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Capítulo 5

Tamas se encontraba en el balcón del sexto piso, frente a la enorme plaza de la ciudad llamada el Jardín del Rey. Sentía el viento en el rostro mientras veía cómo se iba juntando una multitud. Sus dos sabuesos dormían a sus pies, ajenos a la importancia de ese día. El mariscal llevaba puesto su uniforme de gala recién planchado; azul oscuro con hombreras de oro, y botones de oro con forma de un pequeño barril de pólvora. Los puños, la solapa y el cuello eran de terciopelo rojo; el cinturón, de cuero negro. Ante la insistencia de sus ayudantes, se había puesto las medallas: estrellas doradas, plateadas y violetas, de varias formas y tamaños, otorgadas por media docena de sahs gurlos y reyes de los Nueve. Tenía su sombrero bicornio bajo el brazo.

El sol apenas asomaba por encima de los techos de Adopest, pero él calculó que ya habría unas mil quinientas personas allí abajo, mirando cómo se construía la hilera de guillotinas. Se decía que el Jardín podía albergar a cuatrocientas mil personas, la mitad de la población de Adopest.

Lo averiguarían esa misma mañana.

Su mirada atravesó el Jardín y se posó sobre la torre que se elevaba como una espina contra el cielo matutino. Diente Negro había sido construido por el padre de Manhouch, el Rey de Hierro, como una prisión para sus enemigos más peligrosos, y como una advertencia para todos los demás. Su edificación había llevado casi la mitad de los sesenta años que duró su reinado, y el color de la torre era lo que le había dado su apodo al Rey de Hierro. Era el triple de alto que cualquier otro edificio de Adopest, y era horrible: un clavo de basalto que parecía arrancado de las páginas de una leyenda anterior a la Era de Kresimir.

En ese momento, Diente Negro estaba lleno a su máxima capacidad con casi seiscientos nobles y muchas de sus esposas e hijos mayores, junto con otros quinientos cortesanos y dignatarios reales que no eran confiables. Cuando Tamas cerraba los ojos, le parecía oír lamentos de angustia, y se preguntaba si era su imaginación. La nobleza sabía lo que se le venía encima. Lo sabía desde hacía un siglo.

La puerta emitió un chasquido detrás de él, y se volvió. Un soldado salió al balcón. Su uniforme azul con cuello plateado combinaba con el de Tamas. Tenía un triángulo de oro de sargento en la solapa, y las tiras de servicio sujetas en el pecho indicaban diez años. Parecía tener más de treinta. Llevaba una barba color café perfectamente recortada, a pesar de que el reglamento militar prohibía su uso, y tenía el cabello corto por encima de las orejas. Tamas le hizo un gesto con la cabeza.

—Olem reportándose, señor.

—Gracias, Olem —dijo Tamas—. ¿Estás al tanto de las tareas que necesito que lleves a cabo?

—Guardaespaldas, sirviente y niño de los recados. Cualquier maldita cosa que se le pueda ocurrir al mariscal de campo. Con todo respeto, señor.

—Supongo que esas fueron las palabras de Sabon.

—Sí, señor.

Tamas reprimió una sonrisa. Este hombre podía llegar a caerle bien. Demasiado suelto de lengua, quizás.

Una delicada columna de humo se elevaba por detrás del soldado.

—Olem, ¿tienes fuego en la espalda?

—No, señor.

—¿Y ese humo?

—Mi cigarrillo, señor.

—¿Cigarrillo?

—Es la última moda. Un tabaco tan bueno como el rapé, señor, y a mitad de precio. Viene desde Fatrasta. Los armo yo mismo.

—Hablas como un vendedor. —Tamas comenzó a sentir cierta irritación.

—Mi primo vende tabaco, señor.

—¿Por qué lo escondes detrás de ti?

Olem se encogió de hombros.

—Usted es abstemio, señor, y es bien sabido entre sus hombres que tampoco permite el tabaco.

—Entonces, ¿por qué lo escondes detrás de ti?

—Estoy esperando que se voltee para poder fumarlo, señor.

Al menos era sincero.

—Una vez hice azotar a un sargento por fumar en mi tienda. ¿Por qué piensas que a ti te trataré distinto? —Eso había sucedido hacía veinticinco años, y Tamas había estado a punto de perder su rango a causa de eso.

—Porque quiere que yo le cuide la espalda, señor —respondió Olem—. Por lógica, no le dará una paliza al hombre que espera que lo mantenga con vida.

—Ya veo —dijo. Olem no había sonreído en absoluto. Tamas llegó a la conclusión de que efectivamente este hombre le caía bien. A su pesar.

Se observaron mutuamente durante unos momentos. Tamas no podía evitar mirar la columna de humo que se elevaba por detrás del soldado. Entonces le llegó el olor. No era terriblemente desagradable, era menos acre que la mayoría de los cigarros, pero no tan agradable como el tabaco de pipa. Incluso tenía un dejo de menta.

—¿Tengo el trabajo, señor? —preguntó Olem.

—¿Es cierto que no necesitas dormir?

Olem se tocó el centro de la frente.

—Tengo el Don, señor. Es de familia. Mi padre era capaz de oler a un mentiroso a un kilómetro. Mi primo puede comer más comida que cien hombres, o nada de nada durante semanas. ¿Mi don? No necesito dormir. Incluso tengo la tercera vista, así que ya sabe que es real.

Los hombres que tenían un Don eran considerados los menos poderosos entre aquellos que tenían habilidades de hechicería. Usualmente se manifestaba como un talento particular muy fuerte, aunque algunos sí eran muy poderosos. Había mucha gente que decía poseer uno. Solo aquellos que tenían el tercer ojo, la habilidad de ver hechicería y a aquellos que la blandían, eran realmente Dotados.

—¿Por qué nunca te contrataron como guardaespaldas?

—¿Señor?

—Con un talento como ese, podrías estar a cargo de la seguridad de algún duque en Kez y ganar más dinero que diez soldados juntos. O quizás servir en el extranjero con las Alas de Adom.

—Ah. Es que me mareo al navegar.

—¿Eso es todo?

—Los guardaespaldas de los ricos necesitan poder salir a navegar con ellos. Soy completamente inútil a bordo de una embarcación.

—¿Entonces cuidarás mi espalda siempre y cuando yo no salga a navegar?

—Básicamente, señor.

Tamas miró al hombre unos momentos más. Olem era un sujeto conocido y apreciado entre las tropas; sabía disparar, boxear, cabalgar y jugar a las cartas y al billar. Era un tipo común y corriente desde el punto de vista de los soldados.

—Tienes una mancha en tu legajo —dijo Tamas—. Una vez le diste un puñetazo en el rostro a un na-barón. Le rompiste la mandíbula. Cuéntame sobre eso.

Olem hizo una mueca.

—Oficialmente, señor, lo empujé para que no lo atropellara un carruaje fuera de control. Le salvé la vida. Lo vio la mitad de mi unidad.

—¿Con el puño?

—Sí.

—¿Y extraoficialmente?

—El tipo era un cretino. Le disparó a mi perro porque asustó a su caballo.

—¿Y si yo alguna vez tengo motivos para dispararle a tu perro?

—Le daré un puñetazo en el rostro.

—Me parece justo. El trabajo es tuyo.

—Ah, genial. —Olem parecía aliviado. Quitó sus manos de detrás de la espalda y se puso el cigarrillo en la boca. Inhaló con fuerza. Le salió humo por la nariz—. No habría tardado en apagarse.

—Ah. Voy a arrepentirme de esto, ¿no?

—En absoluto, señor. Llegó alguien.

Tamas alcanzó a divisar movimiento en el interior.

—Ya es la hora. —Avanzó hacia la puerta del balcón y se detuvo. Los perros se despertaron y se le colocaron alrededor de las piernas. Tamas miró a Olem.

—¿Señor?

—También debes abrirme la puerta.

—Claro. Disculpe, señor. Me llevará un tiempo acostumbrarme.

—A mí también —dijo Tamas.

Olem le sostuvo la puerta. Los perros entraron corriendo delante de Tamas con el hocico pegado al suelo. El salón estaba casi en silencio, a pesar del creciente volumen de las voces del Jardín. Hacía tantos días que Tamas no dormía, que el silencio le pareció relajante.

Estaba en una gran oficina, si es que una habitación tan grande podía llevar ese nombre. La mayoría de las viviendas podrían caber en su interior. Había pertenecido al rey, un lugar tranquilo donde poder estudiar o revisar las decisiones tomadas por la Casa de los Nobles. Como todo lo demás que requiriera dos dedos de frente o un mínimo interés por el modo en que se gobernaba el país, esa habitación había estado vacante durante todo el reinado de Manhouch; aunque Tamas sabía de buena fuente que el rey se la había prestado a su amante favorita el año anterior, hasta que sus consejeros se enteraron.

Ricard Tumblar se encontraba frente a la mesa de refrigerios, revisando una bandeja con pasteles de azúcar en busca de los mejores. Era un hombre apuesto, a pesar de su creciente calvicie. Tenía el cabello corto, color café, y rasgos marcados, con arrugas en la comisura de los labios de tanto sonreír. Llevaba un costoso traje hecho con el pelaje de algún animal del este de Gurla, y usaba la barba larga al estilo de Fatrasta. Junto a la puerta había un sombrero y un bastón de un gusto tan caro como ecléctico.

Ricard controlaba el único sindicato de trabajadores de Adopest y, entre toda la junta de coconspiradores de Tamas, él era el único capaz de proporcionar una compañía agradable durante más tiempo que unos pocos minutos. Hrusch y Pitlaugh lo olfatearon hasta que les dio un pastel a cada uno. Los perros tomaron sus premios y fueron al diván de la ventana.

Tamas suspiró. Odiaba que la gente les diera comida. No iban a cagar bien por una semana.

—Sírvete lo que quieras —dijo Tamas.

Ricard le sonrió abiertamente.

—Gracias. —Se metió un pastel en la boca y habló mientras masticaba—. Lo hiciste, viejo. No podía creerlo, pero lo hiciste.

—Todavía no —dijo Tamas—. Deben llevarse a cabo las ejecuciones y la ciudad debe ordenarse; habrá disturbios y realistas, y todavía tengo que lidiar con Kez.

—Y debes gobernar una nación.

—Por suerte, eso se lo dejaré a la junta.

Ricard puso los ojos en blanco.

—Realmente tienes suerte. Aborrezco trabajar con los otros. Necesitamos tu mano equilibradora para evitar que nos pasemos el tiempo atacándonos mutuamente.

—Estoy de acuerdo —dijo Ondraus.

El tesorero entró en la habitación a paso lento, con el bastón en una mano y un libro de registros debajo del brazo. Cruzó el salón y arrojó el libro sobre el escritorio del rey, luego se dejó caer en la silla que estaba detrás del escritorio.

Tamas se abstuvo de protestar. Habría jurado que se había levantado polvo del libro. Se acercó. Era un tomo antiquísimo, con letras bordadas con hilo de oro en la cubierta; una palabra en deliví antiguo. Algo relacionado con el dinero, supuso. Ondraus abrió el libro. Las páginas parecían estar casi negras. Al mirar más en detalle, Tamas vio que se trataba de una escritura diminuta: letras y números en casilleros, tan pegados que se necesitaba una lupa para leer las cifras.

—El tesoro del rey está vacío —anunció Ondraus. Extrajo una lupa de su bolsillo y la colocó sobre la página; miró a través de ella mientras leía detenidamente algunas cifras al azar.

Ricard inhaló bruscamente, y se atragantó con el pastel.

Tamas miró al tesorero.

—¿Cómo es posible?

—No había visto esto desde que murió el Rey de Hierro —respondió Ondraus haciendo un gesto en dirección al tomo—. En él se ha anotado cada transacción hecha en nombre de la corona durante los últimos cien años, hasta el último krana. Estuvo en manos de los contadores personales de Manhouch desde que asumió el trono. Llevaban un registro estricto; eso es lo mejor que puedo decir de ellos. Según esto, no hay un solo krana en el tesoro del rey.

Tamas cerró los puños para evitar que le temblaran las manos. ¿Cómo pagaría a sus soldados? ¿Cómo alimentaría a los pobres? ¿Y cómo financiaría las fuerzas policiales? Necesitaba cientos de millones; había tenido la esperanza de que al menos hubiera algunas decenas.

—Impuestos —dijo Ondraus, cerrando el libro con fuerza—. Lo primero que debemos hacer es subir los impuestos.

—No —repuso Tamas—. Sabes que esa no es una opción. Si reemplazamos a Manhouch con impuestos aún más elevados y un control más estricto, en menos de un año las cabezas que caerán en una cesta serán las nuestras.

—¿Por qué deberíamos subir los impuestos? —El archidiocel Charlemund entró majestuosamente en la oficina, con su larga sotana púrpura arrastrándose detrás. Era un hombre alto, fuerte y atlético, que a su mediana edad no había perdido la fuerza de su juventud como le sucedía a la mayoría de los hombres. Tenía un rostro rectangular, unos atractivos ojos color café y las mejillas perfectamente afeitadas. Vestía de seda y finas pieles, con un sombrero dorado y redondo sobre la cabeza. En los dedos llevaba anillos con suficiente oro y piedras preciosas para comprar una docena de mansiones. Pero eso no era algo fuera de lo común para un archidiocel de la Iglesia Kresim.

—Veo que ha traído todo el vestuario —dijo Ricard.

Tamas inclinó la cabeza.

—Charlemund —dijo.

El archidiocel aspiró un poco de aire.

—Soy un hombre de la Cuerda —dijo—, tengo un título que puede usar, aunque me pesa tener que infligirlo.

—¡Eminencia! —Ricard hizo el gesto de quitarse un sombrero e hizo una reverencia exagerada.

—No pretendo que un hombre como usted lo entienda —le dijo el archidiocel—. Lo retaría a duelo, pero es demasiado cobarde para eso.

—Tengo gente que lo haría por mí —replicó Ricard. Hubo un resquicio de temor en su mirada. El archidiocel había sido el mejor espadachín de los Nueve antes de su nombramiento como hombre de la Cuerda, y aún solía retar a hombres a duelo de vez en cuando y, aunque fuera un sacerdote, los destripaba sin piedad.

—Bienes —le dijo Tamas al tesorero—. Ahora que todos los nobles y sus herederos están a punto de probar el filo de la guillotina, somos dueños de media Adro. Ondraus, supongo que esto te dará un gran placer: liquida los bienes. Poco a poco, pero con suficiente rapidez para financiar los proyectos de los que hemos hablado. Vende fuera del país si hace falta, pero consíguenos algo de dinero, maldita sea.

—Teníamos planes para esos bienes —dijo el archidiocel.

—Sí, y…

—¿Qué es lo que haremos con los bienes?

Tamas suspiró. Lady Winceslav acababa de entrar en el salón con un vestido largo que podría haber competido con la sotana del archidiocel para ver cuál usaba la mayor cantidad de tela y joyas en su manufactura. Era una mujer de unos cincuenta años, de pómulos salientes y cintura delgada; llevaba pendientes de diamantes. Era dueña de las Alas de Adom, la fuerza de mercenarios más prestigiosa del mundo, y nativa adrana. Durante los últimos meses, sus fuerzas habían sido retiradas silenciosamente de sus puestos en el extranjero y reenviadas a Adro en preparación para el golpe de estado, y Tamas sabía que las necesitaría con desesperación en los tiempos venideros.

Detrás de ella iba un hombre calvo y corpulento vestido con una túnica: el eunuco del Propietario. Por último entró Prime Lektor, el vicerrector de la Universidad de Adopest. Era tan viejo como el tesorero, pero pesaba unos sesenta kilos más. Caminó tambaleándose hasta una silla.

Los coconspiradores de Tamas habían llegado: cinco hombres y una mujer que lo habían ayudado a planear la caída de Manhouch y que ahora determinarían el futuro de Adro.

—Por el abismo, Tamas —dijo el vicerrector, limpiándose el sudor de la frente. Una marca de nacimiento púrpura le trepaba por un lado del rostro y le tocaba los labios y un ojo. Llevaba barba, pero donde tenía la marca no le crecía cabello, lo que le confería la particular apariencia de un bárbaro—. ¿Tenía que elegir la planta alta? Se arrepentirá dentro de unos años, cuando se le empiecen a cansar los huesos.

—Milady —dijo Tamas, saludando con la cabeza en dirección a lady Winceslav, luego hacia el vicerrector y al eunuco—. Prime. Eunuco. Gracias por venir.

El eunuco se deslizó hacia el rincón y miró por una ventana. Se movía como una anguila y olía a especias del sur, pero el Propietario, la figura más fuerte del elemento criminal de Adopest, nunca participaba en estas reuniones personalmente, enviaba a su teniente sin nombre en su lugar.

—No tuvimos alternativa —dijo el eunuco. Tenía una voz suave, como la de un niño hablando en la iglesia—. Ha adelantado los planes.

—Hay más —dijo Charlemund. Su voz tronaba innecesariamente—. Está tratando de reclamar los bienes que le confiscamos a la nobleza.

Tamas levantó las manos para acallar el repentino clamor de voces. Miró enojado al archidiocel.

—No estamos aquí para repartirnos Adro —dijo bruscamente—. Estamos aquí para devolvérselo al pueblo. El tesoro del rey está vacío. Si queremos tener una mínima apariencia de control sobre la nación durante los próximos años, necesitamos el dinero. Sus mercenarios tendrán la tierra, Milady; Ricard, tu sindicato tendrá sus subvenciones. Todos recibirán una parte.

—Quince por ciento para la Iglesia —exigió el archidiocel en voz baja, estudiándose las uñas.

—Váyase al abismo —le espetó Ricard.

—Yo lo enviaré allí —le respondió el archidiocel avanzando hacia él. Se metió una mano en la sotana.

Ricard retrocedió tan rápido que casi cayó de espaldas.

—¡Charlemund! —exclamó Tamas.

El archidiocel se detuvo y se volvió hacia el mariscal.

—La Iglesia recolectará su diezmo normal del quince por ciento. Ese fue el precio de nuestro apoyo.

—¿El precio? —dijo Tamas—. Pensaba que este golpe de estado estaba autorizado por la Iglesia porque Manhouch estaba dejando que su pueblo muriera de hambre. ¿O fue porque el rey le cobraba impuestos a la Iglesia para poder pagar su palacio de concubinas? No recuerdo cuál era el motivo. La Iglesia obtendrá el cinco por ciento y quedará satisfecha.

El archidiocel dio un paso en dirección a Tamas.

—¿Cómo se atreve?

Tamas también avanzó un paso. Su mano se acercó a la pequeña espada que llevaba en la cadera.

—Réteme a duelo —respondió Tamas—. Lo haré interesante y no elegiré pistolas.

El archidiocel dudó. Una sonrisa burlona se le formó en la comisura de los labios.

—Si lo eliminara, la nación colapsaría y todo sería anarquía y caos. Mi primera obligación es con mi Dios. La segunda es con mi país. Hablaré con mis colegas archidióceles y veré qué puedo hacer. —Retiró las manos de su sotana y las extendió en señal de paz.

Tamas le ofreció a Charlemund una sonrisa falsa.

—Gracias. —Apoyó la mano sobre el mango de su espada.

El eunuco habló en voz alta:

—Si no hay dinero en el tesoro del rey, ¿qué es lo que ha estado gastando Manhouch?

—El dinero de la Iglesia —gruñó el archidiocel.

—En parte —lo corrigió Ondraus—. Pidió créditos descomunales a un gran número de bancos esparcidos por los Nueve. La corona le debe al gobierno keseño casi cien millones de kranas.

Ricard lanzó un silbido por lo bajo.

Tamas se volvió hacia el tesorero.

—La corona está a punto de caer dentro de una cesta. Una vez que hayas comenzado a liquidar los bienes de la nobleza, comienza a pagarles a los bancos locales. Si aparece algo de dinero, págales luego a nuestros aliados.

—La mayor parte se le debe a Kez —dijo Ondraus encogiéndose de hombros.

—Bien. Que se pudran.

Se oyó una risa, y Tamas se volvió. El eunuco seguía junto a la ventana. Se había servido un poco de agua fría y ahora observaba el fondo del vaso.

—Su venganza personal —dijo— nos pondrá a todos del lado equivocado del hacha de un verdugo.

—No es personal —replicó Tamas. Pero sabía que no engañaba a nadie. Todos estaban al tanto de lo de su esposa. Todos en los Nueve lo sabían. Eso no evitó que lo negara—.Esa deuda explica por qué Manhouch estaba tan ansioso por entregar Adro a los keseños. —Hizo una pausa—. ¿Alguno de ustedes ha leído los Acuerdos?

—Iban a restringir los sindicatos —dijo Ricard.

—Y a proscribir a las Alas de Adom —añadió lady Winceslav.

—¿Han leído las partes que no estaban directamente relacionadas con ustedes?

El vicerrector, sentado hacia el fondo del salón, levantó la mano. Todos los demás esquivaron la mirada de Tamas.

—Habrían destruido Adro tal y como lo conocemos —explicó el mariscal—. Nos habríamos convertido prácticamente en esclavos de Kez. El pueblo está muriéndose de hambre, la nación sufre bajo Manhouch y sufriría más bajo Kez. Por eso es que estamos mandando a Manhouch a la guillotina. —No porque los keseños le habían hecho lo mismo a su esposa y Manhouch había permitido que sucediera sin protestar.

—¿Va a decir algo? —preguntó de pronto lady Winceslav.

—¿A quién? —dijo Tamas.

—A la multitud. Tiene que hablar con el pueblo. Su monarca está a punto de ser decapitado. Se quedarán sin un líder. Necesitan saber que tienen alguien que los dirija, alguien con quien puedan atravesar los tiempos que se avecinan.

Con quien pudieran atravesar la casi inevitable guerra contra Kez, había querido decir.

—No —dijo Tamas—. Hoy no diré nada. Además, no estoy reemplazando al rey. Ustedes seis harán eso. Yo estoy aquí para proteger al país y mantener la paz mientras ustedes forman un gobierno que tenga en mente los intereses del pueblo.

—Sería sensato decir algo —dijo el vicerrector; su marca de nacimiento se movía cuando hablaba—. Para mantener la paz.

Tamas los observó a todos.

—La gente quiere sangre en este momento, no palabras. Llevan años queriendo sangre. Yo lo percibí. Ustedes también. Es por eso por lo que decidimos unirnos para derrocar a Manhouch. Yo les daré sangre. Mucha. Tanta que los enfermará, los ahogará. Después mis soldados los irán guiando hacia el Distrito Samalí, donde podrán saquear las casas de los nobles, violar a sus hijas y matar a sus hijos menores. Dejaré que se ahoguen en su locura. Dentro de dos días suprimiré los disturbios. Se harán proclamaciones. Mis soldados eliminarán con una mano a los que ocasionen disturbios, y con la otra darán comida y ropa a los pobres, y voy a restablecer el orden.

Los seis miembros de su junta lo observaron en silencio. Lady Winceslav palideció, y Ricard se sumó al eunuco en un análisis del fondo de su vaso. Tamas les permitiría reflexionar sobre eso. Les permitiría considerar hasta dónde llegaría él con tal de proteger su país y ver que prevaleciera la justicia y se restableciera el orden.

—Usted es un hombre peligroso —dijo el archidiocel.

—Habla como si pudiera controlar a una turba —agregó el eunuco. Había desdén en su voz.

—No se puede controlar a las turbas —dijo Tamas—. Pero se las puede soltar. Estoy dispuesto a aceptar las consecuencias. Si deben objetar, háganlo ahora. Pero les digo: este pueblo necesita sangre. —Los demás permanecieron en silencio. Luego de unos momentos, continuó—: Tenemos muchas otras cosas de que hablar.

Tomó asiento en un rincón y observó más que lo que habló mientras su coconspiradores discutían los detalles de los meses venideros. Debían nombrar gobernadores, reescribir leyes, pagar a trabajadores. Tenían un camino largo y difícil por delante. Tamas llamó a los perros silbando por lo bajo, luego apoyó una mano en la cabeza de cada uno mientras escuchaba.

De pronto, se abrió la puerta al balcón; Tamas levantó la cabeza y se dio cuenta de que había estado dormitando.

—Señor —dijo Olem—. Ya es la hora.

Tamas se puso de pie y se estiró para quitarse el sueño. Fue hasta la puerta y la sostuvo abierta para lady Winceslav.

—Señora.

El grupo salió al balcón. Tamas miró hacia el Jardín y lo que vio lo dejó sin aliento. No llegaba a verse ni un solo adoquín entre la muchedumbre de cuerpos que había allí abajo. La gente estaba de pie hombro con hombro; el murmullo de voces sonaba como olas rompiendo en una playa. La muchedumbre llenaba el Jardín del Rey en su totalidad e invadía las cinco calles que desembocaban en la plaza. Hasta donde se alcanzaba a ver, la multitud no tenía fin.

—Señor —dijo Olem.

Tamas se obligó a apartar la mirada de la gente. Se enorgullecía de ser un hombre que casi no sentía miedo, pero el tamaño de semejante muchedumbre hizo que se sintiera pequeño. Por un instante se preguntó si estaba loco. Nadie podía controlar esa masa retorcida. Los rostros de sus compañeros le aseguraron que ellos compartían su asombro; incluso el seco e irritable Ondraus se encontraba sin palabras.

Tamas se acomodó el sombrero para bloquear el sol del mediodía y se pasó una mano por la mejilla. Se dio cuenta de que no se había afeitado en los últimos dos días; su barba incipiente ya estaba gruesa. No era algo adecuado para un mariscal de campo vestido con uniforme de gala.

El ruido que provenía de la plaza se había convertido en un susurro casi inaudible. Se volvió y sintió que el corazón le daba un vuelco cuando vio que todos los rostros miraban en su dirección.

—Nunca había visto tanta gente. Un público tan predispuesto —murmuró—. ¿Está todo listo, Olem?

—Sí, señor.

Tamas recorrió con la mirada los tejados de los edificios aledaños. Allí estaban apostados sus magos de la pólvora y sus mejores tiradores, apuntando con los rifles a la multitud. Trató de imaginarse el rostro de la Privilegiada que había hecho trizas a sus magos la noche anterior. Curtida, de más edad, con algo de gris en el cabello. Con arrugas en el rabillo de los ojos y una toga que olía a polvo. Se preguntó si se presentaría allí en un intento de rescatar al rey. En el Palacio del Horizonte, visible allá arriba, al este, Taniel y los mercenarios iban detrás de su rastro.

Tamas observó a sus compañeros en el balcón y se preguntó qué dirían ellos si supieran que eran carnada para una Privilegiada. Notaba que el tercer ojo de Olem estaba abierto, examinando la multitud.

—Da la señal —dijo Tamas.

Olem levantó un par de banderines rojos. Los agitó dos veces.

Las puertas de Diente Negro se abrieron con un chirrido estridente que se oyó a más de medio kilómetro a la redonda. El gentío desvió su mirada de Tamas, los cuerpos iban girando en olas enormes a medida que iban fijando su atención en el lado opuesto del Jardín del Rey. Tamas se inclinó hacia delante con el corazón golpeando como un martillo.

De las puertas de Diente Negro empezaron a salir soldados a caballo. Se abrieron paso a los empujones a través de la multitud. Tamas distinguió la coronilla oscura y brillante de Sabon al frente de la hilera, gritando indicaciones. La gente fue obligada a retroceder y se formó una callejuela. Detrás de los caballos venía un carro simple con los prisioneros.

El pueblo gritó al unísono y se abalanzó hacia delante. Por un momento, Tamas tuvo el temor de que Sabon y sus hombres fueran derribados. ¿El rey llegaría siquiera a la guillotina?

Los soldados hicieron que el gentío retrocediera. Fueron avanzando muy lentamente a través de la plaza, forcejeando todo el tiempo con la turba. El carro del rey se detuvo frente a la plataforma de las guillotinas, justo debajo del balcón de Tamas. Los soldados se esparcieron detrás del vehículo para que el camino quedara abierto, como una serpiente gigante a través de las multitudes. Tamas tragó saliva. Entre las dos hileras de soldados avanzaba una fila de más de mil personas con las piernas unidas con cadenas. La fila llegaba hasta Diente Negro. Eran los nobles y sus hijos mayores, y muchas de sus esposas. Sus ropajes arrugados no significaban nada en las fauces de la turba, y por encima de los soldados de Tamas volaban saliva y comida en mal estado.

—El verdugo se jubilará después de esto —comentó Olem.

El espectáculo hizo que a Tamas se le elevara el ánimo y, al mismo tiempo, le produjo asco. Ese era el punto culminante de décadas de planificaciones. Tembló de entusiasmo y se estremeció dudando de sí mismo. Si había un hecho por el que la historia lo recordaría, sería ese.

Hubo una conmoción en la avenida Reina Floun, a la derecha de Tamas. El corazón se le fue a la garganta.

—Rifle —ordenó. Olem le entregó uno—. Carga de reserva.

Tamas tomó la carga de pólvora de reserva y la rompió con los dedos. Tocó la pólvora negra con la lengua y sintió un chisporroteo instantáneo. Se estremeció y se sujetó de la barandilla, mientras el mundo se combaba frente a sus ojos. Cerró los ojos con fuerza y, cuando los abrió, todo se veía perfectamente enfocado. Podía ver cabello por cabello de cada cabeza situada seis pisos por debajo de él, y alcanzaba a ver casi un kilómetro a lo largo de la avenida Reina Floun como si él mismo estuviera allí.

—Dragones —dijo—. Una compañía completa.

Los dragones llevaban los uniformes decorados de los Hielman del rey, y venían montados en poderosos caballos de guerra. Se abrían paso por entre el gentío, como si la calle hubiera estado vacía, pisoteando a mujeres y niños sin siquiera mirar atrás. Desenvainaron espadas y desenfundaron pistolas a medida que iban avanzando.

Olem levantó uno de los banderines sin necesitar que se lo dijeran. Lo giró por encima de su cabeza y lo colocó en posición horizontal señalando hacia Reina Floun. Tamas divisó a varios hombres vestidos de negros, meros puntos en la multitud, que comenzaban a moverse en esa dirección. Eran hombres hoscos y corpulentos de la afamada Guardia de la Montaña, mandados llamar para controlar a la gente. Los tiradores que estaban por encima de Reina Floun cambiaron de posición para poder visualizar a los dragones. Tamas le echó una mirada a Olem: Sabon lo había preparado bien para ese momento. Profesional, imperturbable, incluso cuando los Hielman amenazaban el corazón mismo de sus planes.

—No disparen hasta que yo dé la señal —dijo Tamas. El banderín de Olem transmitió la orden.

Los dragones aminoraron la velocidad al llegar al Jardín del Rey. Estaba demasiado atestado incluso para sus animales de novecientos kilos. Más cuerpos desaparecieron debajo de sus caballos, pues no había lugar donde escapar. La gente se volvió hacia los dragones.

Los caballos de los Hielman se detuvieron por completo. ¿Adónde podían ir? ¿Debían pasar por encima de las cabezas de todos los presentes? Los Hielman instaron frenéticamente a sus animales para que siguieran. Detrás de ellos comenzaron a oírse gritos lastimeros, de amigos y familiares que gritaban de furia, y trataban con desesperación de ayudar a sus heridos.

El primer Hielman fue arrancado de su montura y desapareció por debajo de la superficie de la muchedumbre. Varias manos se estiraron hacia los otros, que del pánico comenzaron a blandir sus sables. Una pistola se disparó y la multitud respondió al unísono: con un rugido de furia.

Un Hielman duró varios minutos, forzando a su caballo a moverse en círculos, pisoteando con los cascos, mientras blandía su espada para mantener a raya a la turba, hasta que cayó y despareció, como sus camaradas.

Tamas oyó que alguien lanzaba un grito de incredulidad. Lady Winceslav se desmayó. Una cabeza se alzó por encima de la multitud. Todavía llevaba el sombrero alto y con plumas de los Hielman, pero definitivamente le faltaba el cuerpo. Dejó un reguero de sangre y tejidos al ser pasada de mano en mano. Enseguida se le unieron otras cabezas.

Tamas se obligó a mirar. Todo esto era obra suya. Por Adro. Por el pueblo.

Por Erika.

—Un mal modo de irse, señor —comentó Olem. Fumó su cigarrillo y continuó mirando la escena junto al mariscal, cuando incluso Charlemund había desviado la mirada.

—Sí —respondió Tamas.

El rey y la reina fueron guiados hasta la plataforma. Sobre ella había seis guillotinas alineadas y preparadas, con sus operadores esperando en posición de firme. Manhouch y su esposa se pusieron de pie frente a la multitud y fueron bombardeados con comida podrida. Tamas se quedó perplejo cuando un trozo de carne ensangrentada abofeteó a la reina en el rostro y le dejó una mancha roja sobre su piel de alabastro y su camisón color crema. Ella se desmayó y cayó sobre el suelo de la plataforma. Manhouch pareció no darse cuenta.

Tamas volvió a mirar las cabezas de los Hielman. Iban atravesando la muchedumbre en dirección a las guillotinas.

El rey levantó la mirada hacia donde estaba Tamas, buscó algo en su bolsillo y extrajo un trozo de papel sucio. Se aclaró la garganta y comenzó a hablar, aunque Tamas supuso que solo sería el verdugo quien oyera sus palabras. El ruido fue aumentando y Manhouch intentó seguir con su discurso a los gritos, hasta que finalmente guardó silencio y, ya dándose por vencido, dejó caer la cabeza. El verdugo jaló las cadenas de Manhouch. El rey se quedó congelado, no se movió hasta que el verdugo lo golpeó en la nuca y lo llevó a rastras hasta la guillotina.

Era una pequeña bendición para ambos, supuso Tamas, que estuvieran inconscientes cuando bajara la hoja.

La cabeza de Manhouch cayó en una cesta que había debajo de la máquina, y una fuente de sangre salpicó a los espectadores más cercanos, a pesar de que se había dejado una separación de siete u ocho metros justamente por ese motivo. La reina fue colocada en la siguiente máquina mientras los trabajadores volvían a preparar la primera. Su cabeza cayó en una voltereta de rizos rubios.

—Esto llevará todo el día —murmuró Ricard.

—Sí —dijo Tamas—. Y mañana también. Les dije que le daría al pueblo suficiente sangre para que se ahogara. —Miró el charco carmesí debajo de la guillotina, que comenzaba a esparcirse por entre los pies inquietos de los hombres y mujeres más cercanos—. Inundará el Jardín del Rey y teñirá las piedras.

Recorrió la multitud con la mirada una vez más y salió del balcón. La Privilegiada no había aparecido. Eso dejaba otra enemiga allí afuera, con paradero desconocido. No, se corrigió. Con paradero desconocido no. Taniel la encontraría.

—Los disturbios comenzarán cuando la gente empiece a tener hambre —anunció a nadie en particular—. Mañana impondremos un toque de queda. Hasta entonces, les sugiero que no salgan a la calle.

Promesa de sangre (versión latinoamericana)

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