Читать книгу Promesa de sangre (versión latinoamericana) - Brian McClellan - Страница 12

Оглавление

Capítulo 3

Taniel se detuvo un momento en el último escalón de la entrada de la Casa de los Nobles. A esa hora de la mañana, el edificio estaba oscuro y silencioso como un cementerio. Había soldados apostados a intervalos en los escalones, en la calle y en cada puerta. Reconoció a los hombres del mariscal Tamas, con sus uniformes azul oscuro. Muchos de ellos lo conocían de vista. Los que no lo conocían, veían el barril de pólvora de plata sujeto a su chaqueta de gamuza. Uno de ellos lo saludó con la mano. Él devolvió el gesto, luego extrajo una tabaquera y se echó una línea de pólvora negra sobre el dorso de la mano. La aspiró.

La pólvora lo hacía sentir vibrante, animado. Le agudizaba los sentidos y la mente. Hacía que le latiera más rápido el corazón y le calmaba los nervios. Para un Marcado, la pólvora era vida.

Taniel sintió una palmada en el hombro y se volvió. Su compañera era una cabeza más baja que él, y su cuerpo era menudo como el de un niño. Llevaba un sombrero de ala ancha que le cubría casi todas las facciones y un abrigo de viaje que le llegaba a los pies; no parecía muy grueso, pero la mantenía abrigada. Estaba comenzando la primavera y el clima estaba fresco, y Ka-poel provenía de un lugar mucho más cálido.

Ella señaló con curiosidad el edificio que tenían delante de ellos. Su mano era pequeña y estaba cubierta de pecas. Taniel tuvo que recordarse a sí mismo que ella nunca había visto un edificio como la Casa de los Nobles. Con sus seis pisos y el ancho de un campo de batalla, la sede del gobierno adrano era lo suficientemente amplia para albergar las oficinas de cada uno de los nobles y a su personal.

—Llegamos. —La voz de Taniel sonó inusualmente rígida en el silencio matutino—. Aquí nos dijeron sus soldados que viniéramos. Él no tiene una oficina aquí. ¿Habrá sucedido esta noche? Yo podría haber elegido un mejor momento… —Se quedó callado.

Le estaba parloteando a una muda, lo que hacía evidente su nerviosismo. Tamas se pondría furioso cuando se enterara de lo de Vlora. Por supuesto, la culpa sería de Taniel. Se dio cuenta de que aún sostenía la tabaquera. Le temblaban las manos. Se echó otra línea sobre el pulgar. Aspiró la pólvora e inclinó la cabeza hacia atrás con el corazón latiéndole deprisa. Las siluetas en la oscuridad se volvieron más precisas; los sonidos, más fuertes. Suspiró ante el alivio que le brindaba el trance de pólvora. Sostuvo una mano en alto, a la luz del farol de la calle. Ya no le temblaba.

—Pole —le dijo a la chica—, no he visto a Tamas en mucho tiempo. Es un hombre duro con todo el mundo, salvo con unos pocos... Sabon. Lajos. Esos son sus amigos. Yo soy solo otro soldado. —Unos ojos verdes lo observaron por debajo del sombrero—. ¿Entiendes? —preguntó.

Ka-poel asintió levemente con la cabeza.

—Ten —le dijo. Metió la mano en el frente de su chaqueta y extrajo su cuaderno de bocetos. Se trataba de un libro viejo, desgastado por el uso y los viajes, encuadernado con piel de becerro. Pasó algunas páginas hasta que encontró un retrato de Tamas y se lo entregó a Ka-poel. El boceto estaba hecho en carboncillo y estaba borroneado por el desgaste, pero el rostro severo del mariscal de campo era difícil de confundir.

Ella estudió el dibujo un momento y luego le devolvió el cuaderno.

Taniel empujó una de las enormes puertas y se dirigió al gran salón. El lugar estaba completamente a oscuras excepto por una luz que había cerca de una escalera, a su izquierda. Una lámpara colgaba de la pared, y debajo había una figura que dormitaba agotada en una silla para sirvientes.

—Veo que Tamas ha mejorado su posición. —Taniel oyó el eco de su propia voz por el gran salón y tuvo la satisfacción de ver a Sabon saltar de la silla. Su rostro estaba marcado con líneas oscuras, un detalle que solo podía ver a causa del trance de pólvora. Sabon parecía haber envejecido diez años en los dos que habían pasado desde la última vez que se vieron—. No me gusta —agregó, quitándose el rifle y la mochila del hombro y apoyándolos sobre la alfombra de felpa roja. Se inclinó para frotarse las piernas y devolverles la sensibilidad después de pasar veinte horas en un carruaje—. Es muy frío en invierno, muy solitario en verano. Y un espacio como este solo logra atraer huéspedes.

Sabon se acercó riendo. Estrechó la mano de Taniel y luego lo abrazó.

—¿Cómo andan las cosas en Fatrasta?

—¿Oficialmente? Siguen en guerra con Kez. Extraoficialmente, Kez pidió la paz y casi todos los regimientos regresaron a los Nueve. Fatrasta ganó su independencia.

—¿Mataste a algún Privilegiado keseño por mí? —preguntó Sabon.

Taniel levantó su rifle a la luz. Sabon pasó el dedo por la hilera de marcas hechas en la culata y silbó con apreciación.

—Incluso a algunos Guardianes —respondió.

—Esos son difíciles de matar.

—Necesité más de una bala para ellos —asintió.

—Taniel “Dos Tiros” —exclamó Sabon—. Has sido el tema de conversación de los Nueve durante todo un año. La camarilla real estaba aterrorizada. Quería que Manhouch te ordenara regresar. Un Marcado que mata a Privilegiados, aunque fueran keseños, sienta un mal precedente.

—Ya es muy tarde, supongo —dijo Taniel mirando el salón a oscuras. O no estarían allí. Si todo había salido según lo planeado, Tamas había masacrado a la camarilla real y capturado a Manhouch.

—Se llevó a cabo hace unas horas —dijo Sabon.

A Taniel le pareció ver un dejo de dureza en los ojos del viejo soldado.

—¿Algo salió mal?

—Perdimos cinco hombres. —Sabon recitó una serie de nombres.

—Que descansen con Kresimir. —Aun mientras lo decía, a Taniel la plegaria le sonó vacía. Hizo una mueca—. ¿Y Tamas?

Sabon suspiró.

—Está… cansado. Derrocar a Manhouch solo es el primer paso. Todavía tenemos que llevar adelante la ejecución, establecer un nuevo gobierno, lidiar con los keseños, con el hambre, con la pobreza. La lista sigue.

—¿Prevé que habrá problemas con el pueblo?

—Tamas prevé prácticamente todo. Surgirán realistas. Sería estúpido pensar que no sucederá, en una ciudad de un millón de habitantes. No sabemos cuántos serán, o cuán organizados van a estar. Tamas te necesita, a ti y a Vlora. ¿No vino contigo?

Taniel echó una mirada hacia Ka-poel. Era la única persona que había en el salón, además de ellos. Había dejado el equipo de Taniel en el suelo y ahora recorría lentamente el lugar, observando pinturas que apenas podían verse en la oscuridad. Llevaba la mochila colgada sobre un hombro.

A Taniel se le tensó la mandíbula.

—No.

Sabon retrocedió un paso e hizo un gesto con la cabeza en dirección a Ka-poel.

—Mi asistente —dijo Taniel—. Es de Dynize.

—Es salvaje, ¿no? —respondió Sabon pensativo—. ¿El Imperio Dynizano finalmente ha abierto las fronteras? Es una gran noticia.

—No. Algunas de sus tribus viven en el oeste de Fatrasta.

—No parece ser más que un niño.

—Ten cuidado de no llamarla “un niño” —dijo Taniel—. Es un poco quisquillosa sobre eso.

—Una niña, entonces —repuso Sabon mirándolo con ironía—. ¿Se puede confiar en ella?

—Le salvé la vida más veces que ella a mí. Los salvajes se toman muy en serio ese tipo de cosas.

—Entonces, no son tan salvajes —murmuró Sabon—. Tamas querrá saber por qué Vlora no está aquí.

—Deja que yo me encargue de eso.

Tamas preguntaría sobre Vlora incluso antes de preguntar sobre Fatrasta. Taniel sabía que sería tonto imaginarse que en dos años las cosas habrían cambiado demasiado. Dos años. Por el abismo. ¿Había pasado tanto tiempo? Dos años antes Taniel había partido hacia el exterior para lo que sería un pequeño viaje a la colonia keseña de Fatrasta. Un tiempo para “calmar los nervios”, había dicho Tamas. Taniel llegó una semana antes de que declararan su independencia de Kez y se había visto obligado a elegir un bando.

Sabon asintió con la cabeza.

—Te llevaré con él entonces.

Sabon retiró el farol de su soporte mientras Taniel levantaba sus cosas. Ka-poel los seguía unos pasos más atrás, mientras ellos avanzaban por los oscuros pasillos. La Casa de los Nobles era un lugar enorme y sobrecogedor. Las gruesas alfombras acallaban sus pasos, por lo que se movían casi como fantasmas. A Taniel no le gustaba el silencio. Le recordaba demasiado al bosque, cuando había enemigos al acecho. Doblaron una esquina y vieron luz proveniente de una habitación al final del pasillo. También voces, que sonaban a gritos de ira.

Taniel se detuvo en la entrada de una habitación bien iluminada, la antesala de la oficina de algún noble. Dentro, dos hombres estaban frente a frente junto a una chimenea enorme. No había ni medio metro entre ellos, y tenían los puños apretados, a punto de comenzar a pelear. Un tercer hombre, un guardaespaldas de mucha presencia y con las facciones golpeadas de un boxeador, estaba de pie a un lado, con expresión perpleja, preguntándose si debería intervenir.

—¡Tú lo sabías! —estaba diciendo el hombre más pequeño. Tenía el rostro rojo y se alzaba de puntillas para tratar de igualar la altura del otro. Se empujó unos lentes sobre la nariz, pero se le volvieron a deslizar—. Dime la verdad, ¿planeaste esto desde el principio? ¿Sabías que adelantarías los planes?

El mariscal Tamas levantó las manos frente a él, con las palmas hacia adelante.

—Por supuesto que no lo sabía —dijo—. Lo explicaré todo por la mañana.

—¡Durante la ejecución! ¿Qué clase de golpe de estado…? —El hombre más pequeño notó la presencia de Taniel y se calló—. Sal de aquí, esta es una conversación privada.

Taniel se quitó el sombrero y se apoyó contra el marco de la puerta, abanicándose con aire despreocupado.

—Pero justo estaba poniéndose interesante —dijo.

—¿Quién es este niño? —le espetó a Tamas el hombrecito.

¿Niño? Taniel miró al mariscal de campo. Tamas no podría haber estado esperándolo esa misma noche, pero no mostró ni un poco de sorpresa. No era un sujeto que exteriorizara sus emociones. Taniel a veces se preguntaba si realmente tenía alguna.

Tamas dejó escapar un suspiro.

—Taniel, me alegro de verte.

¿Era cierto eso? Parecía de todo menos contento. Había perdido algo de cabello durante los últimos dos años, y ahora tenía el bigote más gris que negro. Estaba envejeciendo. Taniel le hizo un gesto leve con la cabeza.

—Discúlpenme —dijo Tamas tras una breve pausa—. Taniel, él es Ondraus el tesorero. Ondraus, te presento al Marcado Taniel, uno de mis magos.

—Este no es lugar para un niño... —Ondraus vio a Ka-poel rondando detrás de Taniel. Entrecerró los ojos—, y una salvaje —agregó. Volvió a entrecerrar los ojos, como si no estuviera seguro de lo que había visto la primera vez. Dijo algo entre dientes.

Tamas lo había presentado como un mago de la pólvora. ¿Eso era todo lo que representaba para él? ¿Tan solo un soldado más?

El mariscal abrió la boca, pero Taniel habló primero:

—Señor, soy un capitán del ejército fatrasto, un Marcado al servicio de Adro, y sé todo acerca del golpe de estado. Puedo matar a un par de Privilegiados a casi dos kilómetros de un solo tiro y lo he hecho varias veces. Estoy lejos de ser un niño.

Ondraus inhaló.

—Ah, sí, Tamas. Así que este es tu famoso hijo.

Taniel se pasó la lengua por los dientes y miró a su padre. “Sí lo soy, ¿no es verdad? Es bueno que se lo recuerdes, Ondraus. Él suele olvidarlo”.

—Taniel tiene derecho a estar aquí —dijo Tamas.

Ondraus observó a Taniel durante un momento. Y su enojo fue reemplazado por una mirada calculadora. Respiró hondo.

—Quiero que me prometas una cosa —le dijo a Tamas. Su voz había perdido la emoción. Ahora tenía un matiz negociador, con un dejo de peligro mucho más aterrador que su enojo anterior—. Los demás estarán tan furiosos como yo, pero si me dejas echarles mano a los registros reales antes de la ejecución, te daré mi apoyo.

—Qué amable —respondió el mariscal secamente—. Tú eres el tesorero del rey. Ya tienes los registros reales.

—No —dijo Ondraus como si se lo estuviera explicando a un niño—. Soy el tesorero de la ciudad. Yo quiero los registros privados de Manhouch. Ha estado diez años gastando dinero como una puta cara en una joyería, y tengo la intención de hacer un balance de los libros.

—Acordamos dar sus arcas a los pobres.

—Después de que haga el balance de los libros.

Tamas lo consideró durante un momento.

—Hecho. Tienes hasta la ejecución. Al mediodía.

—Bien. —Ondraus atravesó la habitación apoyando buena parte de su peso en un bastón. Le hizo un gesto al grandote para que lo siguiera. Ambos pasaron a los empujones por delante de Taniel y se fueron por el pasillo.

—Ni siquiera un “con su permiso” —exclamó Taniel.

—Para Ondraus el mundo no es más que números y aritmética—dijo Tamas haciendo un gesto de desdén. Le hizo una seña a Taniel para que entrara en la habitación y se acercó. Se dieron la mano.

Taniel buscó en los ojos de su padre y se preguntó si debería estrecharlo en un abrazo como lo haría con cualquier camarada tras una larga ausencia. Tamas miraba la pared con el ceño fruncido y la mente en otra cosa, y Taniel descartó esa idea.

—¿Dónde está Vlora? —le preguntó mirando con curiosidad a Ka-poel—. ¿No la visitaste en Jileman al volver?

—Viene en otro carruaje —respondió Taniel. Trató de mantener la voz neutra. La primera pregunta de Tamas, por supuesto.

—Siéntate —le dijo—. Hay mucho de qué hablar. Comencemos con esto: ¿quién es ella?

Ka-poel había apoyado la mochila y el rifle de Taniel en un rincón y estaba examinando la habitación y las cortinas con algo de interés. Su recorrido por las ciudades de los Nueve había sido muy apresurado, y Taniel y ella habían pasado de carruaje en carruaje, durmiendo mientras viajaban, para llegar a Adopest.

—Se llama Ka-poel —dijo Taniel—. Es dynizana, de una tribu del oeste de Fatrasta. Pole —le instruyó—, quítate el sombrero. —Taniel le ofreció una sonrisa de disculpa a su padre—. Todavía le estoy enseñando modales adranos. Tienen costumbres muy distintas de las nuestras.

—¿El Imperio Dynizano abrió las fronteras? —Tamas parecía escéptico.

—Muchos nativos de los Yermos de Fatrasta tienen sangre dynizana, pero los estrechos que hay entre Dynize y Fatrasta evitan que sufran el aislacionismo de sus primos.

—¿Los generales fatrastos muestran preocupación por Dynize?

—¿Preocupación? La sola idea les provoca acidez. Pero la guerra civil dynizana no da señales de que vaya a terminar. No volverán la mirada hacia fuera durante un tiempo.

—¿Y los keseños?

—Cuando me fui, ya estaban haciendo propuestas de paz.

—Qué pena. Esperaba que Fatrasta los mantuviera ocupados durante un tiempo más. —Tamas miró a su hijo de arriba abajo—. Veo que aún llevas puesta la vestimenta de la frontera.

—¿Y cuál es el problema? Me gasté todo mi dinero para volver a casa. —Taniel se tomó la solapa de su chaqueta de gamuza—. Estas son las mejores prendas de la frontera. Abrigadas, duraderas. Me alegro de tenerlas, me había olvidado del frío que llega a hacer en Adro.

—Ya veo. —Tamas se acercó a Ka-poel y la estudió.

Ella sostuvo el sombrero con ambas manos y sin temor le mantuvo la mirada. Tenía el cabello rojo fuego y su pálida piel estaba cubierta de pecas cenicientas, una rareza que no se veía en los Nueve. Tenía rasgos pequeños y atractivos. Nada que ver con la imagen de los guerreros enormes y salvajes que la mayor parte de la población de los Nueve se hacía de los dynizanos.

—Fascinante —comentó—. ¿Dónde la conociste?

—Era la exploradora de nuestro regimiento —dijo Taniel—. Nos ayudó a rastrear Privilegiados keseños por los Yermos de Fatrasta. Se convirtió en mi vigía, y le salvé la vida algunas veces. No se ha alejado de mí desde entonces.

—¿Habla adrano?

—Es muda. Pero lo entiende.

Tamas se inclinó hacia adelante, mirándola a los ojos. Le examinó las mejillas y las orejas, como si fuera un caballo de competición. Taniel se preguntó si seguiría con los dientes. Casi que deseó que lo hiciera; Ka-poel lo mordería si lo intentaba.

—Es una hechicera —dijo Taniel—, una Ojo de Hueso. La versión dynizana de los Privilegiados, aunque su magia es algo diferente, según tengo entendido.

—Hechiceros salvajes. He oído algo acerca de ellos. Es muy pequeña. ¿Qué edad tiene?

—Catorce años —respondió Taniel—. Creo. Son gente de contextura pequeña, pero son demonios en el campo de batalla. También son buenos con los rifles. Ah, eso me recuerda que quería mostrarte algo. —Señaló su arma. Ka-poel desató el rifle del morral y se lo alcanzó. Taniel sonrió y lo sostuvo frente a su padre.

—¿Es…? ¿Es este el rifle que usaste para ese tiro? —preguntó Tamas.

—Claro que sí.

Tamas tomó el rifle por el cañón, se lo colocó en posición y apuntó.

—Es muy largo. Buen peso. Ánima estriada, la cubierta de la cazoleta, la llave de chispa. Un hermoso trabajo.

—Mira el nombre que hay debajo del cañón.

—Un Hrusch. Muy bonito.

—No es solo el diseño —dijo Taniel—. Lo fabricó el propio Hrusch. Pasé un mes con él en Fatrasta. Llevaba ya bastante tiempo trabajando en este rifle, y me lo obsequió.

Los ojos de Tamas se agrandaron.

—¿Es genuino? Nunca vi rifles mejor construidos. Compramos los derechos de la patente hace un año y hemos estado fabricándolos para el ejército, pero hasta ahora solo había visto uno construido por el propio Hrusch.

Taniel sintió satisfacción por el asombro de su padre. Finalmente, algo nuevo. Algo de lo que Tamas quizás se sentiría orgulloso.

—Los keseños también trataron de comprar la patente —dijo Taniel.

—¿En serio? ¿Aun estando en guerra con Fatrasta?

—Por supuesto. Los rifles Hrusch les patearon el culo en la frontera. Casi no tienen tiros fallidos, ni en el peor de los climas. Pero él se rehusó a vendérsela, ni por un cofre de oro y un condado. Y los armeros de Kez no pueden replicar su trabajo.

—No hay nadie que pueda, a menos que le haya enseñado él mismo. —Tamas examinó detenidamente el rifle durante varios minutos antes de devolverlo.

—¿Te gusta? —preguntó Taniel.

—Extraordinario. —De pronto su interés disminuyó, y su atención pareció distante.

Taniel dudó.

—Entonces te gustará esto. —Extendió una mano hacia Ka-poel. Ella le entregó un estuche de madera de unos cuarenta centímetros, hecho de caoba pulida—. Un regalo —dijo Taniel.

Tamas colocó el estuche sobre una mesa y abrió la tapa.

—Increíble —susurró.

—Pistolas de duelos —explicó Taniel—. Las fabricó el hijo mayor de Hrusch. Según dicen, es mejor armero que su padre. Llave de chispa refinada con cazoleta a prueba de lluvia y cojinete de rodillos en el muelle de acero. No tienen ánima estriada, pero son mucho más precisas. —Volvió a sentir esa satisfacción al ver que el rostro de su padre se iluminaba.

Tamas levantó una de las pistolas y le pasó el dedo por el cañón octogonal. La luz de las lámparas se reflejó en las incrustaciones de marfil, y el pulido relució maravillosamente.

—Son increíbles. Tendré que provocar un insulto, solo para poder usarlas —dijo, y Taniel rio. Sonaba a algo que su padre haría—. Son maravillosas —agregó. Taniel creyó ver un brillo en sus ojos. ¿Estaba orgulloso? ¿Agradecido? Supuso que no, Tamas no conocía el significado de esas palabras—. Ojalá tuviéramos un poco más de tiempo para hablar.

—¿Vamos a lo importante? —propuso. Claro. No había tiempo para conversar. No había tiempo para ponerse al día con el hijo que había estado ausente durante tantos meses.

—Por desgracia —respondió Tamas, no entendiendo o ignorando el sarcasmo—. Sabon —llamó en voz más alta y el deliví apareció en la puerta—: Trae a los mercenarios. —Sabon volvió a desaparecer—. Ahora bien, ¿dónde está Vlora? Los necesitamos a los dos. ¿Te contó Sabon sobre nuestras bajas?

—Sí. Muy malas noticias. Supongo que Vlora estará por llegar —respondió encogiéndose de hombros—. No hablé con ella, exactamente.

Tamas frunció el ceño.

—Pensé que…

—La encontré en la cama de otro hombre —lo interrumpió Taniel, y sintió una satisfacción súbita al ver la conmoción en su rostro. La conmoción se convirtió en ira, luego en dolor.

—¿Por qué? ¿Cuándo? ¿Durante cuánto tiempo? —Las palabras le salieron a borbotones.

Fue un momento de tanta confusión que Taniel se preguntó si alguien había visto a Tamas así alguna vez, o si volvería a suceder. Se apoyó en su rifle y reprimió un gesto de desprecio. ¿Por qué le importaba a su padre? No se trataba de su prometida.

—Varios meses, según los rumores. Le pagaron al hombre para que la sedujera. El hijo de un noble, que lo hizo por la emoción y el dinero.

—¿Le pagaron? —repitió Tamas entrecerrando los ojos.

—Un ardid —dijo Taniel—. Una venganza mezquina. Planeada por algún noble acaudalado, seguramente.

Taniel no se había tomado la molestia de averiguar quién era el culpable, pero casi no tenía dudas. La nobleza odiaba a Tamas. Era un plebeyo de nacimiento y había usado su influencia con el rey para evitar que los más acaudalados compraran ascensos y rangos de oficiales en el ejército. Solo ascendían los más capaces. Eso era algo que iba en contra de las tradiciones, pero también hizo que el ejército adrano se convirtiera en uno de los mejores de los Nueve. La nobleza le tenía demasiado miedo a Tamas para atacarlo directamente, pero harían lo que fuera para golpearlo, incluso a través de su hijo.

Tamas apretó los dientes con furia.

—Esta misma noche he arrestado a media nobleza. Se enfrentan a la guillotina junto con su rey. Averiguaré quién fue el que pagó y entonces…

De pronto, Taniel se sintió cansado. Años de luchar una guerra que no era la suya, seguida por meses de viaje incómodo, solo para llegar a casa y tener que lidiar con la traición y un golpe de estado. Su furia ya había amainado. Se echó una línea de pólvora negra sobre el pulgar y la aspiró.

—La guillotina es suficiente. Ahórrales el trabajo a tus hombres —dijo. “Y ahórrate la ira, aunque Kresimir sabe que tienes suficiente. Pero no tienes compasión; ninguna por tu hijo, el traicionado”.

Tamas se restregó los ojos.

—Debería haber ordenado que la siguieran.

—Ella es libre de hacer lo que quiera —dijo Taniel. Le salió como un gruñido.

—¿La boda?

—Le clavé el anillo al imbécil con quien se encamaba. Habrán tenido que quitárselo con su propia espada.

Sabon volvió a entrar en la habitación. Lo seguía un par de personajes de dudosa reputación, que llevaban la vestimenta de quienes duermen en la montura o sobre una mesa de una taberna. El primero era un hombre alto y flacucho, con la cabeza prácticamente calva, aunque no podía tener más de treinta años. Usaba un cinturón que le cubría todo el estómago y del que colgaban cuatro espadas y tres pistolas de diferente tipo y tamaño. También tenía puestos los guantes de un Privilegiado, solo que en lugar de ser blancos con runas de colores, eran azul marino con runas doradas. Era un quiebramagos; un Privilegiado que había abandonado su hechicería innata para poder anular la magia a voluntad.

Lo seguía una mujer. Parecía estar cerca de los cuarenta años y vestía pantalones de montar y chaqueta. Sería hermosa si no fuera por la vieja cicatriz que le elevaba la comisura del labio y le llegaba hasta la sien. Ella también llevaba guantes de Privilegiada, con los que podía tocar el Otro Lado. Los suyos eran blancos con runas en tono carmesí. Taniel se preguntó por qué no estaba en una camarilla. Percibía que ya era lo suficientemente poderosa sin necesidad de abrir su tercer ojo.

Mercenarios, había dicho Tamas. Aquellos dos lo parecían. Juntos, una Privilegiada y un quiebramagos formaban una combinación peligrosa. Estaban acostumbrados a cazar Dotados, Marcados y Privilegiados. Taniel se preguntó qué tenía en mente su padre.

—Una Privilegiada escapó de la matanza en el Horizonte —dijo Tamas—. No forma parte de la camarilla real, pero aun así es poderosa. Quiero que ustedes tres… —Echó una mirada hacia Ka-poel—, cuatro la rastreen y la maten.

Tamas asumió el rol del hombre acostumbrado a dar instrucciones a sus soldados, y Taniel se dio cuenta de que su bienvenida se reduciría a una sesión informativa y a recibir una misión. Debía partir a cazar a otra Privilegiada. Miró a los mercenarios. Parecían competentes. Había contado con menos recursos en Fatrasta. Esa Privilegiada que debían cazar había matado a cinco magos de la pólvora en un abrir y cerrar de ojos. Sería peligrosa, y él nunca había cazado en una ciudad. Supuso que el desafío haría que no pensara en… otras cosas.

Levantó la tabaquera una vez más y, haciendo caso omiso a la mirada de desaprobación de su padre, se echó una línea sobre el dorso de la mano.

Nila hizo una breve pausa para observar el fuego que ardía debajo de la gran olla suspendida en la chimenea. Se frotó las manos agrietadas y se las calentó al fuego. El agua herviría pronto, y ella terminaría de lavar toda la ropa de los habitantes de la casa. Había una pequeña pila de prendas sucias en la despensa, pero la mayor parte de la vestimenta de la familia, junto con el ropaje de la servidumbre, había estado en remojo en las grandes tinas de agua caliente y jabón de lejía desde la tarde anterior. Tendría que hervir todas las prendas, enjuagarlas y colgarlas para que se secaran, pero primero tenía que planchar el uniforme de gala del duque. Se reuniría con el rey a las diez. Todavía faltaban horas, pero todo eso —el lavado, el enjuague y el planchado— debía hacerse antes de que los cocineros se levantaran a preparar el desayuno.

Se abrió la puerta del lavadero y entró en la cocina un niño de cinco años restregándose los ojos somnolientos.

—¿No puede dormir, joven amo?

—No —dijo él.

Jakob, el único hijo del duque Eldaminse, era un niño muy enfermizo. Tenía el cabello rubio y un rostro pálido, de mejillas delgadas. Era menudo para su edad, pero inteligente, y más amistoso con la servidumbre de lo que le correspondería al hijo de un duque. Cuando nació, Nila tenía trece años y era aprendiz de lavandera para los Eldaminse. Jakob le había tomado cariño desde que aprendió a caminar, para disgusto de su madre y de su institutriz.

—Siéntese aquí —dijo Nila, colocándole una manta limpia y seca cerca del fuego—. Solo por unos minutos, y luego regresará a la cama antes de que Ganny se despierte.

El niño se acomodó sobre la manta y observó mientras Nila calentaba la plancha en la estufa y extendía la ropa de su padre. Pronto los ojos comenzaron a pesarle y se recostó.

Nila llevó una enorme cubeta y la colocó a un lado de la olla de hierro. Estaba a punto de echar el agua cuando la puerta volvió a abrirse.

—¡Nila!

Ganny estaba en la entrada a la cocina, con las manos en la cadera. Tenía veintiséis años y era bastante severa para su edad, muy adecuada para ser la institutriz del heredero de un ducado. Llevaba su cabello color cacao en un rodete bien ceñido, detrás de la cabeza. Aun con la ropa de dormir, Ganny tenía una apariencia más formal que Nila, con su vestido simple y sus rebeldes rizos oscuros.

Nila se llevó un dedo a los labios.

—Sabes que él no debería estar aquí —dijo Ganny bajando la voz.

—¿Qué debo hacer? ¿Decirle que no?

—¡Por supuesto!

—Déjalo en paz, por fin se durmió.

—Se enfermará ahí en el suelo.

—Está recostado junto al fuego —replicó Nila.

—¡Si la duquesa lo encuentra aquí, se pondrá furiosa! —Ganny levantó un dedo y lo agitó—. No te defenderé cuando ella te deje en la calle.

—¿Alguna vez me has defendido?

Los labios de Ganny formaron una línea rígida.

—Esta noche le recomendaré a la duquesa que te eche. No eres más que una mala influencia para Jakob.

—Y yo… —Nila echó una mirada al niño dormido y cerró la boca. No tenía familia ni contactos. Ya le desagradaba a la duquesa. El duque Eldaminse tenía el hábito de acostarse con las sirvientas, y últimamente la miraba con más frecuencia. Nila no necesitaba tener problemas con Ganny, aunque fuera una bravucona—. Lo siento, Ganny —dijo—. Lo llevaré de vuelta a la cama. ¿Tienes alguna prenda que necesitas que te lave?

—Esa actitud es mejor —dijo Ganny—. Ahora… —Un golpeteo en la puerta principal la interrumpió. Era lo suficientemente fuerte como para oírse hasta el otro lado de la casa—. ¿Quién viene a estas horas de la madrugada? —Se acomodó la ropa de dormir y se dirigió al vestíbulo—. ¡Despertará al lord y a la lady!

Nila apoyó las manos en las caderas y miró a Jakob.

—Me meterá en problemas, joven amo.

Los ojos del niño se abrieron.

—Lo siento —dijo.

Ella se arrodilló a su lado.

—Está bien, vuelva a dormir. Déjeme que lo llevaré a la cama.

Acababa de levantarlo cuando oyó un alarido que provenía del frente de la casa. Luego siguieron gritos y unos pasos que subían corriendo la escalera y pasaban al vestíbulo principal. Nila oyó voces masculinas, enérgicas, que no pertenecían al personal de la casa.

—¿Qué pasa? —preguntó Jakob.

Ella lo puso de pie para que él no sintiera que le temblaban las manos.

—Rápido —le dijo—, en la cubeta.

A Jakob le tembló el labio inferior.

—¿Por qué? ¿Qué está sucediendo?

—¡Escóndase!

El niño obedeció; ella le echó la ropa sucia encima e hizo una pila alta, luego salió al vestíbulo.

Chocó contra un soldado. Este volvió a hacerla entrar en la cocina de un empujón.

Enseguida se sumaron otros dos hombres, y luego otro, que sostenía a Ganny de la nuca. La empujaron y Ganny cayó al suelo. Sus ojos reflejaban una mezcla de miedo e indignación.

—Estas dos bastarán —dijo uno de los soldados. Llevaba el azul oscuro del ejército adrano, con dos tiras doradas sobre el pecho, y una medalla plateada que indicaba que había servido a la corona en el extranjero. Comenzó a aflojarse el cinturón y dio un paso en dirección a Nila.

Ella tomó la plancha caliente de la estufa y le golpeó el rostro con fuerza. El soldado cayó ante los gritos de sus camaradas.

Un soldado la tomó de los brazos y otro, de las piernas.

—Es combativa —dijo uno.

—Eso dejará una marca —acotó otro.

—¡¿Qué significa esto?! —La institutriz había vuelto a ponerse de pie, por fin—. ¿Saben a quién pertenece esta casa?

—Cállate. —El soldado al que Nila había golpeado se había puesto de pie, con una quemadura inflamada en la mitad del rostro. Le dio a Ganny un fuerte puñetazo en el estómago y se volvió hacia Nila—: Se acerca tu turno.

Nila forcejeó contra unas manos demasiado fuertes. Se volvió hacia la cubeta, con la esperanza de que Jakob no viera eso, y cerró los ojos esperando el golpe.

—¡Heathlo! —ladró una voz. Y cuando las manos que sostenían a Nila se aflojaron, ella volvió a abrir los ojos—. ¿Qué abismos está haciendo, soldado?

El hombre que había hablado llevaba el mismo uniforme que los otros, salvo por un triángulo de oro enganchado en su solapa de plata. Tenía el cabello rubio y la barba pulcramente recortada. Le colgaba un cigarrillo en la comisura de la boca. Nila nunca había visto un soldado con barba.

—Solo nos estamos divirtiendo un poco, sargento —Heathlo le echó una mirada amenazante a Nila y luego se volvió hacia el sargento.

—¿Divirtiendo? Para nosotros no hay diversión, soldado. Este es el ejército. Ya han oído las órdenes del mariscal de campo.

—Pero, sargento…

El sargento se inclinó y recogió la plancha del suelo. Miró la parte de abajo y luego la quemadura que el soldado tenía en el rostro.

—¿Quiere que le deje una marca parecida del otro lado?

Los ojos de Heathlo se endurecieron.

—Esta perra me golpeó.

—Yo lo golpearé en un lugar más bonito que su cara la próxima vez que lo vea tratando de violar a una ciudadana adrana. —El sargento le apuntó con el cigarrillo—. Esto no es Gurla.

—Informaré sobre esto al capitán, señor —repuso Heathlo con desdén.

El sargento se encogió de hombros.

—Heathlo, no lo presiones —dijo uno de los soldados—. Lo siento, sargento. Es nuevo en la compañía.

—Manténganlo a raya —respondió el sargento—. Él será nuevo, pero espero más de ustedes dos. —Ayudó a Ganny a levantarse, luego se tocó la frente con el dedo en dirección a Nila a modo de saludo—. Señorita, estamos buscando al hijo del duque Eldaminse.

Ganny miró a Nila.

—Estaba contigo —dijo.

Nila notó lo aterrorizada que estaba la institutriz. Se obligó a mirar los ojos azules del sargento.

—Acabo de llevarlo a la cama.

—Vayan. Encuéntrenlo —indicó el sargento a los soldados, y ellos salieron de prisa de la cocina. Él se quedó y observó la habitación lentamente—. No está en su cama.

—Tiene la costumbre de deambular —explicó Nila—. Acabo de acostarlo, pero seguramente el ruido lo asustó. ¿Qué está sucediendo? —Aquello no era un accidente. Esos soldados sabían exactamente de quién era esa casa. El sargento había mencionado a un mariscal de campo. Adro solo tenía un hombre con ese rango: Tamas.

—El duque Eldaminse y su familia fueron arrestados por traición —dijo el sargento.

Ganny palideció; parecía estar a punto de desmayarse.

Nila sintió que el estómago se le tensaba. Traición. Acusaciones de esa índole podían hacer que se cuestionara la lealtad de todo el personal. No había escapatoria. Había oído la historia sobre un archiduque, el primo del propio Rey de Hierro, que había complotado contra el trono. Su familia y todo su personal fueron enviados a la guillotina.

—Puedes irte —dijo el sargento—. Estamos aquí solo por el duque y su familia. —Avanzó hacia la cubeta frunciendo el ceño—. Te convendría buscar un nuevo trabajo. De hecho, si puedes, deberías dejar la ciudad al menos durante unos días—. Se puso el cigarrillo en la boca y levantó un par de pantalones de la pila.

—¡Olem!

El sargento giró la cabeza cuando otro soldado entró en la habitación.

—¿Encontraron al niño? —preguntó el sargento y pareció olvidarse de la cubeta.

—No, pero lo mandaron a llamar. El mariscal de campo.

—¿A mí? —Pareció dudar.

—Tiene que reportarse inmediatamente ante el comandante Sabon.

—Muy bien —dijo y apagó el cigarrillo sobre la mesa de la cocina—. Vigila a Heathlo. No dejes que los muchachos maltraten a ninguna de las mujeres. Si tienes que dejarlos saquear un poco para mantenerlos ocupados, hazlo.

—Pero nuestras órdenes…

—Los muchachos incumplirán algunas de nuestras órdenes de una u otra manera. Prefiero que incumplan las que no los lleven a la horca.

—Bien.

Olem echó una última mirada al lugar.

—Tomen todos los objetos de valor que tengan aquí y váyanse —dijo—. El duque tampoco volverá por sus cosas… —Hizo un gesto de saludo hacia Ganny y Nila antes de salir.

“Así que llévense lo que quieran”, pensó Nila.

Ganny le echó una mirada rápida y salió corriendo hacia el vestíbulo. Un momento después, Nila la oyó subir por la escalera de los sirvientes.

Nila tomó la llave del mayordomo del escondite sobre la chimenea y abrió el armario de la platería. Lo que tenía oculto bajo el colchón de su cama no valía ni una fracción de los cubiertos de plata que ahora estaba metiendo en un saco de arpillera.

Esperó hasta que no se oyera a ninguno de los soldados en el vestíbulo y levantó a Jakob de la cubeta. Lo ayudó a quitarse la ropa de dormir y le dio unos pantalones sucios y la camisa de uno de los niños de la servidumbre. Eran demasiado grandes, pero servirían.

—¿Qué estamos haciendo? —preguntó Jakob.

—Lo llevaré a un lugar seguro.

—¿Y la señorita Ganny?

—Creo que no volverá.

—¿Y mis padres?

—No lo sé. Creo que querrían que venga conmigo. —Recogió un poco de ceniza fría del rincón de la chimenea y la mezcló con agua—. Quédese quieto —le dijo, mientras le untaba el rostro y el cabello con las cenizas. Lo tomó de la mano, y con el saco lleno de platería robada sobre el hombro, se dirigió a la puerta trasera.

Había dos soldados vigilando el callejón que había detrás de la vivienda. Nila caminó hacia ellos con la cabeza baja.

—Ey, tú —dijo uno de los hombres—. ¿De quién es el niño?

—Mío —respondió Nila.

El soldado levantó la barbilla de Jakob.

—No parece el hijo de un duque.

—¿No deberíamos retenerlo hasta que encontremos al niño? —preguntó el otro.

—El sargento Olem dijo que podíamos irnos —indicó Nila.

—Bien —dijo el soldado—. Pues, entonces, márchate. Será una noche muy larga.

Promesa de sangre (versión latinoamericana)

Подняться наверх