delgada y de cabello oscuro salió corriendo de una de las tiendas. Resultaba casi tan sorprendente como ver un gato en el distrito financiero. Nadie en California habría salido corriendo sólo para ver si me encontraba bien, pero esto era Indiana. Mamá había dicho que la gente sería más amable aquí.

La mujer ya estaba de rodillas sobre el pavimento, a mi lado, y me miraba con ojos grandes y nerviosos. Mi codo sangraba un poco donde se había roto la manga. Me zumbaban los oídos.

Se acercó a mí, con apariencia preocupada.

—Oh, tu brazo, eso debe doler —luego levantó la mirada y me miró a la cara—. ¿Te asustas fácilmente?

La miré fijamente. No, quería decir, y eso era cierto sí o sí. No me asustaban las arañas ni los perros. Podría caminar sola por el rompeolas en la oscuridad o pasear en monopatín por la orilla durante la temporada de inundaciones sin preocuparme siquiera de que algún asesino pudiera saltarme encima o de que algún repentino torrente de agua bajara precipitadamente y me ahogara. Y cuando mamá y mi padrastro dijeron que nos mudaríamos a Indiana, puse algunos calcetines, ropa interior y dos pares de vaqueros en mi mochila y me dirigí a la estación de autobuses. Era una absoluta locura preguntarle a los extraños si se asustaban. ¿Asustarse de qué?

Durante un segundo simplemente me senté en medio de la acera, con el codo punzando y las palmas de las manos en carne viva y llenas de tierra, y la miré con los ojos entrecerrados.

—¿Qué?

Ella sacudió la suciedad de mis manos. Las suyas eran más delgadas y más bronceadas que las mías, con los nudillos secos y agrietados, y las uñas mordidas. Junto a ellas, las mías se veían pálidas, cubiertas de pecas.

Me dirigió una mirada rápida y nerviosa, como si yo fuera la que estuviera actuando de manera extraña.

—Sólo preguntaba si te curas fácilmente. A veces la piel clara es así. De cualquier manera tendrías que ponerte un antiséptico para evitar que la herida se infecte.

—Oh —sacudí la cabeza. Todavía sentía las palmas de mis manos como si estuvieran llenas de pequeñas chispas—. No. Quiero decir, no lo creo.

Se inclinó más cerca de mí y estaba a punto de añadir algo cuando, de pronto, sus ojos se agrandaron todavía más y se quedó inmóvil. Las dos levantamos la mirada cuando el rugido de un motor cortó el aire.

Un Camaro azul pasó rugiendo, ignorando el semáforo en Oak Street y se detuvo junto a la acera. La mujer se giró para ver cuál era el problema, pero yo ya lo sabía.

Mi hermanastro, Billy, estaba en el asiento del conductor con una mano posada perezosamente en el volante. Alcanzaba a escuchar el sonido de su música a través de las ventanillas cerradas.

Incluso desde la acera podía ver la luz brillando en el pendiente de Billy. Me estaba observando de esa manera plana y vacía en que lo hacía siempre, con los párpados caídos, como si yo lo aburriera tanto que apenas pudiera soportarlo, pero detrás de eso había algo peligroso. Cuando me miraba así, mi rostro quería contraerse. Estaba acostumbrada a la forma en que me miraba, como si yo fuera algo que él quisiera sacarse de encima, pero siempre parecía peor cuando lo hacía frente a otra persona, como esta agradable y nerviosa mujer, que parecía la madre de alguien.

Me froté las manos punzantes en los muslos de mis vaqueros antes de agacharme para recoger el monopatín.

Él dejó caer la cabeza hacia atrás, con la boca abierta. Después de un segundo, se inclinó sobre el asiento y bajó la ventanilla.

La radio sonó más fuerte y la música de Quiet Riot golpeó el gélido aire.

—Entra.

Alguna vez, y durante dos semanas en abril pasado, pensé que el Camaro era la cosa más genial que jamás hubiera visto. Tenía un cuerpo largo y hambriento como un tiburón, con paneles aerodinámicos pintados y terminados angulosos. El tipo de coche con el que podrías robar un banco.

Billy Hargrove era tan rápido y fuerte como el coche. Llevaba una chaqueta de mezclilla descolorida y tenía un rostro de estrella de cine.

Por aquel entonces, él todavía no era Billy, sólo esa vaga idea que yo tenía sobre cómo iba a ser mi nueva vida. Su padre, Neil, iba a casarse con mi madre, y cuando nos mudáramos todos juntos, Billy sería mi hermano. Estaba emocionada de tener una familia otra vez.

Después del divorcio, papá se había largado a Los Ángeles, así que sólo lo veía prácticamente en los días festivos poco importantes, o cuando él estaba en San Diego por trabajo y mamá no podía encontrar una razón para no permitirme verlo.

Mamá todavía estaba cerca, por supuesto, pero de una manera débil y flotante, difícil de aferrar. Ella siempre había estado un poco borrosa en mi vida, pero una vez que papá estuvo fuera de escena, la situación se volvió aún peor. Era un poco trágica la facilidad con la que se desvanecía en la personalidad de todos los hombres con los que salía.

Recuerdo primero a Donnie, quien tenía un problema en la espalda y era incapaz de agacharse para sacar la basura. Nos preparaba panqueques Bisquick los fines de semana y era muy malo para contar chistes. Un día se escapó con una camarera de IHOP.

Después de Donnie, fue Vic, de San Luis; y luego Gus, con un ojo verde y otro azul; e Ivan, que se limpiaba los dientes con una navaja plegable.

Neil era diferente. Conducía una camioneta Ford marrón, vestía camisetas planchadas y su bigote lo hacía parecer una especie de sargento del ejército o un guardabosques. Y quería casarse con mamá.

Los otros tipos habían sido unos perdedores, pero eran unos perdedores temporales, así que nunca me importaron en realidad. Algunos de ellos eran bobos o amistosos o divertidos, pero después de un tiempo, las cosas malas siempre se acumulaban. Se atrasaban en el pago del alquiler, o destrozaban sus coches, o se emborrachaban y terminaban en la cárcel.

Siempre se iban, y si no lo hacían, mamá los echaba. Eso no me rompía el corazón. Incluso los mejores eran de alguna manera bochornosos. Ninguno de ellos era genial como papá, pero en general no estaban tan mal. Algunos eran incluso agradables.

Como dije, Neil era diferente.

Mamá lo conoció en el banco. Trabajaba allí como cajera, sentada todo el día detrás de una ventanilla manchada, entregando recibos de depósito y regalando caramelos a los niños pequeños. Neil era el guardia que vigilaba la entrada, junto a las puertas dobles. Lo había escuchado decir que mamá se veía como la bella durmiente sentada detrás del cristal, o como una antigua pintura enmarcada. Por la forma en que lo decía, se suponía que debía sonar romántico, pero yo no conseguía entender cómo podría serlo. La bella durmiente estaba en coma. Las pinturas enmarcadas no eran particularmente interesantes o excitantes, sólo estaban allí, atrapadas.

La primera vez que lo invitó a cenar, él trajo flores. Ninguno de los otros había llevado flores. Él le dijo que su pastel de carne era el mejor que hubiera probado nunca, y ella sonrió, se sonrojó y lo miró de reojo. Me alegré de que hubiera dejado de llorar por su último novio, un vendedor de alfombras que se peinaba de lado para disimular la calvicie y que tenía una esposa a quien muy convenientemente había evitado mencionar.

Unas pocas semanas antes de que la escuela cerrara para las vacaciones de verano, Neil le pidió a mamá matrimonio. Él le compró un anillo de compromiso y ella le entregó un juego de llaves de la casa. Aparecía entonces cada vez que se le antojaba, traía flores o se deshacía de almohadones y fotos que no le gustaban, pero no aparecía después de las diez y nunca pasó ahí toda la noche. Era demasiado caballeroso para algo así; anticuado, decía él. Le gustaban las cocinas limpias y las cenas familiares. El pequeño anillo de compromiso de oro hizo sentir a mamá más feliz de lo que la había visto en mucho tiempo, y traté de estar feliz por ella.

Neil nos había dicho que tenía un hijo que estudiaba bachillerato, pero no ahondó en el asunto. Pensé que se trataría de algún chico deportista, o tal vez una copia al carbón de Neil, pero más joven. Jamás hubiera imaginado a Billy.

La noche que finalmente lo conocimos, Neil nos llevó a Fort Fun, una pista de go-karts que estaba cerca de casa, donde los surfistas iban con sus novias a comer churros y a jugar en las mesas de hockey de aire o en la máquina de Skee-Ball. Era el tipo de lugar al que sujetos como Neil no irían ni muertos. Más tarde, me di cuenta de que él todavía estaba intentando hacernos creer que era alguien divertido.

Billy llegó tarde. Neil no dijo nada pero me di cuenta de que estaba furioso. Intentaba actuar como si todo estuviera bien, pero sus dedos dejaron abolladuras en su vaso de cartón de Coca-Cola. Mamá no paraba de toquetear su servilleta de papel mientras esperábamos; la enrolló y luego la rompió en pequeños cuadros.

Pensé que tal vez todo era una gran estafa y que Neil ni siquiera tenía un hijo. Era el tipo de cosas que siempre ocurrían en las películas de terror: el tipo se inventaba una vida falsa y les explicaba a todos cosas de su casa perfecta y su familia perfecta, cuando en realidad vivía en un sótano y comía gatos, o algo por el estilo.

No pensé realmente que ésa fuera la verdad, pero la imaginé de cualquier manera, porque eso era mejor que ver cómo lanzaba un vistazo al aparcamiento cada dos minutos para enseguida dedicar una sonrisa tensa a mamá.

Los tres estábamos avanzando con dificultades en el minigolf cuando finalmente apareció Billy. Ya habíamos llegado al décimo hoyo y nos encontrábamos frente a un molino de viento pintado, del tamaño de un cobertizo, intentando colar la bola más allá de las aspas giratorias.

Cuando el Camaro irrumpió en el aparcamiento, el motor hizo tanto ruido que todos se volvieron para mirar. Billy salió y dejó que la puerta se cerrara detrás de él. Llevaba puesta su chaqueta de mezclilla, sus botas de piel y, lo más impactante de todo, tenía un piercing. Algunos de los chicos mayores de la escuela usaban botas y chaquetas vaqueras, pero ninguno llevaba un pendiente en la oreja. Con su gran cabellera alborotada y la camisa abierta, se parecía a los metaleros del centro comercial, a David Lee Roth o a algún otro personaje famoso.

Se acercó a nosotros, atravesando el campo de minigolf.

Pasó por encima de una gran tortuga de plástico y sobre el falso césped verde.

Neil observaba con la mirada tensa y amarga que siempre ponía cuando algo no se ajustaba a sus estándares.

—Llegas tarde.

Billy se encogió de hombros. No miró a su padre.

—Saluda a Maxine.

Quería decirle a Billy que ése no era mi nombre, odiaba que la gente me llamara Maxine, pero guardé silencio. No habría importado. Neil siempre me llamaba así, y no importaba cuántas veces le había dicho que no lo hiciera.

Billy me dedicó esa lenta y fría inclinación de cabeza, como si ya nos conociéramos, y sonreí, sosteniendo mi palo de golf por el sudado recubrimiento de goma. Ya estaba pensando en lo genial que eso iba a ser para mí. En lo celosos que se pondrían Nate y Silas. Ahora yo tendría un hermano, y eso cambiaría mi vida.

Más tarde ambos jugamos a Skee-Ball mientras Neil y mamá caminaban juntos por el rompeolas. Se estaba volviendo un poco molesta la manera en que siempre se ponían tan melosos cuando estaban juntos, pero introduje mis monedas en la ranura e intenté ignorarlos. Ella parecía realmente feliz.

La máquina de Skee-Ball estaba en una plataforma de cemento elevada, sobre la pista de los go-karts. Desde la barandilla podías asomarte y observar cómo los coches pasaban zumbando alrededor de la pista con forma de ocho.

Billy apoyó los codos en la barandilla con las manos sueltas y desenfadadas delante de él y un cigarrillo entre los dedos.

—Susan parece una verdadera aguafiestas.

Me encogí de hombros. Ella era quisquillosa y nerviosa y, a veces, podía no ser divertida, pero era mi madre.

Billy observó la pista. Sus pestañas eran largas, como de chica, y vi por primera vez lo caídos que estaban sus párpados. Sin embargo, habría algo que llegaría a aprender de Billy: nunca se veía realmente despierto, excepto… algunas veces. Esas veces su rostro se ponía repentinamente en alerta, y entonces no tenías idea de lo que iba a hacer o de lo que iba a pasar a continuación.

—Así que, Maxine —dijo mi nombre como una especie de broma. Como si no fuera realmente mi nombre.

Pasé mi cabello detrás de las orejas y lancé una pelota a la taza de la esquina por cien puntos. La máquina debajo de la ranura de las monedas zumbó y escupió una retahíla de tiques de papel.

—No me llames así. Sólo Max.

Billy se giró para mirarme. Su rostro estaba relajado. Luego sonrió perezosamente.

—Bien. Eres una gran bocas.

Me encogí de hombros. No era la primera vez que lo escuchaba.

—Sólo cuando la gente me hace enfadar.

Rio, y su risa sonó grave y áspera.

—Bien. Mad Max, entonces.

En el estacionamiento, el Camaro estaba aparcado bajo una farola; era tan azul que parecía una criatura de otro mundo. Algún tipo de monstruo. Quería tocarlo.

Billy se había dado la vuelta otra vez. Estaba apoyado en la barandilla con el cigarrillo en la mano, mirando el avance de los karts a lo largo de la pista cercada por neumáticos.

Envié la última pelota a la taza de cien y tomé mis tiques:

—¿Quieres correr?

Billy resopló y le dio una calada al cigarrillo.

—¿Por qué querría perder el tiempo dando vueltas con un kart cuando sé conducir?

—Yo también sé conducir —dije, aunque no era exactamente cierto. Papá me había enseñado a usar el embrague una vez en el aparcamiento de un restaurante Jack in the Box.

Billy ni siquiera parpadeó. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una nube de humo.

—Seguro que sí —dijo. Parecía aburrido, un espacio en blanco bajo las luces de neón, pero sonaba casi amistoso.

—Sí sé. En cuanto tenga dieciséis años, voy a conseguir un Barracuda y conduciré hasta la costa.

—Un ’Cuda, ¿eh? Eso es un montón de caballos de fuerza para una niña pequeña.

—¿Y? Puedo conducirlo. Apuesto a que también podría conducir el tuyo.

Billy se acercó y se agachó para mirarme directamente a la cara. Tenía un olor marcado y peligroso, como a productos para el cabello y cigarrillos. Todavía sonreía.

—Max —dijo con voz maliciosa y canturreada—. Si crees que podrás acercarte a mi coche, estás absolutamente equivocada —pero estaba sonriendo cuando lo dijo. Rio de nuevo, pellizcó la colilla y la arrojó. Sus ojos brillaban.

Y pensé que todo era una gran broma, porque de esa manera era como hablaban los tipos de esa clase. Los vagos y los maleantes que papá conocía, todos los que se reunían en el Black Door Lounge al final de la calle de su apartamento en East Hollywood. Cuando hacían bromas sobre la temeraria hija de Sam Mayfield o me fastidiaban hablando sobre chicos, sabía que sólo bromeaban.

Billy se cernió sobre mí, estudiando mi rostro.

—Sólo eres una niña —dijo de nuevo—. Pero supongo que incluso las niñas pueden distinguir una buena carroza cuando la ven, ¿no?

—Claro —dije.

Pero, de hecho, yo había sido lo suficientemente tonta para creer que éste era el comienzo de algo bueno. Que los Hargrove estaban aquí para que todo fuera mejor, o estuviera bien, por lo menos. Que esto era una verdadera familia.

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