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Capítulo 4

Adamat partió del Horizonte y se dirigió directamente a su casa en un carruaje conducido por uno de los soldados de Tamas. Fue un viaje largo, acompañado solo por sus preocupaciones y su desconfianza en sí mismo, a medida que el conductor atravesaba las calles de Adro en el silencio de la noche. Adamat deseó que pudieran ir más rápido. Pero eso no ayudó. El cielo del este había comenzado a aclarar cuando se bajó del carruaje, empujó el viejo portón, atravesó su pequeño jardín y llegó a la puerta principal. Tomó las llaves con torpeza, que se le cayeron de las manos, y luego se detuvo un momento e inhaló profundo.

Había visto cosas peores, se recordó a sí mismo. No sería peor que los disturbios de Oktersehn. Metió con fuerza la llave en la cerradura y la giró; el metal oxidado chilló cuando abrió la puerta, medio de un empujón, medio de una patada.

Subió al primer piso saltando escalones de dos en dos y golpeó cada puerta que iba pasando a medida que avanzaba por el corredor. Llegó a su habitación y abrió la puerta.

—Faye —dijo.

Su esposa levantó la cabeza de la almohada y lo miró a la luz de la lámpara, que ardía con una llama baja. Las sombras bailaron sobre su rostro, oscurecido por un halo de cabello negro y ondulado.

—¿Qué hora es? —preguntó ella.

—Pasadas las cinco —dijo. Elevó la llama de la lámpara y retiró las mantas—. Levántate. Se irán a la casa de Offendale.

Faye tomó las mantas y se las llevó al pecho.

—¿Qué te sucede? ¿Qué casa de Offendale?

—La que compramos apenas ingresé en la fuerza. Por si tú y los niños llegaban a estar en peligro.

Faye se incorporó.

—Pensé que la habíamos vendido. Yo… Adamat. ¿Qué sucedió? —Un dejo de preocupación resonó en su voz—. ¿Es por lo de la familia Lourent? ¿O por un caso nuevo?

La familia Lourent lo había contratado para que investigara el escabroso pasado del pretendiente de su hija menor. Todo el asunto terminó mal cuando Adamat se vio forzado a exponer al joven como un farsante.

—No, no es el caso Lourent. Es algo mucho más grande. —Se volvió al oír unas pisadas suaves en el corredor—. Astrit —dijo con suavidad. Su hija menor llevaba un perro de peluche deshilachado bajo el brazo. Tenía puesto el camisón y un par de pantuflas viejas de Faye que le quedaban demasiado grandes. En la penumbra parecía una versión diminuta de su madre. Inclinó la cabeza con curiosidad—. Ve por tu abrigo de viaje, querida. Te irás de paseo —le dijo Adamat.

—¿Tendré que usar vestido? —preguntó ella.

Él forzó una sonrisa.

—No, amor, solo ponte el abrigo encima del camisón. Te irás muy pronto. No olvides los zapatos.

Ella le sonrió y se fue dando brincos por el vestíbulo, con el viejo perro de peluche colgado de una mano. Sus hermanos mayores la miraron con extrañeza a medida que fueron saliendo de las habitaciones.

—Josep —le dijo Adamat a su hijo mayor—. Haz que tus hermanos estén listos para partir. Rápido. Que empaquen una maleta para algunas semanas.

El muchacho era un joven serio, acababa de cumplir dieciséis años y estaba de vacaciones escolares. Frotó nervioso el anillo que tenía en el dedo; era un regalo que le hizo el padre de Adamat antes de morir, y el joven rara vez se lo quitaba. Esperó un momento por una explicación. Cuando entendió que no obtendría ninguna, asintió con la cabeza y llevó a sus hermanos de vuelta a las habitaciones.

“Buen muchacho”. Adamat se volvió hacia Faye, que ahora estaba sentada en la cama. Ella se pasó una mano por el cabello y se desenredó algunos nudos.

—Más vale que tengas una buena explicación —dijo—. ¿Qué ha sucedido? ¿Están en peligro los niños?, ¿o tú? ¿Tiene que ver con algún trabajo nuevo? Te dije que dejaras de fisgonear a las esposas de los nobles y de meterte en los asuntos de los demás.

Adamat cerró los ojos.

—Soy un investigador, querida. Meterme en los asuntos de los demás es mi trabajo. Habrá disturbios. Quiero que tú y los niños estén fuera de la ciudad en menos de una hora. Es solo una precaución, por supuesto.

—¿Por qué habrá disturbios?

Condenada mujer. Lo que daría él por una esposa obediente.

—Ha habido un golpe de estado. Manhouch irá a la guillotina al mediodía.

Adamat tuvo la breve satisfacción de ver su expresión de sorpresa. En un instante ella se puso de pie y se dirigió al armario. Él la observó por un momento. Tenía el cuerpo más angular que antes; los codos puntiagudos y la piel arrugada en lugar de las curvas suaves y los rollitos adorables. Los años que habían pasado desde que él se retiró de la fuerza no habían sido gentiles con Faye, y ya no era tan hermosa como en su juventud. Adamat se imaginó a sí mismo. No era quién para juzgar. Era más bien bajo, se estaba quedando calvo y su cara redonda se había ido afilando a lo largo de los años; su barba y bigote habían perdido volumen. Ya no era tan joven como antes. Aun así se mordió el labio inferior al mirar a Faye, pensando en ciertas acciones que tendrían que esperar algún tiempo.

Ella se volvió, y vio que él la miraba.

—Tú vendrás con nosotros, ¿verdad? —dijo.

—No.

Ella hizo una pausa.

—¿Por qué no?

Debería mentir. Decirle que tenía compromisos previos.

—Me he… involucrado.

—Ay, no. Adamat, ¿qué abismos hiciste?

Él reprimió una sonrisa. Amaba oírla maldecir.

—No de esa manera. No. La llamada de hoy. El mariscal Tamas tiene un trabajo para mí.

Ella frunció el ceño.

—Solo él tendría el coraje de derrocar a un rey. Bueno, deja de sonreír, consigue un carruaje y ayuda a los niños con los zapatos. —Le hizo un gesto con la mano para que se moviera—. ¡Vamos!

Veinte minutos después, Adamat observaba a su familia subir a un par de carruajes. Pagó a los cocheros y se quedó un momento con su esposa.

—Si notas que los disturbios se acercan, no dudes en llevar a los niños a Deliv. Iré a buscarlos cuando las cosas se hayan calmado.

El rostro de Faye, usualmente severo y en firme desaprobación, de pronto se suavizó. Volvió a ser joven a los ojos de Adamat, una niña preocupada que espera que su amante aparezca por los caminos a medianoche. Ella se inclinó hacia adelante y lo besó con ternura en los labios.

—¿Qué les digo a los niños?

—No les mientas —dijo Adamat—, ya son lo suficientemente grandes.

—Se preocuparán. Sobre todo, Astrit.

—Por supuesto —asintió él.

Faye se sorbió la nariz.

—No he estado en Offendale desde que fuimos de vacaciones después del nacimiento de Astrit. ¿La casa está en buen estado?

—Será pequeña, cálida. Pero segura. ¿Recuerdas las contraseñas? La oficina de correos está en el pueblo de al lado. Le enviaré una carta a Saddie para pedirle que te lleve el correo.

—¿Es necesario todo eso? —preguntó Faye—. Pensaba que solo serían disturbios.

—Tamas es un hombre peligroso —dijo Adamat—. Yo no… —Hizo una pausa—. Es solo una precaución. Dame el gusto.

—Claro. Cuídate.

Él le devolvió el beso, luego se acercó a las ventanillas de los carruajes y besó a cada uno de sus nueve hijos, le dio dos besos a los mellizos. Se detuvo frente a Astrit y se puso de rodillas en el suelo del carruaje para mirarla a los ojos.

—Se irán por un par de semanas. La ciudad se volverá un poco peligrosa.

—¿Por qué no vienes tú? —preguntó ella.

—Tengo que ayudar a que vuelva a ser más segura. —Pensó en la Promesa Rota de Kresimir y se estremeció.

—¿Tienes frío? —preguntó Astrit.

Él le pasó un dedo por la mejilla.

—Sí —le dijo—. Está fresco. Mejor entro en casa antes de que me enferme. ¡Que tengan un buen viaje!

Cerró la puertecilla del carruaje y se quedó de pie en la calle viéndolos alejarse hasta que doblaron una esquina. Había muchas razones por las que iba a echar de menos a Faye. Cuando se trataba de sus investigaciones, ella era más que una esposa para él. Era una compañera. Tenía una gran red de amigos y conocidos, y sabía cómo extraerles el chismorreo y obtener información que ni siquiera él podría conseguir.

Se dirigió a la casa, pero se detuvo un instante al ver movimiento en una puerta de la acera de enfrente. Un joven con una chaqueta larga y rígida apareció entre las sombras y se fue caminando en dirección opuesta a la de los carruajes. Echó una mirada hacia Adamat y redobló la velocidad.

Adamat lo observó fijamente para asegurarse de que aquel desconocido sintiera su mirada. Uno de los matones de Palagyi, sin dudas. Pronto volvería a tener noticias suyas. Entró a la casa, cerró la puerta con llave y fue de inmediato al estudio. Buscó en las gavetas de su escritorio hasta que encontró una resma de papel carta.

Cuando terminó la última carta, el sol finalmente había llegado a la ventana del estudio, asomando por encima de las casas y las montañas distantes. Le dolía la mano de tanto escribir, y la vela ya estaba casi consumida. Bostezó y dejó que su mente vagara por un momento, y entonces le llegó a los oídos el débil chirrido de metal contra metal.

Colocó la pila de cartas en una de las gavetas del escritorio y la cerró con llave. Tomó su bastón y lo giró hasta que emitió un chasquido, luego caminó por la casa tratando de ubicar el sonido. Llegó a una puerta trasera, vieja y pequeña, que daba a un enrejado cubierto de malas hierbas en el pequeño claro que hacía las veces de jardín entre su casa y la de atrás. Al jardín se podía llegar desde la casa en sí o desde un pequeño pasillo que corría entre ambas casas, donde había una puerta cerrada con llave.

Adamat abrió la puerta de un tirón, bastón en mano. Tres hombres se lo quedaron mirando. Dos de ellos llevaban ropa gastada y las sencillas gorras de los trabajadores callejeros. El primero tenía las rodillas y las mangas manchadas de negro, probablemente por palear carbón en un horno; el segundo, el de las ganzúas, llevaba prendas demasiado grandes para él, la típica costumbre de un ladrón callejero que necesita ocultar varios objetos. El tercer hombre llevaba prendas ostentosas, un abrigo gris encima de un chaleco de un negro inmaculado, y sus zapatos estaban tan lustrados que uno podría mirarse los dientes en su reflejo.

El ladrón se encontraba de rodillas frente a la puerta.

—Están haciendo tanto ruido que bien podrían haber llamado a la puerta —dijo Adamat. Suspiró, bajó el bastón y le habló al mejor vestido de los tres—. ¿Qué quieres, Palagyi?

Palagyi parecía estar sorprendido de verlo allí. Se acomodó unos lentes redondos, que se sostenían más de sus regordetas mejillas que de su delgada nariz. Era un hombre realmente extraño, con un cuerpo que parecía más propio de un circo que de cualquier otro lado. Tenía una barriga redonda que le colgaba por encima del cinturón, pero sus brazos y piernas eran delgados como una ramita, como una bala de cañón con palitos por brazos.

Era un viejo matón callejero que tenía suficiente crueldad para mantener negocios legítimos, pero no la suficiente inteligencia para dejar atrás su faceta más oscura. El hombre adecuado para ser banquero.

Adamat catalogó mentalmente sus antecedentes penales en un instante.

—Se rumoreaba que habías huido de la ciudad —dijo Palagyi.

—¿Por “rumor” te refieres a lo que te contó el endogámico que has tenido rondando cerca de mi casa las últimas semanas?

—Tengo motivos para vigilarte. —De hecho, parecía molestarle que el inspector siguiera allí.

Adamat dio un suspiro sufrido y vio que el otro apretaba los dientes. Palagyi odiaba que no se lo tomara en serio. Casi no había cambiado desde sus días de usurero ebrio.

—Me quedan dos meses para saldar mi deuda.

—Es absolutamente imposible que juntes setenta mil kranas en dos meses. Entonces, cuando me entero de que tu familia se va de la ciudad en medio de la noche, mi conclusión es que quizás tomaste el camino más cobarde y decidiste huir.

—Ten cuidado de a quién llamas cobarde —dijo y apuntó con el bastón hacia ellos.

Palagyi se estremeció.

—Me diste la última paliza hace mucho tiempo —dijo—, y ya no tienes la protección de la policía. Ahora eres uno de nosotros, una ordinaria rata de alcantarilla. No deberías haberme pedido un préstamo. —Se rio. Su risa era un ruido metálico que puso nervioso a Adamat.

Esta vez le tocó a él apretar los dientes. No había tomado un préstamo con Palagyi, sino con el banco que pertenecía a un amigo. Uno que no resultó ser no tan buen amigo cuando le vendió el saldo a Palagyi por casi un ciento cincuenta por ciento de su valor. Palagyi había triplicado los intereses de inmediato y se había sentado a esperar que la nueva editorial de Adamat quebrara. Que era lo que había sucedido.

Palagyi se limpió una lágrima de risa y resopló.

—Cuando me entero de que un deudor envió a su familia fuera de la ciudad a pocos meses de que venza su préstamo, me involucro personalmente.

—¿Y tratas de entrar a su casa por la fuerza? —dijo Adamat—. No puedes quitarme todo y echarnos a la calle hasta después de vencido el período acordado.

—Quizás me he vuelto ambicioso. —Palagyi sonrió levemente—. Ahora bien, necesitaré que me digas dónde está tu familia, así puedo ir a ver si siguen ahí.

Adamat habló con los dientes apretados.

—Están en la casa de mi primo. Al este de Nafolk. Ve a ver todo lo que quieras.

—Bien. Lo haré —dijo Palagyi. Se volvió para irse, pero se detuvo bruscamente—. ¿Cómo se llama tu hija? La menor. Creo que haré que uno de mis muchachos la traiga de regreso, por si intentas escabullirte en uno de esos nuevos barcos de vapor y escapar hacia Fatrasta.

El hombre apenas tuvo tiempo de moverse antes de que el bastón de Adamat lo golpeara en el hombro. Lanzó un grito y cayó hacia el jardín. El paleador de carbón le dio un puñetazo a Adamat en el estómago.

El inspector se dobló por el dolor. No había contado con que aquel hombre fuera a golpearlo tan rápido ni tan fuerte. Casi soltó el bastón, y apenas pudo mantenerse en pie.

—¡Te denunciaré a la policía! —gimoteó Palagyi.

—Inténtalo —resopló Adamat—. Todavía tengo amigos en la fuerza. Te sacarán a la calle a risotadas. —Recuperó la compostura y retrocedió lo suficiente para poder dar un portazo—. ¡Vuelve dentro de dos meses! —Cerró la puerta con llave y echó el cerrojo.

Adamat se sostuvo el estómago y caminó con dificultad al estudio. A causa del golpe, tendría indigestión por una semana. Rogó que no estuviera sangrando.

Pasó unos minutos recuperándose antes de juntar las cartas y salir a las calles. Percibía la creciente tensión a su alrededor. Quería atribuirlo al conflicto que él sabía que vendría; la revolución que atravesaría la ciudad cuando se declarara muerto a Manhouch, y el caos que le seguiría. Rezó por que Tamas pudiera mantener a raya los disturbios. Una tarea que bien podría resultar imposible. Pero no, la tensión probablemente era producto de su incipiente jaqueca y del dolor que sentía en la boca del estómago.

Le faltaba poco para llegar a lo del administrador del correo, cuando se detuvo en una esquina a recuperar el aliento. Sin darse cuenta, había caminado demasiado rápido, respirando con dificultad y con una sensación de peligro acechándolo en el fondo de su mente.

Apareció corriendo un muchacho de no más de diez años, de esos que gritaban las noticias. Se detuvo en la esquina junto a Adamat y tomó una buena bocanada de aire antes de echar la cabeza hacia atrás y gritar:

—¡Cayó Manhouch! ¡Cayó el rey! ¡Manhouch irá a la guillotina al mediodía! —Luego se fue hacia la siguiente esquina.

Adamat se quedó en silencio, anonadado, pero se sobrepuso y se volvió para mirar a los demás, que a su vez iban sobreponiéndose de su propia sorpresa. Él sabía que Manhouch había caído. Había visto la sangre de la camarilla real en la chaqueta de Tamas. Aun así, oírlo decir en voz alta en una calle pública hizo que le temblaran las manos. El rey había caído. Se había forzado un cambio en el país y la gente se vería obligada a elegir cómo reaccionar.

La conmoción inicial de la noticia pasó. La confusión tomó su lugar, a medida que los peatones cambiaban sus planes en el momento. En la calle, un carruaje dio la vuelta bruscamente. El cochero no vio a la niñita que vendía flores. Adamat corrió, la tomó del brazo y la apartó del camino antes de que los caballos la atropellaran. Sus flores se desparramaron por la calle. Al salir corriendo un hombre empujó a otro y como respuesta fue arrojado al suelo. Comenzó una pelea de puños, que fue interrumpida rápidamente por un policía con su porra.

Adamat ayudó a la niña a recoger sus flores y luego ella se fue a toda prisa. Él lanzó un suspiro. “Ya comenzó”. Bajó la cabeza y siguió caminando hacia la administración del correo.

Promesa de sangre (versión latinoamericana)

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