Читать книгу Memorias de una niña Alba - Bruna Faro - Страница 10
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ОглавлениеUn fuerte grito me despertó en la mañana siguiente. Una voz femenina, pero adolescente nos despertaba a viva voz. Abrí los ojos de golpe y me asusté al no saber dónde me encontraba. Miré el techo que estaba a escasos centímetros de mí y luego hacia los pies de la cama. Me encontré con un montón de niñas moviéndose en sus camas y recordé dónde estaba. Afuera aún era de noche, pero todas las internas comenzaban a levantarse. Se quitaban los camisones y caminaban hacia la entrada de la gran habitación. Me bajé del segundo piso de mi litera y salí al pasillo para ver a qué lugar tenía que ir. Todas se arremolinaban en una fila solo en ropa interior. El frío se hacía sentir, pues estábamos en junio.
—Sácate el pijama y ponte a la fila —me indicó una de las niñas con amabilidad.
—¿Y para qué es la fila? —pregunté.
—Pa que nos pasen la ropa.
—Pero es de noche.
—Siempre nos levantamos de noche.
—Tengo frío.
—Tení' que sacártela no más o la superiora se va a enojar.
—¿Quién?
—La superiora, ¿no la conocí'?
—No.
—Es la directora y nos castiga si no obedecemos.
—Ah, ayer la conocí.
—Apúrate mejor —dijo la niña mientras avanzaba.
Hice lo que todas hacían. Me saqué el camisón lo puse encima de la cama y avancé hasta la fila. Aún sentía vergüenza, pero menos que el día anterior. Las niñas iban recibiendo, de manos de la misma monja que nos pasó los calzones el día anterior, un montoncito con ropa y regresaban al lado de sus camas a vestirse. Las que ya estaban listas iban saliendo de la habitación.
Rápidamente llegó mi turno. Cuando estuve frente a la monja, esta me miró y dijo.
—¿Se te pasó el llanto?
—Sí —dije tímidamente.
—Qué bueno. Vístete y después vas al baño de este piso, ese es el que debes ocupar ahora, y lávate la cara. Cuando estés lista baja al comedor a desayunar.
Contesté solo con un ademán de la cabeza y regresé a mi cubículo a vestirme. Desdoblé la ropa y me encontré con un pantalón de cotelé azul marino, una polera con mangas largas de color blanco, un sweater de lana amarillo y un par de calcetines. Me vestí rápidamente, todo me quedaba un poco grande, pero jamás había tenido ropa que me quedara completamente bien, jamás había elegido una prenda nueva en una tienda, así que poco me importaba que la ropa no fuese de mi talla. Me di cuenta de que no tenía zapatos. Salí de mi cubículo y por suerte la interna que me había hablado minutos antes aún se estaba poniendo la ropa. Fui hacia ella con timidez.
—Oye, no sé dónde están mis zapatos.
—Aquí no hay zapatos propios, te pasan cualquiera que te quede bueno. Solo las grandes tienen.
—¿Y adónde puedo pedir unos?
—Ahí, a la hermana —dijo, señalando a la monja que repartía la ropa.
Tragué el nudo que se me formó en la garganta y caminé hacia ella. No me salía la voz y opté por tocar su antebrazo con delicadeza. La hermana me fulminó con la mirada.
—¿Qué quieres? ¿No sabes hablar?
—No tengo zapatos —dije con un hilo de voz.
—No te escucho, habla más fuerte.
—No tengo zapatos —repetí.
—Saca del montón de allá —me indicó una montaña de zapatos que estaba detrás de una mesa.
Avancé hasta ahí y revolví en busca de algún par que me quedara bueno. Debo confesar que también traté de elegir los que más me gustaban, nunca había tenido la oportunidad de hacerlo y la variedad era harta. Y, aunque todos estaban usados y algo marcados, ninguno estaba roto. Elegí unos mocasines cafés, me los calcé y fui hasta el baño. Me situé junto al montón de niñas que esperaban un espacio en los lavamanos. Ninguna me integraba, pero tampoco me excluían. Algunos lavamanos se iban desocupando pero, cuando quería avanzar, algunas de ellas me retenían con sus cuerpos y decidí esperar hasta que nadie más tuviera que usarlos. Había solo una toalla que se iban pasando unas a otras y cuando todas acabaron y se fueron al comedor, me tocó el turno de usarla. Estaba tan mojada que de nada servía que la ocupase, así que estiré la manga de mi sweater y me sequé.
Me apresuré en bajar las escaleras para encontrarme con Margarita. Cuando llegué a su piso vi que aún salían niñas del baño, así que me asomé por la puerta y ahí estaba mi hermana, en una fila para secarse la cara con una toalla que les pasaba una monja. La voy a esperar en la escalera, pensé, ahí me quedé, en el primer escalón. La vi salir del baño sola y con la vista en el piso.
—¡Ey, Margarita! —dije casi en un susurro. Ella levantó la vista y corrió hacia mí.
—¡Hola! Te extrañé —pronunció, mientras las lágrimas comenzaron correr por sus mejillas.
—No llorí' po, ¿cómo dormiste? ¿Pelearon contigo? ¿Alguna monja te retó?
—Nadie me habló, pero me sacaron los pantalones y todas se rieron de mí. No tenía na calzones.
—¿Y la monja te retó?
—No.
—A mí también me sacaron los pantalones. Ahora vai a tener calzones todos los días. ¿Te gustó la cama?
—Sí.
—Vamos al comedor.
Bajamos de la mano las escaleras y entramos juntas al comedor. Las niñas aún estaban alborotadas y nadie se dio cuenta de que habíamos entrado, mejor para nosotras. Le indiqué a Margarita que se sentara en el mismo asiento que el día anterior y yo me dirigí a mi mesa.
—Oye, rucia, siéntate del otro lado —me dijo la misma interna que al parecer no le caía muy bien.
Me moví sin objetar del asiento. Recorrí el comedor con la mirada y reconocí a la hermana que nos había recibido el día anterior, la hermana Carmen, que con alegría repartía tazones de plástico a las niñas con algo adentro que imaginé sería leche. Otra monja tras ella repartía un pan a cada interna.
Llegó el turno de nuestra mesa y felizmente recibí mi tazón de leche y el pan que me ofrecían.
—¿Como dormiste? —me preguntó la monja que nos había recibido—. ¿Te gustó el hogar?
—Bien, sí —mentí.
—Come.
Asentí con la cabeza. Desenvolví el pan y lo abrí para saber qué tenía adentro. Por fin comería un pan con unto, pensé, y me llené de felicidad, pero el relleno era un raspado de mermelada que no alcancé a distinguir. No me gustaba el pan con mermelada, pero tenía tanta hambre que no me importaba. No levanté la vista hasta que mi pan se hubiera acabado y de la leche solo quedara el concho, que era intomable.
Todas las internas mayores se fueron al colegio que pertenecía al internado, y por este motivo estaba en el edificio de al lado. En el fondo del pasillo, frente a la escalera para subir a las habitaciones, había una puerta que conectaba directo con el patio techado del establecimiento. Yo tenía jornada de tarde. Aunque aún no sabía si seguiría en el mismo colegio que estaba o debía cambiarme al del internado.
La mañana pasó entre el aseo de los dormitorios y la sala de estudios. Las niñas ya no nos miraban con tanta curiosidad e, incluso, hubo algunas que hasta nos preguntaron el nombre.
Terminábamos de pintar caricaturas con Margarita en la sala de estudio —en donde estábamos siendo supervisadas por una hermana—, cuando la puerta se abrió para dejar paso a otra monja que desde el umbral se dispuso a gritar mi nombre. Me levanté y fui a su encuentro.
—Tú no vas a la escuela hoy —me dijo.
—¿Y por qué? —me atreví a preguntar.
—Porque aún no sabemos dónde se quedarán de forma definitiva, así que pueden volver a esta sala después de almorzar —dijo dando una vuelta para desaparecer tras la puerta.
Debo confesar que me sentí decepcionada y con pena. El patio de la escuela a la que asistía colindaba con el patio de mi casa, y tenía la esperanza de poder ver a mi mamá por encima de la pandereta. Tenía tantas cosas que decirle: que no me gustaba el hogar, que sentía miedo, que la echaba de menos, que no quería sacarme los calzones en frente de las niñas, que habíamos comido de noche y de mañana, que Margarita había llorado mucho, que no queríamos estar ahí, y, por sobre todo, que no nos olvidara.
El comedor estaba lleno otra vez. Las internas que habían asistido a clases durante la mañana habían vuelto, y las que debían ir a la escuela en la tarde estaban almorzando para poder marcharse.
Entre las hermanas y cocineras nos repartían las bandejas. Mi sorpresa fue mayúscula cuando en el plato vi una empanada. Era indescriptible lo que sentí en ese momento. No sabía hacía cuánto tiempo no había comido una, o si había comido siquiera. La tomé con ambas manos y la llevé a mi nariz, quise disfrutar del aroma antes de comerla. Di el primer mordisco a la enorme empanada, sin embargo, el sabor que tenía era totalmente asqueroso. El relleno era una masa blanca y dura que no podía partir con los dientes. Tuve ganas de vomitar y escupí lo que había logrado arrancarle. Mis compañeras de mesa me miraron y sonrieron.
—Son empanadas rellenas con loco —me informó una de ellas.
—En mi casa las hacen con el loco picado, no sé por qué acá se lo ponen entero —comentó otra de ellas.
—¿Qué es loco? —pregunté extrañada.
—¿No sabí' lo que es loco?
—No.
—Lo sacan del mar. Ya estamos acostumbradas a comerlo.
—Es mala esta cuestión —dije arrugando la nariz.
—Pero tení' que comértela toa no má. O si no te van a castigar y si vomitai, el castigo es peor.
Comencé a sacarle la masa a la empanada dejando el relleno a un costado. Jamás había oído hablar del loco. Trataba de imaginarme qué tipo de pescado era. Miré a Margarita, quien no tenía problemas para comerse la suya.
Las monjas pasaron retirando las bandejas y entregando los postres. Pensé que había pasado desapercibida, pero estuve sentada sola en el comedor unas tres horas, hasta que acabé mi empanada. Cuando terminé, me llené de alivio y felicidad, porque tocaba el postre, pero no hubo, ese era el castigo.
Después de la cena vino el baño. Había cinco duchas, y la cantidad de internas en ese piso, superaba con creces ese número. Éramos, por lo menos, treinta niñas. Así que la espera era larga. Llegó mi turno y la monja que nos supervisaba, me ordenó que me desnudara y dejara en el montón que estaba en el pasillo la ropa sucia. Me desvestí lentamente, mientras mis compañeras hacían lo mismo. No quise levantar la vista para que no pensaran que las estaba mirando. Mis mejillas se encendieron como tomates y avancé lentamente hacia el tercer cubículo.
Podía ver el vapor que empañaba los vidrios y me puse bajo el chorro de agua tibia que salía de la ducha. Me sentía tan feliz. No sabía en cuánto tiempo no me bañaba con agua así. En mi casa debía aguantarme el agua fría, y generalmente nos bañábamos por partes con agua acumulada en una fuente. Las únicas veces que disfrutaba del agua caliente era en casa de mi abuela.
—Asomen sus cabezas por el borde para el champú —dijo la monja.
Miré hacia los cubículos vecinos. Desde cada uno se veían las cabezas de las niñas y la monja avanzaba echándoles una por una. También me pusieron a mí.
—Con la misma espuma del champú se lavan el cuerpo. Se apuran, hay más esperando —nos indicó la hermana.
Me refregué el pelo con energía y también el cuerpo.
—¡Corten el agua y vayan saliendo! —gritó la monja.
Cerré con pesar la llave y salí al exterior. Mis poros se marcaron con el frío. La monja nos entregó una toalla a cada una. Me cubrí rápidamente y fui secando mi cuerpo. Las niñas comenzaron a salir del baño, envueltas en sus toallas y yo hice lo mismo. En el dormitorio, nos secamos en la entrada e íbamos dejando las toallas mojadas en una montaña en el suelo. Nos poníamos en la fila de los calzones y después en la de los pijamas.
Tuve mi calzón con mi pijama y me fui a meter debajo de mis frazadas. El frío era casi insoportable, aunque yo ya estaba acostumbrada. En mi casa no había calefacción.
Las luces se apagaron y acurrucada bajo mis sábanas, me dormí.