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Pasó la semana y no fuimos a la escuela ningún día. Algunas niñas se marcharon con sus familias el día viernes, y felices se despedían diciendo que volverían hasta el día domingo. El día sábado nos despertaron más tarde. Por lo menos ya había luz. Como todos los días, avancé hacia la fila de la ropa y me sorprendí al desdoblar el montón. En él había un vestido rosado, una polera con mangas largas, unas pantis de lana blanca, un chaleco y unos calcetines blancos con adornos. Todo parecía muy elegante. Me vestí rápidamente para alcanzar a elegir un par de zapatos que combinaran con el vestido, antes de que se acabaran los mejores. Salí de mi cubículo y me sorprendí cuando vi a todas las niñas vestidas casi igual. O al menos, así lo veía yo. Todas tenían vestidos y calcetines elegantes.

—¿Oye, por qué nos vestimos así hoy? —le pregunté a mi compañera de al lado.

—Porque es sábado y es día de visita, así nos encuentran bien vestidas —explicó encogiéndose de hombros.

En ese momento lo recordé. Era sábado. Mi corazón se llenó de alegría. Mi rostro se iluminó con una sonrisa. Mi cuerpo comenzó a tiritar de nervios. Ese día íbamos a ver a nuestra mamá. Recordaba perfectamente que dijo que iría de visitas.

Corrí hasta el montón de zapatos y busqué hasta que encontré los adecuados. Quería estar hermosa cuando ella me viera. Fui al baño. Me lavé. Me peiné con más dedicación. Me miré centenares de veces al espejo y bajé a esperar a Margarita en la escalera.

Cuando la vi aparecer, comprobé que a ella también la habían vestido para la ocasión. Su vestido era blanco lo que hacía resaltar su piel morena y su abundante pelo oscuro. Era tan pequeña. Sus cortos brazos regordetes, parecían más rellenos.

—¡Ey! ¡Hoy viene la mamá! —dije con una gran sonrisa.

—¿De verdad? —dijo mostrando sus dientes.

—¡Sí! ¡De verdad!

—¿Le vamos a decir que nos lleve de vuelta?

—No sé.

—¡Yo le quiero decir! —dijo Margarita, dando un golpe al suelo con el pie.

—Bueno, le vamos a decir.

Bajamos al comedor y nos acomodamos en nuestros asientos para desayunar.

Ya estábamos en la sala común, el corazón nos latía más a prisa cada vez que se abría la puerta y llamaban a la interna a la cual iban a visitar. La niña salía de la sala y yo imaginaba que se dirigían a algún salón de visitas.

No sé cuánto rato llevábamos esperando, aunque debió ser harto, porque las hojas que habíamos tomado para dibujar y pasar el rato, ya se habían hecho un montón. Pronto llegó la hora del almuerzo y algunas niñas entraban al comedor acompañadas de sus mamás o papás y se sentaban con ellas a almorzar. Después de comer, decidimos no subir a la sala común. Nos quedamos sentadas en la escalera que unía el primer piso con el segundo. Así cuando la mamá llegara, todo sería más rápido.

Para entretenernos, jugamos a la payaya. Era básicamente un juego con piedras y consistía en hacer piruetas con las manos, sosteniendo las piedras sin dejarlas caer. No éramos tan diestras como el resto de las niñas, sin embargo, repetimos el juego, hasta el nivel que sabíamos, unas quince veces. Subimos tres al baño. Dimos veintitrés vueltas completas desde el principio del pasillo hasta el final. Vimos subir a muchas niñas con sus familias por las escaleras y debimos dejar el paso. Jugamos a la escondida. Nos abrazamos aburridas. Margarita me preguntó una infinidad de veces si ella llegaría. Fuimos dos veces a la sala común a dibujar.

Sentadas en el suelo al final del pasillo, fuimos testigos de cómo se iban despidiendo las niñas de sus familias. A algunas les dejaban una bolsita con sabe qué adentro. Otras recibían monedas que guardaban en sus bolsillos. Muchas lloraron en el último abrazo y no fue hasta ese momento en que me di cuenta de que ella no llegaría. Ahí, sentadas en el suelo, abracé a mi hermanita y lloré. Ambas lloramos. Recordé a mis hermanos. Quería verlos, pero sobre todo, quería ver a mi mamá.

Algunas niñas pasaban y nos consolaban. Otras nos preguntaban por qué llorábamos. Los ojos me dolían. Margarita sollozaba. Hasta que fuimos conscientes que debíamos ir a cenar. Levanté a mi hermana del suelo. Limpié su rostro y sequé sus lágrimas. También las mías y avanzamos al comedor.

—A la rucia no la vinieron na a ver —dijo riendo la misma interna de siempre.

—No la molestí', Sandra —dijo en mi defensa mi vecina de litera.

—Si es la verdá po. Tiene los ojos hinchaos de tanto llorar, la chola también —dijo apuntando a Margarita.

Bajé la vista y me encontré con mi plato. Cada cucharada de comida se hacía más salada junto a mis lágrimas. Tragaba con dificultad y con la manga de mi elegante chaleco me limpiaba los mocos. Ese día me desvelé. Tantas preguntas rondaban en mi cabeza. ¿Se habría olvidado que era sábado? ¿Estaría enferma? ¿Mi papá la habría ido a molestar? ¿Se habría olvidado de nosotras? Angustia, impotencia, rabia. Sí, rabia era lo que sentía mi pequeño corazón infantil. ¿Qué podía hacer? Podría haber gritado por la ventana para llamarla. Nuestra casa, su casa, estaba tan cerca. De seguro habría escuchado.

Me senté en la cama, me puse de frente a la ventana y abrí la cortina. En la calle aún había gente. Parejas pululaban abrazadas, algunas con niños, otras sin compañía. Justo en frente había un restaurante, pero no fino, de etiqueta, sino de esos en donde la señora con minifalda se para en la puerta invitando a pasar. Dos de esas señoras fumaban y le hablaban a los hombres que pasaban. Algunos de ellos entraban al interior del local, otros simplemente las ignoraban. Comprobé si la parte de arriba se podía abrir. A duras penas pude alcanzar la manilla que logré girar hacia la derecha. Estiré un poco más mi cuerpo, logrando separar la ventana unos centímetros. Miré hacia abajo y me di cuenta de que estaba siendo observada por un cliente del local que fumaba y se tambaleaba abrazado a las señoras de las minifaldas. El hombre me saludaba y me lanzaba besos con la mano. Se tocó los genitales y me los mostró. Caí de vergüenza a mi cama y me escondí tras la cortina. Por un lateral vigilé para ver si se marchaba. Cuando por fin, tras dar una última mirada hacia mi ventana, se adentró al local, rápidamente me puse en puntillas y cerré la manilla que había abierto. Dejé un lateral de la cortina abierto, me tapé hasta la cabeza, pensé por última vez en mi mamá y me dormí.

Memorias de una niña Alba

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