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Un cantor inocente trina una suave melodía

Hay una casita de madera pintada de azul.

La rodea un jardín bien cultivado y perfumado de gardenias.

Colibríes y mariposas, golosos y gráciles, cortejan las flores, y uno que otro espíritu del aire se escabulle por ahí, duplicado en los ojos dorados del gato de la abuela, que se pasea por el jardín como si fuera el mismísimo marqués de Carabás.

Cómo quisiera ese minino presumido, que se las da de ser de “raza”, que alguien que no lo conociera llegara a preguntarle, candoroso:


—¿De quién es este jardín tan galano?

Para responder, tras esponjar el pecho y mo­viendo los bigotes con desdén:

—Y de quién más, pues, mío: del marqués de Carabás.

No obstante vivir en ese jardín tan primoroso, el marqués se siente solo, tanto que ha pensado en traer a vivir con él a su novia Florinda, a quien nomás ve en las noches (porque durante el día a él no le queda tiempo…); pero el perro de la casa no la puede ver y, cada vez que ella viene a visitarlo, la saca corriendo, con enamorado y todo.

En el patio, frente a la casa, de cara al jardín, dormita el perro. Abre los ojos, perezoso, y ve que el gato lo está mirando.

—Perro mugroso —oye que le dice.

Y el “perro mugroso”, a su vez, pensando, no, mejor hablando:

—Gato creído. Que dizque “marqués”. ¡Ja, ja, ja! Como si yo no supiera que lo compraron en la plaza de mercado.

Y el perro, refunfuñando, refunfuñando, se va a dormitar a otra parte.

Lejos de los ojos del gato que lo siguen con ganas de arañarlo.

Solo que no puede hacerlo con los ojos.

Un turpial, en son de enamorado que busca compañía,

llega a cantar al limonero,

y tan bello y dulce es el canto que parece dar más claridad al día,

y por oírlo se detiene el viento,

y las mariposas se quedan suspendidas en el aire,

desenrollando sus trompas

por si de los trinos caen gotitas de miel.

Pero no es por ellos que trina el dorado cantor su suave melodía: es por una hembra que en el árbol del frente ha acudido a su llamado, y que, seducida por el canto, balancea el cuerpo en adormecido movimiento y después abre las alas colmando el aire de resplandores áureos.

Tan embelesado está el pajarito soltando sus notas amorosas que no ve al gato mañoso que trepa por el tronco del árbol y después, aplanado y lento, se desliza por la rama donde está trinando.

Está el marqués a punto de darle el zarpazo al desprevenido cantor, cuando, ladrando a todo pulmón y quebrando unas ramas secas al pisarlas, Sultán, que así se llama el sabueso que vimos dormitando, irrumpe en el jardín, y el pájaro se echa a volar, inocente del peligro en que había estado.

—¡Huy! ¡Tenías que ser tú, perro mugroso! —le gruñe el gato burlado, enarcando el erizado lomo y mostrando con fiereza garras y colmillos—. ¡Me las pagarás!

—¿Es que no lo oías cantar? —le pregunta Sultán, sorprendido.

—Mi barriga es sorda —le contesta el gato bravo, y se tira del árbol dando dos volteretas en el aire. No se sabe si es para despejar su malhumor o para impresionar al perro.

No lo puede soportar.

Sultán tampoco.

—Animalejo ridículo —le dice el can, y se va del jardín, moviendo la cola, a buscar su rincón.

En alguna parte, alguien lo estará aplaudiendo y, en el reino de las aves, anotarán su hazaña en su favor.

Por lo pronto, nosotros también nos vamos a otra parte.

Qué ancho, muy ancho, es el mundo, y cada cosa se ha puesto en su lugar.

Serenata para una rana

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