Читать книгу La campaña escarlata (versión española) - Brian McClellan - Страница 14
ОглавлениеCapítulo 5
Adamat se escabulló por la puerta lateral de uno de los ruinosos edificios de la zona de muelles de Adopest. Avanzó por los corredores, pasando de largo secretarios y contables, y mirando siempre hacia delante. Según su experiencia, nadie cuestionaba a un hombre que sabía donde iba.
Adamat sabía que lord Vetas lo estaba buscando.
No era difícil suponerlo. Vetas aún tenía a Faye. Aún tenía ventaja sobre él, y sin duda quería a Adamat muerto o bajo su control.
Así que Adamat mantenía un perfil bajo. Los soldados del mariscal Tamas estaban protegiendo a su familia; parte del acuerdo al que Adamat había llegado con el mariscal de campo para salvar su propio cuello de la guillotina. A partir de entonces, Adamat debería trabajar desde las sombras, encontrar a lord Vetas y descubrir sus planes, y liberar a Faye antes de que pudieran hacerle más daño. Si es que aún estaba con vida.
Él no podría hacerlo solo.
La sede central de los Nobles Guerreros del Trabajo era un edificio horrible de ladrillos, desproporcionadamente bajo, ubicado no muy lejos de los muelles. No parecía gran cosa, pero albergaba las oficinas del sindicato más grande de los Nueve. Cada subdivisión de los Guerreros pasaba por ese centro: banqueros, metalúrgicos, mineros, pasteleros y molineros, entre otros.
Pero Adamat solo necesitaba hablar con un hombre y no quería llamar la atención al entrar. Avanzó por un corredor de techo bajo del segundo piso y se detuvo en la puerta de una oficina. Se oían voces dentro.
—No me importa lo que pienses de la idea —dijo la voz de Ricard Tumblar, el líder de todo el sindicato—. Lo encontraré y lo persuadiré. Es el mejor hombre para ese trabajo.
—¿Un hombre? —respondió una voz de mujer—. ¿No crees que una mujer pueda hacerlo?
—No me vengas con eso, Cheris —dijo Ricard—. Fue una forma de hablar. No hagas que esto sea una cuestión de hombres o mujeres. No te agrada la idea porque se trata de un soldado.
—Y tú sabes muy bien por qué.
Adamat no pudo oír la respuesta de Ricard porque las tablas del suelo crujieron detrás de él. Se volvió, había una mujer allí.
Parecía tener unos treinta y tantos años, y llevaba el pelo rubio y lacio recogido en una coleta. Llevaba un uniforme con pantalones holgados y una camisa blanca con chorreras, de la clase que podría usar un sirviente. Tenía las manos cruzadas detrás de la espalda.
Una secretaria. Lo último que Adamat necesitaba.
—¿Puedo ayudaros, señor? —dijo ella. Su tono era brusco, y tenía los ojos clavados en el rostro de Adamat.
—¡Ay, no! —dijo Adamat—. Esto debe parecer algo terrible. No era mi intención escuchar a escondidas, solo necesitaba hablar con Ricard.
Ella no pareció creerle en absoluto.
—El secretario debería haberle hecho aguardar en la sala de espera.
—Entré por una puerta lateral —admitió Adamat. ¿Entonces ella no era la secretaria?
La mujer respondió:
—Venid conmigo al vestíbulo y os daremos una cita. El señor Tumblar está muy ocupado.
Adamat hizo una media reverencia.
—Preferiría no tener que programar una cita. Solo necesito hablar con Ricard. Es un asunto muy urgente.
—Señor, por favor.
—Solo necesito hablar con Ricard.
Ella bajó un poco la voz, lo que le dio de inmediato un tono más amenazador.
—Si no venís conmigo, os entregaré a la policía por allanamiento.
—¡Un momento! —Adamat alzó la voz. Lo último que quería era causar un altercado, pero necesitaba desesperadamente llamar la atención de Ricard.
—¡Fell! —dijo la voz de Ricard desde el interior de la oficina—. ¡Fell! ¡Maldición, Fell! ¡¿Qué es ese escándalo?!
Fell entrecerró los ojos.
—¿Cuál es vuestro nombre? —preguntó con firmeza.
—Soy el inspector Adamat.
La actitud de Fell cambió de inmediato. La mirada severa que no admitía discusiones desapareció. Ella dejó escapar un suspiro suave.
—¿Por qué no me lo habéis dicho antes? Ricard nos ha hecho buscaros por toda la ciudad. —Pasó por delante de Adamat y abrió la puerta—. Es el inspector Adamat, señor; vino a veros.
—Bueno, no lo dejes en el corredor. ¡Hazlo pasar!
La sala estaba atestada de cosas, pero limpia... por primera vez. Había estanterías a lo largo de cada pared y un escritorio de madera dura ubicado en el centro del lugar. Ricard estaba sentado detrás de su escritorio, frente a una mujer que parecía tener unos cincuenta años. Adamat se dio cuenta de inmediato de que era una mujer acaudalada. Sus anillos eran de oro, engastados con gemas preciosas, y su vestido era de la más fina muselina. Se abanicaba el rostro con un fino pañuelo de encaje y apartó intencionadamente la mirada de Adamat.
—Tendrás que disculparme, Cheris —dijo Ricard—. Esto es muy importante.
La mujer pasó junto a Adamat y salió de la habitación. Adamat oyó que la puerta se cerraba con fuerza detrás de él; se quedaron solos. Consideró por un momento preguntar sobre lo que acababa de suceder, pero luego decidió no hacerlo. Ricard era tan capaz de pasarse una hora explicándoselo como de decirle que se trataba de un asunto privado. Adamat se quitó el sombrero y el abrigo y volvió al acogimiento de Ricard.
Ricard volvió a sentarse detrás del escritorio y le señaló la silla vacía. Hablaron exactamente al mismo tiempo:
—Adamat, necesito tu ayuda.
—Ricard, necesito tu ayuda.
Ambos se quedaron en silencio, y luego Ricard se rio y se pasó una mano por la calva frontal de la cabeza.
—No has necesitado mi ayuda durante años —dijo. Inspiró profundamente—. En primer lugar, quiero que sepas cuánto lamento lo de los Barberos.
Los Barberos de la Calle Negra. La pandilla callejera que en teoría obedecía a Ricard, pero que había ido a por Adamat en su propio hogar. ¿Realmente había pasado solo un mes? Parecían años.
—Tamas los eliminó —dijo Adamat—. Los sobrevivientes se están pudriendo en Diente Negro.
—Con mi aprobación.
Adamat asintió con la cabeza. No se atrevió a decir más sobre el asunto. No era que culpara a Ricard por el incidente, pero entonces tenía mucha menos fe en la gente de Ricard.
—¿Faye sigue fuera de la ciudad? —preguntó Ricard.
Algo debió de llegar a los ojos de Adamat. Ricard era un hombre que se había ganado la vida leyendo gestos y sabiendo qué decir en el momento indicado. Se puso de pie y abrió un poco la puerta.
—Fell —dijo—. No quiero que me molesten. No quiero gente. No quiero ruidos. —Cerró la puerta, deslizó el pestillo y regresó al escritorio—. Cuéntamelo todo.
Adamat se quedó en silencio. Se había debatido durante días entre si acudir o no a Ricard y qué decirle exactamente. No era que no confiara en él; no confiaba en la gente de Ricard. Lord Vetas tenía espías en todos lados. Pero si no podía confiar en el propio Ricard, entonces, no le quedaba nadie a quien pedir ayuda.
—Faye y los niños fueron secuestrados por un hombre llamado lord Vetas —dijo Adamat—. Fueron retenidos contra su voluntad para garantizar mi cooperación. Le di a Vetas información sobre mis conversaciones con Tamas y sobre mi investigación.
Ricard se puso tenso. Eso no era lo que él se había esperado.
—¿Traicionaste a Tamas? —“¿Y sigues con vida?”, fue la pregunta silenciosa.
—Le conté todo a Tamas —respondió Adamat—. Me ha perdonado, por ahora, y me ordenó atrapar a lord Vetas. Me las arreglé para rescatar a algunos de los niños, pero Vetas aún tiene a Faye y a Josep.
—¿No puedes usar los soldados de Tamas para ir tras Vetas?
—Primero tendría que encontrarlo. Y una vez que lo haga, ojalá fuera tan simple. En el momento en que Vetas averigüe dónde estoy, sin duda me amenazará con la vida de Faye. Necesito encontrarlo en silencio, rastrearlo y quitarle a Faye de las manos antes de hacer caer la furia de Tamas sobre él.
Ricard asintió lentamente con la cabeza.
—¿Entonces no sabes dónde está?
—Es como un fantasma. Lo investigué cuando comenzó a chantajearme. Es como si no existiera.
—Si tú no puedes encontrarlo, dudo que mi gente pueda.
—No necesito que lo encuentren. Necesito información. —Adamat se metió una mano en el bolsillo y extrajo la tarjeta que Vetas le había dado hacía meses. Tenía una dirección—. Esta es la única pista que tengo. Es un viejo depósito, no muy lejos de aquí. Necesito saber todo sobre el lugar. ¿De quién es? ¿De quién son las propiedades que lo rodean? ¿Cuándo se vendió por última vez? Todo. Tu gente tiene acceso a ciertos registros a los que yo no puedo acceder tan fácilmente.
Ricard asintió con la cabeza.
—Por supuesto. Lo que sea. —Alargó la mano para coger la tarjeta.
Adamat lo detuvo.
—Esto es extremadamente serio. Están en juego la vida de mi esposa y la de mi hijo. Si no crees que puedas confiar en tu gente, dímelo ahora y lo encontraré por mi cuenta. —“Recuerda lo que sucedió con los Barberos”, se dijo Adamat mentalmente.
Ricard pareció recibir el mensaje.
—Tengo gente —le respondió—. No te preocupes. Será seguro.
—Una cosa más —dijo Adamat—. Hay dos personas involucradas en cierto modo en esto con quienes quizá preferirías no tener problemas.
Ricard sonrió.
—Si no es Tamas, no me imagino quiénes serán.
—Lord Claremonte y el Propietario.
La sonrisa de Ricard desapareció.
—De lord Claremonte no me sorprende —dijo—. La Sociedad Mercantil Brudania-Gurla ha intentado abalanzarse sobre el sindicato desde el principio. Es un fullero, pero no me asusta.
—No lo desestimes tan rápidamente. Lord Vetas trabaja para él.
Y Vetas tenía de rehenes a la esposa y al hijo de Adamat. Según Adamat, Claremonte bien podría haber retenido a Faye y a Josep personalmente.
Ricard hizo un gesto despectivo.
—¿Dices que el Propietario puede estar involucrado? No confío en él, por supuesto, pero pensé que tú mismo ya lo habías eliminado de tu lista de posibles traidores.
—Nunca lo eliminé —dijo Adamat—. Tan solo averigüé que Charlemund era el que estaba intentando matar a Tamas. Uno de los boxeadores del Propietario mantenía a mi familia retenida. Ya sabes lo que piensa de que sus boxeadores encuentren trabajo en otro lado; nadie trabaja para otra persona sin el permiso del Propietario.
Lo que significaba que el Propietario podía estar aliado con lord Claremonte.
—Ve con cuidado, amigo mío —le advirtió Ricard—. Vetas puede estar intentando utilizarte, pero el Propietario matará y enterrará a toda tu familia sin pensárselo dos veces. —Miró la tarjeta que Adamat le había dado y se la guardó en el bolsillo del chaleco—. Me encargaré de esto, no te preocupes. Pero necesito que me hagas un favor.
—Continúa.
—¿Conoces a Taniel Dos Tiros?
—He oído hablar de él —dijo Adamat—. Al igual que toda la gente de los Nueve. Según los periódicos, cayó en coma después de una batalla de hechicería en la cima del Pico del Sur.
—Ya ha salido del coma —dijo Ricard—. Despertó hace una semana y desapareció.
La reacción de Adamat fue pensar en lord Vetas. Había estado trabajando activamente en contra de Tamas. Aprovecharía sin dudar la oportunidad de capturar al hijo del mariscal de campo.
—¿Algún indicio de violencia?
Ricard negó con la cabeza.
—Bueno, sí. Pero no es lo que piensas. Abandonó su servicio de guardia por voluntad propia. Tamas tenía a sus propios hombres protegiéndolo, pero mi gente también le estaba vigilando. El hecho de que se haya escabullido de ambas redes es bastante vergonzoso. Necesito encontrarlo discretamente.
—¿Quieres que regrese? —preguntó Adamat—. No voy a obligar a un mago de la pólvora a hacer algo que no quiere hacer.
—No, solo averigua dónde está y avísame.
Adamat se puso de pie.
—Veré qué puedo hacer.
—Y yo me encargaré del tal lord Vetas. —Ricard levantó una mano para interrumpir las protestas de Adamat—. Discretamente. Te lo prometo.
Tamas entró en la cantina más grande de Budwiel y el remolino de aromas tentadores que había en el interior casi lo noqueó.
Pasó por delante de las mesas en las que cientos de sus hombres estaban comiendo y se dirigió a la cocina, intentando ignorar los retortijones de hambre.
Era difícil pasar por alto al hombre al que buscaba: corpulento, gordo, más alto que la media, con el pelo negro largo hasta la cintura y recogido en una coleta, y una piel morena que dejaba entrever un toque de ascendencia rosveliana. Se encontraba en un rincón de la cocina de puntillas para poder ver la hilera más alta de los hornos.
Mihali era, oficialmente, el chef de Tamas. Él y su equipo de asistentes suministraban comida de la más alta calidad para todo el ejército de Tamas, e incluso para la ciudad de Budwiel. La gente amaba a Mihali; los soldados lo adoraban.
Bueno, quizá debían adorarlo.
Él era Adom reencarnado, santo patrono de Adro y hermano del dios Kresimir, lo que lo convertía en un dios por derecho propio.
Mihali se volvió hacia Tamas y le hizo un gesto con la mano a través de la miríada de asistentes, lo que elevó una nube de harina a su alrededor.
—Mariscal de campo —dijo el chef—. Venid aquí.
Tamas suprimió la irritación de que se lo llamara como a un soldado común, y avanzó por entre las mesas de pan.
—Mihali...
El dios-chef lo interrumpió.
—Mariscal de campo, me alegro mucho de que estéis aquí. Tengo un asunto de gran importancia que discutir con vos.
¿De gran importancia? Tamas nunca había visto tan angustiado a Mihali. Se inclinó hacia delante. ¿Qué podría preocupar a un dios?
—¿De qué se trata?
—No logro decidir qué preparar para el almuerzo de mañana.
—¡Cretino! —exclamó Tamas, retrocediendo un paso. El corazón le retumbaba en los oídos, como si hubiera esperado que Mihali anunciara que el mundo se acabaría al día siguiente.
Mihali no pareció notar el insulto.
—La última vez que no supe qué cocinar fue hace décadas. Normalmente tengo todo planificado, pero... Disculpadme, ¿estáis enfadado por algo?
—¡Estoy intentando librar una guerra, Mihali! Los keseños están golpeando la puerta de Budwiel.
—¡Y el hambre está golpeando la mía!
Mihali parecía estar tan alterado que Tamas se obligó a calmarse. Le apoyó una mano en el brazo.
—A los hombres les encantará cualquier cosa que prepares.
—Había pensado en huevos pasados por agua con puntas de espárrago, filete de salmón, chuletas de cordero glaseadas con miel y una selección de frutas.
—Acabas de mencionar tres comidas.
—¿Tres comidas? ¿Tres comidas? Eso son cuatro platos, lo mínimo indispensable para un almuerzo adecuado, y ya preparé lo mismo hace cinco días. ¿Qué clase de chef prepara la misma comida más de una vez en una semana? —Mihali se dio unos golpecitos en la mejilla con los dedos cubiertos de harina—. ¿Cómo es que he metido tanto la pata? Quizás sea año bisiesto.
Tamas contó hasta diez en silencio para mantener su malhumor a raya; algo que no había hecho desde que Taniel era niño.
—Mihali, entraremos en batalla pasado mañana. ¿Me ayudarás?
El dios parecía nervioso.
—No voy a matar a nadie, si eso es lo que me estáis pidiendo —dijo Mihali.
—¿Puedes hacer algo por nosotros? Nos superan en número diez contra uno.
—¿Cuál es el plan?
—Llevaré la Séptima y la Novena a través de las catacumbas y flanquearé la posición de los keseños. Cuando intenten atacar Budwiel, los aplastaremos contra las puertas y los derrotaremos.
—Eso suena muy militar.
—¡Mihali! ¡Concéntrate, por favor!
Mihali finalmente dejó de mirar a su alrededor como si estuviera buscando el menú del día siguiente y miró fijamente a Tamas.
—Kresimir era un comandante. Brude era un comandante. Yo soy un chef. Pero ya que lo preguntáis, la estrategia parece conllevar un gran riesgo, pero ofrece un gran beneficio. Os cuadra perfectamente.
—¿Puedes hacer algo para ayudar? —preguntó Tamas con delicadeza.
Mihali pareció considerarlo.
—Puedo asegurarme de que vuestros hombres no sean percibidos hasta el momento en que ataquen.
Tamas sintió una oleada de alivio.
—Eso sería perfecto. —Luego esperó un momento—. Mihali, pareces muy inquieto.
Mihali cogió a Tamas del codo y lo llevó hasta un rincón de la cantina. En voz baja, dijo:
—Kresimir ya no está.
—Así es —dijo Tamas—. Taniel lo mató.
—No, no. Kresimir ya no está, pero no lo sentí morir.
—Pero todos los Nueve lo sintieron. El Privilegiado Borbador me dijo que todos los Dotados y los Privilegiados del mundo sintieron su muerte.
—Eso no fue su muerte —dijo Mihali, moviendo el trozo de masa de pan que aún tenía en una mano—. Eso fue su contragolpe contra Taniel por dispararle en la cabeza.
A Tamas se le secó la boca.
—¿Quieres decir que Kresimir sigue con vida? —El Privilegiado Borbador le había advertido a Tamas que no se podía matar a un dios. Tamas había tenido la esperanza de que Borbador estuviera equivocado.
—No lo sé —respondió Mihali—, y eso es lo que me preocupa. Siempre pude percibirlo, incluso cuando nos separaba medio cosmos.
—¿Se encuentra con el ejército keseño? —Tamas tendría que cancelar todos sus planes. Repensar cada estrategia. Si Kresimir estaba con el enemigo, serían todos eliminados.
—No, no está allí —dijo Mihali—. Yo lo sabría.
—Pero dijiste que...
—Os lo aseguro. Si él estuviera tan cerca, yo lo sabría. Además, él no se arriesgaría a una confrontación abierta entre nosotros.
Tamas apretó los puños. Las incertidumbres eran la peor parte de hacer planes para una batalla. Siempre lo ponía nervioso saber que no podía anticiparse a todo, y aquella era una incertidumbre del tamaño de un dios. Tendría que seguir adelante con sus planes y esperar que la ayuda de Mihali de ocultar a sus tropas fuera suficiente.
—Ahora bien —dijo Mihali—, si ya hemos terminado con eso, necesito ayuda con el menú de mañana.
Tamas le apoyó el dedo en el pecho.
—Tú eres el chef —le dijo—. Yo soy el comandante, y tengo que planear una batalla.
Salió del comedor y estaba camino a su tienda de mando cuando se maldijo por no haber tomado un plato de la sopa de calabaza de Mihali.
Menos de veinticuatro horas después de que Ricard lo enviara a buscar a Taniel Dos Tiros, Adamat se volvió a encontrar en la oficina de Ricard, ubicada cerca de los muelles.
Ricard masticaba el extremo de un lápiz bastante rústico con la vista clavada en Adamat. El poco pelo que le quedaba en la parte superior de la cabeza parecía un pajar alborotado por el viento, y Adamat se preguntó si habría dormido algo durante el tiempo que había transcurrido entre reunión y reunión. Al menos llevaba una camisa y una chaqueta diferentes. El lugar olía a incienso, a papel quemado y a carne en mal estado. Adamat se preguntó si habría algún sándwich olvidado debajo de alguna de las pilas de registros.
—No fuiste a casa anoche, ¿verdad? —le preguntó.
—¿Cómo te has dado cuenta?
—¿Además de por el hecho de que te ves como el diablo? Porque no te has cambiado las botas. Desde que te conozco, nunca te he visto usar las mismas botas dos días seguidos.
Ricard se miró los pies.
—Lo has notado, ¿verdad? —Ricard se restregó los ojos para combatir el cansancio—. No me digas que ya has encontrado a Dos Tiros.
Adamat le mostró un trozo de papel. Allí había escrito la dirección del fumadero de mala en el que había encontrado al héroe del ejército adrano revolcándose en su propia autocompasión. Le ofreció la nota a Ricard. Alargó la mano para cogerla y Adamat la retiró a último momento, como si de pronto hubiera cambiado de parecer.
—Esta mañana leí algo muy interesante en el periódico —dijo Adamat. Como Ricard no respondió, se sacó el periódico en cuestión de debajo del brazo y lo arrojó sobre el escritorio—. “Ricard Tumblar se presenta como candidato a primer ministro de la República de Adro” —dijo leyendo el titular en voz alta.
—Ah —dijo Ricard débilmente—. Eso.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Me pareció que ya tenías demasiados problemas.
—Y tú estás compitiendo para convertirte en el líder de nuestro nuevo Gobierno. ¿Por qué diablos estás haciendo negocios en los muelles?
Ricard se animó.
—Ya hemos edificado un lugar nuevo. De hecho, nos mudaremos allí mañana. También queda en el distrito industrial, pero será fantástico para agasajar a dignatarios. ¿Quieres verlo?
—Estoy un tanto ocupado ahora —dijo Adamat. Cuando vio la cara de decepción de Ricard, agregó—: En otro momento.
—Te gustará. Llamativo. Imponente. Pero con estilo.
Adamat resopló. Conociéndolo a Ricard, “llamativo” difícilmente comenzaba a describir el lugar. Arrojó el trozo de papel sobre el escritorio de Ricard.
—O tenías menos personas buscándolo que las que me hiciste pensar, o tu gente es idiota.
—No conozco la dirección —dijo Ricard esbozando una sonrisa tan ancha que las mejillas se le pusieron coloradas.
Adamat no estaba de humor para mostrar entusiasmo.
—Después de una batalla, hay dos posibles lugares donde los soldados se dirigen sin dudar: o a su hogar, o al vicio. Taniel Dos Tiros es un soldado de carrera, así que supuse que sería el vicio. La manera más rápida de encontrar uno de esos sitios cerca del Tribunal del Pueblo es ir hacia el noroeste, al Barrio Gurlo. Estaba en el sexto fumadero de mala que revisé.
—Tuviste suerte —dijo Ricard—. Admítelo. Podría haber ido a cualquier lado. Solo que tú buscaste primero en el Barrio Gurlo.
Adamat se encogió de hombros. El trabajo de investigación dependía más de la suerte de lo que le gustaba admitir, pero nunca se lo confesaría a un cliente.
—¿Hay alguna posibilidad de que hayan encontrado el registro de la dirección que te di ayer?
Ricard revisó los papeles que tenía sobre el escritorio. Un momento después, le devolvió a Adamat la tarjeta de Vetas. Tenía un nombre y una dirección escritas en lápiz.
—La propia Fell lo investigó —dijo Ricard—. El depósito lo compró, mira por dónde, un sastre hace dos años. No hay registros que indiquen que haya sido vendido después, lo que significa que no cayó en manos del sindicato. Deben de haberlo comprado de manera privada. Lamento no haber podido hacer más para ayudarte.
—Esto es un comienzo —dijo Adamat. Se puso de pie y cogió su sombrero y su bastón.
—Llevarás a SouSmith contigo, ¿verdad? —preguntó Ricard—. No quiero que vayas detrás de este Vetas tú solo.
—SouSmith aún guarda cama —dijo Adamat—. Sufrió muchos daños cuando lo de los Barberos.
Ricard hizo una mueca.
—Podría ir a ver a lady Parkeur.
Lady Parkeur era una mujer excéntrica de mediana edad que vivía con miles de pájaros en una vieja iglesia de Alto Talian. Siempre tenía plumas en el pelo y olía a gallinero, pero también era la única Dotada de la ciudad con la capacidad de curar heridas. Podía unir tejidos y huesos rotos a voluntad, y costaba más dinero que un sanador Privilegiado.
—Ya me he gastado hasta la última moneda que tenía para que me curara a mí después de la paliza que me dio Charlemund —dijo Adamat—. Tuve que hacerlo para poder ir en busca de mi familia.
—¡Fell! —gritó Ricard, lo que hizo sobresaltarse a Adamat.
La mujer apareció un momento después.
—¿Señor Tumblar?
—Envíale un mensaje a lady Parkeur. Dile que me cobraré ese favor que me debe. Hay un boxeador llamado SouSmith que necesita atención. Dile que hoy tiene que hacer una visita a domicilio.
—No hace visitas a domicilio —dijo Fell.
—Pues más le vale que la haga si yo se lo digo. Si se queja, recuérdale el incidente con la cabra.
—De inmediato —dijo Fell.
—¿Un incidente con una cabra? —preguntó Adamat.
Ricard miró a su alrededor.
—No preguntes. Necesito un maldito trago.
—Ricard, no necesitas cobrar favores por mí —dijo Adamat. Él sabía por experiencia propia lo que costaban las sanaciones de lady Parkeur. El tiempo de espera para ir a verla solía ser de semanas. Adamat había podido ir por una petición personal del mariscal de campo Tamas.
—Olvídalo —dijo Ricard—. Me has salvado el trasero tantas veces que ya he perdido la cuenta. —Sacó una botella de detrás de un montón de libros, se bebió hasta la última gota de líquido turbio que quedaba y luego hizo una mueca. Pasó un momento más hasta que cesó su búsqueda de más alcohol y luego se dejó caer en su asiento—. Pero no creas que no te pediré más favores. Vendrán tiempos difíciles con eso de presentarme para primer ministro.
—Haré lo que pueda.
—Bien. Ahora vete a encontrar a ese lord como-se-llame. Se me ha ocurrido un gran regalo de aniversario para ti y para Faye para el año que viene. Preferiría que ambos estuvierais disponibles para recibirlo.