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ОглавлениеRut 1.7–13
Situaciones en dramas familiares II
En las escenas anteriores vimos a una familia que no tuvo sabiduría suficiente para manejar sus tiempos de crisis. Algunas situaciones de este drama familiar fueron planteadas y pudimos extraer algunas ideas para afrontar nuestros propios dramas familiares.
Después de la muerte de Elimelec, entran en el escenario Rut y Orfa como las moabitas que se casan con los hijos. Los hebreos tenían prohibido casarse con extranjeras. Sin embargo, la fe y las acciones poderosas y misericordiosas de Dios para con su pueblo y los que le temen han de ser conocidas entre las naciones, para que vayan y adoren a Jehová en su santo templo, en Jerusalén.
De algún modo, después de la desaparición de Elimelec, nacía una luz de esperanza con los matrimonios de Mahlón y Quelión. Ellos llevan nombres que los describen como descontentos y nostálgicos. Tal vez el refugio forzado les hizo dejar atrás amistades, y tuvieron que confrontar, por unos diez años, una cultura diferente, y situaciones que finalmente los llevarían a una muerte prematura.
A la muerte de su esposo Noemí queda viuda y ahora también tenía que sepultar a sus dos hijos Mahlón y Quelión. El desamparo familiar tocaba su puerta. Ella y sus nueras viudas, una más compañera que la otra, estaban allí en los campos de Moab, ante la historia trágica de sus vidas. El relato nos refiere que deja atrás el desacierto, el fracaso, y decide volver a Belén al escuchar que Dios había mirado nuevamente a Su Pueblo.
Salió, pues, del lugar donde había estado, y con ella sus dos nueras, y comenzaron a caminar para volverse a la tierra de Judá (Rt 1.7).
No podemos negar el proceso en el que Noemí se hallaba, ya que a pesar de que regresó arrepentida a Belén, el dolor y el luto por la pérdida de sus seres queridos todavía permanecían en su vida. La pérdida inesperada de su esposo Elimelec y unos años después la muerte de sus dos hijos fueron, sin duda, momentos de gran sufrimiento en la vida de Noemí. A ello se sumó, seguramente, la preocupación por lo que habría de ser de ella, lo que iba a pasar con sus nueras, ya que no había nietos. No había más vínculos entre ellas que el haber compartido algunos años sus vidas, ella como madre de los esposos y suegra. Sin embargo, Dios las tiene allí, a Rut y a Orfa junto a Noemí, con un proyecto que incluye a estas mujeres moabitas.
Cuando aceptamos precozmente la derrota
Y Noemí dijo a sus dos nueras: Andad, volveos cada una a la casa de su madre; Jehová haga con vosotras misericordia, como la habéis hecho con los muertos y conmigo. Os conceda Jehová que halléis descanso, cada una en casa de su marido. Luego las besó, y ellas alzaron su voz y lloraron (Rt 1.8–9)
En la conversación que marcó la vida de estas mujeres, que definió su camino a seguir, Noemí les propone la posibilidad del retorno a sus vidas en Moab. Ella había terminado con lo que la había llevado a Moab, y ahora se disponía a perder lo que había encontrado en ese lugar, a sus dos nueras. La viudez genera una incertidumbre transitoria, difícil de superar sin el apoyo de un grupo familiar, y ella pretendía despedirse de las únicas personas que aún formaban parte de su vida, de las personas que podrían traerle esperanza. Estaba rompiendo lazos muy fuertes en su vida.
Noemí las despide llamándolas “hijas”, les había tomado cariño. Hay en sus palabras la ternura de quien había adoptado a quienes querían a sus hijos. A pesar del afecto que les tiene y de que quisiera tenerlas siempre a su lado, está lista para dejarlas partir y seguir con sus proyectos de vida, regresando junto a sus respectivas madres. Ella invoca a Dios para que sea misericordioso con sus nueras, como ellas lo fueron con sus hijos, que sufrieron al vivir lejos de su tierra. Espera que Jehová les conceda un marido, en cuya casa descansen de su sufrimiento. Noemí no quería que se quedasen sin casar por mucho amor que aun tuviesen por sus hijos muertos. Para no aumentar su propia amargura, ella quería que recuperaran el bienestar de tener un esposo y una familia, y así rehacer sus vidas.
Las pérdidas de Noemí habían afectado el significado de la esperanza en su vida. Se despide de sus nueras porque siente que ha llegado al final de la línea y al fondo del pozo. Noemí quería labrar su futuro como quien ha salido perdiendo, como la que regresa con las manos vacías. Está angustiada y triste, no espera, de ninguna manera, poder cambiar esta situación; pero, aún así, ve en todo esto al Todopoderoso. Ella se pregunta si ha de seguir siendo la misma mujer, la Noemí que todos conocieron. Su Dios era Jehová, el Todopoderoso, pero duda que pueda sorprenderla cambiando lo que ella consideraba un asunto sin salida, su viudez desamparada.
Uno de los dones más valiosos que Dios da a los cristianos es la capacidad de vivir con esperanza. Y es, precisamente, este don lo que nos anima a considerar que una lucha no se puede perder en el primer round, pues es demasiado temprano para entregarse a la derrota. Noemí se dio por vencida antes de luchar, su estado permanente de dolor la llevaba a pensar que todo había terminado. Sin embargo, el último capítulo de su vida aún no había sido escrito. Dios revertiría su situación.
En las Escrituras tenemos ejemplos de esto. Abraham que no esperaba ser el padre de Isaac, el hijo de la promesa, siendo él ya de edad avanzada. Posiblemente algunos decían o pensaban que era un viejo caduco e ingenuo. Pero Abraham no fue un desesperanzado, esperó contra toda esperanza perdida, y triunfó por su fe, tornándose en el padre de todos los que creen en el Señor. O Moisés, quien después de estudiar y formarse por varios años en las grandes “universidades” de Egipto, pasó cuarenta años en el desierto. También él, contra toda lo esperado, abandonó su estatus, cambió su cetro por el bastón de pastor de ovejas, el palacio por las tortuosas montañas del Sinaí. Tal vez alguien decía de él que era un derrotado cuando cumplió ochenta años, pero con el bastón de pastor en la mano y con la ayuda de Dios, hizo temblar al mayor imperio del mundo en aquella época.
Si alguien piensa de sí mismo o habla precipitadamente de otra persona, cuyo capítulo final o decisorio aún no ha sido escrito, candidatea a tener que comerse sus palabras. Siempre estamos ante el Todopoderoso que gobierna la historia soberanamente.
Cuando perdemos la esperanza de un milagro
Y le dijeron: Ciertamente nosotras iremos contigo a tu pueblo. Y Noemí respondió: Volveos, hijas mías; ¿para qué habéis de ir conmigo? ¿Tengo yo más hijos en el vientre, que puedan ser vuestros maridos? Volveos, hijas mías, e idos; porque yo ya soy vieja para tener marido. Y aunque dijese: Esperanza tengo, y esta noche estuviese con marido, y aun diese a luz hijos ¿habíais vosotras de esperarlos hasta que fuesen grandes? ¿Habíais de quedaros sin casar por amor a ellos? [...] (Rt 1.10–13).
Gabriel García Márquez dijo alguna vez: “El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad”. Y es, precisamente, lo que Noemí consideró para su vida, ser honesta y honrada con la soledad que vendría.
De alguna manera, Noemí se sentía como “una carga” para sus nueras. Era viuda, pobre, sin hijos, y demasiado mayor como para casarse nuevamente y darles otros hijos a sus nueras para asegurar su descendencia. Ella creía que no había la posibilidad de un futuro mejor, sólo un pasado de dolor, cuyo recuerdo le traía amargura al presente. Noemí se estaba resignando a pasar una vejez de desesperanza, llena de soledad y resentimiento. Este cuadro es más cotidiano en nuestras familias y la sociedad de lo que imaginamos. Esta es una realidad que no podemos ignorar, está allí, y pareciera que no nos atrevemos, ni siquiera, a intentar cambiarla.
El mundo vive un proceso de transición demográfica inocultable y no sabemos bien a dónde nos lleva. Determinado principalmente por la reducción de las tasas de natalidad y de mortalidad, esto ha llevado al crecimiento de la franja poblacional de adultos mayores o de la tercera edad, de aquellos que están entre los sesenta o más años. Algunas sociedades no saben qué hacer con este crecimiento, se hace necesario dejar de ver la vejez como una carga y valorar, en cambio, su potencial de experiencia. Es una etapa oportuna para incursionar en emprendimientos, en tareas de servicio, en labores postergadas, en el asesoramiento y hasta en estudios universitarios.
La anciana Noemí había perdido toda esperanza y miraba el futuro sin conseguir vislumbrar una luz al final del túnel. Probablemente, pensaba que su edad avanzada era una limitación absoluta para la intervención milagrosa de Dios. Parecía que ya no lo deseaba, ni menos lo esperaba. No se percataba de que el Todopoderoso tenía un plan que consideraba la experiencia de sus canas y su conocimiento de la tradición hebrea, los que habrían de ser para la bendición de una de sus nueras.
Cuando una persona pierde la esperanza a pesar de sus valiosos años de aprendizaje y experiencias vividas, y no valora la sabiduría ya adquirida7 por ella en el continuo devenir de la vida, se siente rendida, porque no encuentra más razón ni valor para luchar. Es así que la esperanza es la fuerza que nos impulsa hacia adelante. Mirar el futuro con esperanza nos permite decir: “Mañana será un día mucho mejor que hoy”.
Noemí pensaba que el sufrimiento se había instalado de manera definitiva en su vida. Sentía que ya había llegado a su destino final. Pero el proyecto de Dios para ella no era de sufrimiento sino de bendiciones. Nuestras leves y momentáneas tribulaciones, nos recuerda el apóstol Pablo, se convierten en nuestro eterno peso de gloria8. Aprendamos a ver en ellas la presencia del Dios de misericordia que Noemí conocía.
La Escritura nos invita a no aceptar el fatalismo en nuestras vidas. El mundo no está gobernado por leyes ciegas, ni por el azar, ni mucho menos por la mala suerte. El Dios que gobierna el cosmos, el universo, también gobierna nuestras vidas y la de nuestras familias. No perdamos la esperanza de la intervención sobrenatural de Dios. No dejemos que nuestra fe se aplaste. Creamos que Dios puede transformar nuestras dificultades en la máxima expresión de su misericordia.
Noemí desconocía que Dios iba a impregnar aquella crisis de su vida con el aromático perfume del jardín de su gracia. Su nuera Rut sería para ella mejor que siete hijos, sería madre de su nieto, quien llegaría a ser el abuelo del rey David. Pero no nos adelantemos.
Cuando miramos los problemas nos parece como que Dios no está de nuestro lado
No, hijas mías; que mayor amargura tengo yo que vosotras, pues la mano de Jehová ha salido contra mí (Rt 1.13b).
Noemí no sólo tuvo pérdidas materiales y humanas en su estadía en los campos de Moab y en su regreso a Belén, sino también grandes pérdidas espirituales. Ella se sentía víctima de Dios, no de sus propios sentimientos. Le atribuía a Él todo el mal que estaba pasando y lo responsabilizaba por todas sus tragedias. Estaba disgustada con Dios. Sentía que Él se hallaba en contra de ella. No solamente era una viuda anciana, pobre, y sin hijos, también se había tornado en una mujer amargada y en franca contienda con Dios.
Es importante notar que Noemí no se rindió a los dioses paganos de Moab. Continuó creyendo en Jehová, pero no con una percepción lúcida y correcta acerca de su Dios. Creía en la soberanía de Él, lo llamaba el Todopoderoso, pero su concepción de la acción de Dios en la historia estaba desorientada. Le había entusiasmado que Dios visitara a su pueblo para darles pan; quería ser parte de esa historia. Pero se encontraba llena de mucho resentimiento, cargada de pesimismo, por lo que Dios había “permitido” que le pasara.
Noemí había enmarcado a Dios en su realidad, en su amargo desconcierto. Rechazaba la idea de Dios actuando, algunas veces, de contramano a nuestras expectativas y voluntades. Se resistía a que Dios permitiera situaciones difíciles. Al parecer, sólo estaba lista para aceptar en su vida los beneplácitos que significaban bienestar.
Noemí asoció su tribulación con la oposición de Dios a su proyecto de vida, a su vida misma. Pero, ella había sobrevivido para interpretar su historia y la de su familia, y por esto mismo ya tenía una conclusión: “La mano de Jehová ha salido a actuar contra mí”, decía. Su vida no estaba bajo una maldición, Dios no se hallaba obrando contra ella. La soberanía de Dios estaba obrando en ella y para ella.
Cuando comenzamos a asumir el sufrimiento como desesperanza, nos sentimos incompetentes y apáticos. Nuestra visión acerca de Dios se reduce y se apaga nuestra fe. Aun cuando no encontremos explicaciones plausibles o razonables para nuestro sufrimiento, debemos afirmar por la fe que ... a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien [...]9, que detrás de todo lo que nos pasa está el Todopoderoso.
La relación simple que hizo en su mente del sufrimiento como maltrato de parte de Dios, definitivamente era una lectura equivocada de Noemí. Dios no estaba ensañándose con ella. Él no desperdicia el sufrimiento de sus hijos. Cuando perdemos la brújula, Dios continúa en el control. Cuando pensamos que es indiferente a nuestro dolor; o incluso, que está en nuestra contra, Él toca la puerta. Le abrimos la puerta de nuestra vida, y se sienta a nuestra mesa, y comienza a mostrarnos que siempre estuvo obrando a nuestro favor.
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7 Salmo 99.12.
8 2 Corintios 4.17.
9 Romanos 8.28.