Читать книгу Memorias de una niña Alba - Bruna Faro - Страница 14

10

Оглавление

Los días siguientes avanzaron sin sobresaltos. Según mi cuenta ya había pasado, aproximadamente, un mes y medio desde que habíamos llegado al hogar. Se suponía que la primavera estaba pronta a llegar, pero el frío seguía, sin piedad, acosándonos cada día, y no se hizo extrañar el día sábado en que, según yo, cumpliría uno de mis mayores anhelos.

Poco después del desayuno, en la sala común, la hermana Carmen dio un comunicado.

—Hoy iremos a Fundación Mi Casa. En media hora las llamaremos para que se pongan chaquetas —dijo la monja.

—¿Y si nos vienen a ver? —preguntó una de las internas.

—Los papás tendrán que volver hasta la otra semana —respondió la hermana sin mucho interés, mientras la interna ahogaba un llanto que no podía disimular.

La monja salió de la sala y el murmullo no tardó en subir de tono. Algunas internas estaban felices. Otras, en cambio, lloraban y reclamaban. Yo trataba de entender qué ocurría y qué lugar era. Me acerqué a Ana, mi compañera de dormitorio.

—Oye, ¿qué es Fundación Mi Casa? —le pregunté con curiosidad.

—Es un hogar también, pero de puros hombres.

—¿Y a qué vamos para allá?

—No sé, de repente nos llevan para celebrar cosas o a jugar.

Sabía que había oído ese nombre antes. Hurgué entre mis recuerdos. ¡La luz se encendió! Lo había recordado. Me embargó la ilusión. ¡Vería a mis hermanos! Lo anhelaba desde el día en que nos habíamos separado. Lo recordaba. Fundación Mi Casa era el hogar adonde los habían llevado. Lo recordaba porque oí nombrarlo a mi mamá varias veces. Los vería al fin. Le conté a Margarita, ambas saltamos felices.

Las internas comenzaron a moverse al baño. Todas se arreglaban y miraban en el espejo. Yo también me peiné, me lavé la cara y a Margarita. La masa se dirigía a los respectivos dormitorios y yo seguí a mis compañeras.

Una de las hermanas ya estaba esperando a que hiciéramos una fila para entregarnos chaquetas. Todo avanzó de prisa. Mi chaqueta era color café claro y no combinada nada con los vestidos aparatosos que nos ponían los días sábado. Todo estaba listo. Bajamos al primer piso y nos formaron en una fila fuera del comedor.

Una monja nos daba instrucciones. Yo buscaba a Margarita entre las internas más pequeñas, pero no la veía. La directora se acercó a cada una y nos inspeccionó rápidamente. Se acercó a mí. Me miró.

—Tú te quedas —me dijo mientras avanzaba hacia atrás en la fila.

—Pero yo quiero ir —dije casi sin aliento, tratando de reprimir las lágrimas.

—No puedes ir.

—Por favor, quiero ir —dije acercándome a ella y tomándole el brazo.

—Dije que no, vuelve arriba.

—Por favor, por favor —dije sollozando moviéndome a su lado mientras avanzaba.

—Llévate a esta para arriba —le dijo a otra monja.

Me aferré a su brazo lo más fuerte que pude. No pensaba en nada más que en ir. Creí que si suplicaba me dirían que sí. La otra monja me tomó el cuerpo tratando de separarme de la directora. Yo pataleaba y lloraba a moco tendido. La monja logró tomarme por la cintura mirando hacia adelante. Yo me retorcía gritando. Mi voz desgarrada se mezclaba con mi llanto inteligible. De vez en cuando lograba arrastrar mi cuerpo hacia abajo y la monja se esforzaba en que no me soltase. Comenzó a subir las escaleras y con mis pies sobre la pared, nos empujaba hacia abajo. Mis esfuerzos eran inútiles. Ya casi llegábamos al tercer piso.

—¡Deja de llorar y quédate tranquila!, o te quedarás sin cena —me gritó la monja mientras seguimos avanzando.

Yo no paraba de llorar. Llegamos directo al baño. Mis gritos y súplicas se habían ahogado. En su lugar quedaban solo sollozos incontrolables. La monja me puso en el suelo. Quedé frente al espejo y no me reconocí. Mis ojos, mi frente, mis mejillas, todo enrojecido, la cara hinchada. Las lágrimas me mojaban hasta la polera. Los mocos llegaban a mi mentón. Mi cuerpo convulsionaba entre sollozos. La hermana me sacó la chaqueta y toda la ropa. Me arrastró hasta una de las duchas. Abrió la llave y me empapó. El agua fría me sorprendió de golpe y me desesperé. Quería salir. Me estaba congelando. La monja me retenía debajo del chorro. Volví a gritar, esta vez ya casi disfónica. Me miré en el espejo. Me avergoncé de mi reflejo. De mi cuerpo desnudo. Dejé de resistirme. Solo lloré. Vi correr el agua por mi rostro y sollocé. Pedí perdón. Pedí por favor salir de ahí.

—No quiero. Por favor, no quiero —dije entrecortando las sílabas.

—Te pasa por no obedecer. Me Obligas a hacer esto. ¿Quién tiene la culpa? —me respondió bruscamente.

—Yo, pero quiero salir.

—¿Vas a dejar de llorar? —me dijo mientras cerraba la llave de agua.

—Sí, sí.

—Quédate aquí, voy a buscar una toalla —salió del baño y me dejó temblando.

Volví a mirar mi reflejo. Aunque había dicho que dejaría de llorar, no podía conseguirlo. El mentón me temblaba, el cuerpo también. Me dolían hasta los huesos. Mis lágrimas seguían corriendo y como pude me abracé para darme calor. La hermana volvió con la toalla. Me envolvió y me ordenó secarme. En el dormitorio me entregó un calzón y una camisa de dormir. Mi sollozo, silenciado a la fuerza, y la pena no me dejaban analizar el porqué me entregaban un pijama de mañana, pero tenía tanto frío que me lo puse sin preguntar.

—Te acuestas. Estarás castigada todo el día. No bajarás a almorzar. Si te portas bien, podrás ir a cenar.

—Ya.

—Anda.

Avancé hacia mi cubículo. Me subí como pude a mi litera. Aún no podía controlar el cuerpo.

Las cortinas estaban abiertas. Miré hacia abajo y vi a las internas subirse a un bus que estaba estacionado afuera de la puerta de entrada. Apoyé la frente en la ventana para poder ver mejor. La mayoría de ellas se veía contenta. Mis lágrimas seguían cayendo y vi el bus alejarse por la calle. Me acosté de lado. Abracé mis rodillas, el pelo mojado había empapado mi camisa de dormir pero no me importó. Me tapé hasta arriba y me permití seguir llorando en silencio. Me acordé que no había visto a Margarita en la fila. Supuse que tampoco había ido. No me pregunté cómo estaría ella. No tenía fuerzas ni para consolarme a mí. No me di cuenta cómo ni cuándo, pero me dormí.

La cena fue silenciosa. Yo, avergonzada por el aspecto de mi rostro, no levanté la cabeza en ningún momento. Ni siquiera para mirar a Margarita, ni para saber cómo estaba. Me dolía la cabeza, con mucho esfuerzo abría los ojos. El dolor me acompañó un par de días, la vergüenza también.

Memorias de una niña Alba

Подняться наверх