Читать книгу La campaña escarlata (versión española) - Brian McClellan - Страница 17
ОглавлениеCapítulo 8
Adamat esperaba a algunas tiendas de distancia de la sastrería. Estaba sentado en un pórtico con un periódico en las manos. Su disfraz de aquel día era el de un hombre más joven, con cabello negro y engominado peinado hacia un lado, a la última moda entre los dueños de cafés. Llevaba pantalones marrones planchados y camisa de vestir arremangada hasta los codos. Sobre la rodilla había dejado su chaqueta a juego. Antes de salir aquella mañana, se había aplicado un poco de ungüento de ballena Dortmoth, lo que le había dado a su piel un brillo juvenil. Un bigote falso negro y unas gafas coloreadas le ocultaban el rostro.
Adamat observaba por encima del periódico mientras el tráfico se movía por la calle entre tiendas y cafés. Había estado observando la tienda de Haime durante dos días. Ya eran casi las tres en punto del tercer día y aún no había visto ni rastro de lord Vetas.
Su ubicación le brindaba una vista perfecta de la sastrería de Haime. No solo podía vigilar la salida y la zona aledaña sin problemas, sino que llegaba a ver también a través de la ventana delantera y casi todo lo que sucedía en el interior. Muchos hombres entraban y salían de la tienda. Muy pocas mujeres. A eso de las dos y media, entró un trío de hombres corpulentos y de aspecto rudo. Adamat estaba seguro de que se trataba de los matones de Vetas, pero cuando se fueron, unos minutos después, vio que la chaqueta de Vetas seguía colgada del maniquí.
Adamat leyó a medias los artículos del periódico. El enfrentamiento en Budwiel continuaba en punto muerto, aunque como la noticia era de hacía tres o cuatro días, podría haber sucedido cualquier cosa.
El periódico informaba que una repentina pérdida de ingresos había obligado a lady Winceslav a disolver dos de las ocho brigadas de las Alas de Adom. Aquello era un mal presagio para el esfuerzo bélico. Otras cuatro brigadas mantenían la posición al norte de Budwiel, mientras que las últimas dos hacían guardia en los restos ardientes del Pico del Sur, por si el ejército keseño intentaba cruzar aquel yermo volcánico.
Cuando comenzaba a leer un artículo sobre los efectos de la guerra en la economía adrana, el movimiento de la puerta de Haime le llamó la atención. Levantó la mirada justo a tiempo para ver que un vestido desaparecía por la puerta. Un momento después, una mujer apareció en la ventana y comenzó a hablar con el sastre.
Era una joven de pelo caoba. No podía tener más de dieciocho o diecinueve años, y aunque era joven, sería imposible de confundir con una mera niña. Tenía un porte confiado, con la espalda recta y la barbilla levantada, y el vestido de gala rojo que llevaba parecía estar ajustado especialmente para su figura.
Haime se volvió hacia la chaqueta de Vetas e hizo un gesto. Movió la mano de arriba abajo señalando la chaqueta y luego le mostró la parte inferior, donde Adamat había notado el desgarrón reparado. La mujer asintió con la cabeza, Haime tomó la chaqueta y la envolvió cuidadosamente con papel de seda.
La mujer salió un momento después con una caja marrón debajo del brazo. Miró hacia ambos lados, y Adamat resistió el impulso de ocultarse detrás del periódico. “Actúa con normalidad”, se recordó a sí mismo. No la conocía. Y, con toda seguridad, ella no le conocía a él.
La mujer se dirigió hacia el oeste. Adamat se puso de pie, dobló el periódico y se lo colocó debajo del brazo, y luego tomó su bastón.
La siguió a una distancia prudencial. La clave de seguir a una persona era alejarse lo suficiente para no ser notado, pero permanecer lo suficientemente cerca para no perderla en el caso de que se desviara repentinamente de su camino. Ayudaba saber si ella sospechaba que la seguían. A Adamat le parecía que no, pero sería mejor ser cuidadoso.
Supuso que ella pararía un carruaje en un par de manzanas. Estaba vestida como una dama con ese elegante vestido, y sus botas de tacón no estaban pensadas para dar caminatas largas. Sin embargo, siguió caminado despacio por en la calle en dirección noroeste. Se detuvo en un puesto callejero para comprar una tartaleta de frutas y luego continuó su camino.
Dobló hacia una calle tranquila de las Jaurías. Era una parte acaudalada de la ciudad, conocida mayormente por el distrito bancario que tenía en el centro. La calle en sí tenía menos tráfico peatonal, lo que preocupó a Adamat. En algún momento llamaría la atención, y eso era lo último que deseaba.
Retrocedió diez metros y luego dobló por la misma calle. Lo hizo justo a tiempo para ver que la mujer se metía en una casa grande de tres plantas.
La casa tenía una ancha fachada que ocupaba toda la calle. Las paredes eran de ladrillo blanco, con ventanas de postigos azules. Era bastante grande, de la clase de edificio construido para albergar a varias familias de la creciente clase media. Si en lugar de Vetas hubiera estado implicado cualquier otro, Adamat la habría pasado de largo, pensando que estaba demasiado expuesta y que era demasiado ordinaria.
De hecho, se preguntó si tal vez no habría cometido un error. Quizá la chaqueta no era de Vetas. Quizás había estado observando la prenda equivocada por la ventana de Haime. Tal vez la mujer había notado que él la seguía y había ido hasta allí para perderlo.
Adamat maldijo en voz baja. Había demasiadas variables.
Caminó despacio por la calle, dando pasos largos y despreocupados, como si estuviera admirando los edificios. Se acercó a la casa y tomo nota mental del número y del nombre de la calle, y pasó la mirada por cada una de las ventanas. Si aquel era el centro de operaciones de Vetas, seguramente tendría un hombre haciendo guardia.
Nada. Adamat intentó no sentirse decepcionado, pero no había absolutamente nada que indicara que aquella casa le pertenecía a Vetas. Tendría que revisar los registros de propiedad.
Justo cuando pasaba por la última ventana, vio un rostro. Se trataba de un niño de unos seis años que miraba el tráfico. Saludó a Adamat con la mano.
Adamat le devolvió el saludo.
No. Aquella no podía ser la casa de lord Vetas. ¿Para qué quería a un niño pequeño?
Salvo que tuviera un hijo. Eso parecía poco probable. El niño no compartía el menor rasgo de la estructura facial de Vetas. ¿Un pupilo? No. Vetas era un espía de lord Claremonte. No tendría un pupilo. ¿Otro rehén? Eso sí parecía una posibilidad.
Adamat continuó caminando por la calle. Pararía el siguiente carruaje y regresaría para vigilar la casa. Era la única pista que tenía.
Se metió en un carruaje y tomó asiento, y vio que alguien más subía detrás de él. Era un barrendero, tenía el rostro y la ropa roñosos después de un largo día de trabajar al sol.
—Disculpa —comenzó a decir Adamat, cuando vio la pistola que el barrendero tenía en la mano. Una gota de sudor frío le recorrió la parte baja de la espalda—. ¿Qué es esto? —preguntó.
—Tu cartera —dijo el hombre, y su voz salió como un gruñido.
A Adamat lo invadió una sensación de alivio. Un robo. Solo era eso. No era uno de los hombres de Vetas que lo había reconocido cuando pasaba. Lentamente, Adamat extrajo su cartera del chaleco y se la entregó al ladrón. No le iba a servir de mucho. Solo tenía cincuenta kranas en efectivo. No había cheques ni identificación.
El hombre revisó la cartera con una mano, sin dejar de apuntar a Adamat con la pistola. Unos momentos después, el sujeto saldría del carruaje y desaparecería entre las multitudes de la tarde.
Pero claro, estaban en las Jaurías. ¿Quién tenía las agallas para perpetrar un robo en una calle residencial de las Jaurías en medio de la tarde? Adamat abrió la boca.
Y entonces reconoció al niño de la ventana.
Se trataba del hijo del duque Eldaminse. Los realistas se habían enfrentado a Tamas en una pequeña guerra en el centro de la ciudad con el objetivo de colocarlo en el trono después de la ejecución de Manhouch. Adamat recordaba al niño por un trabajo que había hecho para la familia Eldaminse hacía casi un año.
El ladrón levantó la vista y miró a Adamat.
—Esto no sirve —dijo.
—¿Qué?
El ladrón giró la pistola en su mano y lo último que Adamat vio fue la culata del arma yendo hacia su rostro.
Cuando Taniel despertó, Fell estaba sentada junto a su hamaca.
Habían regresado al fumadero de Kin. Había humo en el aire, pero no era de mala. Tabaco de cereza, por el aroma. Llegaba a ver a Fell por el rabillo del ojo; la subsecretaria tenía una pipa de tubo corto colgando de la comisura de los labios.
Una mujer fumando en pipa. No era algo que Taniel hubiera visto a menudo. La mayoría de las mujeres qué él conocía preferían los cigarrillos fatrastos.
La subsecretaria del sindicato era una mujer atractiva. Demasiado severa para Taniel. Con el cabello echado hacia atrás y su rostro delgado, le recordaba a una institutriz que había tenido alguna vez. La observó durante algunos momentos con los ojos entrecerrados, preguntándose en qué pensaría ella. No parecía haber notado que Taniel estaba despierto. Tenía la vista clavada en el otro lado de la sala. Taniel se volvió en la hamaca para ver qué era lo que Fell miraba.
Ka-poel. Por supuesto. Estaba sentada junto a la escalera, haciendo una figura de cera con los dedos. Tenía su morral sobre el regazo. Cada poco tiempo, echaba un vistazo hacia la subsecretaria. Estaba haciendo un muñeco. De Fell.
Taniel se preguntó si la subsecretaria parecía una amenaza suficiente para justificar un muñeco o si Ka-poel había comenzado a hacer uno de cada persona que conocían. Si ese era el caso, pronto se quedaría sin lugar en el morral.
Los cuatro días anteriores le resultaban borrosos. Taniel intentó recordar, pero lo único que encontró fue humo de mala y el techo del fumadero de Kin. Antes de eso...
Ricard Tumblar quería que Taniel se postulara con él para el Primer Ministerio.
Eso significaba política.
Taniel odiaba la política. Había visto de primera mano las luchas de poder de la élite mercantil en Fatrasta mientras la guerra por la independencia avanzaba hacia el éxito; las traiciones, las intrigas. Ricard sostenía que no sucedería nada de eso. Sostenía que habría elecciones, abiertas y justas para el público; que el gobierno sería elegido por el pueblo.
Ricard, como la mayoría de los políticos, no era alguien en quien confiar.
Pero eso no parecía suficiente para un atracón de mala de cuatro días. ¿Por qué regresaría Taniel a aquel agujero y...
Ah, sí. Ricard había mencionado algo sobre informar a Tamas que Taniel estaba despierto y en buen estado. Sin importar lo que Taniel le dijera, Ricard no parecía entender que el mariscal de campo exigiría su presencia en el frente de inmediato.
Eso era algo bueno, intentó decirse a sí mismo. Él era útil. Podía ir hasta allí y ayudar a defender su país.
Matando. La única cosa para la que Taniel parecía ser bueno. ¡Diablos!, si hasta había matado a un dios. Aunque nadie le creyera.
Se volvió en la hamaca y extendió una mano para tomar la pipa de mala y la enorme bola de la sustancia pegajosa que Kin le había dejado.
La mala ya no estaba.
—¿Despierto? —preguntó Fell, dejando de prestarle atención a Ka-poel.
Taniel se incorporó. Revisó el bolsillo de su chaqueta (aún tenía chaqueta, eso era bueno), luego sus pantalones y el borde de la hamaca.
—¿Qué estáis buscando? —preguntó Fell. Por su expresión, sabía exactamente qué era lo que buscaba Taniel.
—¿Dónde está mi mala?
—Según Kin, os la fumasteis toda. Se le acabó en algún momento de la noche. —Fell se echó algo en la boca y masticó—. ¿Anacardos? —preguntó, ofreciéndole una bolsa hecha con papel de periódico.
Taniel negó con la cabeza. Revisó su pipa de mala. No quedaba nada. Luego miró el suelo.
—Ese gurlo ladrón debe de haberme robado el resto de la bola. Tenía suficiente para fumar durante semanas.
—Sé la velocidad a la que habéis estado fumando —dijo Fell—. No creo que os haya estafado. Sabe de dónde proviene el dinero. —Taniel hizo una mueca. ¿De dónde provenía el dinero? Miró a Fell. Ah, cierto. Ricard—. ¿Sabéis una cosa? El fumadero de Ricard tiene mala de mucha mejor calidad. Las esterillas son de seda y el entretenimiento es mejor que la hija de Kin.
Taniel sintió que se le revolvía el estómago. Volvió a acostarse en la hamaca. La hija de Kin. Taniel no recordaba nada.
—¿Acaso yo...?
Fell se encogió de hombros y miró a Ka-poel. Ka-poel negó ligeramente con la cabeza.
Taniel dejó escapar un leve suspiro. Lo último que necesitaba hacer en ese momento era encamarse con la hija de un gurlo dueño de un fumadero de mala.
—¿Qué quieres? —le preguntó a Fell.
Fell golpeó la pipa contra su zapato y se la colocó en el bolsillo, luego se echó más anacardos en la boca.
—Hoy recibimos noticias de vuestro padre.
Taniel se volvió a incorporar.
—¿Y?
—Hay cosas interesantes para informar. Los keseños se preparaban para atacar al día siguiente. Esto habría sido hace tres días. Tamas planeaba liderar un contraataque con sus mejores hombres.
—¿Cuántos soldados de Kez?
—Según los rumores, un millón. Tamas no lo dijo.
“Sus mejores soldados” significaba la Séptima y la Novena. ¿Y rumores de un millón? Eso era el doble del ejército de la batalla por el Pico del Sur. Aun si fuera una exageración y solo se tratara de la décima parte, Tamas igual lideraría a diez mil hombres contra cien mil. Estúpido presuntuoso.
De alguna manera, el hecho de que Tamas probablemente ganaría lo empeoraba todo.
—Ah —agregó Fell, como si acabara de recordarlo—. Preguntó por vos.
Taniel se sorbió la nariz.
—“¿Dónde está el maldito inútil de mi hijo? Lo necesito en el frente”. ¿Algo así?
—Preguntó si habíais tenido alguna mejoría y si los doctores pensaban que su presencia aquí podría ayudar de alguna manera.
—Ahora sé que estás mintiendo —dijo Taniel—. Tamas no abandonaría un campo de batalla por nadie. “Ni siquiera por mí. Sobre todo, no por mí”.—Ha estado muy preocupado. Le enviamos a decir que parecíais estar mejor, pero ¿quién sabe si la noticia le llegó antes de la batalla? —Fell metió la mano en su bolsa de papel en busca de otro anacardo con una pequeña sonrisa en los labios.
—Pero no le dijeron que estoy despierto.
—No. Ricard pensó que tal vez quisierais tiempo para recuperaros.
Entonces, las súplicas de Taniel por que su padre no se enterara habían surtido algún efecto.
—Más bien creo que le preocupa que Tamas mande llamarme en el momento en el que sepa que no estoy guardando cama.
—Eso también —admitió Fell.
—Por supuesto. —Taniel volvió a acostarse en la hamaca y suspiró. Se sentía cansado y utilizado. ¿Qué era él, más que una herramienta para los demás? —El viejo desgraciado de Tamas...
Lo interrumpió el sonido de la puerta de arriba abriéndose de un golpe.
La escalera que daba al fumadero se sacudió y un joven entró en la sala a toda prisa. Fell se puso de pie.
—¿Qué sucede?
El mensajero miró a su alrededor con cara de espanto. Respiraba con dificultad por la carrera.
—Ricard quiere que vayáis al Tribunal del Pueblo inmediatamente.
Fell arrugó la bolsa vacía de papel y la arrojó al suelo.
—¿Qué ha sucedido?
El mensajero miró a Taniel, luego a Ka-poel y luego volvió a mirar a Fell. Parecía estar a punto de derrumbarse.
—Hemos recibido noticias de Budwiel. La ciudad ha caído y ha sido incendiada. El mariscal de campo Tamas está muerto.
Nila estaba sentada junto a la ventana, con las cortinas un poco separadas. Miraba al mundo pasar con sus sombreros de copa y sus abrigos, con los bastones chasqueando contra los adoquines y las mujeres echándose el bonete hacia atrás para disfrutar el sol en el rostro. El calor del verano se abatía sobre Adro, pero nadie parecía notarlo. El clima era demasiado agradable para que a alguien le importara.
Ella deseaba estar allí fuera disfrutándolo. Su habitación era demasiado sofocante, y los hombres de Vetas habían claveteado todas las ventanas de la casa. El aire era espeso y húmedo, demasiado cargado, y ella sentía que de un momento a otro se iba a desmayar. Vetas la había enviado a hacer un recado el día anterior, y la libertad de sentir el sol en el rostro había sido tan maravillosa que casi abandonó la ciudad y olvidó a Vetas y a Jakob y todos los recuerdos terribles de los meses anteriores.
El corazón le dio un vuelco cuando oyó que se abría la puerta de la habitación, pero se obligó a no exteriorizarlo. No era Vetas. Él solía venir del corredor. No de la puerta del cuarto de juegos, donde Jakob jugaba en silencio con un pequeño ejército de caballos de carreras y se quejaba del calor una y otra vez.
—Nila —dijo una voz—. Debes vestirte.
Nila echó una mirada al vestido tendido sobre su cama. Uno de los matones de Vetas se lo había llevado hacía una hora. Era un vestido camisero largo de muselina blanca, de cintura alta. El ribete era escarlata, lo que le daba un toque de color en el dobladillo, en el busto y en el borde de las mangas cortas. Parecía muy cómodo, y mucho más fresco que el vestido de gala que él le había ordenado utilizar durante los recados del día anterior.
Sobre su mesilla de noche había una cadena de plata con una perla del tamaño de una bala de mosquete, y en una caja había un par de botas negras hasta la rodilla, que a simple vista se notaba que le sentarían de maravilla. Otros tres atuendos, cada uno más caro que el anterior, colgaban en el interior de su ropero.
Obsequios de parte de lord Vetas. Ella nunca había tenido prendas de tan buena calidad. El vestido era sencillo, nada llamativo, pero las líneas eran absolutamente perfectas. Al revisar el interior del dobladillo, había visto las iniciales D. H.; Madame Dellehart, la mejor costurera de Adopest. Ese vestido costaba más de lo que una lavandera común ganaba en un año.
—Nila —insistió la voz—. Vístete.
La ropa cara y las joyas le revolvían el estómago a Nila. Aceptar obsequios de lord Vetas era como aceptar los de un demonio. Ella sabía que tenían un precio.
—No lo haré —dijo Nila.
Unos pasos hicieron crujir el suelo de madera. Faye se arrodilló delante de Nila y le tomó la mano.
Habían estado encerradas juntas en la mansión durante seis días, y Nila aún no sabía gran cosa sobre aquella mujer. Sabía que el hijo de Faye estaba prisionero en el sótano, que ella tenía otros hijos en otro lado, y que también eran prisioneros de lord Vetas. También sabía que Faye mataría a Vetas si tenía la oportunidad.
Al menos, lo intentaría. Nila comenzaba a preguntarse si era posible matar a Vetas. No parecía humano; casi no comía, no dormía y no se emborrachaba, sin importar cuánto vino consumiera.
Faye le tiró de la mano.
—Arriba —dijo—. Vístete.
—No eres mi madre —dijo Nila. Las palabras le salieron como un gruñido.
—Ella te diría lo mismo si estuviera aquí.
Nila se inclinó hacia delante.
—Está muerta. No la conocí, y tú tampoco. Tal vez me diría que rompa esta ventana y me corte las muñecas antes que ceder ante las exigencias de Vetas.
Faye se puso de pie. La súplica gentil de su rostro desapareció y su expresión se endureció.
—Tal vez —dijo—. En ese caso, sería una idiota. —Faye comenzó a caminar por la habitación.
Nila había supuesto que ella era un ama de casa esposa de algún mercader de clase media. Se preguntó cuál era el valor de Faye para lord Vetas. Faye no había hablado sobre eso. Y solo había dicho unas pocas palabras aquí y allá acerca de sus niños. De hecho, la mujer estaba demasiado tranquila. Desde aquel arrebato inicial la noche en que la habían llevado, Faye había estado mansa como un cordero. Nila se imaginaba que, si tuviera hijos, no descansaría hasta verlos fuera de peligro. O Faye era muy paciente (y, por ende, una mujer más fuerte de lo que Nila la consideraba), o había algo más. ¿Un ardid de Vetas, tal vez? ¿Una espía?
Eso no tenía sentido. No valía la pena espiar a Nila. Si Vetas quería algo de ella, era el tipo de hombre que lo conseguiría a fuerza de tortura.
De cualquier manera, Nila no confiaba en Faye. No podía confiar en nadie en la guarida de Vetas.
—Si no te vistes —dijo Faye—, Vetas desahogará su ira contigo o con el niño. Tal vez con ambos.
—No soy su puta —dijo Nila.
—No te ha pedido que hagas nada degradante. —El “aún” tácito flotó en el aire por un momento—. Solo que lo acompañes en sus recados. Eso te permitirá volver a salir de esta condenada casa. Yo vigilaré a Jakob mientras tú no estás. Vamos, déjame ayudarte. —Nila dejó que Faye la ayudara a ponerse de pie y le quitara su viejo vestido—. Hay ropa interior nueva —dijo Faye levantando una caja pequeña de la cama.
Nila le arrebató la caja y la arrojó al suelo.
—Ya la he visto, gracias —le dijo—. Solo una puta usa una prenda como esa. —Inspiró profundamente y se dio cuenta de que le temblaban las manos.
Faye dejó caer los brazos. Se acercó a la puerta de la habitación de juegos, se fijó si estaba Jakob y entonces la cerró. Se volvió hacia Nila con las manos en las caderas.
—¿Has visto la sala del sótano? —preguntó Faye. Nila la miró desafiante ¿Quién era esa vieja para exigirle cosas a ella?—. ¿Y bien? —Nila asintió bruscamente con la cabeza y trató de no pensar en la sala de las mesas largas y las manchas de sangre y los cuchillos afilados sobre la mesa de trabajo—. También me la mostró a mí. Cuando llegué aquí. Yo no quiero ir a esa sala y me imagino que tú tampoco. Así que mantenlo contento.
—Yo...
—No me importa quién eres —dijo Faye— o por qué estás aquí. Pero Jakob parece importarte. Vetas no es la clase de hombre que vacilaría en aplicar sus prácticas insidiosas en los niños.
—No se atrevería.
Faye dio un paso en dirección a Nila. Nila se obligó a no retroceder, pero la expresión de la mirada de aquella mujer la atemorizó.
—Me obligó a mirar mientras le cortaba un dedo a mi muchacho —dijo Faye—. Obligó a mis niños a mirar. Todos gritábamos, y sus matones nos retenían. Luego le envió el dedo a mi esposo para asegurarse de que cooperara en uno de sus planes. —Faye escupió en el suelo.
—¿Y qué estás haciendo ahora? —preguntó Nila.
—Estoy esperando.
—¿Qué esperas? —preguntó Nila con tono burlón.
—Mi oportunidad. —Sus palabras casi no se oían. Faye se limpió una lágrima del rabillo del ojo e inspiró profundamente—. Hay un momento para la furia. Y hay un momento para la paciencia. A Vetas ya le llegará el momento de saldar deudas.
—¿Y si yo le llegara a contar esto que me has dicho? ¿Cómo sabes que puedes confiar en mí?
Faye inclinó la cabeza hacia un lado.
—Ve y díselo si quieres. ¿Crees que él no sabe que le arrancaría las tripas por el culo si tuviera la oportunidad? —Faye meneó la cabeza con asco—. Mi esposo es inspector. Es un hombre inteligente, un hombre de principios. Siempre pensó que la nobleza consistía en un montón de idiotas engendrados por endogamia. Una vez le pregunté cómo podía tolerar las burlas de un barón o la idiotez obtusa de una duquesa el tiempo suficiente para terminar de resolver un caso relevante. —Nila permaneció en silencio, observando el lado del rostro de Faye mientras ella hablaba—. Me respondió que tragarse el orgullo y ser paciente frente a la adversidad le había permitido alimentar y proteger a su familia durante años, mientras que ceder a su instinto de devolver los ataques solo lo haría ir a prisión o algo peor. Lo único que puedo hacer ahora es esperar. Así que espero. Tú deberías hacer lo mismo. Ponte el maldito vestido.
Nila observó a la mujer en busca de algún indicio de falsedad. Tenía fuego en los ojos. Furia. La clase de ira de la que solo una madre es capaz.
—Dame un poco de privacidad —dijo Nila.
Ella ya estaba vestida cuando alguien llamó a la puerta. No la de la habitación de Jakob, sino del corredor. Nila se tragó su miedo al oír que la puerta se abría, y se alegró de haberse puesto aquella ropa.
—Vamos progresando —dijo lord Vetas—. Date la vuelta.
Ella se volvió hacia él y se obligó a mirarlo a los ojos.
Él la miró de arriba abajo y lentamente hizo girar el vino de su copa.
—Servirás —dijo él.
—¿Para qué? —preguntó ella.
Si él oyó el enfado en su voz, hizo caso omiso.
—Desde hace un tiempo, he estado intentando asegurarme un almuerzo con una mujer llamada lady Winceslav. Finalmente lo conseguí. Me acompañarás al almuerzo como mi sobrina. Eres una muchacha tímida y no dirás más que “sí, señora” o “no, señora”. Tengo la intención de cortejarla, y ella se mostrará más afable si cuento con una pariente cercana femenina. Solo te necesitaré durante unas pocas semanas, como mucho.
—¿Quién es...?
—Eso no te concierne. Interpreta bien tu papel y te permitiré conservar la pequeña medida de libertad que te he permitido. Hazlo mal y te castigaré. ¿Entiendes?
—Sí —dijo Nila.
—Bien. ¿Dónde está el niño?
Nila deseó que hubiera alguna mentira que pudiera decirle. ¿Pero dónde más podía llegar a estar Jakob si no en su cuarto de juegos?
—Jakob —lo llamó ella—, ¡ven aquí, por favor!
La puerta de la habitación se abrió y Jakob atravesó el dormitorio al trote. Miró a Vetas con una sonrisa.
—¡Hola!
Vetas esbozó una amplia sonrisa. A Nila la expresión le recordó un cráneo pulido que una vez había visto en la tienda de un boticario.
—¡Hola, mi muchacho! —dijo Vetas. —¿Te gusta tu ropa nueva?
Jakob dio vueltas sobre sí mismo con los brazos extendidos para mostrar un elegante traje de chaqueta azul con pantalones hasta la rodilla y calcetines altos.
—Es muy bonita —dijo Jakob—. Gracias.
—Es un placer, niño —dijo Vetas—. Te he traído algo. —Salió al corredor y regresó con una caja no mucho más grande que la de las botas de Nila. Colocó la caja en el suelo, quitó la tapa y dejó a la vista un juego de soldados y caballos de madera, veinte en total.
Jakob dio un grito ahogado de alegría y de inmediato comenzó a sacarlos de la caja y a dispersarlos por el suelo.
—Llévalos a tu habitación —dijo Nila.
Jakob se detuvo y miró Nila con gesto de enfado. Volvió a guardar los juguetes y comenzó a llevarse la caja a rastras hacia el cuarto de juegos.
—¿Te gustan? —preguntó Vetas.
—¡Claro! ¡Gracias, tío Vetas!
—De nada, niño.
En cuanto Jakob se perdió de vista, la sonrisa de Vetas desapareció. Bebió un sorbo de vino.
—Estate lista en media hora. —Se fue de la habitación y Nila oyó que la puerta se cerraba con llave desde el otro lado.
“Tío Vetas”, había dicho Jakob.
Nila se preguntó cómo planeaba Faye matar a Vetas, y si, tal vez, ella tendría la oportunidad primero.